Estaba impaciente por emprender viaje rumbo al norte para hablar otra vez con Marielle Vetters. Después, podría comenzar a plantearme cómo llegar al avión. De momento, no obstante, mi hija, Sam, y su madre, Rachel, pasarían la noche en Portland, lo cual me complacía.
Por desgracia, las acompañaba Jeff, el actual ligue de Rachel, y eso ya no me complacía.
¿En qué sentido me desagradaba Jeff? En fin, enumeraré las distintas razones. Jeff me desagradaba porque se situaba tan a la extrema derecha que a su lado Mussolini parecía el Che Guevara; porque tenía el pelo y los dientes demasiado perfectos, y más tratándose de un hombre con edad suficiente para haber perdido la mayor parte de lo primero y alguno que otro de los segundos; porque me llamaba «gran hombre» y «amigo» siempre que coincidíamos, pero parecía incapaz de emplear mi nombre; ah, y porque se acostaba con mi exnovia, y todo exnovio desea para sus adentros que su anterior pareja se meta a monja inmediatamente después de la separación, se encierre en un convento para lamentar el día que dejó escurrírsele entre los dedos semejante tesoro, y mantenga el celibato eternamente en la idea de que, después de tener lo mejor, era en verdad absurdo conformarse con un producto inferior.
Vale, Jeff me desagradaba sobre todo por esto último, pero las demás razones también tenían su importancia.
Yo quería ver a Sam más a menudo, y Rachel y yo coincidíamos en que eso era bueno. Había intentado mantener a mi hija a distancia durante mucho tiempo, quizás en un esfuerzo no del todo erróneo por protegerla, pero en realidad no quería que las cosas fueran así, y ella tampoco. Ahora nos veíamos al menos una o dos veces al mes, lo cual era mejor y a la vez peor que antes: mejor porque pasaba más tiempo con ella; peor porque la echaba más en falta cuando no estaba.
Pero esa noche era un extra: Jeff daba una charla durante una cena en el Holiday Inn de Portland, y Rachel había aprovechado el viaje para que Sam pasara una noche más conmigo mientras ella desempeñaba el papel de pareja solidaria en cualesquiera que fuesen las falsedades interesadas que Jeff se proponía hilvanar sobre el sistema bancario. Según el Portland Phoenix, su alocución se titulaba: «El retorno a la regulación de manga ancha: enriquecer de nuevo a Estados Unidos». El columnista del Phoenix había sufrido tal ataque de ira ante semejante tarea que el periódico le había asignado media plana más para desahogar su rabia, y aun así no le había bastado. Probablemente habría llenado toda la edición si la presencia de Jeff en la ciudad no le hubiera proporcionado una oportunidad para enfrentarse en persona al objeto de su indignación. Casi habría valido la pena asistir al acto sólo para oír lo que el periodista del Phoenix tenía que decirle a Jeff si eso no hubiese exigido también escuchar a Jeff.
Llevé a Sam al Flatbread Pizza Company del puerto de Portland, donde creó complicados dibujos con ceras en el mantel de papel, y luego, para rematar, fuimos a la heladería Beal a tomar un sundae. Angel y Louis se reunieron con nosotros cuando acabábamos de cenar en el Flatbread, y los cuatro nos encaminamos a la heladería juntos. Sam tendía a mostrarse un tanto impresionada por Angel y Louis en las raras ocasiones en que los veía. Se sentía a gusto con Angel, que la hacía reír, pero también había desarrollado cierto tímido afecto por Louis. Aún no había conseguido convencerlo de que la cogiera de la mano, pero él parecía tolerar la manera en que ella se agarraba del cinturón de su abrigo. Muy en el fondo, sospecho, incluso le gustaba. Así que, al entrar en la heladería, ofrecíamos todo un espectáculo, y hubo que reconocer el mérito de la dependienta por recuperarse tan deprisa cuando llegó el momento de atendernos.
Pedí sundaes de una sola bola para todos, salvo para Angel que quiso dos.
—Hay que jo… —empezó a decir Louis antes de acordarse de dónde estaba y de que una niña pequeña, sujeta a su cinturón, lo miraba con adoración—. O sea —continuó, esforzándose en encontrar una manera de expresar su desaprobación sin emplear palabras soeces—, quizás una bola sea, esto, suficiente para tus, esto, necesidades.
—¿Insinúas que estoy gordo? —preguntó Angel.
—Gordo no sé, pero si miras para abajo desde donde estás sólo ves grasa. Puede que no te veas los pies, pero sí ves grasa.
Sam se echó a reír.
—Estás gordo —le dijo a Angel—. Gordo gordo.
—Eso no se dice, Sam —la reprendí—. El tío Angel no está gordo. Lo que pasa es que tiene los huesos grandes.
—Anda y que te jo… —Angel también cayó en la cuenta de dónde estaba, y con quién—. No estoy gordo, cielo —le dijo a Sam—. Esto es puro músculo, y tu padre y el tío Louis me envidian porque tienen que controlar lo que comen, mientras que tú y yo podemos pedir todas las bolas que queramos y estamos cada vez más guapos.
Sam pareció dudarlo, pero no iba a discutir con alguien que decía que ella iba a estar más guapa.
—¿Todavía quiere dos bolas? —preguntó la dependienta.
—Sí, todavía quiero dos bolas —respondió Angel, y mientras Louis pasaba junto a él con Sam a rastras, añadió en voz baja—: pero que sean de helado sin azúcar, y prescindamos de la cereza.
La dependienta se puso manos a la obra. El establecimiento estaba tranquilo, y sólo había otra mesa ocupada. Se acercaba ya el final de la temporada para la heladería. Pronto cerraría durante el invierno.
—Tal vez debería haberlo pedido con azúcar —comentó Angel—. Sabe mejor.
—Y en todo caso no te olvides de la grasa.
—Sí, gracias por recordármelo. Hago sacrificios y encima he de sentirme culpable.
—Pronto ya no te quedará ningún placer —comenté.
—Sí, me acuerdo de los placeres —dijo Angel—. Creo. Hace ya tanto tiempo.
—Dicen que con la edad ciertas necesidades físicas son menos apremiantes.
—No me jo…
Sam le dio unas palmaditas en el muslo y le entregó una servilleta.
—Para cuando te manches —dijo, y se marchó trotando a reunirse con Louis en una mesa.
—Gracias, cielo —contestó Angel antes de retomar el tema en cuestión, prescindiendo del taco—. A ver, ¿no me estarás llamando viejo?
—Con la edad, he dicho —aclaré.
Llegaron nuestros sundaes, y los llevamos a donde nos esperaban Louis y Sam.
—Pues con eso sí que me animas —protestó Angel—. Gordo, viejo: ¿quieres añadir algo más antes de que vaya a tirarme al mar?
—No lo hagas —dijo Louis.
—¿Por qué? ¿Porque me echarías de menos?
—No, porque flotarías. Te mecerías en el agua como un corcho hasta morir de hipotermia o ser devorado por los tiburones.
—¡No! —exclamó Sam—. ¡Devorado, no!
—No te preocupes, Sam —dijo Angel para tranquilizarla—. No me devorarán. ¿Tengo razón, tío Louis?
Sam miró a Louis esperando su confirmación.
—Es verdad —convino Louis—. No lo devorarán. No cabría en la boca de un tiburón.
Sam pareció darse por contenta con eso, aunque no así Angel, y se concentró en su sundae, olvidándose de todo lo demás.
—Para mí el helado es un sustituto del afecto —susurró Angel, cabizbajo, en atención a la presencia de Sam—. A la primera de cambio estaré viendo The View y planteándome la terapia hormonal sustitutiva.
—No llegarás a tanto —dije.
—¿Lo dices por la terapia hormonal sustitutiva?
—No, por lo de ver The View. ¿Qué te pasa? ¿Eres gay?
—Lo era. Ahora soy asexuado.
—Menos mal. No me gustaba verte como un ser sexual. Daba un poco de asco.
—¿El qué? ¿El sexo gay?
—No, sólo tú y cualquier forma de sexo.
Angel se detuvo a pensarlo.
—Supongo que sí lo daba —concluyó.
A nuestras espaldas, en la otra mesa ocupada, un par de bocazas hablaban de un conocido mutuo en términos rayanos en lo soez. Uno de ellos llevaba una gorra de los Yankees pese a tener acento del nordeste de Maine. En una ciudad como Portland, una gorra de los Yankees invitaba a comentarios hostiles en el mejor de los casos, pero ser de Maine y llevarla era un acto de traición al lado del cual las defecciones de Benedict Arnold y Alger Hiss parecían inocuas.
Los hombres pasaron de los términos rayanos en lo soez a lo manifiestamente soez. Apestaban a cerveza. No alcanzaba a explicarme qué hacían en una heladería.
Me incliné hacia ellos.
—Eh, chicos, ¿podríais usar otro vocabulario? Aquí hay una niña.
Sin prestarme la menor atención siguieron hablando. Si acaso, subieron el volumen, y consiguieron encajonar aún unos cuantos tacos más, separando las sílabas cuando era necesario acomodarlos.
—Chicos, os lo he pedido con amabilidad —dije.
—Ya son más de las nueve —respondió el mayor de los dos—. La niña debería estar en casa.
—Esto es una heladería —adujo Angel—. Deberías cuidar el vocabulario, joder.
—¿Eso ha sido una ayuda? —pregunté—. No lo creo.
—Lo siento.
Dirigí de nuevo la atención a los dos hombres sentados cerca de nosotros.
—No volveré a decirlo —les advertí.
—Y si no lo cuidamos, ¿qué harás? —preguntó el mismo hombre. Era alto y ancho de hombros, y en sus facciones se observaba cierto abotargamiento propio de un alcohólico. Su amigo, que estaba de espaldas a nosotros, se dio la vuelta y, al ver a Louis, abrió los ojos un poco más. Parecía más sobrio que su amigo, y también más listo.
—Mi papá te pegará un tiro —dijo Sam. Formó una pequeña pistola con los dedos, señaló al hombre que había hablado y añadió—: ¡Pum!
La miré. Cielo santo.
—Y luego yo te pegaré algún tiro más —intervino Louis.
Sonrió, y la temperatura bajó.
—Pum —agregó Louis, para mayor efecto. También él había formado una pistola con los dedos. La apuntó a la entrepierna del hombre corpulento—. Pum —repitió: al pecho—. Pum —cerrando un ojo para apuntar por la mira: a la cabeza.
Los dos hombres palidecieron visiblemente.
—No es hincha de los Yankees —explicó Angel.
—Id a buscar un bar, tíos —sugerí, y se marcharon.
—Me gusta intimidar a la gente —comentó Angel—. Cuando sea mayor, no haré otra cosa en todo el día.
—Pum —dijo Sam—. Están muertos.
Angel, Louis y yo cruzamos miradas. Angel se encogió de hombros.
—Debe de haberlo sacado de la madre.
Esa noche Sam se quedaba a dormir conmigo. Cuando terminó de cepillarse los dientes, y sus dos muñecas de trapo estaban en la cama con las mantas remetidas a su entera satisfacción, me senté en el borde y le acaricié la mejilla.
—¿Estás bien tapada?
—Sí.
—Estás fría.
—Eso es porque fuera hace frío, pero yo no tengo frío. Aquí dentro estoy bien.
Parecía lógico.
—Oye, creo que es mejor que no le cuentes a tu madre lo que ha pasado esta noche.
—¿Lo de la pizza? ¿Por qué?
—No, con la pizza no hay problema. Me refiero a lo que ha pasado después, cuando hemos ido a tomar un helado.
—¿Te refieres a aquellos dos hombres?
—Sí.
—¿A qué parte?
—La parte en que has dicho que yo les pegaría un tiro. No puedes hablar así con desconocidos, cielo. No puedes hablar así con nadie. No sólo es de mala educación; además, meterás a papá en un lío.
—¿Con mamá?
—Con mamá desde luego, pero también con las personas a quienes se lo digas. No les gustará. Así empiezan las peleas.
Sam reflexionó.
—Pero tú tienes una pistola.
—Sí. Aun así, procuro no disparar a nadie con ella.
—¿Para qué la tienes, pues?
—Porque a veces, en mi trabajo, tengo que enseñársela a alguien para que se comporte. —Dios mío, a veces me sentía como un portavoz de la Asociación Nacional del Rifle.
—Pero tú has disparado a gente con tu pistola. Se lo he oído contar a mamá.
Eso era nuevo.
—¿Y eso cuándo lo has oído?
—Cuando hablaba con Jeff sobre ti.
—Sam, ¿has estado escuchando cuando no debías?
Sam se revolvió en la cama. Supo que se había ido de la lengua.
Negó con la cabeza.
—Lo oí por causualidad.
—Por casualidad —corregí. También portavoz de la Sociedad para un Mejor Uso del Idioma, por lo visto. Con todo, me dio tiempo para pensar—. Verás, Sam, eso es verdad, pero no lo hice por gusto: esas personas no me dejaron otra opción. Preferiría no tener que hacerlo nunca más, y espero que así sea. ¿Vale?
—Vale —contestó ella—. ¿Eran personas malas?
—Sí, eran personas muy malas.
La observé con atención. Se preparaba para algo, aproximándose al tema cautamente, como un perro alrededor de una serpiente, sin saber con certeza si estaba muerta y era inofensiva, o si estaba viva y era capaz de atacar.
—¿Una de esas personas era el hombre que mató a Jennifer y su mamá?
Siempre las llamaba así: Jennifer y su mamá. Pese a que conocía el nombre de Susan, la incomodaba pronunciarlo. Susan era una adulta que ella no conocía, una persona mayor, y las personas mayores tenían nombres que empezaban con señor o señora, tío o tía, abuela o abuelo. Sam había optado por definirla como la mamá de Jennifer porque Jennifer era una niña como ella, pero una niña que había muerto. El tema ejercía una especie de horrenda fascinación en ella, no sólo porque Jennifer había sido hija mía y, por extensión, hermanastra de Sam, sino porque Sam no sabía de ningún otro niño que hubiera muerto. En cierto modo le parecía imposible que un niño muriera —que alguien a quien ella conocía muriera—, pero esa niña sí había muerto.
Sam entendía un poco lo que les había ocurrido a mi mujer y a mi hija. Había reunido fragmentos de información extraídos de otras conversaciones escuchadas a escondidas y los había ocultado, examinándolos en soledad, procurando comprender su significado y su valor, y sólo recientemente nos había revelado sus conclusiones a su madre y a mí. Sabía que les había sucedido algo horrible, que el responsable era un hombre, y que ahora ese hombre estaba muerto. Habíamos intentado abordar el asunto con el mayor cuidado pero a la vez con toda la sinceridad posible. Nuestra mayor preocupación era que llegara a temer por su propia seguridad, pero al parecer no estableció esa conexión en particular. Ella fijaba toda su atención en Jennifer y, en menor medida, en su mamá. Estaba, nos dijo, «triste por ellas», y triste por mí.
—Yo… —Para mí, hablar con ella de Jennifer y Susan era difícil en el mejor de los casos, pero ése era un territorio nuevo y peligroso—. Creo que ese hombre me habría hecho daño si yo no hubiese actuado así —dije por fin—. Y habría hecho daño también a otras personas. No me dejó elección.
Me tragué el sabor de la mentira, por más que sólo fuera una mentira por omisión. Él no me dejó elección, pero tampoco yo se la dejé a él. Yo lo había querido así.
—¿Y eso quiere decir que hiciste bien?
Aunque Sam era una niña precoz y poco corriente, ésa era una pregunta muy adulta incluso para ella, una pregunta que sondeaba en profundidades morales turbias. Hasta el tono de su voz era adulto. Eso no procedía de Sam. Advertí la voz de otro bajo la suya.
—¿Esa pregunta sale de ti, Sam?
De nuevo cabeceó.
—Fue lo que Jeff le preguntó a mamá cuando hablaron de que tú habías matado a algunas personas.
—¿Y mamá qué dijo? —pregunté a mi pesar, y me avergoncé.
—Dijo que tú siempre intentabas hacer lo correcto.
Seguro que a Jeff eso no le gustó.
—Después tuve que ir a hacer pipí —concluyó Sam.
—Bien. Bueno, se acabó eso de escuchar conversaciones que no son asunto tuyo, ¿de acuerdo? Y eso de pegar tiros a la gente no lo vuelvas a decir. ¿Está claro?
—No se lo diré a mamá.
—Se preocuparía, y no quieres meter a papá en un lío.
—No. —Frunció el entrecejo—. ¿Puedo decirle que el tío Angel ha dicho una palabrota?
Me lo pensé.
—Claro, ¿por qué no?
Bajé al salón, donde Angel y Louis habían abierto una botella de vino tinto.
—Como si estuvierais en vuestra casa.
Angel blandió una copa en dirección a mí.
—¿Quieres un poco?
—No, estoy bien así.
Louis sirvió un poco, tomó un sorbo, paladeó, hizo una mueca, se encogió de hombros en un gesto de resignación y llenó dos copas.
—Oye —preguntó Angel—, Sam no irá a contarle a Rachel que he soltado un taco al hablar con esos tipos, ¿verdad?
—No —contesté—, no corres ningún peligro.
Pareció sentir alivio.
—Menos mal. No querría tener problemas con Rachel.
Mientras bebían, llamé a Marielle Vetters. El teléfono sonó cuatro veces, luego saltó el contestador. Dejé un breve mensaje para anunciarle que iría allí al día siguiente y pedirle que repasara todo lo que su padre le había contado por si había omitido algún detalle útil en su conversación conmigo. Le dije que avisara a Ernie Scollay por si, en una de esas casualidades, había recordado algún dato ofrecido por su hermano. En el mensaje me expresé con intencionada vaguedad, por si ella tenía compañía o alguna otra persona, por ejemplo el hermano de Marielle, llegaba a oírlo.
Después de una hora de charla fui a mi habitación, pero no sin antes pasar a ver a la niña extraña, hermosa y empática que dormía profundamente en su cama, y tuve la sensación de que nunca la había querido más, o comprendido menos.