34

Darina Flores se enteró de la muerte de Becky Phipps y Davis Tate poco antes de que ella y el niño salieran a por Marielle Vetters. Ya había empezado a preocuparse al no recibir una respuesta inmediata de Phipps, porque llevaban mucho tiempo esperando una pista concreta del paradero del avión y, sin embargo, pasadas varias horas, seguía sin ponerse en contacto. Darina, siempre cauta con esas cuestiones, era reacia a difundir sus hallazgos más de lo imprescindible, pero era necesario realizar ciertos preparativos.

Mientras se planteaba cómo actuar a continuación, recibió una llamada de Joe Dahl, que le confirmó que estaba listo para ponerse en marcha cuando ella quisiera. Darina tenía a Dahl en sus manos desde hacía tiempo: ella y sus agentes se habían asegurado de que aquel jugador impenitente se endeudara cada vez más hasta que todas sus posesiones pasaron a pertenecerles de facto a ellos.

Y luego le permitieron conservarlo todo: el coche, la casa, lo poco que quedaba de su negocio, todo. Ellos sólo tenían el documento donde constaba su deuda, y esperaron. No por mucho tiempo. Dahl era un adicto, y aún no se había curado de su adicción. La noche que intentó usar su coche como garantía para un crédito a fin de poder ir a Scarborough Downs, Darina le hizo una visita, y Joe Dahl se curó para siempre del vicio del juego. Darina lo tenía en el bolsillo desde entonces, a punto para ser usado en cuanto dispusieran de información consistente sobre el avión. A diferencia de los demás, ella no había llevado a cabo búsquedas aleatorias por los bosques, persiguiendo volutas de información que se disipaban como la bruma matutina bajo el sol. Consideraba poco sensatos tales esfuerzos —con ello se corría el riesgo de atraer la atención hacia el objeto de la búsqueda— y, a su juicio, convenía más esperar a que surgiera una pista consistente. Ciertamente el avión y sus secretos representaban una bomba de relojería que podía estallar en el momento del hallazgo, pero mientras siguiera perdido, el peligro era sólo potencial, no real, e incluso la propia lista carecía de valor a menos que llegara a determinadas manos. Le preocupaban más el misterio del pasajero y la suerte que éste había corrido. Él y ella poseían una naturaleza común, y él se había perdido.

Grady Vetters, amordazado con una bufanda y maniatado con bridas de plástico, se despertó justo cuando se apagaba la luz del día. Estaba adormilado, pero la cabeza empezó a despejársele cuando vio al niño mirarlo fijamente desde el sofá y a la mujer limpiar el arma en la mesa de la cocina, y cuando percibió el olor de Teddy Gattle, incluso a través de la puerta cerrada del dormitorio. Darina se dio cuenta de que Vetters sopesaba sus opciones. Prefería mantenerlo con vida el mayor tiempo posible, pero si complicaba las cosas, tendría que prescindir de él.

Darina insertó el cargador en la pequeña Colt y se acercó a Grady. Él intentó encogerse aún más en el rincón del salón y dijo algo ininteligible a través de la mordaza. Darina no tenía interés en saber qué decía, así que dejó la bufanda donde estaba.

—Vamos a hacer una visita a Marielle —anunció—. Si obedeces, vivirás. Si no, tu hermana y tú moriréis. ¿Entendido?

Grady no respondió de inmediato. No era tonto: Darina sabía que él no se lo había creído. Daba igual. Todo aquello era un juego, y él representaría su papel hasta que surgiera una alternativa. La manera más fácil de asegurarse de que conservaba la vida y se comportaba dócilmente era inducirlo a que deseara conservar la vida procurando no cometer ninguna tontería, y por tanto obedecería hasta que llegaran a casa de Marielle. Si moría antes de ese momento, no podría ayudar a su hermana. Vivo, siempre le quedaba la esperanza.

Pero no había esperanza, en realidad no. Toda la existencia de Darina se basaba en esa convicción.

Grady respiró hondo a través de la bufanda, y arrugó la nariz al percibir de nuevo el olor de Teddy Gattle.

—Por si te sirve de consuelo, él no te traicionó —dijo Darina—. Pensó que te ayudaba. Si tú no ibas a usar lo que sabías del avión para sacar algún dinero, lo haría él por ti. Creo que te quería. —Sonrió—. Debía de quererte, ya que ha muerto por ti.

Grady le lanzó una mirada de inquina. Los músculos de sus brazos se tensaron en un esfuerzo para romper las bridas de plástico. Tenía las rodillas contraídas contra el pecho, y Darina vio que hacía acopio de fuerzas para abalanzarse sobre ella. Quizá lo había juzgado mal. Lo apuntó a la cara con la pistola y dijo:

—No.

Grady se relajó. Darina siguió encañonándolo mientras el niño se aproximaba a él, otra vez jeringuilla en mano.

—Esta vez no tanto —advirtió ella—. Lo justo para amansarlo.

Esperó a que a Grady le pesaran otra vez los párpados antes de hacer dos llamadas más, la primera a casa de Marielle Vetters para comprobar si estaba. Una mujer atendió el teléfono, y Darina colgó.

La segunda llamada la hizo con mayor reticencia, no sólo porque prefería a Becky Phipps como principal punto de contacto, sino porque a los Patrocinadores no les gustaba que los involucraran en esos asuntos. Para ellos, era importante no verse vinculados a actos cruentos. Por eso recurrían a la mediación de empresas, cuentas bancarias en paraísos fiscales, apoderados.

Pero Phipps siempre devolvía la llamada en el plazo de una hora —siempre, de día o de noche—, así que Darina marcó el número de aquel que, según creía, era el Patrocinador Principal. Darina no le tenía miedo; eran muy pocas las cosas que temía en relación con los hombres y las mujeres, si bien la capacidad de autodestrucción de éstos le resultaba perturbadora, pero siempre se andaba con cuidado ante aquel Patrocinador. Se parecía tanto a ella y los de su género que a veces se preguntaba si de verdad era humano, pero en él no detectaba el menor rastro de otredad. Aun así, presentaba una diferencia, y ella nunca había conseguido traspasar el barniz que lo cubría y descubrir qué se escondía debajo.

Él descolgó cuando el timbre sonó por segunda vez. Sólo unos cuantos individuos conocían ese número, y sólo lo usaban cuando la gravedad de la situación lo requería.

—Hola, Darina —dijo—. Cuánto tiempo sin oír tu voz, pero ya sé por qué llamas.

Fue así como Darina se enteró de que a Becky y Davis les había llegado su hora. Becky envió un aviso antes de intentar escapar, pero a Darina le dejó el mensaje en su casa, dando por supuesto que estaría aún convaleciente: un pequeño desliz por parte de Becky, y comprensible si huía para salvar la vida.

El Coleccionista nunca había actuado contra ellos de esa manera. Sí, les constaba que él sospechaba de su existencia, pero los Patrocinadores se habían escondido bien, y Darina y los demás se hallaban a gusto entre las sombras. Darina comprendió entonces que Barbara Kelly le mintió antes de morir. Admitió que se había puesto en contacto con el abogado Eldritch y el viejo judío, pero le aseguró a Darina que sólo había ofrecido la promesa de material, no el material. Incluso cuando Darina le sacó el ojo izquierdo en castigo por el daño que le había causado en la vista, y la amenazó con dejarla ciega arrancándole también el derecho, Kelly insistió en que sólo había dado unos primeros pasos vacilantes hacia el arrepentimiento.

Pero el Coleccionista no habría ido a por Davis Tate sin la lista. Por otro lado, Kelly en ningún caso habría entregado toda la lista a sus enemigos. Era su única herramienta de negociación. Los habría tentado con una parte, sin duda no más de una o dos hojas: una hoja para el judío Epstein, quizá, y otra para el Coleccionista y su representante.

Del mismo modo que el Coleccionista nunca les habría declarado la guerra abiertamente, disuadido por su propia cautela y la sagacidad de ellos, también ellos se habían mantenido alejados de él. La suya era en general una cruzada menor, la eliminación uno por uno de los viciosos y los condenados, si bien en años recientes sus víctimas eran cada vez más importantes. Habían contemplado la posibilidad de actuar contra él, pero para Darina, de forma análoga a lo que le ocurría con el Patrocinador Principal, con esa sensación de ambivalencia que le inspiraba, el Coleccionista presentaba un problema. ¿Qué era exactamente? ¿Cuáles eran sus motivaciones? En apariencia conocía información sólo accesible a Darina y sus hermanos caídos, y al igual que ellos se sentía cómodo en la oscuridad, pero era una incógnita. Hasta el momento las ventajas de eliminarlo del juego no compensaban el riesgo de precipitar una reacción violenta, tanto del propio Coleccionista, si es que sobrevivía al ataque, como de sus aliados.

Y Darina había oído rumores sobre cierto detective, uno cuyo camino se había cruzado con el de otros como ella, aunque eso no la preocupaba. El egoísmo y la maldad eran las maldiciones de ella y los de su casta, hasta el punto de que muchos habían olvidado su verdadero objetivo en esta tierra, de tan abstraídos como estaban en su cólera y en la aflicción por todo lo que habían sacrificado al caer en desgracia. Incluso Brightwell se había dejado llevar por sus propios impulsos, por su deseo de unir a las dos mitades de un ser que veneraba, y eso que él se contaba entre los mejores, los más antiguos. Cuando él abandonó brevemente la existencia, separándose su espíritu de su huésped, Darina experimentó un dolor tan intenso que lo invocó, emplazándolo junto a ella por medio de su voluntad. Percibió la proximidad de su presencia, su esfuerzo por permanecer cerca, y esa noche encontró a un hombre, y con el acto de inseminación de ese desconocido, Brightwell renació dentro de ella.

Pero faltaba un elemento esencial. Ciertos aspectos de su verdadera naturaleza se habían manifestado en la primera etapa, casi en cuanto empezó a andar, pero al parecer no recordaba cómo se le había arrebatado su antigua forma, y a eso se sumaba su silencio. Estaba traumatizado, suponía Darina, pero aún no encontraba la manera de abrir brecha en el muro que le impedía convertirse realmente en sí mismo otra vez.

Observó al niño mientras el Patrocinador hablaba. El Patrocinador parecía preocupado, y con razón. Cuando acabó de hablar, dejó en manos de Darina toda acción contra aquellos que los acosaban. La muerte de Becky Phipps había decantado la balanza contra el Coleccionista, y ahora su destino dependía de Darina.

Pero la prioridad era el avión: el avión, la lista, y el pasajero y la suerte que éste había corrido. No podía permitirse distracciones, ahora no. Repasó los nombres en su cabeza, ya que Darina no necesitaba la lista. Ella personalmente había puesto en tela de juicio desde el principio la conveniencia de que existiera esa lista, pero la maldad humana parecía conllevar un deseo de dejar constancia, de ordenar. Era, suponía, un factor de la mortalidad: incluso los peores entre ellos, conscientemente o no, deseaban que sus actos se recordaran. Parte de esa necesidad de dejar constancia había contagiado a los que eran como Darina.

Así pues, se puso manos a la obra, y dieron la orden de erradicar a sus enemigos de la faz de la tierra.

Y mientras Darina conspiraba para destruir al Coleccionista, éste visitaba una iglesia en Connecticut. El último oficio del día había concluido, y los fieles habían salido a la noche. El Coleccionista los contempló con benevolencia: veneraban un aspecto distinto del mismo Dios.

Cuando los últimos fieles se hubieron marchado, observó que el sacerdote se despedía del sacristán al fondo de la iglesia, y los dos se separaron. El sacristán se alejó en coche mientras el sacerdote cruzaba el recinto tapiado de la iglesia y, valiéndose de una llave, abría una verja: detrás había un jardín, y allí tenía su casa.

El sacerdote vio acercarse al Coleccionista cuando la verja aún estaba abierta.

—Hola —saludó—. ¿En qué puedo servirle?

Hablaba con un ligero acento irlandés, alterado por sus años en Estados Unidos. Una luz de seguridad instalada en la tapia le iluminaba el rostro. Era un hombre de mediana edad, con una buena mata de pelo, pero sin el menor asomo de canas. De hecho, la luz mostraba tonalidades poco naturales.

—Padre —dijo el Coleccionista—, disculpe que lo moleste, pero deseo confesarme.

El sacerdote consultó su reloj.

—Me iba a cenar. Estoy en el confesonario cada mañana después de la misa de las diez. Si vuelve a esa hora, lo escucharé con mucho gusto.

—Es un asunto urgente, padre —insistió el Coleccionista—. Temo por un alma.

El sacerdote pasó por alto la peculiar enunciación de la frase.

—Bueno, entonces será mejor que pase, supongo —dijo.

Mantuvo la puerta abierta, y el Coleccionista entró en el jardín. Estaba cuidadosamente configurado en una serie de círculos concéntricos, en los que se alternaban arbustos y setos con sendas adoquinadas, y a ello se sumaba el color que aportaban las flores invernales. Entre un par de elegantes bojes había un largo banco de piedra. El sacerdote se sentó en un extremo y le indicó al Coleccionista que ocupara el otro. Entonces el sacerdote se sacó una estola del bolsillo, besó la cruz, y se colocó la prenda en torno al cuello. Pronunció una oración en un rápido susurro, con los ojos cerrados, y luego preguntó al Coleccionista cuánto tiempo había pasado desde su última confesión.

—Mucho —contestó el Coleccionista.

—¿Años?

—Décadas.

El sacerdote no pareció alegrarse de oírlo. Tal vez pensó que el Coleccionista sentía el impulso de descargarse de los pecados de toda una vida, y que él tendría que quedarse sentado en aquel banco frío, escuchando, hasta la hora del desayuno. El sacerdote decidió ir al grano. El Coleccionista sospechó que aquello no era el enfoque ortodoxo, pero no se opuso.

—Adelante, hijo mío —instó el sacerdote—. Ha dicho que tenía que hablarme de un asunto de cierta importancia.

—Sí —confirmó el Coleccionista—. Un homicidio.

Ante eso, el sacerdote abrió más los ojos. Empezaba a vérsele preocupado. No conocía de nada al Coleccionista, y ahora se hallaban en el jardín de la casa del sacerdote, a punto de abordar la muerte de otro ser humano.

—Se refiere a… ¿qué? ¿Una muerte accidental o algo peor?

—Algo peor, padre. Mucho peor.

—¿Un… asesinato?

—Podría verse de esa manera. En realidad, no sabría decirlo. Es cuestión de perspectiva.

El sacerdote había pasado de la preocupación a un temor activo por su propia seguridad. Vio una escapatoria.

—Tal vez sí que debería volver mañana, después de todo, cuando haya tenido ocasión de reflexionar debidamente sobre lo que ha hecho y desee confesar —dijo.

El Coleccionista se mostró desconcertado.

—¿Hecho? —preguntó—. Yo aún no he «hecho» nada. Voy a hacerlo. Me preguntaba si podría recibir la absolución por adelantado, digamos. Estoy muy ocupado. Me faltan horas al día.

El sacerdote se puso en pie.

—O está burlándose de mí, o es usted un hombre trastornado —di jo—. Sea como sea, no puedo ayudarle. Quiero que se vaya ahora mismo, y que recapacite a fondo.

—Siéntese, padre —dijo el Coleccionista.

—Si no se va, llamaré a la policía.

El sacerdote ni siquiera lo vio sacar la navaja. De pronto, en las manos del Coleccionista, donde antes no había nada, apareció un destello de luz; al instante se levantó también él e hincó la hoja en la carne blanda de la garganta del sacerdote. Éste oyó cómo la verja del jardín giraba sobre las bisagras. Miró a la derecha con la esperanza de ver entrar a alguien, alguien que pudiera ayudarlo, pero allí sólo atisbó sombras negras en movimiento que adoptaron la forma de hombres con sombreros y ropa oscura y cuyos largos abrigos flotaban como humo detrás de ellos, pero eso no era posible, ¿o sí? Al cabo de un momento las siluetas cobraron nitidez, y el sacerdote distinguió las facciones pálidas bajo los viejos sombreros de fieltro, los ojos y las bocas sólo eran agujeros oscuros, la piel de alrededor estaba arrugada como fruta vieja y en estado de putrefacción.

—¿Quiénes son? —preguntó el sacerdote cuando las siluetas se acercaron.

—Usted la traicionó —dijo el Coleccionista.

El sacerdote parecía debatirse entre escuchar al Coleccionista y tratar de dar crédito a lo que veían sus ojos.

—¿A quién? No sé de qué me habla.

—A Barbara Kelly. Ellos lo pusieron aquí para vigilarla. Usted entabló amistad con ella, y cuando Kelly empezó a tener dudas, lo hizo partícipe de sus planes.

Todo eso se lo había contado Becky Phipps. El Coleccionista se complacía en pensar que él la había alentado a realizar una confesión completa y sincera.

—No, no lo entiende…

—Claro que lo entiendo —replicó el Coleccionista—. Lo entiendo perfectamente. Y lo hizo por dinero: ni siquiera tenía una motivación interesante. Sólo quería un coche más bonito, vacaciones mejores, más billetes en la cartera. ¡Qué manera tan gris de condenarse!

El sacerdote apenas lo escuchaba. Estaba aterrorizado por las figuras que lo rodeaban, flotando por las sendas del jardín, trazando círculos en torno a él pero sin acercarse.

—¿Qué son esas… cosas?

—En otro tiempo fueron hombres como usted. Ahora están huecos. Sus almas se han perdido, como pronto se perderá la suya, pero usted no se unirá a ellos. El sacerdote desleal no tiene grey.

El sacerdote alzó las manos en un gesto implorante.

—Por favor, déjeme explicárselo. He sido un buen hombre, un buen pastor. Todavía puedo reparar mis actos.

Entonces movió las manos deprisa, pero no lo suficiente, dirigió las uñas hacia los ojos del Coleccionista e intentó arañárselos, pero el Coleccionista lo apartó de un empujón y, al hacerlo, le rozó la garganta con la hoja. Le abrió una pequeña herida, y la sangre empezó a manar como el vino que se derrama de una copa ladeada. El sacerdote se postró de rodillas ante su juez, que alargó el brazo y retiró la estola de sus hombros para después plegarla y guardársela en el bolsillo. Encendió un cigarrillo y extrajo un envase metálico del interior de su abrigo.

—Se lo ha encontrado en falta, padre —dijo el Coleccionista—. Ha perdido el derecho al alma.

Con el líquido inflamable para la recarga del encendedor roció la cabeza y la parte superior del cuerpo del hombre arrodillado, y dio una larga calada al cigarrillo.

—Es hora de arder —anunció.

Arrojó el cigarrillo hacia el sacerdote y se volvió de espaldas a la vez que el hombre estallaba en llamas.