30

En lugar de ir directo a Portland después de llegar a Boston, me alojé en un motel barato de la Interestatal 1, cerca de Saugus, y cené un buen filete en el Hilltop Steak House de Frank Giuffrida. Cuando yo era niño, íbamos cada verano a Maine a ver a mi abuelo, y en el viaje mi padre nos invitaba a mi madre y a mí a una cena temprana en el Hilltop, y por eso siempre relacioné ese restaurante con el inicio de las vacaciones. Nos sentábamos a la misma mesa, o lo más cerca posible. Veíamos la Interestatal 1, y mi padre pedía un chuletón tan grande como su cabeza, con todas las guarniciones, mientras mi madre protestaba afablemente y se preocupaba por su corazón.

Frank murió en 2004, y ahora una sociedad de inversión era propietaria del Hilltop, pero seguía siendo un establecimiento adonde podía ir la gente corriente a cenar bien a base de carne sin arruinarse. Yo no había vuelto allí desde hacía unos treinta años, desde que mi padre se quitó la vida. Asociaba demasiadas cosas a ese restaurante, pero últimamente había averiguado nuevos detalles sobre mi padre y las razones de su comportamiento, y me había reconciliado con el pasado. Gracias a eso, para mí los sitios como el Hilltop ya no estaban teñidos de la misma tristeza, y me alegré de que el local siguiera prácticamente igual a como lo recordaba, con su cactus saguaro de dieciocho metros iluminado en el exterior y su rebaño de vacas de fibra de vidrio. Le di diez pavos a la encargada para que me asignara la antigua mesa de mi familia y pedí el chuletón en recuerdo de mi padre. La ensalada era sólo un poco más pequeña que antiguamente, pero, como la original habría dado de comer a toda una familia, no se desperdició tanta. Tomé una copa de vino, y observé pasar los coches, y pensé en Epstein, y en Liat, y en un avión oculto en el bosque.

Y pensé en el Coleccionista, porque a Epstein y a mí nos había quedado un asunto por tratar, si bien Louis lo había mencionado antes de que yo me marchara con Walter a coger el avión. Lo que Louis planteó fue que si el Coleccionista tenía en su poder una lista de nombres total o parcial, casi con toda seguridad iría a la caza de las personas que se incluían en ella. Eso dio lugar a la pregunta: si mi nombre constaba en ella, ¿decidiría venir a por mí? Sólo por esa razón, ya era necesario concertar una entrevista en Lynn con el abogado Eldritch, con quien el Coleccionista mantenía lazos que yo no entendía plenamente.

Acabé de cenar, prescindí del postre por miedo a reventar y me encaminé hacia la habitación del motel. Nada más encender la luz sonó el móvil. Era Walter Cole. Davis Tate, el virulento personaje del programa de opinión radiofónico cuyo nombre aparecía en la lista, había muerto. Según Walter, Tate había recibido un disparo en la cabeza, pero presentaba también heridas de arma blanca anteriores a la muerte. Su billetero, que contenía las tarjetas de crédito y ciento cincuenta dólares en efectivo, seguía en el bolsillo de su chaqueta, pero su móvil había desaparecido y una franja de piel más blanca en la muñeca izquierda inducía a pensar que quizá su asesino se había llevado también el reloj de pulsera. El robo del reloj —un Tudor moderadamente caro, como se supo más tarde— desconcertó a los inspectores a cargo de la investigación del homicidio. ¿Por qué dejar el dinero pero llevarse el reloj? Yo podría habérselo explicado, y Walter también, pero no lo hicimos.

El hombre que mató a Tate tenía ojos de urraca.

El Coleccionista acababa de añadir otro trofeo a su vitrina de curiosidades.

A la mañana siguiente temprano fui en coche a Lynn.

Si el bufete de Eldritch y Asociados nadaba últimamente en la abundancia, no consideraba oportuno reinvertir en sus oficinas. Seguía ocupando las dos plantas superiores de un lóbrego edificio demasiado anodino para merecer el calificativo de monstruosidad, pero, aun así, tan feo que los locales contiguos parecían dispuestos, si hubiera sido posible, a levantar sus cimientos y trasladarse, y eso que tampoco ellos eran precisamente joyas arquitectónicas. La fachada sin pretensiones del bar Tulley, un destacado ejemplo de diseño de fortalezas, se hallaba a la derecha del edificio de Eldritch. A la izquierda, una tienda de telecomunicaciones antes regentada por, y para, camboyanos, había dado paso a una tienda de telecomunicaciones regentada por, y para, paquistaníes. A falta de colgar un cartel invitando al ala norteamericana de Al Qaeda a entrar y tomar café y pastas, no podría haberse anunciado más claramente como blanco para una operación de vigilancia federal en el actual clima de desconfianza entre Estados Unidos y Pakistán. Por lo demás, esa zona de Lynn se componía aún de la misma acumulación de bloques de apartamentos de color gris y verde, salones de manicura y restaurantes étnicos que yo recordaba de visitas anteriores.

En las ventanas superiores, las letras doradas que anunciaban la presencia de un abogado en el interior estaban más desconchadas y desvaídas que antes, una representación gráfica de la lenta decadencia física del propio Eldritch. La planta baja del edificio continuaba vacía, pero ahora tenía rejas en las ventanas y los antiguos cristales mugrientos habían sido sustituidos por vidrios oscuros semirreflectantes. Golpeteé en uno de ellos con el dedo al pasar. Era grueso y resistente.

La puerta de la calle ya no se abría empujándola. A un lado, disponía de un sencillo portero electrónico empotrado en la pared. No se veía ninguna cámara, pero habría apostado cualquier cosa a que el cristal oscuro de esa ventana de la planta baja ocultaba una o más. Para confirmar mis sospechas, la puerta se abrió incluso antes de que tuviera ocasión de pulsar el botón del portero electrónico. Dentro, el edificio se conservaba tranquilizadoramente mohoso, y a cada inhalación de aire percibía el olor de moquetas viejas, polvo incrustado, humo de tabaco y papel pintado que iba despegándose poco a poco. La pintura era de un amarillo enfermizo, y en el lado derecho de la estrecha escalera presentaba las marcas del paso de la gente durante décadas. En el primer descansillo había una puerta con el rótulo ASEO, y frente a ella pero más arriba, en el rellano inmediatamente superior, ya en la primera planta, estaba la puerta de cristal esmerilado en la que se leía el nombre del bufete escrito con la misma caligrafía que el letrero dorado que adornaba las ventanas de la fachada.

Fue casi un alivio abrir la puerta y descubrir que el mostrador de madera seguía en su sitio, y detrás el enorme escritorio de madera, y detrás la presencia de la secretaria de Eldritch, profusamente maquillada y con los ojos muy pintados, una mujer que si tenía un apellido, prefería no compartirlo con desconocidos, y si tenía nombre de pila, probablemente no permitía a nadie utilizarlo, ni siquiera a los íntimos, en el supuesto de que hubiera alguien tan necio o tan solo para pretender alguna forma de intimidad con ella. En ese momento llevaba el pelo teñido de un negro gótico, y los mechones se alzaban sobre su cabeza como un montón de cisco. A su lado había un cigarrillo encendido en un cenicero, humeando en medio de un charco de colillas, y alrededor de ella se levantaban pilas tambaleantes de papel. Cuando entré, arrancó dos hojas de la vieja máquina de escribir eléctrica verde y, separando cuidadosamente la copia al carbón del original, colocó cada una en lo alto de las dos torres de papel más cercanas. Luego alcanzó el cigarrillo, dio una larga calada y me miró con los ojos entornados a través del humo. Si el comunicado sobre la prohibición de fumar en el puesto de trabajo le había llegado, supuse que lo había quemado.

—Encantado de volver a verla —dije.

—¿Ah, sí?

—Bueno, ya sabe, siempre es agradable ver una cara amiga.

—¿Ah, sí? —repitió.

—Quizá no —admití.

—Ya.

Siguió un silencio incómodo, aunque era menos incómodo que intentar mantener una conversación. Continuó aspirando de su cigarrillo y contemplándome a través de la nube. Era mucho el humo que exhalaba, por lo que sólo me veía en parte. Sospeché que lo prefería así.

—He venido a ver al señor Eldritch —dije poco antes de que mi visión de ella peligrara por completo.

—¿Tiene hora?

—No.

—No recibe a nadie sin cita previa. Debería haber llamado con antelación.

—Lo habría hecho, pero nunca atiende nadie el teléfono.

—Estamos muy ocupados. Podría haber dejado un mensaje.

—No tienen contestador.

—Podría haberlo dejado por escrito. Sabe escribir, ¿no?

—No fui tan previsor, y es urgente.

—Siempre lo es. —Dejó escapar un suspiro—. ¿Su nombre?

—Charlie Parker —respondí. Ella ya sabía mi nombre. Al fin y al cabo, me había dejado entrar sin darme tiempo a presentarme a través del portero electrónico.

—¿Tiene algún documento que lo identifique?

—Es broma, ¿no?

—¿Acaso parezco yo una bromista?

—La verdad es que no. —Le entregué mi licencia.

—Es la misma foto que la de la última vez —comentó.

—Eso es porque soy el mismo.

—Ya. —Por como lo dijo, dio la impresión de que lo consideraba una deplorable falta de ambición por mi parte. Me devolvió la licencia. Descolgó el auricular de su teléfono beige y marcó un número.

—Ese hombre está aquí otra vez —anunció, pese a que hacía años que yo no le aguaba el día con mi presencia. Escuchó la voz al otro extremo de la línea y colgó.

—El señor Eldritch dice que puede subir.

—Gracias.

—No es lo que yo habría decidido —repuso, y empezó a colocar otras dos hojas de papel en la máquina de escribir, cabeceando y esparciendo ceniza de tabaco por el escritorio—. No es lo que yo habría decidido ni mucho menos.

Subí a la segunda planta, donde una puerta sin rótulo permanecía cerrada. Llamé, y una voz cascada me invitó a pasar. Cuando entré, Thomas Eldritch se levantó de detrás de su escritorio, tendiéndome una mano pálida y arrugada. Como de costumbre, vestía chaqueta negra y pantalón de raya diplomática, con chaleco a juego. La leontina de un reloj pendía desde un ojal del chaleco hasta uno de los bolsillos. Llevaba sin abrochar el botón inferior del chaleco. Eldritch suscribía las tradiciones tanto en su atuendo como en muchas otras cosas.

—Señor Parker —dijo—. Es un placer, como siempre.

Le estreché la mano, temiendo que se desmenuzara entre mis dedos. Darle un apretón de manos era como coger huesos de codorniz envueltos en papel de arroz.

Su despacho estaba menos ordenado que antes, y parte de las pilas de documentos procedentes de la guarida de su secretaria en el piso de abajo habían empezado a colonizarlo. Los nombres y números de los casos aparecían escritos en la tapa de cada carpeta en magnífica letra inglesa, la calidad de la caligrafía siempre invariable, pese a que parte de los textos se habían descolorido con el paso del tiempo.

—Parece acumular mucho papel para ser una persona con una cartera de clientes limitada —comenté.

Eldritch miró alrededor como si viera su propio despacho por primera vez, o quizás intentaba verlo con los ojos de otra persona.

—Un goteo lento y persistente que al final ha formado un lago de jerga jurídica —dijo—. Es la cruz de todo abogado. No tiramos nada, y algunos de nuestros casos se prolongan durante muchos, muchos años. Vidas enteras, o esa impresión tengo a menudo.

Movió la cabeza en un triste gesto de negación, como si considerara la propensión de las personas a la longevidad un intento deliberado de complicarle la existencia.

—Supongo que muchas de estas personas ya están muertas —dije, esforzándome por proporcionarle cierto consuelo.

Eldritch reacomodó con meticulosidad la ya ordenada pila de expedientes en su mesa, recorriendo los lomos con el dedo meñique de la mano izquierda. A ese dedo le faltaba la uña. No había notado antes su ausencia. Me pregunté si se le habría caído sin más, otra manifestación de la desintegración de Eldritch.

—Ah, sí, están bien muertas —respondió Eldritch—. Bien, bien muertas, la verdad, y las que no, están moribundas. Son las personas muertas que aún no han recibido ese nombre, por decirlo de algún modo. Todos nos hallamos entre ellas, y a su debido tiempo cada uno de nosotros tendrá un expediente cerrado con el nombre escrito en la tapa. Considero que es una gran satisfacción cerrar un expediente. Tome asiento, por favor.

La silla frente al escritorio reservada a las visitas había sido despejada de papeles recientemente, pues quedaba un recuadro limpio en el centro rodeado del polvo acumulado en la tapicería de piel. Saltaba a la vista que hacía tiempo que no se ofrecía asiento a nadie en el despacho de Eldritch.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué lo trae por aquí, señor Parker? ¿Necesita que le prepare el testamento? ¿Presiente la inminencia de su mortalidad?

Se rió de su propio chiste. Fue como el sonido del carbón viejo al ser extraído de una chimenea fría y llena de ceniza. No me sumé a la broma.

—Gracias —dije—, pero ya tengo abogado.

—Sí, la señorita Price, de South Freeport. Debe de tenerla usted muy atareada. A fin de cuentas, no para de cometer fechorías.

Arrugó la nariz y me lanzó la última palabra como si fuera un beso. Bajo la luz adecuada, y en el ambiente adecuado, quizás hubiera parecido un personaje indulgente y paternal, sólo que todo era una pose. A lo largo de nuestra conversación, su mirada había manifestado en todo momento una inquietante dureza, y, pese a su evidente decrepitud en continuo avance, conservaba unos ojos llamativamente diáfanos, vivos y hostiles.

—Fechorías —repetí—. Esa misma observación podría hacerse acerca de su cliente.

Elegí el singular a propósito. Por más que el bufete de Eldritch aparentara cierto interés en asuntos jurídicos convencionales, yo estaba convencido de que existía con un único fin: como fachada para las actividades del hombre que a veces se presentaba con el nombre de Kushiel, pero a quien se conocía más habitualmente como el Coleccionista. Eldritch y Asociados identificaba a las presuntas víctimas de un asesino en serie. Mantenía una conversación permanente con los condenados.

—Sintiéndolo mucho, no sé de qué habla, señor Parker —dijo Eldritch—. Espero que no esté insinuando que conoce alguna acción indebida por nuestra parte.

—¿Quiere registrarme por si llevo un micrófono?

—Dudo que fuera usted tan tosco en sus métodos. Sospecho que sencillamente le divierte lanzar acusaciones basadas en conjeturas que es incapaz de demostrar, y no se atreve a hacer nada al respecto. Si tiene alguna pregunta acerca del comportamiento de ese «cliente», debe planteársela a él directamente.

—Su cliente y yo ya hemos hablado de ello, aunque sólo en contadas ocasiones —respondí—. No es hombre fácil de localizar. Tiende a esconderse bajo las piedras, y permanece al acecho para abalanzarse sobre los incautos y los desarmados.

—Ah, no crea, el señor Kushiel tiende a esconderse a mucha mayor profundidad —aseguró Eldritch, y toda apariencia de buena voluntad se desvaneció. En el despacho hacía mucho frío, mucho más que en la calle, pero no vi la menor señal de aire acondicionado. No había siquiera una ventana para poder abrirla, y sin embargo, mientras Eldritch hablaba, sus palabras formaban nubes de condensación.

Y del mismo modo que yo había utilizado el singular adrede al referirme a su cliente, también él había introducido intencionadamente el nombre del cliente en ese determinado punto de la conversación. Yo conocía el origen de esa identidad concreta.

En demonología, Kushiel era el carcelero del infierno.

La primera vez que me presenté ante Eldritch, su cliente me esperaba fuera cuando salí. Si eso iba a ocurrir de nuevo, deseaba saberlo. Existía una entente entre nosotros, pero era delicada, y no precisamente cordial. Era muy probable que la existencia de la lista complicara más aún esa relación, sobre todo si el Coleccionista había iniciado la búsqueda de quienes aparecían en ella.

—¿Dónde está ahora? —pregunté.

—En algún lugar del mundo —fue la respuesta—. Hay trabajo que hacer.

—¿Sabe si es aficionado a los programas de opinión radiofónicos?

—No sé por qué, lo dudo.

—¿Se ha enterado usted de que Davis Tate ha muerto?

—Yo no conocía a ese hombre.

—Era un personaje secundario en la radio de extrema derecha. Alguien le pegó un tiro en la cabeza.

—Hoy día todos ejercemos de críticos.

—Unos más que otros. Por lo general, con un comentario negativo en Internet.

—No acabo de ver en qué me atañe eso.

—Creo que usted y, por extensión, su cliente podrían haber estado en contacto con una tal Barbara Kelly. Ella les proporcionó un documento, una lista de nombres.

—No sé de qué me habla.

Indiferente a sus palabras, seguí.

—Es posible que su cliente sienta la tentación de actuar basándose en esa información. De hecho, creo que tal vez haya empezado por Davis Tate. Debe usted decirle que se mantenga alejado de las personas de esa lista.

—Yo no le «digo» nada —repuso Eldritch con tono acre—. Y usted tampoco debe creerse con derecho a hacerlo. Él actuará como considere oportuno, dentro, por supuesto, de los límites de la ley.

—¿Y qué ley es ésa exactamente? Me gustaría ver dónde aparecen amparados como actos legales los asesinatos en serie.

—Está acosándome, señor Parker —dijo Eldritch—. Es poco sutil.

—Su cliente es menos sutil aún: es un demente. Si ha empezado a actuar contra los individuos de esa lista, alertará a otros también incluidos en ella, y a quienes los controlan, sobre la existencia de la propia lista. Los perderemos a todos sólo para satisfacer la sed de sangre de su cliente.

Eldritch tensó los brazos en un gesto de indignación, evidenciándose así el exceso de cortesía que formaba parte de su preparación como abogado y en el que normalmente se escondía.

—Le discutiría el uso de la expresión «sed de sangre» —dijo, pronunciando cada sílaba despacio y con toda claridad.

—Tiene razón —contesté—. Presupone una capacidad emocional a la que él no puede aspirar siquiera, pero ya mantendremos en otra ocasión un debate semántico sobre la mejor definición de su trastorno. De momento, basta con que él sepa que aquí hay intereses mayores en juego, y otras partes implicadas.

Eldritch se inclinó al frente agarrándose a la mesa, y los descarnados tendones de su cuello sobresalieron de tal modo que parecía una tortuga sin caparazón.

—¿Cree que le importa mucho un viejo judío repantigado en Nueva York, toqueteándose los flecos del talit mientras reza por su hijo perdido? Mi cliente actúa. Es un agente del Divino. No hay pecado en su labor, porque aquellos a quienes decide enfrentarse han perdido su alma por su propia depravación. Participa en la gran siega, y no parará, no puede. Hay que cerrar expedientes, señor Parker. ¡Hay que cerrar expedientes!

La saliva le salpicó los labios, y sus rasgos en general exangües enrojecieron en una inesperada llamarada de rubor. Pareció darse cuenta de que había sobrepasado sus habituales límites en lo tocante a decoro, porque la tensión abandonó su cuerpo y, soltando el escritorio, volvió a hundirse en su butaca. Sacó un pañuelo blanco y limpio del bolsillo, se enjugó la boca y observó con desagrado las manchas en la tela. Estaba salpicada de rojo. Al sorprenderme mirándolo, lo dobló rápidamente y lo guardó.

—Disculpe —dijo—. Eso estaba fuera de lugar. Transmitiré su mensaje, aunque no puedo prometerle que sirva de algo. Él busca y encuentra, busca y encuentra.

—En sus acciones hay implícito otro riesgo —añadí.

—¿Cuál?

—Los obligará a actuar contra él, pero él es difícil de localizar. A usted se lo encuentra mucho más fácilmente.

—Eso casi podría interpretarse como una amenaza.

—Es una advertencia.

—Por usar su expresión, eso es una cuestión semántica. ¿Alguna otra cosa?

—Tengo una última pregunta —dije.

—Adelante. —No me miró, pero empezó a escribir con aquella elegante letra inglesa en un bloc pautado de papel amarillo. En su cabeza me había despedido ya. Lo había obligado a levantar la voz. Había visto la sangre en el pañuelo. Deseaba perderme de vista.

—Tiene que ver con la lista que le enviaron.

—La lista, la lista. —Una gota de sangre cayó de sus labios y estalló en el papel. Siguió escribiendo, y la sangre y la tinta se fundieron—. Se lo repito: desconozco esa lista.

Hice caso omiso.

—Me preguntaba si mi nombre aparecía en ella.

La plumilla de la estilográfica se detuvo, y Eldritch me escrutó como un duende viejo y malévolo.

—¿Está preocupado, señor Parker?

—Estoy interesado, señor Eldritch.

Eldritch apretó los labios.

—Especulemos, pues, ya que se lo ve tan convencido de que existe, y de que yo la conozco. Si mi nombre constara en una lista así, es muy posible que me preocupara, porque, ¿qué puede haber hecho uno para justificar su inclusión en ella? —Blandió hacia mí la plumilla ensangrentada de la estilográfica—. Creo que quizá se reúna usted con mi cliente antes de lo que prevé. No me cabe duda de que tendrán mucho de que hablar. Yo que usted empezaría a preparar mi defensa.

»Y quizá —añadió cuando me levantaba para marcharme— desearía replantearse lo del testamento.

La secretaria de Eldritch, de pie junto a la puerta de su despacho cuando salí del de su jefe, miraba con inquietud escalera arriba, alertada por el anterior vocerío. Aun estando preocupada, un cigarrillo pendía firmemente de sus labios.

—¿Qué le ha hecho? —preguntó.

—He puesto un poco en peligro su presión sanguínea, aunque me ha sorprendido que tuviera sangre suficiente para conseguirlo.

—Es un anciano.

—Pero no benévolo.

Esperó a que yo bajara para subir a ver cómo se encontraba su jefe.

—Se merece lo que le espera —dijo la secretaria, pronunciando la amenaza casi con voz siseante—. Desaparecerá de la faz de la tierra, y cuando registren su casa en busca de pistas, descubrirán que falta algo por poco que se esfuercen: una fotografía enmarcada, o unos gemelos heredados de su padre. Será un objeto que significaba algo para usted, una reliquia muy preciada, y nunca volverá a aparecer, porque él lo habrá añadido a su colección, y cerraremos el expediente, y la carpeta con su nombre arderá igual que arderá usted.

—Usted primero —señalé—. Se le está quemando el vestido.

Tenía un pie en un peldaño y el otro en el siguiente, y el vestido había formado una cesta idónea para la ceniza del cigarrillo, una de cuyas ascuas abría ya un agujero en la tela. Se la sacudió con la mano, pero el daño ya estaba hecho. Aunque todo era relativo, porque el vestido era de por sí horrendo.

—Bueno, ya hablaremos un día de estos —dije—. De momento, cuídese.

Susurró alguna obscenidad, pero para entonces yo ya me encaminaba hacia la puerta. La noche anterior había tomado la precaución de sacar la pistola de la caja cerrada con llave que tenía escondida bajo la rueda de recambio de mi coche, y ahora iba armado. Antes de salir del edificio de Eldritch me quité la chaqueta y la usé para ocultar la pistola, que empuñaba con la mano derecha. Así la mantuve mientras regresaba al coche, volviéndome lentamente en medio de la calle para asegurarme de que nadie me seguía. Sólo cuando salía de Lynn al volante del coche empecé a sentirme mínimamente seguro, pero era una sensación pasajera, frágil. La reunión con el viejo abogado me había alterado los nervios, pero la certidumbre y la virulencia del exabrupto de su secretaria me habían proporcionado la constatación que buscaba.

El Coleccionista tenía en sus manos la misma lista que Epstein.

Y mi nombre constaba en ella.