39

Eldritch se despertó en la cama de un hospital y pensó que ya había soñado eso antes: una cama; una habitación pequeña y limpia; el pitido intermitente de un aparato cercano; el penetrante olor químico del antiséptico y, por debajo, todo aquello que éste debía ocultar; y los dedos rematados en garras que lo arrastraban, decididos a mantenerlo eternamente en la oscuridad. Levantó un brazo y sintió un tirón al prenderse la aguja intravenosa en la sábana. Hizo ademán de soltarlo, y una mano se cerró delicadamente pero con firmeza en torno a su brazo.

—No, déjame a mí —dijo la voz, y Eldritch percibió el olor familiar a fuego y nicotina, y supo que su hijo había acudido a su lado; no el Coleccionista, sino su hijo, ya que el Coleccionista nunca era tan amable. Su voz le llegaba un tanto amortiguada: con la detonación, Eldritch había perdido capacidad auditiva

—He soñado —dijo Eldritch—. He soñado que ella se ha ido, y luego he soñado que sólo había sido un sueño.

Le dolía la cara. Se la tocó con los dedos y exploró el vendaje en las peores heridas.

—Lo siento —dijo su hijo—. Sé lo que ella significaba para ti.

Eldritch miró hacia la izquierda. Allí estaban las pertenencias de ella, que fueron recogidas en el lugar del suceso: el billetero, las llaves, el reloj. Cosas insignificantes.

Pero la mujer había desaparecido.

—¿Qué recuerdas? —preguntó su hijo.

—La electricidad. Se cortó la electricidad. Dos veces, creo. Bajé al sótano, pero no vi nada anormal.

—¿Y después?

—Un hombre. Pasó por delante de mí en la calle, y me preocupé, pero él siguió adelante, y lo dejé ir. Segundos antes de lo sucedido me pareció que me llamaba. Creo que intentaba prevenirme de algo, pero entonces se produjo la explosión, y no volví a verlo.

—¿Recuerdas algo de él?

—Rondaba los cincuenta años, creo. Iba sin afeitar pero no llevaba barba. Debía de medir un metro ochenta. Con unos kilos de más.

—¿En qué dirección iba?

—Hacia el sur.

—Hacia el sur. ¿Por la otra acera?

—Sí.

—¿Se lo has contado a la policía?

—No. Creo que no he hablado con nadie hasta ahora. La sostuve entre mis brazos, pero ya se había ido. Y no recuerdo nada más.

—La policía querrá hablar contigo. No menciones a ese hombre.

—No.

El hijo cogió un paño y, evitando las heridas, le enjugó la frente a su padre para refrescarlo.

—¿Estoy muy malherido? —preguntó Eldritch.

—Cortes y magulladuras, básicamente. Una pequeña conmoción. Pero quieren tenerte en observación durante unos días. Están preocupados.

—No oigo bien. Tu voz, mi voz, me suenan raras.

—Se lo diré a los médicos.

Eldritch se revolvió en la cama. Sintió un dolor en la entrepierna. Miró por debajo de la sábana, vio el catéter y gimió.

—Ya lo sé —dijo su hijo.

—Duele.

—También se lo diré.

—Tengo la boca seca.

Su hijo cogió un vaso de plástico con agua del armarito contiguo a la cama y le sostuvo la cabeza a su padre mientras bebía. Sintió frágil el cráneo del viejo en su mano, como un huevo que pudiera romperse con sólo tensar los dedos. Era un milagro que hubiera sobrevivido. Unos minutos antes, y también él se habría ido.

—Luego volveré —anunció el hijo—. ¿Necesitas algo?

Ahora fue su padre quien le agarró el brazo y, levantando el torso, se incorporó parcialmente. Qué fuerte era ese viejo…

—Vino Parker. Vino Parker, y ella murió. Fue a buscar su expediente y murió. —Eldritch empezaba a cansarse, y lágrimas de dolor rodaron desde las comisuras de sus ojos—. Él nos advirtió, a ti y a mí, de que debíamos desistir. Le daba miedo la lista. Sabía que su nombre constaba en ella.

—Yo tenía mis dudas. Tú también. La mujer, Phipps, me dijo algo…

Pero su padre ya no escuchaba.

—La lista —susurró—. La lista.

—Todavía la tengo —dijo su hijo, y en la tenue luz del alba que se filtraba a través de las cortinas comenzó a alterarse en espíritu y forma, y era a la vez el hijo y el otro—. Y sé dónde puedo encontrar el resto de la lista.

—Mátalos —dijo Eldritch al mismo tiempo que se desplomaba de nuevo en la cama—. Mátalos a todos.

Cerró los ojos mientras se completaba la transformación de su hijo, y fue el Coleccionista quien salió de la habitación.

Jeff y Rachel vinieron a recoger a Sam poco después de las nueve de la mañana. La niña estaba con Angel y Louis en la cocina desde antes de las ocho, untando tostadas con mantequilla y preparando huevos revueltos, y como consecuencia de ello tuve que cambiarle el jersey antes de que su madre la viera y se pusiera hecha un basilisco.

Jeff ahora tenía un Jaguar. Desde la ventana de mi despacho, Angel y Louis lo observaron mientras aparcaba, salía del coche y contemplaba la vista de las marismas de Scarborough con el sol invernal brillando fríamente por encima. Entretanto, Rachel se dirigió a la puerta de entrada.

—Se comporta como si fueran propiedad suya —comentó Angel.

—Como si las hubiera hecho él —añadió Louis.

—Transferencia —afirmé—: como sabéis que no me cae bien, tampoco os cae bien a vosotros.

—No, simplemente no me cae bien —replicó Angel.

—Con lo rico que es, ¿por qué lleva un Jaguar? —preguntó Louis—. El Jaguar se devalúa más deprisa que los dólares de Zimbabue.

—Lo lleva precisamente por lo rico que es —dijo Angel—. ¿Cuántos años tiene?

—Es viejo —respondió Louis.

—Muy viejo —puntualicé yo.

—Un anciano —añadió Angel—. Es un milagro que se tenga en pie sin bastón.

Se abrió la puerta de la calle, y Rachel entró y saludó:

—¡Hola!

—Estamos aquí —dije.

Entró en el despacho y enarcó una ceja al vernos allí a los tres.

—¿El comité de bienvenida?

—Sólo disfrutábamos de la vista —respondió Louis.

Vio hacia dónde mirábamos y a quién.

—Ja, ja —dijo.

—Es más joven de lo que esperaba —comentó Angel.

—¿De verdad?

—No. Es viejísimo.

Rachel lanzó una mirada ceñuda a Angel.

—Sigue diciendo cosas como ésas y no llegarás a su edad.

—No quiero llegar a su edad —aseguró Angel—. Viene a ser, digamos, como Matusalén con ropa de color pastel. ¿A quién se le ocurre vestirse así, por cierto?

Rachel, justo era reconocerlo, parecía decidida a permanecer en el bando de Jeff.

—Luego va a jugar al golf —informó Rachel.

—¿Golf? —dijo Louis. Quizá fuera posible insuflar más desprecio a cuatro letras y una sílaba, pero yo no podía imaginármelo.

—Sí, al golf —confirmó Rachel—. Lo practica gente normal. Es un deporte.

—¿El golf es un deporte?

Miró a Angel. Angel se encogió de hombros.

—A lo mejor no nos llegó la circular.

—Sois unos capullos, ¿lo sabéis? —dijo Rachel—. ¿Dónde está mi hija? Necesito sacarla de aquí antes de que se le contagie la estupidez.

—Demasiado tarde —dijo Louis—. Tiene los genes de su padre.

—Chicos, aquí si hay algún capullo sois vosotros, eh —dije, y salí detrás de Rachel.

—Los chicos guays nos tratan mal —le dijo Louis a Angel.

—Es homofobia —dictaminó Angel—. Deberíamos protestar, o componer una canción para un musical sobre ello.

Los dejé con lo suyo.

—Oye —dijo Angel, levantando la voz a mis espaldas—, ¿quiere decir eso que no podemos ir al baile de fin de curso?

En el recibidor, Rachel ayudaba a Sam con su mochila.

—¿Qué ha pasado con ese jersey nuevo tan bonito? —preguntó Rachel, al ver que Sam llevaba el viejo, lleno de agujeros, que yo tenía en casa para que ella se lo pusiera cuando trabajábamos en el jardín.

—Se ha manchado de huevo —explicó Sam.

—Era de prever —dijo Rachel—. ¿Es que el tío Louis y el tío Angel, los muy malos, te los han lanzado y te han insultado? —Me miró con inquina.

—Yo no los he inducido —aclaré—. Pueden ser malos sin mi ayuda.

—El tío Angel dijo una palabrota —informó Sam—. La que empieza con jota.

Se oyó un grito de consternación procedente de mi despacho.

—¡Me prometiste que no lo diría!

—No me sorprende en absoluto —comentó Rachel. Levantando la voz y dirigiéndola hacia el despacho, añadió—: Pero el tío Angel me ha decepcionado mucho.

—Lo siento.

Rachel comprobó que Sam se había puesto los dos calcetines, que no llevaba la ropa interior al revés y que no se dejaba el cepillo de dientes ni las muñecas.

—Vale, despídete de tu papá y luego vete al coche —le dijo a Sam.

Sam me abrazó, y yo la estreché con fuerza.

—Adiós, papá.

—Adiós, cielo. Nos veremos pronto, ¿vale? Te quiero.

—Yo también te quiero.

Se apartó, y sentí que se me rompía un poco el corazón.

—Adiós, tío Angel, el que dijo una palabrota —se despidió en voz alta.

—Adiós —dijo una voz abochornada.

—Adiós, tío Louis, el que prometió pegarle un tiro a aquel hombre.

Se produjo un silencio largo e incómodo antes de que Louis se despidiera y Sam saliera trotando por la puerta.

Rachel me miró con severidad.

—¿Y eso?

—Fue un malentendido —respondí—. La verdad es que no le habría pegado un tiro.

—Dios mío —exclamó ella—. ¿Puede saberse qué hacen aquí?

—Están por cierto asunto.

—¿No vas a contármelo?

—Como te he dicho —y ahora me tocaba a mí dirigirle una mirada severa—, están por cierto asunto.

Rachel empezaba a perder los estribos: las pullas de Angel y Louis, el jersey de Sam, el vocabulario de Angel, y lo que quiera que imaginase que había dicho Louis, todo eso junto actuaba en ella como el calor en una olla a presión. Aunque en realidad ya no se la veía muy contenta al llegar. Probablemente no le había sentado del todo bien dedicar toda una velada a escuchar a Jeff mientras éste explicaba ante un público de ricachones que el desplome de la banca era culpa de los pobres por querer un techo sobre sus cabezas. Tenía las mejillas encendidas. Estaba guapa, pero decírselo no habría mejorado las cosas en ese momento.

—¡Espero que te peguen un tiro en el puto culo! —dijo. Abrió de par en par la puerta del despacho—. ¡Eso va por todos!

A continuación cerró de un portazo.

—Y ahora sal y saluda a Jeff —ordenó—. Sé educado y compórtate como una persona normal.

La seguí afuera. Sam ocupaba ya la sillita en la parte de atrás del coche. Me hizo un gesto con la mano. Yo se lo devolví.

—Hola, gran hombre —dijo Jeff con su blanca sonrisa.

Gran hombre. Vaya un gilipollas.

—Hola… Jeff —dije.

Nos dimos un apretón de manos. Hizo lo que siempre hacía: sostenerme la mano derecha demasiado tiempo con su mano derecha mientras me agarraba la parte superior del brazo con la izquierda y me examinaba la cara, como un cirujano reconociendo a un paciente que está gravemente enfermo y no parece recuperarse, lo cual es una afrenta para su cuidador.

—¿Cómo va eso, amigo? —preguntó.

Amigo: aquello mejoraba por momentos. Rachel sonreía con malicia. Era la venganza por lo anterior.

—A mí bien, Jeff. ¿Y a ti?

—Me alegro —contestó—. Vamos tirando.

—¿Fue bien la charla anoche?

—Un éxito clamoroso. Algunos me pidieron que me presentara a las elecciones.

—Vaya. Eso estaría bien en algún país de África. Tengo entendido que en Sudán hay que poner un poco de orden, o es quizás en Somalia.

Se quedó desconcertado y la sonrisa vaciló por un momento, pero se repuso enseguida.

—No, aquí —precisó.

—Ya. Claro.

—Vino un periodista del Maine Sunday Telegram. Van a publicar una reseña exhaustiva sobre mi charla este fin de semana.

—Estupendo —dije. Si era así, ese domingo el Telegram no recibiría mi dólar con setenta y cinco centavos—. ¿Fueron más periodistas?

—Uno del Phoenix, pero sólo apareció para causar problemas.

—¿Haciendo preguntas molestas? ¿No aceptando la línea del partido?

—La gente de a pie no entiende la desregularización —respondió Jeff—. Creen que conlleva un estado de anarquía, pero sólo significa permitir que las fuerzas del mercado determinen los resultados. En cuanto el Gobierno empieza a intervenir, esos resultados pasan a ser imprevisibles, y ahí es donde surge el conflicto. Incluso la regulación de manga ancha obstaculiza el funcionamiento natural del sistema. Sólo queremos asegurarnos de que funcione bien para que todos puedan beneficiarse.

—¿Vosotros sois los buenos, pues?

—Somos quienes generamos riqueza.

—Algo generáis, Jeff, eso desde luego.

—Es hora de irse, Jeff —terció Rachel—. Creo que ya te han acosado más que suficiente. —Me abrazó y me dio un beso en la mejilla—. ¿Vendrás a ver a Sam dentro de una o dos semanas?

—Sí. Gracias por dejarla quedarse a dormir aquí. Te lo agradezco.

—No hablaba en serio cuando he dicho eso de que te pegaran un tiro —aseguró.

—Lo sé.

—A los otros dos, tal vez, pero no a ti.

Miró hacia la ventana del despacho. Se adivinaban las siluetas de Angel y Louis a través de las persianas. Angel levantó un brazo, como en ademán de despedirse, pero cambió de idea.

—Capullos —repitió Rachel mientras subía al coche, pero lo dijo con una sonrisa. Sin embargo, Jeff no la siguió, todavía no. Miraba en dirección a la carretera, donde un cupé Cadillac CTS negro aminoraba la marcha antes de doblar para entrar por mi camino de acceso.

—Vaya, justo a tiempo —dijo.

—¿A tiempo de qué? —pregunté. Saltaba a la vista que alguien no padecía demasiado los efectos de la recesión, pero no era conocido mío.

—Quiero que conozcas a alguien —anunció Jeff—. Se acercó a oír mi charla y dijo que le gustaría echar un vistazo a una urbanización nueva cerca de aquí, en Prouts Neck, aprovechando que estaba en la ciudad. Me ofrecí a acompañarlo, y le dije que ya nos veríamos en la carretera, que intentara localizar mi coche.

El Cadillac se detuvo suavemente detrás del automóvil de Jeff. El hombre que salió parecía un par de años más joven que él e irradiaba buena salud, y no podría haber olido más a dinero ni aunque hubiese estado estampando billetes en la parte de atrás del coche. Había optado por una indumentaria elegante pero informal: pantalón de color tostado, jersey negro de cuello vuelto y una chaqueta negra de mohair. Tenía una incipiente calvicie, pero la disimulaba bien manteniendo el pelo corto, y sólo llevaba uno o dos kilos de exceso de equipaje en torno a la cintura. Además, tuvo la decencia de disculparse por llegar con el coche hasta mi casa sin ser invitado, aludiendo a que poco antes había una curva muy cerrada en la carretera y que temía obstaculizar el tráfico si dejaba el coche allí. Le dije que no importaba, a pesar de que pensaba lo contrario. Ese hombre me daba grima.

—Espero no molestar —dijo. Saludó con la mano a Rachel, y ella le devolvió el saludo, pero procuró no mirarme.

—Me gustaría presentarte a una persona —anunció Jeff, pero no dejó claro a quién le estaba hablando hasta la siguiente frase—. Garrison Pryor, éste es Charlie Parker.

Pryor me tendió la mano y yo se la estreché después de una leve vacilación.

—¿Garrison Pryor, de Pryor Investments? —pregunté.

—Me sorprende que nos conozca —respondió, si bien no se lo veía en absoluto sorprendido—. No estamos entre los grandes.

—Recibo el Wall Street Journal —mentí.

—¿En serio? —Enarcó una ceja—. Conoce a tu enemigo, quizá.

—¿Cómo dice? —Era un comentario extraño por su parte.

—Es sólo que Jeff me ha hablado un poco de usted —prosiguió—. Por lo que he podido deducir, no me cuadra que sea usted lector del Journal. En opinión de Jeff, usted bien podría ser un socialista encubierto.

—En comparación con Jeff, casi todo el mundo es socialista.

Pryor se echó a reír, exhibiendo unos dientes blancos con unos colmillos un tanto alargados y los incisivos muy afilados. Fue como si un lobo domesticado me gruñera.

—Muy cierto. Hacía tiempo que tenía mucho interés en conocerlo —dijo Pryor. No apartaba los ojos de mí, y su sonrisa era imperturbable.

—¿De verdad? —pregunté.

—He leído mucho sobre usted, incluso antes de que Jeff se incorporara a su círculo de conocidos. Los hombres y mujeres a quienes usted ha dado caza…, en fin, da miedo pensar que gente como ésa anduviera en libertad durante tanto tiempo. Es un gran servicio el que presta usted a la sociedad.

Desde donde yo me encontraba, veía a Rachel. Ella seguía sin mirarme, pero se mordía el labio inferior con fuerza. Yo ya había visto esa expresión antes: en Rachel era lo más parecido a exhibir preocupación en público.

No contesté, y Pryor siguió hablando.

—¿Sabe qué es lo que encuentro más interesante en usted, señor Parker?

—No, no lo sé —contesté.

—Si no me equivoco, cuando un policía emplea su arma, hay comités de investigación, papeleo, y a veces el asunto incluso llega a los tribunales. En cambio usted, un agente privado, parece sortear esos obstáculos con facilidad. ¿Cómo se las arregla?

—Pura cuestión de suerte —dije—. Y sólo disparo a las personas adecuadas.

—Bueno, yo creo que es más que eso. Alguien debe de estar velando por usted.

—¿Dios?

—Quizás, aunque yo tenía en mente algo más terrenal.

—Procuro tener a la ley de mi lado.

—Qué curioso —dijo Pryor—. Yo también, y sin embargo no creo que nos parezcamos en nada.

Jeff, risueño al principio de la conversación, ahora ya no sonreía. Parecía comprender que aquello no se desarrollaba según sus previsiones, fueran cuales fuesen.

—Deberíamos irnos, Garrison —dijo—. Rachel y yo tenemos que llevar a Sam a casa, así que si quieres que le eche un vistazo a esa urbanización…

—Verás, Jeff, creo que no será necesario. Es posible que al final resulte que esta parte del mundo no sea para mí.

Por la expresión de Jeff, vi que sus ánimos caían más deprisa que un ascensor averiado. Sospeché que albergaba la esperanza de sacar tajada del negocio actuando como intermediario si Pryor empezaba a derrochar dinero en Maine.

—Si lo ves tan claro —dijo Jeff.

—Clarísimo. Adiós, señor Parker. Disculpe otra vez por las molestias, pero me alegro de haberlo conocido por fin. Espero volver a leer sobre usted en el futuro.

—Lo mismo digo —respondí.

Pryor se despidió de Jeff y dirigió otro gesto a Rachel pero no a Sam; luego salió marcha atrás a la carretera para encaminarse hacia el oeste en dirección a la interestatal.

—Hasta la vista, gran hombre —me dijo Jeff.

Cuando se disponía a entrar en el coche, me acerqué a él.

—Jeff —dije en voz baja—, no vuelvas a traer a un amigo tuyo a mi casa, no sin preguntármelo antes. ¿Entendido?

Esbozó una débil sonrisa y asintió. Sólo Sam volvió a despedirse de mí con un gesto cuando se alejaban.

Angel y Louis se reunieron conmigo en el camino de acceso.

—¿Quién era ése? —preguntó Angel.

—Se llama Garrison Pryor —contesté—, y no creo que sea de los buenos.

En menos de una hora recibí dos mensajes derivados de ese encuentro. El primero era un sms de Rachel. Decía sólo «Lo siento». El segundo era un correo electrónico anunciándome el regalo de una suscripción al Wall Street Journal.

Era gentileza de Pryor Investments.