Ray Wray no estaba contento.
Había llegado a la cabaña de Joe Dahl, al sudoeste de Masardis, sabiendo sólo que le esperaba un trabajo, un trabajo de un par de días que le reportaría un par de miles, algo relacionado con un avión, lo que significaba que probablemente se trataba de una actividad ilegal. Las actividades ilegales en esa parte de Maine solían implicar contrabando, y lo único que de verdad merecía la pena en cuanto a contrabando era la droga. De ahí que Ray Wray hubiera llegado a la conclusión de que lo que Joe Dahl y él buscarían en los Grandes Bosques del Norte era un avión estrellado lleno de droga.
Ray Wray no ponía reparos al contrabando de droga, eso desde luego. Él mismo lo había practicado de forma más que suficiente en el pasado para saber cómo limitar el riesgo de ser atrapado, que era la mayor preocupación en esa clase de trabajo. Ser atrapado suponía toda suerte de dificultades, y no sólo con la ley: los individuos que pagaban a alguien para que pasara su droga de contrabando solían tomárselo mal cuando la mercancía no llegaba al destino previsto. Pagar una deuda con la sociedad era una cosa; pagar una deuda con los moteros o los mexicanos, o con un mierda como Perry Reed era otra muy distinta.
Así que para Ray el problema no residía en el contrabando en sí, ni en apoderarse del avión y su cargamento sin ser atrapado. A lo que sí ponía reparos era a la circunstancia de que una mujer y un niño estuvieran durmiendo como vampiros en la pequeña cabaña de Joe Dahl, con las cortinas de las ventanas corridas, la mujer hecha un ovillo en el camastro y el niño dormido a su lado en el suelo. Ray vio que la mujer tenía la cara muy desfigurada cuando echó un vistazo al otro lado de la tupida sábana que separaba la zona de dormir del resto del espacio, pero lo inquietó más el niño, que se despertó de pronto cuando Ray se asomó, y le mostró a Ray el extremo afilado de un cuchillo.
Ahora Ray estaba sentado, con una taza de café en la mano, en el banco exterior toscamente labrado, desde donde se veían los extensos bosques de Oxbow. Joe Dahl, a su lado, estaba tan nervioso que empezaba a contagiar su nerviosismo al propio Ray.
—¿Ese avión? —dijo Ray.
—Sí, ¿qué pasa?
—¿Cuándo se estrelló?
—Hace años.
—¿Cuántos?
—No lo sé.
—¿Cómo es que nadie lo ha encontrado hasta ahora?
—No sabían dónde buscarlo. —Dahl señaló el bosque con su taza—. Vamos, Ray, ahí podría perderse un jumbo, y tú lo sabes. Hablamos de un avión pequeño. Cualquiera podría haber pasado a unos metros y no verlo si no estaba buscándolo.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Ray.
—No lo sé.
—¿Droga?
—He dicho que no lo sé, Ray. Por Dios.
Allí fallaba algo. Joe Dahl era duro de roer. Había matado alguna que otra vez; Ray, en cambio, no, eso no era lo suyo. Pero sí se le daba bien el bosque, era capaz de responder en una pelea y sabía mantener la boca cerrada. Dahl, por su parte, se las había visto con gente de cuidado en su día, y allí seguía; sin embargo, con este trabajo percibía malas vibraciones, y Ray tendía a atribuirlo cada vez más a la mujer y ese crío espeluznante.
—¿Y cómo vamos a saber dónde está? —preguntó Ray. No tenía sentido insistirle a Dahl en lo referente al contenido del avión, no de momento. Quizá más adelante, cuando se calmara un poco.
—La mujer ha dicho que está cerca de un fortín en ruinas, y ahí no hay más que un fortín —informó Dahl.
De pronto, Ray entendió por qué le pagaban tanto por adentrarse en el bosque durante uno o dos días. En realidad daba igual lo que hubiera en el avión. Ni siquiera era por la dificultad de llegar hasta él. Pero había oído hablar de ese fortín, llamado Desatino de Wolfe. Se hallaba en una parte del bosque adonde no iban los cazadores porque los animales la eludían; donde no había sendas y los árboles se encorvaban como siluetas de gigantes; donde el aire olía raro y se confundían el norte y el sur, el este y el oeste, por buena que fuera la brújula que uno llevara, o el propio sentido de la orientación. Era un sitio donde uno podía extraviarse, porque algo allí dentro quería que uno se extraviara, algo que podía tener el aspecto de una niña.
Ray nunca había estado allí y nunca había tenido la intención de ir. Incluso las historias sobre ese lugar tendían a mantenerse en secreto entre los lugareños, para que a los idiotas buscadores de emociones fuertes o a los escépticos empedernidos no se les metiera en la cabeza la idea de iniciar una exploración para demostrar algo que sólo ellos entendían. Hubo una época en que desaparecían excursionistas y se decía que tal vez se habían acercado demasiado al Desatino de Wolfe, pero eso ahora ya no pasaba tanto, no desde que los autóctonos se esforzaban en excluirlo de las conversaciones generales y se aseguraban así, por acuerdo tácito, de que nadie perturbara lo que fuera que allí habitaba. Casi todo lo que sabía Ray se lo había contado Dahl, y Dahl no era de los que creían en historias de fantasmas, así que si uno lo oía de labios de Joe Dahl, le constaba que era verdad. Según Dahl, nadie con una pizca de sentido común se había aproximado al Desatino de Wolfe desde hacía años, y Ray lo creía. Si el avión había caído cerca de allí, eso explicaría muchas cosas.
—¿Y cuánto has dicho que paga esa mujer? —preguntó Ray.
—Dos mil por adelantado a cada uno, y otros mil cuando encontremos el avión. Es una buena suma, Ray. A mí desde luego me vendría bien.
«Y que lo digas», pensó Ray. Él había superado el último invierno gracias al dinero del Programa de Ayuda al Consumo Energético Doméstico, y ahora las prestaciones se habían recortado a la mitad debido a la recesión. Sin dinero para el combustible de la calefacción, uno podía morirse.
—Esos bosques no son lugar para una mujer y un niño —comentó Ray—. Y ese crío parece enfermo. Deberían quedarse aquí, dejarnos la búsqueda a nosotros.
—Van a venir, Ray. Eso es innegociable. Yo no me preocuparía por ella y el niño. Son… —Dahl buscó la palabra adecuada—. Más fuertes de lo que parecen.
—¿Qué le ha pasado a ella en la cara, Joe?
—Por lo visto se quemó.
—Una mala quemadura. Con ese ojo ya nunca volverá a ver.
—¿Es que ahora eres cirujano ocular?
—No hace falta ser cirujano para distinguir un ojo muerto de uno vivo.
—Ya, supongo que no.
—¿Quién le hace una cosa así a una mujer?
—Quienquiera que fuese, dudo que siga andando por ahí para preguntárselo —respondió Dahl—. Ya te he dicho que no te lleves a engaño con esa mujer por su aspecto. Como le busques las cosquillas, acabarás enterrado en un hoyo.
—¿El niño es su hijo?
—No lo sé. ¿Quieres preguntárselo, y ya de paso escarbar en sus otros asuntos?
Ray volvió a mirar hacia la cabaña. Las cortinas se movieron en una de las ventanas, y apareció una cara. El niño estaba despierto y los observaba, probablemente con aquella navaja en la mano. Ray se estremeció. No debería tenerle miedo a un niño, pero Dahl le había contagiado parte de su desazón.
—El crío nos observa —dijo.
Joe no volvió la cabeza.
—Vela por la mujer.
—Ese cabroncete pone los pelos de punta, ¿no te parece?
—Sí, además tiene muy buen oído.
Ray se calló.
—Esa mujer nos dará más trabajo si las cosas salen a su gusto —dijo Dahl. Entonces guardó silencio por un momento—. Siempre y cuando no te importe ensuciarte las manos.
A Ray no le importaba. Había visto las armas: un par de Ruger Hawkeye y dos pistolas compactas de nueve milímetros. Sí, era cierto que Ray Wray nunca había matado a nadie, pero eso no significaba que no fuera a hacerlo llegado el caso. Había estado a punto una o dos veces, y pensaba que podía dar el último paso.
—¿Somos nosotros los únicos que buscan ese avión, Joe? —preguntó.
—No, creo que no.
—Ya me parecía a mí —dijo Ray—. ¿Cuándo empezamos?
—Pronto, Ray. Muy pronto.