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Más tarde, esa misma mañana, Angel, Louis y yo fuimos a Falls End con dos intenciones: la primera era averiguar si Marielle Vetters podía decirnos algo más sobre el paradero del avión, cualquier cosa que hubiera recordado, por intrascendente que pareciera. Si ella no podía ayudarnos más, había otra persona a quien preguntar, aunque eso me exigiría abandonar Falls End temporalmente. Marielle no me había devuelto la llamada de la noche anterior, pero aún no había empezado a preocuparme.

La segunda era planear la posterior expedición al bosque. Con eso en mente, había telefoneado a Jackie Garner y le había pedido que viajara a Falls End lo antes posible, porque él conocía esos bosques. Andy Garner, el padre de Jackie, había abandonado a su mujer cuando Jackie era muy pequeño. Entre uno y otro miembro de la pareja existían diferencias irreconciliables: ella consideraba a su marido el mayor gilipollas en la faz de la tierra —un follador de mujeres en serie, un haragán que jamás había tenido un empleo fijo que le gustara, y un ladrón de oxígeno—, y él discrepaba, pero siguió formando parte de la vida de su hijo hasta su muerte, y su mujer siguió queriéndolo, contra el más elemental sentido común. Andy Garner poseía el raro don del encanto, una forma de carisma que le permitía deslizarse por encima del dolor que causaba a los demás con sus carencias, e inspiraba cierto grado de tolerancia, e incluso perdón, en aquellos a quienes hacía daño. Según se sabía, la madre de Jackie, que conocía sus flaquezas mejor que nadie, lo aceptó alguna vez en su cama después del divorcio; ella lo cuidó durante su última enfermedad, y fue su viuda en todos los sentidos menos nominalmente.

Andy Garner se mantuvo a flote trabajando de guía en los Grandes Bosques del Norte durante la temporada de caza. Estaba muy solicitado, y tenía clientes asiduos que acudían a él año tras año. Eran banqueros y hombres de negocios acaudalados, y Andy siempre se aseguraba de que regresaran a sus vidas urbanas satisfechos de la cacería y alardeando de las piezas cobradas. En años de vacas flacas, cuando otros a duras penas conseguían encontrar algún oso o ciervo macho como trofeos para sus clientes, Andy Garner batía récords, y sus bonificaciones aumentaban. Era un hombre que sólo se sentía a gusto de verdad cuando estaba en el bosque, un hombre profundamente en sintonía con la naturaleza, y perdido en las ciudades y los pueblos. Lejos del bosque, buscaba consuelo en el alcohol y las mujeres, pero durante la temporada de caza se abstenía de lo uno y lo otro, y era más feliz que en ningún otro momento.

En cuanto su hijo tuvo edad, Andy empezó a llevárselo al bosque consigo, procurando transmitirle lo que sabía y desarrollar los instintos para la naturaleza que, le constaba, el niño tenía. No se equivocaba, hasta cierto punto: Jackie poseía la comprensión y la empatía de su padre para con el mundo natural, pero no era tan duro como su padre y le gustaba poco la caza.

«Nunca ganarás dinero con los paseos por la naturaleza», le decía su padre. «Es la caza lo que llevará el pan a tu mesa».

Jackie Garner encontró otras maneras de llevar el pan a su mesa, unas legales y otras no. Pero aún volvía al bosque siempre que podía, a veces sólo para escapar de su madre, una mujer muy absorbente. Eso era algo que tenía en común con sus amigos los Fulci. Razón por la cual, probablemente, los tres se llevaban en parte tan bien.

Jackie no tenía su propia cabaña en el bosque y dependía por tanto de la generosidad de sus amigos. Si no le prestaban ninguna, se contentaba con plantar una tienda. Cuando lo telefoneé y le pedí que se reuniera con nosotros en Falls End, no se lo pensó dos veces. No le dije qué buscábamos, todavía no. Eso podía esperar.

—¿Qué tal tu madre? —pregunté. Aún no habíamos podido hablar debidamente sobre su enfermedad.

—No muy bien. Debería habértelo contado antes, pero, bueno, estaba en fase de negación, creo.

—¿Sobre qué exactamente, Jackie?

—Ni siquiera soy capaz de pronunciarlo, y eso que lo he oído infinidad de veces en el último mes: la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. ¿Lo he dicho bien?

Contesté que no lo sabía. Había oído hablar de esa enfermedad, pero no conocía sus síntomas ni su pronóstico. Por desgracia, Jackie ahora sí los conocía.

—Había estado comportándose de un modo extraño —explicó—. Bueno, más extraño que de costumbre. Se enfadaba sin razón, y luego se olvidaba de que se había enfadado. Pensé que podía ser alzhéimer, pero hace un par de semanas los médicos nos salieron con que era eso de Creutzfeldt-Jakob.

—¿Es muy grave?

—Le queda un año, a lo mejor un poco más. La demencia es progresiva, y empieza a perder la vista. Tiene espasmos en las piernas y los brazos. Hay que ingresarla en una residencia, y hemos empezado a buscar sitios. Oye, Charlie, hay dinero de por medio en este trabajo, ¿no? Necesito reunir un poco de efectivo. He de asegurarme de que la cuiden bien.

Epstein había accedido a cubrir todos los gastos. Me aseguraría de que pagara bien los servicios como guía de Jackie.

—No tendrás queja, Jackie.

—¿Y es un trabajo corto?

—Dos días como mucho, en cuanto consiga la información que necesitamos. Tendremos que estar preparados para pasar una noche en el bosque si hace falta, pero espero que no sea necesario.

—Siendo así, iré cuando me digas —respondió Jackie—. Un par de días en el bosque me ayudarán a despejarme la cabeza.

Le dije cuál era el lugar de encuentro y cortamos la comunicación. Jackie me dio mucha pena. Quizás estuviera un poco chiflado y fuera aficionado en exceso a la munición de fabricación casera, pero era de una lealtad inquebrantable para con sus amigos. Si bien se quejaba de su madre más que ningún otro hombre que yo hubiera conocido, también la quería. Su enfermedad y posterior muerte serían un duro golpe para él.

Angel y Louis me seguían a Falls End en su propio coche. Les informé de mi conversación con Jackie cuando nos paramos a tomar un café en el camino. Los dos me dijeron de inmediato que me guardara lo que Epstein iba a pagar por su tiempo y experiencia y se lo entregara a Jackie. Yo me proponía hacer lo mismo.

En cuanto llegamos a Falls End, advertimos que ocurría algo. Había coches patrulla del departamento del sheriff del condado de Aroostook estacionados en la calle, junto con vehículos de la policía del estado y la unidad técnica de Maine. Al este, aparcados en una calle adyacente, justo al borde del bosque, vi una concentración de automóviles, entre ellos uno de la oficina de la forense de Maine, y a su lado a la propia forense, hablando con un par de inspectores a quienes reconocí.

Sabía que Marielle Vetters vivía en el extremo norte del pueblo, y era allí donde se había congregado un segundo grupo de vehículos de las fuerzas del orden. Como aún era temporada de caza, el pueblo seguía lleno de forasteros y sus automóviles, así que no llamamos la atención, pero me preocupaba que algún policía me viera y me reconociera. Aún no sabía con certeza si le había sucedido algo a Marielle, pero me temía lo peor.

—Maldita sea —exclamé, y lo dije no sólo preocupado por Marielle, sino también por mí. Mi mensaje había quedado grabado en su contestador, en el supuesto de que ella no lo hubiera borrado después de escucharlo. Verme vinculado de un modo u otro a lo que acaso le hubiera pasado no sería muy provechoso. Entré en el aparcamiento municipal, y Angel y Louis se detuvieron a mi lado. Angel fue a recabar información mientras Louis y yo esperábamos en mi coche. Angel regresó al cabo de media hora con cafés en una bandeja de cartón. Subió al asiento de atrás y repartió los vasos antes de hablar.

—Marielle Vetters sigue con vida —dijo—. Su hermano también, pero los dos están en coma. Es la comidilla en la cafetería del pueblo, que parece ser la zona cero para cuestiones de chismorreo. Sólo he tenido que sentarme y escuchar. Hay dos muertos, ambos por heridas de bala. Uno es un tal Teddy Gattle. El hermano de Marielle estaba instalado en su casa, y se especula con la posibilidad de que discutieran allí y de que, quizá, Grady Vetters le pegara un tiro a Teddy antes de salir camino de la casa de su hermana para cometer el segundo homicidio. Puede que su hermana y él tuvieran alguna desavenencia por dinero y por la casa, pero por el momento la teoría de Grady Vetters como autor de los asesinatos es de la policía, no de los lugareños. La mayoría de la gente no cree que Grady Vetters sea capaz de disparar a nadie, pero corren rumores de que se encontró una pistola a su lado, y si es el arma homicida, en fin…

»Pero, Charlie, el otro muerto es Ernie Scollay. Apareció en casa de Marielle Vetters con heridas de bala en la espalda.

Guardé silencio. Ernie Scollay me cayó bien desde el primer momento. Por su actitud cauta y cuidadosa, me recordaba a mi abuelo.

Era un montaje; tenía que serlo. Tal vez Marielle Vetters tuviera conflictos con su hermano, pero en ningún momento había dejado entrever el menor temor de que él actuara violentamente. Por otro lado, eran muchas las víctimas de homicidios domésticos que nunca lo habían visto venir, nunca habían sospechado que alguien de su propia sangre pudiera volverse contra ellos. Si la capacidad de violencia fuese tan fácil de detectar, moriría bastante menos gente. Habría sido mucha casualidad que la misma noche de los atentados contra otras dos personas relacionadas con la lista, la familia Vetters, también vinculada a la lista, se viese envuelta en una pelea doméstica en la que acabaron dos personas muertas y, al parecer, otras dos en coma.

Pero si Grady Vetters no era, en realidad, un asesino, ¿cómo los habían encontrado a su hermana y a él aquellos que también pretendían silenciar a Eldritch y Epstein? Tanto Marielle como Ernie Scollay conocían los riesgos implícitos de contarle a alguien lo que sabían. Ernie ni siquiera quería que yo entrara a formar parte de su pequeño círculo. Así que sólo quedaba Grady Vetters, porque él había estado con su hermana junto al lecho de su padre cuando éste les refirió la historia del avión caído en el bosque.

Tenía que tomar una decisión. A menos que Marielle hubiera borrado mi mensaje después de escucharlo, sólo sería cuestión de tiempo que la policía llamara a mi puerta. Podía presentarme de inmediato y contarles lo que sabía, o intentar eludirlos el mayor tiempo posible. La segunda opción se me antojaba la preferible. Si hablaba con ellos, tendría que hacer referencia al avión, y entonces su existencia se haría pública. Recordé que Epstein se había negado a comunicarle al agente especial Ross, de la delegación del FBI en Nueva York, lo que sabía por temor a que llegara a oídos indebidos, y Ross era su agente federal fiable, en quien los dos confiábamos, si bien yo no confiaba en él tanto como Epstein. Por ahora, contarle a la policía lo del avión no era una opción viable.

Me decanté por la peor situación posible: Grady Vetters no había matado a su amigo Teddy Gattle ni a Ernie Scollay. A su hermana y a él los habían hallado quienes buscaban el avión, y Gattle y Scollay habían resultado muertos por interponerse. Probablemente Marielle y Grady se habían visto obligados a contar lo que sabían, y luego los habían silenciado. La decisión de no matarlos era extraña: si alguien se proponía cargar a Grady Vetters con los asesinatos, simular que él había disparado contra su hermana y luego contra sí mismo, habría ofrecido a la policía un caso limpio de asesinato con posterior suicidio. En lugar de eso, según los chismorreos —y a saber hasta qué punto eran verdad—, había dos testigos potenciales todavía vivos pero en coma. Ahora bien, dejarlos respirando pero incapacitados concentraría la atención de la investigación en los supervivientes y enturbiaría las aguas durante un tiempo. Si Marielle y Grady habían revelado algún dato nuevo sobre el paradero del avión, el responsable de lo que acababa de ocurrir en Falls End no necesitaría distraer a la policía durante mucho tiempo: sólo hasta que apareciera el avión y se obtuviera la lista.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Louis.

—Buscad un par de habitaciones para nosotros en un motel y decidle a Jackie Garner dónde estáis. Yo volveré esta noche.

—¿Y adónde vas? —preguntó Angel mientras salían del coche.

Arranqué el motor.

—Voy a preguntarle a un viejo amigo por qué me mintió.