El noticiario de media mañana informó de la muerte de una mujer de cincuenta y ocho años en una explosión ocurrida en un bufete de Lynn, Massachusetts: hasta ese momento no supe nada al respecto porque había centrado toda mi atención en Sam. La mujer, cuyo nombre no se facilitaría hasta que pudiese comunicarse el hecho a la familia, era, según se afirmó, empleada del bufete. En cuanto al responsable de dicho bufete, Thomas Eldritch, sólo decían que había sufrido heridas a causa de la honda expansiva y se hallaba bajo observación. Por el momento, la policía prefería no especular sobre las causas de la explosión, ya que los investigadores seguían en el lugar del suceso. No obstante, yo sí las conocía.
—La lista —les dije a Angel y Louis—. En cuanto el Coleccionista mató a Tate, debieron de deducir que él tenía una copia, parcial o íntegra.
—Y como no podían acceder a él, intentaron eliminar al abogado —concluyó Angel.
Me acordé de la fumadora empedernida que custodiaba la escalera del despacho de Eldritch, y su expresión cuando pensó que yo lo había molestado de algún modo. No podía decir que me inspirara simpatía exactamente, pero había sido leal al viejo, y no merecía morir.
La pantalla ofreció una imagen del exterior del bufete de Eldritch. La explosión había originado un incendio que destruyó el edificio por dentro, y había sido necesaria la intervención de unidades de bomberos de localidades cercanas para controlar las llamas. La tienda de móviles paquistaní también había desaparecido. Uno de los dueños fue entrevistado en la calle. Lloraba. Un periodista imbécil le preguntó si, a su juicio, la explosión podría estar relacionada con el extremismo islámico. El tendero paquistaní dejó de sollozar el tiempo suficiente para que desfilaran por su cara expresiones de sorpresa, dolor y rabia, y acto seguido se echó a llorar aún más.
Me ahorré la molestia de ponerme en contacto con Epstein porque me telefoneó él a mí. Se hallaba por fin en Toronto, después de pasarse casi toda la noche anterior con la policía explicándoles las circunstancias de la muerte de Adiv. Tampoco Adiv me inspiraba mucha simpatía. Estaba resultando una mala semana para las personas que me habían contrariado. Mientras hablaba con Epstein, Louis colocó ante mí el ejemplar del New York Times llegado con el reparto. La muerte de Adiv salía en primera plana en lo que se describía como un atentado contra una destacada figura de la comunidad judía. El retrato de Epstein era de hacía mucho tiempo, quizás una década o más. Epstein había procurado por todos los medios eludir la atención pública desde la muerte de su hijo. Eso también se mencionaba en el artículo. Mi nombre aparecía en la continuación de la noticia en las páginas interiores, ya que fui yo quien encontró a los asesinos de su hijo. Eso no me hizo ninguna gracia. Cuando comprobé mi móvil, tenía cuarenta llamadas perdidas, y el buzón de mensajes lleno. Entregué el teléfono a Angel para que empezara a escuchar, y borrar, los mensajes.
—¿Está usted bien? —le pregunté a Epstein.
—Conmocionado, pero por lo demás ileso.
—Siento lo de Adiv.
—Ya lo sé. Si hubiera vivido lo suficiente, con el tiempo quizás habría considerado gracioso aquel incidente en los Pinares.
—Habría tardado lo suyo.
—Ciertamente.
—¿Ha oído la noticia de nuestro amigo el abogado de Lynn?
—Me han informado esta mañana —contestó Epstein—. ¿Hemos de suponer que existe relación entre los dos atentados?
—Si no existe, es un gran paso hacia el premio a la mayor coincidencia de la historia —respondí—. Pero no se ha sabido nada del cliente de Eldritch. Supongo que estaba de viaje cuando ocurrió.
Siempre me andaba con cuidado al aludir al Coleccionista en mis conversaciones telefónicas. Era la fuerza de la costumbre, aunque, a decir verdad, siempre me andaba con cuidado al aludir a él.
—¿Y cuál ha sido la razón? ¿La venganza? ¿Un intento de frenar las investigaciones? ¿Todo eso y más? Al fin y al cabo, no fueron los míos quienes mataron a Davis Tate.
—La muerte de Tate, y cualquier otra cosa que el cliente pueda haberse traído entre manos, les permitió saber que ya circula una versión de la lista, por gentileza de la difunta Barbara Kelly. Si Eldritch y su cliente tenían una copia, era lógico deducir que usted tenía otra. Tal vez esperaban atrapar a Eldritch y su cliente en la explosión de Lynn, o quizá sólo querían destruir sus archivos. Como mínimo, ha sido una manera de distraer al cliente durante un tiempo, igual que confiaban en que el atentado contra usted, hubiera víctimas o no, bastase para…
Guardé silencio. La palabra que tenía en la punta de la lengua era «retrasar», pero ¿por qué me vino a la cabeza?
—¿Señor Parker? —dijo Epstein—. ¿Sigue ahí?
—Ha sido una táctica dilatoria, una distracción —dije.
—Pero ¿para distraernos de qué? —preguntó Epstein.
—Del avión —respondí—. De alguna forma han averiguado lo del avión, y saben que también nosotros lo buscamos.
—¿Cuándo puede iniciar la búsqueda?
—Mañana, si tenemos suerte y encontramos una pista sólida sobre su paradero. Todavía no he vuelto a hablar con Marielle Vetters. Si no nos puede ayudar, se me ha ocurrido otra idea.
—Mientras tanto, ¿qué hará el cliente? —preguntó Epstein.
No tuve que pensármelo mucho.
—El cliente irá a la caza de quienes considere responsables de la explosión —contesté—, y el cliente los castigará.
El Coleccionista se hallaba inmóvil en el cruce, fumando un cigarrillo y observando cómo la policía se ocupaba de sus asuntos. Los edificios destruidos por dentro seguían humeando, y el agua negra e inmunda corría por la calle igual que las secuelas de una marea negra. Los curiosos y los aburridos se entretenían detrás del cordón policial, y las unidades móviles de los medios se habían congregado en el aparcamiento del bar de Tulley, donde el propio Tulley les cobraba una suma de tres cifras por el placer, si bien ofrecía café gratis, un café que los periodistas, si tenían un mínimo de sensatez, tiraban en el acto.
Detrás del Coleccionista había una casa de empeños que ocupaba cuatro plantas, los objetos más grandes y pesados se hallaban en la planta baja; los demás, distribuidos entre los dos pisos siguientes por orden de tamaño, de mayor a menor. El último piso, como sabía el Coleccionista, contenía las oficinas. A un lado del edificio, orientada hacia la puerta de atrás y el aparcamiento, había una cámara. Junto a ella, una segunda cámara, que no estaba enfocada hacia la puerta sino en dirección a la calle.
El Coleccionista apagó el cigarrillo y dejó a la policía con lo suyo. Entró en la casa de empeños, donde los dos hombres sentados tras el mostrador apenas le lanzaron una ojeada antes de volver a concentrar su atención en un televisor que mostraba el mismo escenario del crimen que el Coleccionista acababa de contemplar. Si hubieran dado un par de pasos, podrían haberse asomado a la puerta y verlo personalmente, pero eran hombres ignorantes y perezosos, y preferían extraer su información del televisor, donde personas con mejor presencia física que ellos podían contarles cosas que ya sabían.
El Coleccionista subió por la escalera hasta la última planta, donde había una puerta roja de metal con una mirilla y las palabras PROHIBIDO EL PASO / SÓLO PERSONAL AUTORIZADO estampadas en blanco con plantilla. No había intercomunicador, pero la puerta se abrió para dejar pasar al Coleccionista cuando se acercó.
Una mujer muy mayor, gordísima, y un hombre más viejo aún ocupaban el pequeño despacho exterior. Eran la Hermana y el Hermano. Si tenían otros nombres —y en un tiempo muy lejano debieron de tenerlos—, nadie los usaba. El nombre que figuraba en el cartel de fuera correspondía a otro negocio, una mercería que cerró en la década de 1970. Poco después, la Hermana y el Hermano se trasladaron allí, y ya nunca se marcharon. A medida que la Hermana aumentaba más y más de tamaño, iba ascendiendo más y más en el edificio, a diferencia de los artículos en venta, un enorme globo de mujer que flotó lentamente hacia arriba hasta que el tejado por fin detuvo su ascensión.
Dispuestos alrededor de ellos en un par de mesas cubiertas con una tela verde había media docena de relojes, diversas joyas, varias monedas y un puñado de piedras preciosas. La mujer padecía una obesidad enfermiza. El Coleccionista sabía que nunca abandonaba el edificio, y comía y dormía en la vivienda separada de la oficina por unas cortinas rojas. Cuando necesitaba atención médica, el médico la visitaba allí. Hasta el momento, o bien había conservado una salud lo bastante estable para no exigir un tratamiento serio, cosa que parecía improbable dada la tensión bajo la que se hallaba su organismo, o bien una combinación de las docenas de frascos de medicamentos (vendidos con receta y sin ella) que había en los estantes situados por encima de su cabeza le permitían seguir activa de momento. Su cabeza minúscula se alzaba sobre descomunales pliegues de grasa allí donde antes había estado el cuello, y los brazos parecían absurdamente pequeños para el cuerpo. Era como un muñeco de nieve a medio fundirse. Llevaba unas gafas negras de montura de carey sujetas con una cadena. A través de ellas observó al Coleccionista, pero guardó silencio, y su rostro no manifestó sentimiento alguno más allá del cansancio general de una vida demasiado larga y con demasiado dolor.
El Hermano cogió al Coleccionista de la mano, un gesto de curiosa intimidad ante el cual el Coleccionista no se resistió, y lo llevó a un cuarto pequeño donde apenas cabían ellos dos. Allí había una caja fuerte gigantesca, construida por la Victor Safe & Lock Company de Cincinnati, Ohio, a principios del siglo pasado, prácticamente una antigüedad en sí misma. La caja estaba abierta, y dentro había fajos de billetes y monedas de oro, y viejos joyeros que contenían las piezas más valiosas del establecimiento. Una actitud tan despreocupada ante la seguridad quizá no se habría considerado prudente en los tiempos que corrían, y era cierto que habían entrado a robar en la casa de empeños una vez, allá por 1994. Los ladrones le habían dado una brutal paliza a la Hermana, pese a que no presentaba para ellos amenaza alguna. Esa agresión, más que cualquier otro factor, había precipitado su exorbitante aumento de peso y su reticencia a explorar el mundo exterior, capaz de engendrar a tales individuos.
El Coleccionista había encontrado a esos hombres. Nunca se les había vuelto a ver.
Bueno, eso no era del todo cierto.
Partes de ellos sí se habían vuelto a ver.
Después de ese incidente, la delincuencia o el miedo a la delincuencia no volvieron a inquietar ya a la Hermana y el Hermano. ¿Por qué, pues, existía aún la necesidad de cámaras de seguridad? Por la misma razón por la que un edificio abandonado en la otra punta de la calle, vacío y que aparentemente no se vendía ni alquilaba, tenía ocultas en la fachada pequeñas y discretas cámaras detrás de bombillas, y la licorería situada calle abajo mantenía dos sistemas de vigilancia funcionando en paralelo: porque entre ellas y las cámaras del edificio de Eldritch, ahora en ruinas, ofrecían una vista panorámica de la calle.
Por si acaso.
Ahora, desde un pequeño ordenador colocado junto a la caja fuerte, el Coleccionista accedió al sistema de grabación digital, localizó las tomas de las dos cámaras de la casa de empeños y dividió la pantalla en dos, una parte para cada cámara. Con el ratón, desplazó el cursor a los minutos previos a la explosión, y de pronto apareció el hombre: caminaba con la cabeza gacha hacia la cámara, miraba por encima del hombro, se volvía, levantaba la mano. De repente un destello, y dos ráfagas idénticas de interferencias aparecieron en la pantalla al sacudirse las cámaras por efecto de la explosión. Cuando las imágenes recobraron la nitidez, el hombre corría, ya sin agachar la cabeza, y desaparecía primero de una pantalla, luego de la otra.
El Coleccionista rebobinó y avanzó a cámara lenta, adelante y atrás, una y otra vez, hasta obtener una imagen en la pantalla. La amplió, ajustó la zona sometida a examen, y volvió a ampliarla. El Hermano, de pie detrás de él, no se perdía detalle.
—Ahí está —dijo el Hermano.
—Ahí está —dijo el Coleccionista.
Las facciones del hombre se revelaron ante él. El Coleccionista se inclinó y tocó el rostro en la pantalla con las yemas de los dedos.
Yo a ti te conozco.