Marielle oyó que sonaba el teléfono al mismo tiempo que el timbre de la puerta. Por un momento dudó, pero obviamente el teléfono podía esperar y la puerta no.
—¿Quieres que vaya a ver quién es? —preguntó Ernie Scollay.
Éste había llegado un rato antes, todavía preocupado, al parecer, por todo lo que habían revelado en el bar de Portland, pero Marielle sabía que además se sentía solo. Hombre tímido, poco aficionado a frecuentar los bares locales, había forjado un lazo con el padre de Marielle tras el suicidio de su hermano, y cuando Harlan Vetters murió a su vez, transfirió su afecto por el padre a Marielle. A ella no le importaba. Aparte de ser una compañía agradable, aunque cauta, Ernie era muy hábil reparando cualquier cosa, desde una bisagra reticente hasta el motor de un automóvil, y el viejo coche de Marielle necesitaba más atención que la mayoría. El mejor amigo de su hermano, Teddy Gattle, se había ofrecido muchas veces a ocuparse de su mantenimiento sin cobrarle, pero Marielle sabía que no le convenía tomarle la palabra. Teddy, ya desde la adolescencia, la miraba con una mezcla de adoración y lujuria mal disimulada. Según su hermano, Teddy había llorado más que la propia madre de Marielle el día en que ésta se casó, y había celebrado su divorcio con una borrachera de tres días. No, aunque no hubiera tenido a mano a Ernie Scollay, habría pagado un dinero que no podía permitirse para mantener el coche —de hecho, le habría pegado fuego al coche y habría ido a pie a sus dos empleos— antes que aceptar un favor de Teddy Gattle.
Marielle salió de la cocina y miró hacia el otro extremo del pasillo. Fuera se dibujaba la familiar silueta desgarbada de su hermano, aunque no lo veía claramente porque la luz exterior no funcionaba. «Qué raro», pensó, «cambié la bombilla la semana pasada». Debía de haber algún problema en el cableado. Otra tarea para Ernie, supuso.
—No te preocupes, es Grady —dijo ella.
Vendrá a disculparse, dedujo. Y ya iba siendo hora. Debía de haberse hartado de la hospitalidad de Teddy Gattle, y haber comprendido lo capullo que había sido al meter en su casa a la estupidez con forma de mujer. Marielle había estado tentada de quemar las sábanas en cuanto Grady y aquella fulana, comoquiera que se llamara, se marcharon. ¿Cómo había dicho Grady que se llamaba? ¿Ivy? ¿Holly? Vaya una idiota. Vaya par de idiotas.
Pero Marielle quería a su hermano, a pesar de todos sus defectos, y ahora ellos dos eran los únicos que quedaban de la familia. Dos fracasados: él en el arte, ella en el matrimonio, los dos en la vida. No quería perderlo otra vez. Incluso durante su ausencia, cuando estaba en la universidad o intentando abrirse paso como artista en Nueva York, o al final, abandonado ya a sus adicciones, parte de él había permanecido siempre con ella. De niños estaban muy unidos, y aunque él era su hermano menor, había hecho lo posible por cuidar de ella. Cuando su matrimonio por fin terminó, él, mal que le pesara, volvió a Falls End para consolarla, y se pasaron un par de días bebiendo y fumando y hablando, y ella se sintió mejor. Pero luego él se volvió a marchar, y cuando regresó, su padre ya estaba muriéndose.
El contestador recibió la llamada, y Marielle oyó una voz vagamente familiar, pero no estuvo lo bastante atenta para captar el nombre de quien llamaba.
El timbre de la puerta sonó por segunda vez.
—¡Ya voy! —dijo—. Ya voy. Por Dios, Grady, a ver si tienes un poco de paciencia, eh…
Abrió la puerta y la luz de la lámpara del recibidor iluminó la cara de Grady. Se lo veía abatido y temeroso. También drogado. Se tambaleaba y le costaba fijar la atención en ella.
—Grady, por el amor de Dios —exclamó Marielle—. No, no. Serás capullo. Serás idiota…
Grady se abalanzó sobre ella. Reaccionando con presteza, Marielle retrocedió y extendió de forma instintiva un brazo para apartarlo, pero él era demasiado grande y pesado para ella. Su peso los arrastró a ambos al suelo, y Marielle se golpeó la cabeza violentamente contra las tablas.
—¡Por Dios, Grady! —exclamó, intentando quitárselo de encima a la vez que él se afanaba por encontrar un punto de apoyo para levantarse.
Dos personas aparecieron en el umbral de la puerta, una mujer y un niño. Incluso a la tenue luz de la lámpara, Marielle vio que la mujer tenía el rostro desfigurado y el niño presentaba una hinchazón extraña y repulsiva en el cuello, así como magulladuras en la nariz y los ojos.
La mujer empuñaba un arma en la mano derecha.
—¿Quién es usted? —preguntó Marielle—. ¿Qué quiere?
Pero cuando la mujer avanzó, Marielle supo quién era. Pese a que no había llegado a conocerla, se la habían descrito. Ya no era hermosa, no con la piel quemada y reluciente, pero su aspecto no había cambiado tanto para que Marielle no pudiera imaginarla tal como había sido en otro tiempo, cuando atraía a los hombres, cuando los invitaba a una copa a cambio de alguna historia sobre un avión perdido. Tenía los ojos de color distinto, porque el derecho se había decolorado casi por completo, y a Marielle le recordó un marisco crudo salpicado de Tabasco.
Ernie Scollay apareció en el recibidor. Dirigió una única mirada a la mujer y al niño y se dio media vuelta para echarse a correr. Darina Flores le disparó dos veces en la espalda. Ernie cayó de bruces e intentó buscar refugio a rastras, pero el tercer balazo lo inmovilizó para siempre.
Darina y el niño entraron y cerraron la puerta. El pequeño corrió el cerrojo y bajó la persiana, aislándolos del mundo. Para entonces, Marielle ya había conseguido salir de debajo de Grady. Se quedó arrodillada ante los intrusos, por miedo a moverse. La sangre empezó a propagarse bajo Ernie Scollay, fluyendo por las tablas y filtrándose entre las rendijas hacia la oscuridad de debajo. Grady, aún tendido, se apoyó en la pared, y Marielle vio que intentaba sobreponerse a la droga que fluía por su organismo.
—Lo siento —dijo él—. No he podido…
Mientras Darina y el niño los observaban en silencio, ella se acercó a su hermano y lo abrazó, y apenas notó el pinchazo de la aguja cuando penetró en su brazo.
No le inyectaron una dosis tan grande como la que le habían administrado a su hermano. Querían que mantuviera la coherencia, pero sin representar un riesgo para ellos. Eran una mujer y un niño en una habitación con dos adultos, y Darina debía asegurarse de que ni Marielle ni Grady Vetters se revolvieran contra ellos, así que inmovilizaron otra vez a sus cautivos atándoles las manos a la espalda con bridas de plástico por si acaso. Darina sirvió al niño un vaso de leche y le dio una galleta recién hecha de una bandeja que encontró al lado de los fogones. Él se sentó a la mesa de la cocina y, mordisqueando la galleta, se comió el contorno; reseguía con sus pequeños dientes el límite del baño de chocolate e iba examinando al mismo tiempo el resultado de sus esfuerzos, como un niño normal.
Marielle yacía en el sofá en posición supina con un cojín bajo la cabeza. Observaba todo lo que ocurría alrededor, buscando una posible situación ventajosa, pero no la había. Le pesaban un poco los párpados, sentía algo embotada su capacidad de reacción, pero aún pensaba con claridad, aunque más despacio. Grady Vetters, sentado en un sillón junto al televisor, apenas tenía los ojos abiertos y un hilillo de saliva le colgaba del mentón hasta el pecho. Captó su propio reflejo en el espejo de la pared opuesta y se limpió la barbilla con la camiseta. Con ese esfuerzo pareció recobrar cierta lucidez. Irguió un poco el tronco y trató de esbozar una sonrisa para su hermana, pero a ella eso no la tranquilizó.
Darina acercó una silla a Marielle. Sostenía el arma distendidamente en la mano derecha y con la izquierda apartó a Marielle unos mechones sueltos de la cara.
—¿Estás cómoda? —preguntó.
—¿Qué me has inyectado?
No tenía la voz ni remotamente empañada. Darina se preguntó si no deberían haberle dado una dosis mayor.
—Sólo una cosa para que te relajes. No quiero que estés incómoda, o demasiado asustada.
Marielle veía el brazo extendido de Ernie Scollay por detrás de Darina. El resto del cuerpo quedaba oculto por la pared. Darina advirtió hacia dónde dirigía su mirada y llamó al niño.
—Aparta eso, ¿quieres? Nos distrae.
El niño dejó la galleta, se sacudió las migas de las manos y accedió al pasillo por el vano situado junto a la cocina. Cuando levantó los pies de Ernie Scollay y empezó a desplazarlo, se oyó cómo lo arrastraba. El niño era más fuerte de lo que aparentaba, y el brazo desapareció.
—¿Mejor así? —preguntó Darina.
—Era sólo un viejo —dijo Marielle—. No tenías por qué matarlo.
—Incluso los viejos corren —repuso Darina—. Los viejos hablan. Los viejos pueden avisar a la policía. O sea que sí, teníamos que matarlo, pero no hay necesidad de más muertes. Si contestas a mis preguntas, y las contestas sinceramente, os perdonaré la vida a tu hermano y a ti. Esa escalera lleva a un sótano, ¿verdad?
—Sí.
—Ahí es donde os dejaremos, pues. Os pondremos agua y comida en cuencos, y podréis comer como perros, pero sobreviviréis. No nos quedaremos mucho tiempo en el pueblo: un día o dos a lo sumo. Cuanta más información me des, más nos facilitarás la tarea y antes nos marcharemos. Te doy mi palabra.
Marielle movió la cabeza en un gesto de displicencia y dijo:
—Os hemos visto. Sabemos quiénes sois. Os hemos visto matar a Ernie, os hemos visto dispararle por la espalda.
Grady volvió a agitarse en su sillón.
—También mataron a Teddy —dijo—. Ella mató a Teddy.
Marielle se estremeció. Teddy Gattle, el pobre desdichado, digno de lástima. Acaso fuera un individuo irritante, y estuviera obsesionado con ella, pero había sido leal a su hermano y nunca había deseado mal a nadie.
—Fue él quien nos guió hasta aquí —explicó Darina—. Lo digo por si así se te hace más fácil sobrellevar la pérdida. Fue Teddy Gattle quien nos puso sobre aviso en cuanto a la revelación de tu padre y el avión.
Marielle se volvió hacia su hermano.
—¿Se lo contaste a Teddy? —Teddy Gattle no era capaz de guardar un secreto más tiempo del que pasaba entre una inhalación y otra cuando respiraba. Era un colador humano.
—Lo siento —fue lo único que Grady consiguió farfullar, una vez más.
—Pero mantengo la oferta —dijo Darina—. Sé que no me crees, pero no tengo ningún interés en mataros. En cuanto aparezca el avión y yo consiga lo que busco nos marcharemos, y podréis contar a la policía lo que os venga en gana. Podréis describirnos con pelos y señales, y dará igual. Ya hará tiempo que nos habremos ido, y nos esconderemos bien. Yo ya ni siquiera seré como soy ahora. —Se señaló la cara estragada—. ¿Tú querrías quedarte así? No, Marielle, no nos encontrarán. Vosotros viviréis, y nosotros también. Lo único que tienes que hacer es hablar. Ya sé muchas cosas, pero quiero oírlas también de tus labios: palabra por palabra, todo lo que tu padre te contó hasta el último detalle, cualquier cosa que nos permita dar con ese avión. Y no me mientas. Si mientes, habrá consecuencias, para ti y para tu hermano.
El niño regresó al salón. Marielle vio que dejaba huellas de sangre en la alfombra. Cargaba una mochila estampada con figuras de una de esas películas de animación japonesas que parecían gustar a todo el mundo pero que a ella no le entusiasmaban, todo niños de ojos grandes y bocas cuyos movimientos no coincidían con los diálogos en inglés. Descorrió la cremallera de la mochila y sacó unas tenazas, un cúter y tres navajas plegables de longitudes distintas. Colocó las herramientas ordenadamente en la mesa del comedor; luego acercó una silla y se sentó, y los pies le colgaban al menos a quince centímetros del suelo.
—Y ahora, Marielle, ¿por qué no empiezas por la primera vez que oíste a tu padre mencionar ese avión?
Marielle lo contó todo, y luego volvió a contarlo. Entre la primera y la segunda vez, Darina le administró otra inyección, y se le enturbió la mente. Le costaba ordenar los detalles en la cabeza, y en cierto punto debió de equivocarse en algo, o contradecirse, porque Grady lanzó un alarido, y cuando ella logró concentrar la mirada en él, vio que tenía la parte inferior de la cara ensangrentada y se dio cuenta de que el niño le había rebanado la punta de la nariz. Marielle empezó a llorar, pero Darina la abofeteó con fuerza, obligándola a callar. Después de eso puso especial empeño en decir la verdad, porque ¿qué más daba? Era sólo un avión. Su padre estaba muerto. Paul Scollay estaba muerto, y su hermano Ernie también. Teddy Gattle se había ido. Únicamente quedaban Grady y ella.
—¿A quién más se lo has contado? —preguntó Darina.
—A nadie.
—Ese viejo… ¿quién era? —continuó Darina—. ¿Qué hacía aquí?
—Era el hermano de Paul Scollay. Él ya lo sabía. Se lo contó Paul.
—¿A quién más se lo has contado?
—A nadie.
—No te creo.
—A nadie —repitió Marielle—. No se lo he contado a nadie.
Empezaba a despejársele la cabeza, no mucho pero sí lo suficiente. Quería seguir viva. Quería que Grady siguiera vivo. Pero si no lo conseguía, deseaba venganza: por ella, por su hermano, por Ernie y Teddy, por todos aquellos a quienes esa mujer y ese niño horrendo habían causado daño. El detective los encontraría. Él los encontraría, y los castigaría.
—A nadie —repitió—. Lo juro.
Grady volvió a chillar, pero ella cerró los ojos y los oídos a aquello.
«Lo siento», pensó, «pero no deberías haberlo contado. No deberías haberlo contado».
Fuera reinaba una profunda oscuridad, y también dentro, sin más iluminación que una lámpara en la mesita bajo el espejo.
Grady gimoteaba. El niño, valiéndose del cúter, le había abierto un tajo vertical en los labios, pero ya no le sangraban, siempre y cuando no los moviera. Con todo, seguían vivos. Y Darina Flores había interrumpido por fin su interrogatorio cuando Marielle ofreció un detalle: un pequeño dato de los últimos días de su padre recordado sólo a medias. Un fortín: su padre había mencionado que, de regreso a casa con el dinero, habían pasado cerca de un fortín. No se lo había contado al detective porque en ese momento no confiaba en él lo suficiente, todavía no. Ahora, mientras observaba a Darina ante un ordenador portátil, comprobando mapas y textos históricos en un intento de confirmar lo que acababa de oír, lamentó no haber puesto al corriente de todo al detective.
Marielle debió de dormirse por un rato. No recordaba que se hubieran apagado las luces principales del salón, ni que la hubieran tapado con una manta para que no se enfriara. Le costaba respirar. Trató de cambiar de posición, pero no le sirvió de nada. El niño la miraba fijamente. Sus facciones pálidas, descoloridas, le repugnaban, igual que su cabello ralo y la hinchazón del cuello. Parecía un viejo encogido al tamaño de un niño. Había soñado con él, cayó en la cuenta, y al recordarlo se avergonzó. En el sueño, el niño intentaba besarla. No, no era exactamente un beso: su boca se adhería a la de ella como una lamprea acoplándose a su presa, y empezaba a succionar, extrayéndole el aire de los pulmones, arrancándole la vida, pero no lo había conseguido porque ella seguía allí, respirando todavía, aunque débilmente.
Sólo había sido un sueño, pero al recordarlo sintió la blandura de sus labios, y el sabor inmundo de su boca, como si hubiera comido un trozo de carne pasada.
El niño le sonrió, y a ella le dieron unas arcadas secas.
—Tráele un poco de agua —ordenó Darina, pero no apartó la vista de la pantalla.
El niño fue a la cocina y regresó con un vaso de agua. En un primer momento ella se resistió a aceptarlo, no soportaba tener cerca a ese crío; pero era mejor tolerar su proximidad por un instante que rechazar el agua y conservar ese sabor en la boca, así que bebió, y el agua le resbaló por la barbilla y notó como le caía, fría, en el pecho. Al final, cuando ya no pudo beber más, echó la cabeza atrás. El niño le apartó el vaso de los labios pero permaneció de pie a su lado, observándola.
A Marielle le dolía la espalda. Cambió de posición en el sofá para sentarse erguida. Una luz roja intermitente, oculta antes por la mesa, captó su atención. Era un número «1» rojo que parpadeaba en el contestador automático del teléfono. Recordó la llamada anterior, y la voz que tanto le había sonado.
Era la voz del detective.
Volvió la cabeza demasiado deprisa. El niño arrugó la frente. Miró por encima del hombro.
—Más agua —dijo Marielle—. Por favor.
—Haz lo que te pide —ordenó Darina—. Dale más agua.
Pero el niño no hizo caso a ninguna de las dos. Dejó el vaso en la mesa del comedor y se acercó al contestador. Ladeó la cabeza, como un animal ante un objeto desconocido. Tendió un dedo pálido y lo mantuvo, vacilante, encima del botón de reproducción.
—¡Por favor! —repitió Marielle.
Darina apartó la mirada de la pantalla.
—¿Qué haces? —preguntó al niño—. Este trabajo es importante. Si ella quiere más agua, dale más agua. ¡Pero que se calle!
El niño se apartó del contestador. Bajó la mano.
Marielle volvió a desplomarse contra el brazo del sofá. Tomó aire con una inhalación trémula e insuficiente y cerró los ojos.
De pronto, al otro lado del salón sonó un único pitido, y empezó a oírse una voz, grave y masculina.
—Hola, Marielle, soy Charlie Parker. Sólo quería que supiera…
El resto del mensaje quedó ahogado por un grito de rabia y dolor como Marielle nunca había oído, más horrendo aún por el hecho de proceder de un niño. Éste gritó por segunda vez. Arqueó la espalda, torciendo el cuello hacia atrás hasta tal punto que dio la impresión de que se le partiría la columna o reventaría la hinchazón de la garganta en una nube de sangre y pus. Darina se puso en pie y se le cayó el portátil al suelo, pero incluso por encima de los alaridos Marielle oyó cómo la voz del detective anunciaba que viajaría al norte para hablar con ella, que tenía un par de preguntas más que hacerle a Ernie y ella.
Un zumbido resonó en el salón. Incluso Grady, sumido en su propio sufrimiento, lo oyó. Movió la cabeza buscando el origen del sonido. En la casa bajó la temperatura, como si alguien hubiese abierto la puerta, pero en el aire que entró no flotaba el olor de los árboles y la hierba, sino humo.
Un insecto volador atravesó el campo visual de Marielle. Ella se apartó de él instintivamente con un respingo, pero el insecto volvió, zumbando a un par de palmos de su cara. Incluso en la penumbra, Marielle vio el cuerpo listado amarillo y negro de la avispa, la curva de su abdomen venenoso. Detestaba las avispas, sobre todo aquellas que aún vivían a esas alturas del año. Encogió las rodillas contra el pecho y, valiéndose de los pies, intentó sacudir la manta para ahuyentarla, pero de pronto apareció un segundo insecto, y un tercero. El salón se llenó de avispas, e incluso en su arrebato de miedo fue incapaz de explicarse el porqué. No había nidos cerca de allí, ¿y cómo podían haber sobrevivido tantas?
El niño seguía gritando, y de pronto Grady chillaba también, uniendo su voz a la del niño, y la herida en sus labios seccionados se abrió por el esfuerzo y el chillido de dolor se añadió al del miedo, ya que al principio era el horror lo que dominaba el alarido de Grady.
El espejo: las avispas salían del espejo. Ya no era una superficie reflectante, o eso le parecía a Marielle, y se había transformado en un agujero enmarcado en la pared. Las avispas moribundas, antes atrapadas detrás de él, ahora estaban libres.
Pero ésa era una pared maestra. Era de hormigón macizo, no hueca, y el espejo era sólo un espejo. Nada podía atravesarlo. Era simple cristal.
Sintió cómo una avispa se posaba en su mejilla y empezaba a avanzar hacia su ojo. Sacudió la cabeza y le sopló. El insecto se alejó enfurecido, luego regresó. Le rozó la piel con el aguijón, y ella se preparó para el dolor, pero éste no llegó. La avispa se marchó, y las otras se fueron con ella. El pequeño enjambre regresó al espejo y allí zumbó y se agitó en un movimiento circular, formando una nube que adquirió las dimensiones de una cabeza humana con dos agujeros oscuros por ojos y otra hendidura mayor por boca, un rostro formado de avispas que los miraba desde el espejo, y su rabia era la rabia de las avispas, y manifestaba su cólera por mediación de ellas.
La boca de avispas se movió, articulando palabras que Marielle no oía, y los gritos del niño cesaron. Darina lo estrechó, y él apoyó la parte de atrás de la cabeza en sus pechos y se estremeció entre sus brazos.
También Grady dejó de gritar. Ahora sólo se oían en la habitación los sollozos del niño y el zumbido procedente del espejo.
Darina besó la coronilla al niño y apoyó la mejilla en su cuero cabelludo pálido. Su mirada se cruzó con la de Marielle, y ésta vio que Darina sonreía y lloraba a la vez.
—Se ha acordado —dijo Darina—. Ya ha vuelto. Es mío otra vez. Mi Brightwell. Pero tú no deberías haber mentido. No deberías habernos contado mentiras.
El niño se apartó de ella. Se enjugó los ojos y se acercó al espejo, se detuvo ante el rostro de avispas, le habló en una lengua que Marielle no reconoció, y el rostro le respondió. El niño permaneció así hasta que el zumbido se interrumpió y las avispas comenzaron a caer una por una al suelo, donde se arrastraron lentamente durante un rato hasta morir, y allí quedó el niño mirando su propio reflejo.
Grady Vetters, hecho un ovillo, lloraba y temblaba, y Marielle supo que algo se había roto dentro de él. Cuando pronunció su nombre, él no la miró, y sus ojos eran los de un desconocido.
—Tiene muchas formas —le dijo Darina a Marielle—, muchos nombres. —Señalaba el espejo—. Aquel que Espera Detrás del Espejo, El Hombre del Revés, El Dios de las Avispas…
El niño encontró un papel en su mochila. A un lado había dibujado un camión, pero la otra cara estaba en blanco. Empezó a escribir en ella con una cera. Al terminar, entregó la hoja a Darina y ella la leyó antes de doblarla y guardársela en el bolsillo. A continuación pronunció una sola palabra:
—Parker.
El niño se dirigió hacia Marielle, y la sensación de que era una mente antigua atrapada en un cuerpo más joven se intensificó. Abrió la boca de lamprea y se lamió los labios con una lengua pálida. Darina apoyó una mano en su hombro y él se detuvo, su cara a unos centímetros de la de Marielle.
—No —dijo ella.
El niño la miró con expresión interrogativa. Intentó decir algo, pero de su garganta sólo salieron graznidos roncos, semejantes al gañido de una cría de cuervo.
—Lo hemos prometido —dijo Darina—. Lo he prometido yo.
El niño se apartó de ella. Se acercó a la mesa y empezó a guardar las herramientas en su mochila infantil. Era hora de marcharse.
Darina se detuvo junto a Marielle.
—Me has mentido —dijo—. Tenías que haberme hablado del detective. Podría declarar nulo nuestro trato y mataros por ello.
Marielle esperó. Dijera lo que dijera, ya nada cambiaría.
—Pero quizá gracias a tu mentira hemos recuperado algo especial. ¿Sabes qué hizo una vez tu detective?
—No.
—Mató al ser que ves aquí. —Señaló al niño—. Acalló su gran espíritu durante un tiempo.
—No lo entiendo —dijo Marielle.
—No, pero Parker sí lo entenderá cuando nos enfrentemos a él. He prometido que os dejaría vivir a tu hermano y a ti, y mantendré mi palabra. Nosotros siempre mantenemos nuestra palabra.
El niño rebuscó otra vez en su mochila y sacó el estuche metálico con las jeringuillas. Llenó una con un líquido claro de un pequeño frasco de cristal que Marielle no había visto antes.
—Más no, por favor —suplicó Marielle.
—Esto es distinto —respondió Darina—. Pero no te preocupes: no te hará daño.
Marielle observó cómo el niño le inyectaba algo a Grady por última vez. Su hermano no reaccionó a la aguja ni a la presencia del niño. Tenía la mirada vuelta hacia su propio interior, pero en cuestión de segundos cerró los ojos y hundió el mentón en el pecho. El niño rellenó la jeringuilla con el contenido del frasco de cristal. Cuando terminó, el vial estaba vacío. Lo echó en la mochila y se acercó a Marielle.
—Es Actrapid —informó Darina—. Insulina inyectable.
Marielle actuó en ese momento. Aún tenía las rodillas encogidas contra el pecho, los pies bien apoyados en el sofá. Se abalanzó sobre Darina, pero la mujer era muy rápida, y Marielle la golpeó sólo de refilón antes de caer violentamente en el suelo, y al instante el niño ya estaba sobre ella, la aguja se hincaba y el mundo se llenaba de sombras.
—Dormirás —oyó decir a Darina—. Dormirás durante mucho tiempo.
La inmensa dosis se propagó por el organismo de Marielle, y su mente empezó a sumirse en el coma.