El abogado Eldritch giró la llave y abrió la puerta del sótano. La luz se encendió automáticamente, una muestra de ingeniería eléctrica que nunca dejaba de causarle placer, y no poco alivio, ya que en verdad a Eldritch le daba miedo la oscuridad.
Al fin y al cabo, sabía qué se escondía en ella.
Bajó con cuidado por la escalera, con una mano en la barandilla de madera y recorriendo con la otra la pared fría. Pisaba con extrema precaución, dando pasos lentos y firmes. Eldritch ya no era joven; de hecho, apenas recordaba los tiempos en que era distinto de como era ahora. La infancia era un sueño; la primera juventud una mancha borrosa, los recuerdos de otro hombre adoptados de algún modo como propios, fragmentos de amor y pérdida; teñidos de color sepia, como si se hubiesen dejado en remojo en té y luego se hubiesen descolorido a la luz del sol.
Llegó al último peldaño y dejó escapar un involuntario suspiro de satisfacción: otra sucesión de obstáculos sorteados sin percances, sus frágiles huesos todavía intactos. Hacía cinco años había tropezado en la calle y se había roto la cadera: la primera lesión o enfermedad grave de su vejez. Los daños habían requerido un implante íntegro, y ahora era muy consciente de su propia vulnerabilidad. Su seguridad en sí mismo se había tambaleado seriamente.
Pero más que el dolor, y los inconvenientes de un largo periodo de convalecencia, recordaba el temor a la anestesia, su reticencia a rendirse al vacío, su lucha contra los fluidos que circularon por su organismo cuando el anestesista insertó la aguja. La oscuridad: sombras, y más que sombras. Evocó el alivio que sintió al despertar en la sala de posoperatorio, y su gratitud por no recordar apenas lo ocurrido mientras dormía. No en lo referente a la propia operación, claro: ésa era una realidad puramente física, independiente, un sometimiento del cuerpo a las atenciones del cirujano. No, las imágenes fantasmagóricas que retornaron junto con la conciencia pertenecían a otro ámbito de existencia distinto por completo. El cirujano le había dicho que no soñaría, pero era mentira. Siempre había sueños, los recordase o no, y Eldritch soñaba más que la mayoría de la gente, si es que lo que él experimentaba cuando lo vencía la necesidad de reposo podía describirse realmente como sueños. También por eso dormía menos que la mayoría, y prefería una lasitud de bajo nivel a los tormentos de la noche.
Y así había regresado a este mundo, con dolor en la mitad inferior de su cuerpo, mitigado en gran medida por la medicación pero aun así atroz para él, y una enfermera de piel translúcida semejante al alabastro le preguntó cómo se encontraba, le aseguró que estaba bien y que todo había ido según lo previsto, y él intentó sonreír a la vez que las hebras deshilachadas de los recuerdos se prendían de las astillas de ese otro ámbito de existencia.
Manos: eso era lo que recordaba. Manos con garras curvas en lugar de uñas, tirando de él mientras se le pasaban los efectos de la anestesia, intentando arrastrarlo hacia abajo; y por encima de ellas los Hombres Huecos, apariciones sin alma ardiendo de ira por lo que les habían hecho Eldritch y su cliente, deseosos de verlo recibir su castigo, tal como lo recibían ellos. Más tarde, en cuanto quedó claro que la intervención había sido un éxito y él estaba fuera de peligro, el cirujano reconoció ante Eldritch que había surgido un problema al darle los últimos puntos de sutura. Era extraño, había dicho: la mayoría de los pacientes salían con facilidad de la anestesia conforme pasaban los efectos; en el caso de Eldritch, en cambio, durante casi dos minutos había dado la impresión de que se sumía más profundamente en el sueño, y habían temido que entrara en coma. Después, en una sorprendente inversión del proceso, el ritmo de sus latidos había aumentado de tal modo que pensaron que podía estar a punto de sufrir un paro cardiaco.
—Nos hemos llevado un buen susto —admitió el cirujano dando unas palmadas en el hombro a Eldritch, quien al notar que lo tocaban se puso tenso con perceptible desasosiego, porque esa presión en la piel le avivó el inquietante recuerdo de los dedos con garras.
Y durante todo el periodo de recuperación, tanto dentro como fuera del hospital, el Coleccionista había velado junto a él, porque la vulnerabilidad de Eldritch era también la suya, y sus existencias dependían la una de la otra. Cuando Eldritch se despertaba, encontraba al Coleccionista sentado a la tenue luz de la lámpara de la mesilla, contrayendo los dedos por el nerviosismo, su cuerpo privado temporalmente de la nicotina que parecía alimentarlo a perpetuidad. El abogado nunca supo muy bien cómo consiguió el Coleccionista estar omnipresente durante aquellos primeros días, ya que la clínica, pese a ser muy privada y muy cara, tenía ciertas normas acerca de los horarios de visita. Pero como Eldritch sabía por experiencia, la gente tendía a eludir todo enfrentamiento con el Coleccionista. Éste dejaba un rastro de desazón semejante al hedor y el humo de su tabaco. Ese olor: cómo se imponía, qué insidioso era, y cómo debían de agradecérselo todos ellos, ya que la inmunda capa de nicotina enmascaraba un tufo distinto. Incluso sin el tabaco, el Coleccionista llevaba consigo el olor del osario.
A veces el propio Eldritch casi lo temía. El Coleccionista carecía por completo de misericordia y vivía totalmente entregado a su misión en este mundo. Eldritch aún era lo bastante humano para albergar dudas; el Coleccionista, no. No conservaba el menor rasgo de humanidad; Eldritch se preguntaba si alguna vez la había tenido. Sospechaba que el Coleccionista ya había llegado a este mundo así, y que su verdadera naturaleza se había puesto más de manifiesto con el paso del tiempo.
Era extraño, pensó Eldritch, que un hombre temiera a alguien a quien estaba tan estrechamente unido: un cliente; una fuente de ingresos; un protector.
Un hijo.
Eldritch había bajado al sótano por dos motivos. El primero, examinar la caja de fusibles: esa tarde se habían producido dos breves cortes en el suministro eléctrico, y esas incidencias siempre eran fuente de inquietud. Allí había muchísima información, muchísimos datos, y aunque estaba todo bien protegido, siempre existiría la preocupación por que pudiera vulnerarse. Eldritch abrió la caja y la examinó a la luz de una linterna, pero, por lo que vio, todo parecía en orden. No obstante, al día siguiente se pondría en contacto con Bowden, que se encargaba de esas cosas por él. Eldritch confiaba en Bowden.
Cuando avanzó por el sótano, se activó la siguiente serie de luces en el techo, que iluminaron los expedientes de un estante tras otro. Algunos eran tan antiguos que incluso le daba miedo tocarlos por si se desintegraban, pero la necesidad de acceder a ellos rara vez surgía. En su gran mayoría estaban cerrados. Se había enjuiciado a los individuos en cuestión y se los había encontrado en falta.
En su día, alguien le había señalado una distinción, real o imaginada, entre «enjuiciar» y «juzgar», aunque para el viejo era, en gran medida, una cuestión de preferencia, teniendo lo primero, a su modo de ver, más peso y sustancialidad.
—«Enjuiciar» —había dicho el hombre, y su voz atronó en los confines de la habitación de un hotel de Washington con el suelo de parquet— hace referencia a la justicia humana, pero «juzgar» hace referencia a la divina.
A continuación se había recostado y había sonreído muy ufano, sus dientes perfectos y blancos en contraste con la impecable tersura de su piel de ébano, las manos entrelazadas sobre el pequeño vientre, manos con tanta sangre oculta en ellas que, Eldritch estaba convencido, sería visible bajo una combinación de luminol y luz ultravioleta. Tenía ante sí un documento con alegaciones pormenorizadas de violaciones, torturas y crímenes en masa, resultado de años de investigaciones a cargo de un grupo de hombres ya muertos, asesinados por agentes al servicio de ese individuo; y en los ojos del líder derrocado, Eldritch veía un destino similar planeado para él.
—¿Ah, sí? —contestó Eldritch—. Eso es fascinante, aunque, según tengo entendido, la versión clásica de la Biblia prefiere «enjuiciar».
—Eso no es verdad —declaró el hombre con la certeza absoluta del verdadero ignorante—. Se lo digo para que lo entienda: no me juzgará un tribunal humano, sino Dios Nuestro Señor, y Él me sonreirá por lo que me he visto obligado a hacer contra sus enemigos. Eran animales. Eran hombres malos.
—¿Y las mujeres? —añadió Eldritch—. ¿Y los niños? ¿Eran todos malos? Qué desgracia la de ellos.
El hombre se crispó.
—Ya se lo he dicho: sí admito o acepto los hechos recogidos en estas alegaciones. Mis enemigos siguen difundiendo mentiras sobre mí, para difamarme, pero no soy culpable de las acusaciones que se me imputan. Si lo fuera, el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya habría emprendido acciones contra mí, pero no lo ha hecho. Eso revela al mundo que no tengo que rendir cuentas de nada ante la justicia.
Eso no era del todo cierto. El Tribunal Internacional de Justicia estaba reuniendo un dossier sobre ese hombre, pero topaba con un obstáculo tras otro por las continuas muertes de testigos vitales, tanto fuera de la nación en la que él había llevado a cabo una guerra de guerrillas genocida durante más de una década, como dentro, donde algunos de quienes ocupaban ahora el poder habían utilizado a ese hombre y sus fuerzas en defensa de sus propios intereses, y preferían que los detalles más embarazosos del pasado quedaran olvidados con las prisas por acoger algo parecido a una democracia. Incluso en Estados Unidos, ciertos políticos le habían abierto los brazos a ese carnicero, a ese violador, considerándolo un aliado en la lucha contra el terrorismo islámico. Era, en todos los sentidos, un estorbo y una deshonra: para sus aliados, para sus enemigos y para toda la especie humana.
—Sin embargo, señor Eldritch, no entiendo por qué ha decidido creerse las mentiras de esos hombres, y aceptarlos como clientes. ¿Qué es esto? ¿Esta «causa civil»? No sé qué significa. —Levantó el legajo que Eldritch le había llevado como si fuera un pez muerto; allí constaban las descripciones de sus carnicerías y violaciones, y los nombres de los muertos—. He accedido a reunirme con usted porque le dijo a mi ayudante que poseía información que quizá me sería útil en estos ataques constantes contra mi persona, que podía ayudarme en mi lucha para evitar que ensucien mi buen nombre. En lugar de eso, se pone usted del lado de esos hombres malos, esos fantaseadores. ¿Eso cómo va a ayudarme, eh? ¿Cómo?
Estaba montando en cólera, pero eso a Eldritch no le preocupaba.
—Si usted admitiera sus fallos y sus crímenes, tal vez aún podría salvarse —dijo Eldritch.
—¿Salvarme? ¿De qué?
—De la condenación —respondió Eldritch.
El hombre lo miró atónito, y de pronto empezó a reírse.
—¿Es usted un predicador? ¿Es usted un hombre de Dios? —La risa dio paso a las carcajadas—. Yo soy un hombre de Dios. ¡Mire! —Se llevó la mano bajo la camisa y extrajo un recargado crucifijo de oro—. ¿Lo ve? Soy cristiano. Por eso luché contra los enemigos de Dios en mi país. Por eso su Gobierno me dio dinero y armas. Por eso los hombres de la CIA me asesoraron sobre tácticas. Todos colaborábamos en la obra de Dios. Ahora, viejo, vaya usted con Dios antes de que pierda los estribos, y llévese sus ridículos papeles.
Eldritch se puso en pie. La ventana que tenía enfrente daba a la concurrida calle. Allí esperaba el Coleccionista, su figura negra como un manchurrón en el cristal.
—Gracias por su tiempo —dijo Eldritch—. Lamento no haber podido ayudarlo más.
Pasó junto al Coleccionista al salir del hotel, pero no se miraron. El Coleccionista desapareció entre la muchedumbre de asistentes al congreso, y, más tarde, esa noche, el hombre de Dios, en su habitación de los últimos pisos, descubrió por sí mismo que no existía distinción práctica entre «enjuiciar» y «juzgar».
Su expediente, ahora cerrado, estaba en algún lugar de ese sótano. Eldritch habría podido localizarlo al instante, pero no era necesario. Poseía una memoria perfecta, y en todo caso era poco probable que se le exigiese recitar con pelos y señales las circunstancias de la muerte del líder derrocado, al menos en esta vida. De un tiempo a esa parte rara vez ponía los pies en las salas de los juzgados, y a veces echaba de menos el toma y daca de la argumentación jurídica, el placer obtenido al ganar un caso difícil, y las lecciones aprendidas al perder.
Por otra parte, ya no necesitaba preocuparse por la distinción entre ley y justicia. Como todo abogado, había visto torcerse muchas causas porque la justicia estaba, en último extremo, al servicio de los requisitos de la ley. Ahora el Coleccionista y él, a su manera, devolvían el orden natural en los casos más extremos, aquellos en los que toda duda razonable había sido excluida a satisfacción de todos excepto de la propia ley.
Pero algunos de los expedientes archivados en el sótano no estaban cerrados. Eran aquellos que Eldritch prefirió considerar «no concluyentes» o «difíciles», y en general no se habían emprendido acciones contra los individuos mencionados en ellos. Los expedientes, sencillamente, habían aumentado de grosor conforme se añadían más y más detalles, siendo cada uno una nueva prueba que aún podía decantar la balanza contra los afectados.
Uno de esos expedientes atañía al detective Charlie Parker y a los hombres que trabajaban con él, cuyos expedientes estaban ligados al suyo tanto figurada como literalmente por medio de dos cintas negras ensartadas a través de orificios abiertos en la parte superior e inferior de cada carpeta verde. Eldritch recomendaba desde hacía tiempo que esos expedientes permanecieran tal como estaban: como simples actas, no indicadores de la intención de entablar proceso. En último extremo creía que Parker participaba en la misma lucha que ellos, aunque quizá se negara a aceptarlo. Los colegas del detective, y en concreto aquellos llamados Angel y Louis, eran más conflictivos, sobre todo el segundo, pero Eldritch tenía la convicción de que las acciones del presente podían compensar los pecados del pasado, aun cuando todavía no hubiese sido capaz de inculcar esa misma idea al Coleccionista. Si bien habrían podido disentir sobre ese aspecto fundamental, el sentido común imponía que dejaran a su aire a Parker y a sus acólitos en la medida en que eso fuera práctico. Condenar a uno implicaría condenarlos a todos, o, de lo contrario, los supervivientes se vengarían de los implicados, y ni la edad ni el sexo serían obstáculos para su cólera.
Pero la cuestión de Parker se había vuelto cada vez más compleja, ya que su nombre constaba en la lista remitida por Barbara Kelly, aunque sin indicación alguna del motivo de su inclusión. La visita de Parker había inquietado a Eldritch. Parker conocía la existencia de esa lista, y sabía que su nombre aparecía en ella, probablemente porque el viejo judío se la había enseñado. Parker sospechaba, asimismo, que Eldritch y el Coleccionista tenían una copia de una lista similar, y al presentarse en el despacho había pretendido transmitir una advertencia a los dos: manténganse a distancia de mí. No seré una de sus víctimas.
De eso sólo podían extraerse ciertas conclusiones. O bien Parker sabía por qué salía su nombre en la lista, y su inclusión estaba por tanto justificada, en cuyo caso se hallaba confabulado en secreto con todo aquello contra lo que ellos luchaban y merecía la condenación; o bien no sabía por qué aparecía su nombre en ella, lo cual inducía a pensar en otras dos posibilidades: su propia naturaleza estaba en peligro, y había sido contaminado, aun cuando esa contaminación no se hubiera manifestado aún plenamente; o alguien, acaso Barbara Kelly u otras personas afines a ella, había añadido adrede su nombre a la lista con la esperanza de que sus aliados se volvieran contra él, librando así a sus enemigos de una espina en el costado cada vez más peligrosa sin riesgo para ellos mismos.
Pero ahora Kelly había muerto, asesinada, aparentemente, por los suyos. Su historial médico, al que Eldritch accedió por medio de su red de informantes, confirmaba que el cáncer había invadido su cuerpo. Se moría, y sus esfuerzos por arrepentirse parecían sinceros, aunque condenados al fracaso en última instancia. En cierto modo era normal que el linfoma estuviera devorándola, ya que ella misma había sido responsable directa de una corrupción firme e incesante, haciendo metástasis insidiosamente en una vida tras otra, en un alma tras otra. Un acto de desafío, nacido del miedo y la desesperación, no habría bastado para salvarla, fueran cuales fuesen sus esperanzas.
Pero Eldritch no era Dios, y no podía aspirar a comprender sus obras. Examinaba cada caso según sus propios méritos, pero sólo desde el punto de vista de un abogado. Únicamente el Coleccionista, tocado por algo que acaso fuera la divinidad y transformado en un canal entre mundos, afirmaba poseer la capacidad de adentrarse en una conciencia muchísimo más compleja que la suya propia.
Y si había que darle crédito, muchísimo más inmisericorde.
Eldritch no dudaba en absoluto de la veracidad de las afirmaciones del Coleccionista. Eldritch había visto demasiado, y sabía demasiado, para engañarse y pensar que podía encontrarse una razón convencional, al margen de la existencia de una divinidad y su opuesto, para explicar todo lo que había descubierto o presenciado, y el Coleccionista tenía una visión del asunto mucho más profunda que la de Eldritch. Pero ahora el Coleccionista le había indicado que reactivara el expediente de Parker, mientras él empezaba a matar a los otros elementos de la lista, y por primera vez Eldritch se sintió en grave conflicto con su hijo.
Hijo.
De pie ante el expediente de Parker, suspendidos sus dedos sobre la carpeta como las garras de un ave depredadora ancestral, Eldritch experimentó una sensación de hastío. Era más fácil pensar en su hijo en la forma de otro: como Kushiel, como el Coleccionista. Eldritch había dejado de preguntarse hacía mucho tiempo si una parte de él o su esposa había sido responsable de la creación de esa presencia asesina en sus vidas. No, lo que había colonizado el espíritu de su hijo procedía de fuera de ellos. Otro moraba dentro de él, y ahora los dos eran indivisibles, indiscernibles el uno del otro.
Pero Parker tenía razón: la sed de matar de su hijo iba en aumento, su afán de coleccionar muestras de vidas acabadas crecía cada vez más, y su comportamiento ante esa lista representaba su última y más perturbadora manifestación. En la mayoría de los casos no existían pruebas de culpabilidad suficientes para actuar. Algunos acaso se hubiesen corrompido sin saberlo siquiera; en tanto que otros quizá sencillamente habían aceptado dinero o información ventajosa respecto a sus rivales, una pequeña victoria contra el sistema que, aunque una maldad en sí misma, no bastaba para considerarlos dignos de condenación. Si un solo pecado bastara para eso, la especie humana entera se abrasaría.
Ahora bien, las grandes maldades con frecuencia eran fruto de una lenta acumulación de esos pecados menores, y Eldritch sabía que, cuando llegara el momento en que las personas de esa lista tuvieran que cumplir su parte del trato, el daño que se les exigiría causar sería grande. Eran virus en incubación, o al menos a juicio del Coleccionista. Eran células cancerosas en estado latente. ¿No convenía erradicarlas o eliminarlas antes de que empezaran a destruir organismos sanos? Su hijo lo veía así, pero para Eldritch no eran virus, ni cánceres: eran personas, individuos con defectos, en peligro, y por tanto no se diferenciaban de la gran masa de la humanidad.
Actuando así, pensaba Eldritch, matando sin una causa justa, bien podríamos condenarnos nosotros mismos.
Sacó el expediente de Parker, que pesaba lo suyo por la carga de los otros que arrastraba consigo, y por la carga de sus acciones, tanto buenas como malas, y se lo metió bajo el brazo. Las luces se apagaron a sus espaldas cuando abandonó el sótano, y ascendió por la escalera con más seguridad que al descender. No solía llevarse expedientes a casa, pero ése era un caso excepcional. Deseaba revisar el material de Parker, examinarlo hasta el último detalle por si antes había pasado algo por alto, algo que confirmara los verdaderos objetivos de ese hombre.
Esperó en el pasillo mientras su secretaria cerraba con llave las puertas del despacho en el piso de arriba y la observó bajar torpemente por la escalera, con el omnipresente cigarrillo en la boca. Desde la muerte de su esposa hacía ya casi tres décadas, ella había sido la única presencia permanente en su vida, ya que el Coleccionista entraba y salía de su existencia como una polilla venenosa. Sin esa mujer, estaría perdido. La necesitaba, y a su edad la necesidad y el amor no eran más que el mismo pretendiente con distinta chaqueta.
Junto a la puerta de la calle, en el interior, estaba el panel de la alarma bajo llave. Eldritch dejó el expediente de Parker en un estante, abrió el panel y echó un vistazo a la imagen ofrecida por la cámara exterior a través del pequeño monitor empotrado; no había nadie cerca. Dirigió un gesto de asentimiento a la mujer y ella abrió la puerta mientras él activaba la alarma. Había diez segundos de demora antes de que empezara a sonar el pitido, tiempo que a él a veces apenas le bastaba para salir del edificio y echar la llave, pero en esta ocasión le sobraron un par de segundos.
Hizo una mueca de dolor mientras cruzaban la calle en dirección a su coche.
—¿La cadera? —preguntó ella.
—Esa escalera del sótano —respondió él—. Es un tormento.
—Debería haberme dejado bajar a mí.
—¿Qué sabes tú de fusibles?
—Más que usted.
Lo cual era cierto, por más que él prefiriera no admitirlo.
—Bueno, necesitaba… —Soltó un juramento. Se había dejado el expediente de Parker en el estante junto al panel de la alarma—. El expediente —acabó de decir. Levantó las manos vacías ante su secretaria, y ella alzó la mirada al cielo.
—Ya iré yo —propuso—. Usted quédese aquí.
—Gracias —dijo él, y se reclinó contra el coche.
Ella lo miró con inquietud.
—¿Está seguro de que no es nada más grave?
—Estoy bien, estoy bien. Sólo un poco cansado.
Pero ella sabía que no era verdad. Él no podía esconderle ningún secreto: ni sobre el Coleccionista, ni sobre Parker ni sobre nada. Estaba preocupado. Ella se daba cuenta.
—Vayamos a cenar —sugirió—. Hablaremos de ello.
—¿Al Blue Ox?
—¿Adónde si no?
—Invito yo, pues.
—No me paga tanto para que corra de mi cuenta.
Lo cual era cierto y falso a la vez: le pagaba mucho, pero nunca podría pagarle lo suficiente.
Ella dejó pasar un coche y luego, revolviendo en su enorme bolso en busca de las llaves, regresó al edificio. Eldritch miró alrededor. Esa noche las calles estaban muy vacías; excepto ellos, no se veía un alma. Sintió un hormigueo en la piel. Se acercaba un hombre con las manos hundidas en los pliegues de una parka, la cabeza gacha. Eldritch agarró el mando del coche, manteniendo el dedo índice de la mano izquierda sobre el botón de alarma a la vez que se llevaba la derecha al bolsillo del abrigo que contenía la pequeña pistola. Le pareció que el hombre quizá lo miró de soslayo al pasar, pero, en tal caso, fue un mínimo movimiento de ojos, nada más, sin ladear apenas la cabeza. Y se alejó sin volver la vista atrás.
Eldritch se relajó. Por culpa del Coleccionista extremaba tanto la cautela que a veces rayaba en la paranoia: paranoia justificable tal vez, pero paranoia al fin y al cabo. Para entonces su secretaria había abierto la puerta de la oficina. Oyó por un momento el pitido de la alarma hasta que ella la desactivó. No la veía en la oscuridad del vestíbulo.
Advirtió un movimiento a su derecha. El hombre de la parka se había detenido en la esquina y lo miraba. Eldritch pensó que quizá decía algo a gritos, pero sus palabras quedaron ahogadas por el sonido de la explosión que voló las ventanas del edificio de Eldritch, ensordeciéndolo a la vez que brotaban llamaradas y bocanadas de humo por las brechas. Una lluvia de cristales le hirió la cara y el cuerpo, la onda expansiva lo levantó en el aire y lo arrojó al suelo. Nadie acudió en su ayuda. El hombre de la parka ya había desaparecido.
Con dificultad, Eldritch se puso de rodillas. Estaba temporalmente sordo y le dolía todo. Una silueta apareció entonces en el umbral de la puerta del edificio, recortándose contra el humo y el fuego, y por un momento Eldritch creyó que era una alucinación. La mujer salió lentamente, e incluso a esa distancia, Eldritch vio su expresión de aturdimiento. Tenía el cabello chamuscado. Se llevó la mano a lo alto de la cabeza y sacudió el humo. Se tambaleó un poco en el bordillo pero siguió andando y pareció sonreírle al ver que él se hallaba a salvo, y él, sin darse cuenta, le devolvió la sonrisa, aliviado.
A continuación, ella se dio la vuelta para contemplar el edificio en llamas, y Eldritch vio que había perdido el pelo en la parte de atrás de la cabeza, quedando a la vista en el cráneo el brillo húmedo de una herida atroz y profunda. En su espalda descarnada asomaba la columna vertebral, roja y blanca, y alcanzó a ver los músculos al descubierto en sus muslos y pantorrillas a través de los jirones del vestido.
Permaneció erguida sólo un momento más antes de desplomarse de bruces en la calle y quedar inmóvil. Para entonces Eldritch, ya en pie, corría y sollozaba, pero no logró llegar a ella a tiempo de despedirse.