Di un pequeño rodeo antes de enfilar hacia el norte con destino a Maine: entré en Boston y localicé la sede de Pryor Investments en Beacon Hill. Ocupaba un edificio de piedra arenisca de aspecto más bien modesto pero, así y todo, exorbitantemente caro, no muy lejos de la parada de metro de Charles/MGH. No había la menor señal de actividad, y no vi a nadie entrar o salir mientras permanecí aparcado cerca de allí. De momento, Epstein no había averiguado nada destacable sobre la empresa, salvo un pequeño detalle: el nombre de Pryor Investments constaba en documentos referentes a la creación de una entidad tipo 501(c) llamada Liga Estadounidense por la Igualdad y la Libertad, y un tal Davis Tate, ahora fallecido, había sido el principal benefactor de los fondos encauzados a través de la organización. Era un hilo nimio, pero un hilo al fin y al cabo. Aun así, aquél no era el momento de tirar de él y ver qué se desenredaba. Decidí marcharme de Beacon Hill, y sólo cuando pasaba frente al edificio de Pryor reparé en las cámaras del sistema de videovigilancia discretamente montadas en la pared a la sombra, sus atentos ojos de cristal captando los detalles de la calle y las aceras.
La reunión con Eldritch no había sido especialmente satisfactoria, pero las reuniones con abogados rara vez lo eran. Yo no sentía grandes deseos de reencontrarme con el hombre que a veces se hacía llamar Kushiel, pero que era más conocido por el sobrenombre de el Coleccionista. Tampoco quería que anduviera suelto por ahí, cultivando el gusto por la justicia divina o su propia interpretación de ésta, a fuerza de matar a cualquiera que constara en su copia de la lista, y menos si yo estaba incluido en ella. No confiaba tanto en el Coleccionista para imaginar que si me consideraba en falta por mi comportamiento, no se planteara incorporarme a su séquito personal de condenados. Antes habíamos mantenido una precaria alianza, pero yo no me hacía ilusiones al respecto: creía que él, como Epstein, albergaba dudas sobre mi naturaleza, y el Coleccionista tendía a pecar de cautela en tales cuestiones. Extirpaba quirúrgicamente todo tejido contaminado.
Pero no había razón alguna para pensar que el Coleccionista conociera la existencia del avión caído en los Grandes Bosques del Norte, y era importante localizar el aparato antes de que esa circunstancia llegara a su conocimiento. Era preferible que la lista que había visto Harlan Vetters estuviera en poder de Epstein a que cayera en manos del Coleccionista, porque Epstein era en esencia un hombre bueno. Pero ni siquiera con respecto a Epstein tenía yo una certeza total: no conocía lo suficiente a quienes trabajaban con él —salvo por el hecho de que a los más jóvenes les gustaba exhibir sus armas— para contar con su capacidad de autocontrol. Epstein parecía ejercer una influencia moderadora, pero mantenía en secreto gran parte de su propio ser.
Parecía una perogrullada, pero conocer la identidad de los enemigos era el primer paso para derrotarlos. Epstein, al disponer de los nombres, podía iniciar la tarea de vigilar sus actividades y minarlos cuando fuera necesario. También podía averiguar si había traidores entre aquellos en quienes había confiado antes, aunque la lista sería inevitablemente incompleta, pues databa de poco antes del accidente del avión. ¿Quién sabía cuántos más se habrían añadido desde entonces? No obstante, conseguirla sería un punto de partida. Pero ¿acaso no existía la posibilidad de que, en algunos casos, Epstein y los suyos decidieran actuar como habría hecho el Coleccionista y eliminar del juego a los elementos de la lista que consideraran más amenazadores?
En eso estaba pensando mientras conducía hacia Scarborough, con una emisora de música alternativa del servicio de radiodifusión Sirius: un poco de Camper Van Beethoven, una pieza larga de los Minutemen que duraba unos trescientos segundos en total, incluida la introducción del DJ, e incluso un poco de The Dream Syndicate, pero sentí el impulso de buscar refugio cuando un oyente, un lumbreras, pidió algo de Diamanda Galás y el DJ, en un rapto de locura, se lo concedió.
Cuando yo tenía algo más de veinte años y empezaba a conocer a la clase de chicas que te invitaban a su casa a tomar un café y lo decían en serio, aunque con la promesa de algo más que café en una fecha posterior si no resultaba que eras un bicho raro, descubrí que una manera infalible de comprender a una mujer, como ocurría con un hombre, era echar una ojeada a su colección de discos. Si no la tenía, ya podías olvidarte de ella en el acto, porque una mujer que no escuchaba nada de música no tenía alma, o nada digno de ese nombre; si estaba muy metida en la música alternativa inglesa como The Smiths o The Cure, quizá se esforzaba un poco demasiado en sufrir, pero seguramente no era un caso irremediable; si era admiradora de grupos de pop metal como Kiss, Poison y Mötley Crüe, te enfrentabas al dilema de quedarte con ella durante un tiempo porque al final podías mojar, o plantarla antes de verte obligado a escuchar su música; pero si tenía a Diamanda Galás en sus estantes, quizá junto a Nico y Lydia Lunch, y Ute Lemper para los momentos más tranquilos, había llegado el momento de disculparse y marcharse antes de que te echara un sedante en polvo en el café, y luego despertaras encadenado en un sótano mientras la chica en cuestión, de pie junto a ti con un cuchillo de cocina en una mano y una espeluznante muñeca en la otra, pronunciaba a gritos el nombre de un tipo al que tú no conocías pero a quien, por lo visto, te parecías desde un punto de vista paranormal.
Así que quité la emisora alternativa, puse el reproductor de cedés y escuché el único álbum publicado por Winter Hours, que era más melodioso y menos aterrador, y me levantó el ánimo en mi camino de vuelta a Scarborough.
Cuando aparqué delante de casa, vi que tenía una llamada perdida de Epstein. Se la devolví desde el teléfono del despacho. A Epstein le preocupaba la muerte de Davis Tate.
—¿Cree que fue obra de ese hombre, el Coleccionista? —preguntó.
—Cuando supe que le habían pegado un tiro, pensé que quizás había sido la gente que trabaja para usted. El Coleccionista prefiere la navaja.
—¿Qué lo convenció de lo contrario?
—Por lo visto, el cuerpo de Tate presentaba cortes. Había perdido parte del lóbulo de una oreja. El que lo mató también se llevó su reloj pero dejó allí el billetero intacto. El Coleccionista es aficionado a quedarse recuerdos de sus víctimas. En ese sentido es el clásico asesino en serie. La razón por la que es especial es su autojustificación moral.
—¿Ha hablado con el viejo abogado?
—Sí. Me dio la impresión de que Barbara Kelly le envió la misma lista que le llegó a usted.
—¿Con su nombre en ella?
—Eso parece. Su secretaria estaba muy segura de que yo iba a recibir mi merecido.
—¿Y eso le preocupa?
—Un poco. Me gustaría conservar la garganta tal como la tengo, y no necesito que me abran en ella una sonrisa. Pero creo que el Coleccionista tiene sobre mí las mismas dudas que tenía usted. No actuará hasta que esté seguro.
—Y entretanto seguirá avanzando con los nombres de esa lista. Atraerá hacia sí a sus protectores.
—Supongo que eso pretende.
Por un momento, la voz de Epstein me llegó amortiguada. Había tapado con la mano el micrófono del auricular mientras hablaba con alguien junto a él. Cuando volvió a la línea, parecía agitado.
—Tengo una teoría sobre ese avión —dijo—. La fecha del periódico encontrado en la cabina casi coincide con la fecha en que desapareció un hombre de negocios canadiense llamado Arthur Wildon. —El nombre me sonaba, pero no acababa de situarlo. Fue Epstein quien tuvo que recordármelo—: Las gemelas Wildon, Natasha y Elizabeth, de ocho años, fueron secuestradas en 1999. Se pidió un rescate y se pagó en secreto: una sencilla entrega en una carretera apartada, y el conductor tenía instrucciones de no detenerse, o las niñas morirían. El paradero de las gemelas se comunicó posteriormente por medio de una nota dejada en la orilla del río Quebec, que encontraron porque habían señalizado dónde se hallaba con piedra pintada de negro y blanco. Según la nota, las niñas estaban en una cabaña a las afueras de Saint-Sophie, pero cuando el equipo de rescate llegó allí, la cabaña estaba vacía, o eso parecía. Al cabo de cinco minutos de su llegada, Arthur Wildon recibió una llamada telefónica. Quien llamaba, que era un hombre, le dio una única instrucción: «Cave».
»Así que cavaron. La cabaña tenía el suelo de tierra. Las niñas habían sido atadas y amordazadas, y luego enterradas vivas en un hoyo a un metro de profundidad. El forense calculó que llevaban muertas varios días, probablemente desde pocas horas después del secuestro.
Aparté el teléfono del oído por un momento, como si de algún modo su proximidad me ocasionara dolor. Recordé el momento en que cerré la trampilla de una celda subterránea donde estaba encerrada una niña para que sus gritos no alertaran al hombre que la había metido allí, y oí de nuevo el terror en su voz mientras me suplicaba que no la abandonara en la oscuridad. Aun así, esa niña tuvo suerte, porque fue hallada. Muchos no aparecían nunca, o no con vida.
Pero el hombre implicado en ese caso era un pederasta y un asesino en serie, y no tenía intención de soltar a sus víctimas. Los secuestradores eran distintos. Una vez, por mediación de Louis, conocí a un tal Steven Tolles, un negociador de rehenes al servicio de una destacada compañía de seguridad privada. Tolles era un experto en «señales de vida», cuya asesoría se solicitaba en casos en los que ni siquiera el FBI o la policía estaban al corriente. Su preocupación prioritaria era asegurar el retorno de la víctima sana y salva, y hacía muy bien su trabajo. Correspondía a otros capturar a los perpetradores, aunque Tolles, al sonsacar información a las víctimas, a menudo obtenía pistas cruciales para averiguar la identidad de los responsables: los olores y sonidos inconexos podían ser tan útiles como el momentáneo vislumbre de una casa, un bosque, un campo, o, a veces, incluso más. Por Tolles supe que el asesinato en casos de secuestro era una circunstancia relativamente poco común. El secuestro era un delito basado en la codicia: el principal deseo de quienes lo cometían era echar mano al rescate y esfumarse. El asesinato aumentaba los riesgos, y después, con toda seguridad, los familiares de la víctima solicitaban la intervención de cuerpos del orden. Existía una muy buena razón por la que la mayoría de los casos de secuestro no llegaban a las noticias: y esa razón era que las condiciones se negociaban y los rescates se pagaban sin que nadie, aparte de la familia y los negociadores privados contratados por ella, supiera nada de lo ocurrido, y que eso a menudo incluía a la policía y los federales.
Pero si lo que Epstein decía era verdad, los autores del secuestro de las hijas de Arthur Wildon —y tuvo que haber más de un secuestrador, ya que para una sola persona no era fácil controlar a dos niñas— habían decidido extorsionar cuando no existía esperanza de que las víctimas regresaran vivas. De hecho, según parecía, nunca habían tenido la intención de soltarlas ilesas, dado que las habían matado muy poco después del secuestro. Podía ser que algo hubiera salido mal, claro: tal vez una de las niñas, o las dos, vio la cara de los responsables, o algo que sin lugar a dudas revelaría la identidad de alguno de los captores, y en tal caso los secuestradores quizá consideraron que no tenían más opción que matarlas a fin de protegerse.
Pero ¿enterrarlas vivas? Ésa era una muerte horrenda para infligírsela a dos niñas, por despiadados que fueran los secuestradores. Ahí intervenía el sadismo, lo que inducía a pensar que el dinero era casi un plan accesorio, una motivación secundaria, y me pregunté si la muerte por asfixia de dos niñas en la oscuridad era un castigo a Arthur Wildon o a alguien próximo a él por alguna ofensa indeterminada.
—¿Señor Parker? —dijo Epstein—. ¿Sigue ahí?
—Sí, aquí estoy. Perdone, me he abstraído en mis propios pensamientos.
—¿Hay algo que se sienta en la necesidad de hacerme saber?
—Me planteaba cuál pudo ser el motivo principal del secuestro.
—El dinero. ¿No consiste siempre en eso un secuestro?
—Pero ¿por qué matar a las niñas?
—¿Para no dejar testigos?
—O para atormentar a Wildon y a su familia.
Epstein exhaló sonoramente y luego dijo:
—Yo lo conocía.
—¿A Wildon?
—Sí. No muy bien, pero compartíamos ciertos intereses.
—¿Hay algo que se sienta usted en la necesidad de hacerme saber?
—Wildon creía en los ángeles caídos, igual que yo, e igual que usted.
Yo no sabía bien si eso era del todo cierto, pese a cualquier cosa en sentido contrario que pudiera haberle dicho a Marielle Vetters. La mayoría de la gente que hablaba de ángeles parecía concebir una fusión entre Campanilla y un vigilante de tráfico en un paso peatonal ante un colegio, y yo me resistía a asignar ese nombre a los entes, terrenales o de otro tipo, con los que me había encontrado. A fin de cuentas, a ninguno le habían salido alas.
Todavía no.
—Pero también creía que estaban contagiando a otros —prosiguió Epstein—, adquiriendo influencia por medio de amenazas, promesas, chantajes.
—¿Con qué fin?
—Ah, ahí Wildon y yo discrepábamos. Él hablaba del Final de los Tiempos, de los últimos días, una peculiar mezcla de milenanismo y cristianismo apocalíptico, tendencias que a mí no me atraen ni personal ni profesionalmente.
—¿Y usted en qué cree, rabino? —pregunté—. ¿No es hora ya de que me lo explique?
—¿Sinceramente? —Soltó una risotada: un sonido hueco—. Yo creo que en algún lugar, en la tierra o debajo, aguarda una entidad. Está ahí desde hace mucho, mucho tiempo, por voluntad propia o, más probablemente, por voluntad de otro; atrapado, puede que incluso dormido, pero en todo caso a la espera. Los peores de esos otros, de esas criaturas formadas a su imagen, lo buscan. Siempre han estado buscándolo, siempre atentos, y mientras buscan, se preparan para su advenimiento. Eso creo yo, señor Parker, y admito que bien podría ser prueba de mi locura. ¿Se da por satisfecho?
No contesté. Opté por preguntar:
—¿Están cerca de encontrarlo?
—Más cerca que nunca. En estos últimos años han surgido muchos, son muchos los que dan caza y matan; son como hormigas puestas en movimiento por las feromonas de la reina. Y usted está involucrado, señor Parker. Bien sabe que así es. Lo presiente.
Contemplé por la ventana los contornos de los árboles y los canales plateados de las marismas, mi propio espectro pálido, flotando por encima de ellos.
—¿Wildon tenía un avión?
—No, pero sí lo tenía un hombre llamado Douglas Ampell. A Ampell se lo dio por desaparecido más o menos por las mismas fechas en que Wildon dejó de dar señales de vida. Ampell y Wildon se conocían, y Wildon utilizaba esporádicamente los servicios de aviación de Ampell.
—¿Presentó Ampell algún registro de vuelo en julio de 2001?
—Ninguno.
—Así pues, si ése era el avión de Ampell, y Wildon viajaba a bordo, ¿adónde iba?
—Intentaba llegar hasta mí, creo. Nos habíamos mantenido en contacto en los meses previos a su desaparición. Él había seguido el rastro a centenares de rumores, y estaba convencido de que existía constancia por escrito de aquellos que habían sido corrompidos. Creía que no tardaría en encontrar esos documentos, y cabría pensar que quizá los encontró. Sospecho que traía esa lista consigo cuando el avión se estrelló.
—Y no sólo la lista. ¿Quién era el pasajero? ¿Quién iba esposado a un asiento en ese avión?
—Wildon estaba obsesionado con descubrir a los responsables de la muerte de sus hijas —explicó Epstein—. Eso arruinó su matrimonio y sus negocios, pero tenía la convicción de que se acercaba a ellos. Quizás en ese avión viajaba el hombre que mató a las hijas de Wildon: un hombre, o algo peor que un hombre. Debe encontrar ese avión, señor Parker. Encuentre el avión.