Ray Wray desayunaba en el Marcy’s Diner de Oak Street, en Portland. Leía a la vez un ejemplar del Portland Press Herald que alguien amablemente había dejado en la mesa contigua, excepto la sección de deportes, cosa que molestó, no poco, a Ray Wray. Debido a eso tuvo que conformarse con la parte principal del periódico y la sección local, y, por lo general, a Ray Wray le importaba un comino lo que pasaba en Portland. Que hubiera nacido en ese estado no significaba que tuviera que gustarle su ciudad principal ni interesarle su agenda de actividades. Ray era del Condado, y la gente del Condado miraba Portland con recelo.
Sin embargo, sí le gustaba el Marcy’s Diner. Le gustaba la comida y que fuera cómodo sin ser kitsch, y que pusieran la WBLM, la emisora de rock clásico. Le gustaba que abriera temprano y cerrara temprano, y que sólo aceptaran el pago en efectivo. Eso le iba a Ray Wray que ni pintado, ya que su historial crediticio era tan desastroso que a veces se preguntaba si él personalmente no sería el responsable del hundimiento de la economía. Ray Wray debía más dinero que Grecia, y si tenía algo de dinero, solía llevarlo en el bolsillo. Iba tirando, pero por los pelos.
Ésa era su primera semana en Maine después de regresar tras «el marrón» en Nueva York: ocho meses en Rikers Island por agresión con intención criminal a raíz de una discrepancia con el dueño de un restaurante coreano que sostuvo que Ray debería haberse quejado de la calidad de la comida antes de comérsela toda y no después, y puso en duda el derecho de Ray a negarse a pagar. Hubo gritos y algún que otro empujón, y el diminuto coreano, a saber cómo, perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza con el canto de una mesa. A continuación Ray se vio acosado por un sinfín de coreanos, seguidos de cerca por la policía y la judicatura del estado de Nueva York. A Ray la condena no le importó mucho —en todo caso estaba a dos velas y se hallaba ante la perspectiva de vivir en la calle—, pero la comida de aquel coreano era realmente pésima, y sólo la había consumido porque se moría de hambre.
Ahora, de vuelta en Maine, con la temporada de caza casi terminada, no había encontrado ningún trabajo como guía digno de mención. Se había visto obligado a quedarse en Portland, donde una exnovia suya tenía un apartamento a un paso de Congress, además de una actitud tolerante para con él. Aun así, le había dejado claro que su tolerancia tenía un límite, y no incluía compartir la cama, ni quedarse en su casa más allá de finales de noviembre. Trabajaba de enfermera en el Maine Medical, así que no pasaba mucho tiempo en el apartamento, lo cual a él ya le venía bien. Existía una razón por la que era su exnovia, y la recordó al cabo de un par de días en su compañía.
No la soportaba, ésa era la razón.
La imposibilidad de conseguir trabajo como guía hería su orgullo. Ya no tenía licencia de guía, pero conocía aquellos bosques como el que más, y conservaba contactos en algunos refugios y tiendas de caza. Había pertenecido al Servicio Forestal hasta que lo pusieron en la puta calle una de las veces en que su mal genio y la bebida se combinaron, como le acostumbra a suceder a cualquier hombre, sea cual sea su oficio o condición social, cuando es víctima de dicha combinación. Ray había aprendido la lección: ya no bebía tanto, pero era difícil librarse de su historial en un estado como Maine, porque todos se conocían y una mala reputación se propagaba como un virus. Poco importaba que Ray fuera ahora otro hombre, salvo por su proclividad a emprenderla a golpes con la gente que lo contrariaba, o que ahora se atuviese a la cerveza, prescindiendo de las bebidas de alta graduación. El café había sustituido al whisky como vicio principal, por lo que rara vez se lo veía sin una taza de café en la mano, y vivía a base de las segundas rondas por poco dinero en los Starbucks. Había un Starbucks en la esquina de Oak con Congress, y Ray tenía la intención de encaminarse hacia allí para abastecerse en cuanto terminase de desayunar. Ocuparía un asiento cuando nadie mirase, se quedaría allí un rato y luego iría al mostrador y declararía que ése era su segundo café, no el primero. Nadie lo contradecía jamás. Podían decirse muchas cosas sobre Starbucks, pero al personal no podía acusársele de malos modales. No obstante, a Ray no le gustaban aquellos sándwiches diminutos que servían en el desayuno. Por el mismo precio, en el Marcy’s le daban una buena comida, y por eso estaba allí sentado en ese momento, hojeando su ejemplar gratuito del Portland Press Herald mientras engullía la tostada embadurnada de huevo y se preguntaba qué tenía que hacer un hombre para recibir una oportunidad aceptable en la vida.
Se disponía a apartar el periódico cuando captó su atención un artículo en la primera plana, por debajo del pliegue. Había dejado la primera plana para el final por la torpe manera en que el anterior lector del diario lo había recompuesto, y porque Ray era de la opinión de que todo aquello que aparecía en los periódicos había ocurrido ya y, por tanto, no tenía mucho sentido preocuparse por el contenido ni concederle mucha importancia al orden en que uno lo hojeaba, salvo por el hecho, claro está, de que a veces uno leía la segunda mitad de un artículo antes que la primera, lo cual resultaba confuso si uno era un poco tonto. Ray Wray podía ser muchas cosas —un hombre indisciplinado, con una personalidad adictiva, casi un autista por su capacidad de absorber y recordar información—, pero tonto no era. Se metía en líos por ser demasiado listo, no por falta de inteligencia. Sentía rabia contra el mundo porque no había hallado su lugar en él, así que arremetía en cuanto surgía la ocasión y aceptaba con ecuanimidad las magulladuras resultantes.
Con cuidado, colocó el periódico en equilibrio contra un frasco de ketchup y leyó y releyó el artículo en primera plana mientras se le ensanchaba simultáneamente la sonrisa. Era la primera buena noticia que recibía en mucho tiempo, y presintió que podía ser el presagio de un cambio de suerte.
A un tal Perry Reed, acusado de tenencia de droga de clase A con intención de venderla y de tenencia de pornografía infantil, sobre quien además pesaba una orden de busca en Nueva York para interrogarlo por su posible implicación en al menos dos asesinatos, un juez del Tribunal Superior del condado le había negado la libertad bajo fianza, con lo cual Perry permanecería bajo custodia hasta el juicio. Más interesante aún, alguien había reducido a cenizas la deplorable tienda de automóviles de segunda mano de Perry, junto con uno de sus clubes de strip-tease. Eso era motivo de celebración.
Ray Wray alzó la taza de café a modo de brindis.
A veces, el mundo estaba a la altura de las circunstancias y jodía a quien se lo merecía.
Y he aquí cómo Ray Wray llegó a odiar a Perry Reed…
El coche era una puta mierda. Ray lo sabía, Perry Reed lo sabía, e incluso lo sabían las jodidas ardillas que recolectaban nueces en el parque detrás del aparcamiento de la tienda. Daba la impresión de que el Mitsubishi Gallant del 2002 había sido utilizado para el transporte de tropas en Irak, de tanto polvo como había acumulado en el motor, y olía a comida para perros, pero tampoco puede decirse que los vendedores de automóviles hicieran cola para ofrecer una vía de crédito a una persona como Ray. Le habían dicho que si no cerraba un trato con Perry Reed, ya podía resignarse a ser el único blanco en el autobús durante el resto de sus días, así que consiguió que su amigo Erik lo llevara en coche al local de Perry Reed para ver qué podía negociarse. Erik lo había dejado a la entrada de la tienda y había seguido camino de Montreal, donde pretendía cerrar algún trato para una hierba de primera calidad que Ray tenía previsto ayudarlo a descargar. La pega era que si Ray no lograba que Perry Reed le vendiera un coche, le esperaba un largo paseo a pie hasta su casa. También se perdería un trato ventajoso con Erik, ya que un requisito previo para distribuir droga era en gran medida la posibilidad de trasladarla de un punto A a un punto B, y Ray no se veía llegando muy lejos en bicicleta con dos kilos de cannabis en la cesta. Procurarse cuatro ruedas era, pues, una prioridad si no quería vivir en la penuria en el futuro inmediato.
Perry Reed salió personalmente a tratar con Ray, lo que podría haber sido halagüeño si Reed no hubiera resultado ser un repugnante saco de mierda: ojos castaños, pelo castaño, camisa amarilla, traje marrón, zapatos marrones, cigarro puro marrón…, marrón todo él. Y un adulador, siempre y cuando creyera que podía vender algo. Ray le estrechó la mano y tuvo que resistir la tentación de limpiársela en los vaqueros. Conocía la reputación de Perry Reed: aquel individuo era capaz de follarse una cerradura si no había ya una llave puesta, y era sabido que tiempo atrás había escapado por los pelos a un juicio por comportamiento sexual indebido con una menor porque el delito había prescrito, de ahí su apodo, Perry «el Pervertido». Pero incluso un pervertido tenía su utilidad, y en tiempos de desesperación la gente aprendía a taparse la nariz cuando trataba con canallas como Perry Reed.
El caso es que Perry Reed aún no había conocido a un hombre que no estuviera a la altura de sus criterios no demasiado estrictos a la hora de admitirlo como cliente, criterios que podían resumirse en el pago de una entrada y pulso en las venas, aunque por un momento dio la impresión de que Ray Wray podía ser el hombre ante quien incluso Perry el Pervertido se lo pensara dos veces antes de cerrar un trato. Ray había reunido mal que bien mil doscientos dólares para la entrada, pero Reed quería un pago inicial de tres mil, y trescientos noventa y nueve mensuales durante los siguientes cuatro años. Ray calculó el tipo de interés en un veinte por ciento poco más o menos, lo cual era usura, pero necesitaba ese coche.
Así que Ray desenterró el dinero que había estado guardando para una urgencia y puso otros trescientos dólares sobre la mesa, y Reed subió la mensualidad a quinientos dólares durante cuatro años, ante lo cual a Ray se le saltaron las lágrimas, pero se cerró el trato, y Ray salió de allí al volante de un coche que resoplaba, petardeaba y apestaba, pero de algún modo se movía. Ray supuso que con su parte de las ganancias obtenidas con la venta de la hierba podría cubrir holgadamente el pago de las mensualidades futuras, y quedarle dinero suficiente para reinvertir con Erik en las posteriores compras al mayorista. Ahora bien, no tenía intención de dejarle el pufo a Perry Reed. Acaso Reed pareciera un cagarro salido de un perro moribundo, pero tenía fama de hombre a quien no debía contrariarse. La gente que incumplía su parte de un trato con Perry Reed acababa con huesos rotos y cosas peores.
En un gesto de buena voluntad, Reed había añadido una entrada gratis al club de strip-tease contiguo a la tienda de vehículos de segunda mano, que, como Ray sabía de oídas, era también propiedad suya, y una cerveza gratis para ayudarlo a pasar el tiempo de manera más placentera. Por lo general, Ray no era hombre de clubes de strip-tease. La última vez que visitó uno, y de eso debía de hacer ya una década, se encontró compartiendo espacio de barra con su antiguo profesor de geografía, y después Ray se quedó deprimido durante toda una semana. El 120 Club, que por fuera parecía uno de esos búnkeres que los alemanes defendieron durante el desembarco del Día D, no prometía precisamente un buen rato, pero una cerveza gratis era una cerveza gratis, así que Ray aparcó a un lado del bar, entregó la entrada a la morena aburrida de la puerta y pasó al interior. Hizo como si no notara el hedor a orina, la moqueta húmeda, y lo que casi con toda seguridad era olor a semen rancio, pero no le fue fácil. Ray no tenía muchas manías, pero pensó que el 120 Club acaso fuera el punto más bajo al que podía caer un hombre sin llegar a lamer la cerveza derramada en las rendijas del suelo.
El club debía su nombre, como Ray comprendió nada más ver el pequeño escenario con espejos, a que 120 correspondía a las edades combinadas de las dos mujeres que en ese momento se afanaban en bailar alrededor del poste de la manera menos erótica posible. Unos cuantos hombres esparcidos por el local, no más de media docena, procuraban eludir todo contacto visual entre sí y, de hecho, todo tipo de contacto para no contraer nada en vista de los niveles de higiene del establecimiento. Ray se sentó a la barra y pidió una Sam Adams, pero el camarero le dijo que su vale sólo era intercambiable por una PBR o una Miller High Life. Ray se conformó con la PBR, aunque no muy satisfecho. Nunca le había entusiasmado la cerveza de lata.
—¿Esto se lo ha dado Perry? —preguntó el camarero, sosteniendo el vale entre las yemas de los dedos como si pudiera estar infectado.
—Sí.
—¿Le ha comprado un coche?
—Un Mitsubishi Gallant.
—¿El de dos mil dos?
—Sí.
—Dios mío. —El camarero sirvió a Perry un bourbon de garrafa y puso la lata de PBR al lado—. El bourbon corre de mi cuenta. Adelante, ahogue sus penas.
Perry así lo hizo. Sabía que se la habían jugado, pero no tenía mucho donde elegir. Contempló a las mujeres mientras éstas se contoneaban y se preguntó cada cuánto limpiaban los postes. No los habría tocado sin ponerse antes un traje de protección nuclear, bacteriológica y química. El camarero se acercó otra vez.
—Si lo desea, puedo arreglarlo para que pase un rato con una de esas damas en un espacio privado.
—No, gracias —dijo Ray—. Ya tengo abuela.
El camarero intentó mostrarse ofendido en nombre de ellas, pero le faltó convicción.
—Será mejor que no lo oigan decir eso. Le darían una patada en el culo.
—Pero si apenas pueden levantar las piernas —respondió Ray—. Si no fuera por los postes, se caerían.
Esta vez el camarero lo miró con expresión ceñuda.
—¿Quiere otra copa o qué?
—No, a menos que sea gratis —contestó Ray.
—Entonces lárguese.
—Con mucho gusto —dijo Ray—. Y diga a sus hermanas que se busquen otro empleo.
Resultó que el Mitsubishi funcionaba bastante bien, mejor de lo que Ray preveía. Le permitió llegar a casa sin percances, y trabajó en él durante todo el fin de semana, eliminando del motor la mayor parte de inmundicia y el mal olor de la tapicería. Ya estaba preparado para ayudar a Erik a trasladar la hierba cuando se enteró de que a Erik lo había detenido la Policía Montada a ocho kilómetros de la frontera, y ahora muy probablemente la hierba y él se quedarían en Canadá en el futuro inmediato.
Así pues, Ray buscó trabajo en un bar, y transportó artículos robados, y consiguió cumplir con los plazos adeudados a Perry Reed durante cuatro meses, siempre pagando en mano y a tocateja, antes de empezar a retrasarse. Cuando la gente de Reed empezó a telefonearlo, se hizo el sordo, pero cuando se pusieron más insistentes, decidió que hacerse el sordo era poco aconsejable si quería permanecer en el estado de Maine con las extremidades intactas. Telefoneó a la tienda de automóviles y pidió que le pasaran con Reed, y el gran hombre se puso al aparato como correspondía, y trataron el asunto como caballeros. Reed dijo que buscaría la manera de hacerle el préstamo más llevadero, aunque eso quizás implicara prolongar los pagos dos o tres años más. Reed añadió que redactaría la documentación para el nuevo préstamo, y Ray podía pasarse por allí a firmar para que todo fuera legal. Presuponiendo que no tenía nada que perder, Ray se acercó a la tienda, aparcó frente a la sala principal de exposición y venta y entró para plasmar sus iniciales en lo que fuera necesario firmar. Cuando tomó asiento para esperar a Reed, un individuo vestido con mono le dijo que debía apartar el coche porque esperaban una nueva entrega de vehículos, y Ray le lanzó las llaves sin pensárselo dos veces.
Y Ray ya no vio nunca más su coche. La tienda acababa de recuperar la propiedad.
Cuando expresó su deseo de ver a Perry Reed, le dijeron que el señor Reed no estaba. Cuando levantó la voz, cuatro mecánicos lo echaron a la calle. El error de Ray fue pensar que Perry Reed se dedicaba a la venta de coches de segunda mano; no era así: Perry Reed estaba en el sector financiero, y cuantos más impagos, mejor le iba el negocio. Sencillamente vendía el mismo coche una y otra vez al mismo tipo de interés abusivo a personas que necesitaban un vehículo y no encontraban a nadie más que se lo vendiese.
Fue entonces cuando Ray Wray decidió que reduciría a cenizas la tienda de Perry Reed junto con el club de strip-tease, pero la promesa de un empleo en Nueva York —que nunca se cumplió— lo desvió de su propósito, y comió una mala comida coreana y le cayó un marrón, y para cuando le llegó el momento de ocuparse de Perry Reed, alguien ya lo había hecho por él.
Lo cual, por un lado, le parecía bien, porque le ahorraba las molestias de planificar y cometer un acto de piromanía, pero por otro lado le parecía mal, porque lo privaba del placer de planificar y cometer un acto de piromanía.
Se abrió la puerta de la cafetería y Joe Dahl, amigo de Ray, entró parsimoniosamente, pidió un café y se sentó a la mesa con él. Joe Dahl era un cuarentón corpulento, gracias a lo cual podía llevar una gorra de los Yankees en Maine y salir indemne. Había que ser corpulento para llevar una gorra de los Yankees tan al norte sin que alguien te la quitara de la cabeza, e intentara, ya de paso, quitarte también la cabeza de los hombros. Dahl sostenía que llevaba la gorra en recuerdo de su difunta madre, nacida en Staten Island, pero Ray sabía que eso no era verdad. Dahl llevaba la gorra porque tenía mal genio y era muy suyo, y porque vivía para esos momentos en que alguien intentaba arrancársela de la cabeza de un golpe.
—¿Has visto esto? —preguntó Ray.
—Sí, lo he visto —respondió Joe.
—Me gustaría dar un apretón de manos al que lo hizo. Es la primera buena noticia que recibo en toda la semana.
—Yo tengo otra —dijo Joe cuando llegó el café—. Te he encontrado un trabajo.
—¿Ah, sí? ¿Qué es?
—Un trabajo de guía.
—¿Para cazar?
Joe apartó la mirada. Se lo veía inquieto. Asustado incluso.
—Más o menos. Vamos a buscar algo en los Bosques del Norte.
—¿Algo? ¿Qué clase de algo?
—Creo que es un avión…