29

A Davis Tate lo obligaron a esposarse al sólido radiador del salón. El intruso ya había prendido una de las anillas a la tubería antes de llegar Tate, así que ahora éste sólo tenía libre la mano izquierda. Al menos el radiador no estaba encendido, lo cual ya era algo, y debido a las moderadas temperaturas, no hacía demasiado frío en el apartamento. El hecho de que Tate pudiera tomarse a broma su situación, aunque fuera sólo para sus adentros, indicaba que o bien era más valiente de lo que creía, cosa muy dudosa, o bien estaba enloqueciendo de miedo, lo cual era más probable.

El hombre del bar se hallaba sentado en una silla al lado de Tate, cerrando y abriendo su navaja de abanico, y Tate hacía una mueca a cada chasquido de la hoja por la promesa de dolor que ésta implicaba. El corte del cuello había dejado de sangrar, pero verse la camisa manchada de rojo le ponía mal cuerpo, y a tan corta distancia el olor a nicotina era tan intenso que le escocían la nariz y la lengua.

Y el intruso lo aterrorizaba, y no sólo por la navaja en su mano, aunque eso era de por sí razón suficiente. Aquel hombre transmitía una sensación de implacable malevolencia, un deseo de infligir un daño inimaginable. Tate recordó que una noche en un club de El Paso un amigo común le presentó a unos hombres que afirmaban ser oyentes asiduos de su programa, individuos anodinos, muy bronceados, con los ojos vidriosos de animales muertos, que iban o volvían del conflicto de Afganistán. Conforme avanzó la velada y se consumió más alcohol, Tate reunió valor para preguntarles a qué se dedicaban exactamente, y le informaron de que su especialidad era el interrogatorio de prisioneros: usaban el submarino, y el hambre, y el frío, y el dolor, pero le dejaron una cosa clara: actuaban con un propósito, con un fin. No torturaban por placer, sino para extraer información, y una vez extraída la información, la tortura terminaba.

La mayoría de las veces.

—No somos como los otros, como los malos —dijo uno, que se había presentado como Evan—. Tenemos un objetivo, que es adquirir información. Una vez que estamos seguros de que se ha obtenido, nuestro trabajo ha acabado. ¿Quieres saber lo que es realmente aterrador? Ser torturado por alguien que no tiene interés en lo que sabes, alguien para quien la tortura es un fin en sí mismo, de modo que, al margen de lo que le digas, o a quien traiciones, no hay esperanza de que el dolor cese, no a menos que decida dejarte morir, y no es eso lo que quiere; no porque sea un sádico, aunque probablemente ése sea un factor más, sino por orgullo profesional, como un malabarista intentando mantener las pelotas en el aire el máximo tiempo posible. Es una prueba de habilidad: cuanto más alto te hace gritar, y durante más tiempo, más confirmada queda su pericia.

Tate se preguntó si allí, en su propio apartamento, se hallaba ahora ante un individuo semejante. El hombre vestía un traje arrugado y manchado, con el cuello de la camisa tan amarillento como los dedos, y le brillaba el pelo a causa de la grasa. No tenía porte militar, ni parecía adiestrado para infligir daño.

Pero sí era un fanático. Tate había conocido en su día a suficientes elementos de esa calaña para identificar a uno nada más verlo. En sus ojos ardía una luz intensa, el fuego de la moralidad extrema. Ese hombre no consideraría inmoral, ni una ofensa contra Dios, ni un delito contra la humanidad, nada de lo que hiciera, o fuera capaz de hacer. Causaría daño, o mataría, porque se creía con derecho a ello.

Tate cifraba todas sus esperanzas en una única palabra empleada por aquel hombre: quizá.

Es hora, quizá, de morir.

O, quizá, de vivir.

—¿Qué quiere? —preguntó Tate, tal vez por tercera o cuarta vez—. Por favor, sólo tiene que decirme qué quiere.

Sintió y oyó el sollozo en su garganta. Empezaba a cansarse de formular esa pregunta, como se había cansado de intentar conocer el nombre de aquel individuo. Cada vez que hacía una pregunta, el intruso se limitaba a abrir y cerrar la navaja en respuesta, como diciendo: «No importa quién soy, yo lo único que quiero es rajar». Esta vez, no obstante, Tate sí obtuvo una respuesta.

—Quiero saber cuánto recibió por su alma.

El intruso tenía los dientes amarillos y la lengua manchada del color blanco sucio de la leche agria.

—¿Mi alma?

Chasquido de la navaja. Chasquido, chasquido.

—Cree que tiene un alma, ¿no? ¿Es un hombre de fe? Al fin y al cabo, habla de eso en su programa de radio. Habla mucho de Dios, y habla de los cristianos como si conociera la mecánica interna de todos y cada uno de ellos. Parece muy seguro de lo que está bien y lo que está mal. Lo que quiero saber, pues, es cómo es posible que un hombre que ha vendido su alma hable de su Dios sin atragantarse con las palabras. ¿Qué le ofrecieron? ¿Qué obtuvo a cambio?

Tate procuró serenarse, aferrándose aún a ese preciado quizá. ¿Qué respuesta buscaba aquel hombre? ¿Qué respuesta le permitiría a Tate conservar la vida?

Y de pronto el intruso se abalanzó sobre él. Pese a que Tate intentó mantenerlo a distancia a patadas, notó de nuevo la navaja en la garganta, y, en esta ocasión, después del chasquido sintió la efusión de sangre, ahora procedente de detrás de la oreja derecha.

—No calcule. No piense. Sólo conteste.

Tate cerró los ojos.

—Obtuve éxito. Obtuve redifusión. Obtuve dinero e influencia. No era nadie y me convirtieron en alguien.

—¿Quiénes? ¿Quiénes lo convirtieron en alguien?

—No conozco sus nombres.

—Falso.

¡Chasquido! Otro corte, sólo que éste más abajo, rajándole el lóbulo de la oreja. Tate soltó un alarido.

—¡No lo sé! Le juro que no lo sé. Sólo me dijeron que los Patrocinadores veían con buenos ojos mi trabajo. Así se hacen llamar: Patrocinadores. No los conozco, y nunca he tenido contacto con ellos, sino sólo con las personas que los representan.

Aun así, trató de reservarse los nombres. Ese hombre le daba miedo, un miedo cerval, pero más lo aterrorizaban Darina Flores y la desolación que había experimentado mientras ella describía las posibles consecuencias de contrariar a aquellos que tanto deseaban su éxito. Pero ahora fue el intruso quien le habló en susurros. Le sujetó el rostro con la mano y, exhalando una vaharada de gases, inmundicia y células putrefactas, dijo:

—Soy el Coleccionista. Devuelvo las almas a quien las creó. Su vida y su alma, dondequiera que esta última esté, se encuentran en una balanza. Una pluma decantaría los platillos en su contra, y una mentira tiene el peso de una pluma. ¿Entendido?

—Sí —contestó Tate. El tono de aquel hombre no daba lugar a malentendidos.

—Hábleme, pues, de Barbara Kelly.

Tate sabía que no tenía sentido mentir, que no tenía sentido callarse nada. Si ese hombre conocía la existencia de Kelly, ¿qué más sabía? Tate no quería arriesgarse a recibir otro tajo, quizás uno fatal, si lo sorprendía en una mentira, y por tanto se lo contó todo al Coleccionista: desde su primer encuentro con Kelly, a cuando le presentaron a Becky Phipps y la destrucción de la vocación y la vida de George Keys, o la reunión ese mismo día debido a la caída de su índice de audiencia. Entre gimoteos e intentos de persuasión recurrió a la descarada autojustificación según la cual consideraba su obligación denunciar cuando eran sus adversarios quienes pretendían ampararse en ella.

Y mientras hablaba, tuvo la sensación de que participaba en un proceso de confesión, pese a que la confesión era para los católicos, y éstos apenas se hallaban algo por encima de los musulmanes, los judíos y los ateos en la lista de individuos a quienes reservaba un odio especial. Enumeraba sus propios delitos. Considerados uno por uno, parecían intrascendentes, pero recitados a modo de letanía adquirían una imparable inercia de culpabilidad; o acaso sólo estuviera reflejando los sentimientos del hombre sentado frente a él, ya que si bien la expresión de su interrogador permanecía inalterable —más bien daba la impresión de ser cada vez más amable y alentadora a medida que la conciencia abierta de Tate expulsaba su ponzoña, premiándolo por su sinceridad con algo que tal vez podía interpretarse erróneamente como compasión—, Tate no podía quitarse del pensamiento la idea de que en los platillos de la balanza del Coleccionista se hallaban su alma y una pluma, y su alma seguía pesando más.

Cuando Tate terminó, se recostó contra la pared y agachó la cabeza. Le dolía el lóbulo de la oreja y en la boca percibía un sabor a sal y fluidos agrios. Durante un rato se impuso el silencio en el salón en penumbra. Incluso el ruido del tráfico en la calle se había apagado, y Tate percibió la infinitud del universo, el rápido movimiento de las estrellas hacia el vacío, colonizándolo, y se percibió a sí mismo como un frágil fragmento de vida, una pavesa de una llama vital en extinción.

—¿Qué va a hacer? —preguntó por fin cuando su propia insignificancia amenazaba ya con minar el poco valor que le quedaba.

Flameó una cerilla, y se encendió otro cigarrillo. Tate olió el humo nauseabundo, el hedor que antes lo había alertado sobre la presencia del intruso, sólo que ahora la palabra «intruso» no era ya adecuada. Por alguna razón, el hombre se había integrado: allí, en esa habitación, en ese apartamento, en esa calle, en esa ciudad, en ese mundo, en ese inmenso universo oscuro de luz mortecina y galaxias lejanas en espiral, mientras que Davis Tate no era más que un defecto temporal en la naturaleza, una mancha en el sistema, como una efímera nacida con una sola ala.

—¿Le apetece un cigarrillo? —preguntó el Coleccionista.

—No.

—Si lo hace por no estropearse la salud, o porque no quiere que se convierta en una adicción, yo no me preocuparía.

Tate procuró no pensar en el posible significado de eso.

—Le he preguntado qué se propone hacer conmigo —insistió Tate.

—Ya lo he oído. Estaba pensando la respuesta. Barbara Kelly ha muerto, así que el destino de ella ya está decidido.

—¿La mató usted?

—No, pero lo habría hecho de haber tenido la oportunidad.

—¿Quién la mató, pues?

—Los suyos.

—¿Por qué?

—Porque se había vuelto contra ellos. Estaba enferma y asustada, y temía por su alma, así que se dispuso a reparar sus pecados. Creía que, revelando los secretos de su gente, podía salvarse. Pero también está Becky Phipps…

En la mesa, junto al hombre, se encontraba el teléfono móvil de Tate. Con el cigarrillo entre los dientes, el Coleccionista revisó la lista de contactos hasta encontrar el nombre que buscaba. Pulsó la pantalla con el índice y el número se marcó. Tate oyó el timbre. Respondieron cuando sonaba por tercera vez, y Tate supo por el eco que el teléfono del receptor estaba en modo manos libres.

—Davis —dijo Becky Phipps. No parecía alegrarse especialmente de oír su voz, pensó Tate. «Pedazo de zorra, y tú te crees que tienes problemas»—. Ahora no es buen momento. ¿Puedo llamarte más tarde, o mañana?

El desconocido indicó a Tate que hablara. Éste tragó saliva. No sabía qué decir. Al final, optó por la sinceridad.

—Para mí tampoco es muy buen momento, Becky. Ha surgido algo.

—¿Y ahora qué pasa?

Tate miró al Coleccionista, que movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Hay un hombre aquí conmigo, en mi apartamento. Creo que quiere hablar contigo.

El desconocido dio una larga calada al cigarrillo antes de inclinarse sobre el teléfono.

—Hola, señorita Phipps —dijo—. Creo que no tenemos el placer de conocernos, aunque no dudo de que eso llegará en un futuro cercano.

Phipps tardó unos segundos en contestar. Cuando lo hizo, le había cambiado el tono. Se mostró cauta y le tembló un poco la voz. Ante eso, Tate se preguntó si ella conocía ya la identidad de aquel hombre, pese a su siguiente pregunta.

—¿Quién es? —dijo.

El hombre se acercó aún más al teléfono, hasta rozarlo casi con los labios. Arrugó la frente y contrajo las aletas de la nariz.

—¿Hay alguien ahí con usted, señorita Phipps?

—Le he hecho una pregunta —insistió Phipps, y su voz vaciló aún más, delatando el esfuerzo por mantener el tono desafiante—. ¿Quién es usted?

—Un coleccionista —fue la respuesta—. El Coleccionista.

—Coleccionista ¿de qué?

—Deudas. Remordimientos. Almas. Pretende ganar tiempo, señorita Phipps. Usted ya sabe quién soy, y qué soy.

Siguió un silencio, y Tate supo que el Coleccionista no se equivocaba: con Becky había alguien más. Se la imaginó mirando a la otra persona en busca de alguna indicación.

—Usted era el que estaba en el bar, ¿verdad? —dijo—. Davis tenía motivos para preocuparse. Yo pensaba que lo suyo era sólo nerviosismo, pero por lo visto era más sensible de lo que creía.

A Tate no le gustó que su productora hiciera referencia a él en pasado.

—Es muy sensible en más de un sentido —precisó el Coleccionista—. Ha gritado mucho cuando le he cortado el lóbulo de la oreja. Por suerte, estos edificios antiguos de arenisca tienen las paredes muy gruesas. ¿Gritará usted también cuando la tenga en mis manos, señorita Phipps? Haga lo que haga, dará igual, así que no se preocupe demasiado. Siempre llevo tapones para los oídos. Y estoy convencido de que allí hay alguien con usted. Yo poseo esa sensibilidad en particular. ¿Quién es? ¿Uno de sus «Patrocinadores», quizá? Pásele el teléfono a él. Déjelo hablar. Porque es «él», ¿no? Casi veo la etiqueta del precio en su traje. Tenga la seguridad, quienquiera que sea usted, de que también lo encontraré, y a sus colaboradores. Ya sé mucho sobre ustedes.

Phipps respiró hondo antes de levantar la voz.

—¿Qué le has contado, Davis? ¿Qué le has contado de nosotros? Mantén la boca cerrada. Mantenla cerrada o te juro, te juro que te…

El Coleccionista cortó la comunicación.

—Ha sido todo muy divertido —comentó.

—La ha prevenido —dijo Tate—. Ahora ya sabe que usted irá por ella. ¿Por qué lo ha hecho?

—Porque, como está tan asustada, atraerá a otros, y entonces podré liquidarlos también a ellos. Y si deciden seguir escondidos…, en fin, ella me dará sus nombres cuando la encuentre.

—Pero ¿cómo la encontrará? ¿No se esconderá de usted? ¿No tendrá protección?

—Su interés por ella me resulta conmovedor —observó el Coleccionista—. Casi cabría pensar que le tiene aprecio, más que estar vinculado a ella por un sentido del deber. La verdad es que debería haber examinado ese contrato más detenidamente, eso lo sabe. Dejaba claras sus obligaciones para con ellos, y que ellos no tenían ninguna para con usted. Así son los tratos de esa gente.

—No sé latín —respondió Tate, apesadumbrado.

—Muy negligente por su parte. Es la lengua franca del derecho. Hay que ser tonto para firmar un contrato escrito en una lengua que uno desconoce.

—Fueron muy convincentes. Dijeron que no tendría otra ocasión como ésa. Me aseguraron que si lo rechazaba, otros lo aceptarían.

—Siempre hay otros que aceptan.

—Me dijeron que dispondría de mi propio programa de televisión, que llegaría a publicar libros. No tendría siquiera que escribirlos; bastaría con que pusiera el nombre.

—¿Y en qué quedó todo eso? —preguntó el Coleccionista, y casi pareció solidarizarse con él.

—En poca cosa —admitió Tate—. Según ellos, yo tenía una cara hecha para la radio. Como Rush Limbaugh, ya sabe.

El Coleccionista le dio una palmada en el hombro. Ese mínimo gesto de humanidad indujo a Tate a concebir mayores esperanzas de que la palabra «quizá» no fuera ya tanto un trozo de madera flotante al que agarrarse como un bote salvavidas en el que mantenerse a resguardo de las aguas frías que ahora le lamían la barbilla.

—Su amiga Becky tiene un refugio en Nueva Jersey. Huirá allí, y allí la encontraré.

—No es amiga mía. Es mi productora.

—Ésa es una distinción interesante. ¿Tiene usted algún amigo?

Tate se detuvo a pensar.

—No muchos —admitió.

—Supongo que es difícil mantener amistades con un trabajo como el suyo.

—¿Por qué? ¿Por lo ocupado que estoy?

—No, por lo antipático que es.

Tate no se lo negó.

—¿Y bien? —dijo el Coleccionista—. ¿Qué debo hacer con usted ahora?

—Podría dejarme ir —respondió Tate—. Le he contado todo lo que sé.

—Avisará a la policía.

—No —repuso Tate—. No lo haré.

—¿Cómo puedo estar seguro?

—Porque sé que si lo hago, usted volverá por mí.

El Coleccionista pareció quedar impresionado ante este razonamiento.

—Quizá sea usted más listo de lo que yo pensaba —comentó.

—Eso lo oigo a menudo —dijo Tate—. Hay otra cosa que puedo ofrecerle, para convencerlo de que me deje ir.

—¿Qué?

—Van a secuestrar a una chica —reveló Tate—. Se llama Penny Moss. Cargarán la culpa de lo que le suceda a un árabe.

—Lo sé. Los he oído hablar de ello.

—Usted estaba en la otra punta del bar.

—Tengo un oído muy fino. Ah, y al pasar por su reservado, coloqué un transmisor barato en lo alto de la mampara.

Tate dejó escapar un suspiro.

—¿Harán daño a la chica?

—No existe tal chica.

—¿Cómo?

—Era una prueba para ver qué tal respondía usted. Después de lo ocurrido con Barbara Kelly están preocupados. El arrepentimiento es contagioso. Llevarán a cabo muchas pruebas como ésa en los próximos días y semanas. Pero creo que con usted llegaron a la conclusión de que no corrían ningún riesgo. Al fin y al cabo, nunca ha dado señales de tener principios. Era poco probable que empezara a darlas ahora.

»Señor Tate, aún queda por resolver la apremiante pregunta de ¿cuál ha de ser su destino? Usted ha sido un hombre malo: es un corruptor, un proselitista de la ignorancia y la intolerancia. Medra gracias al miedo y buscando enemigos fáciles para convertirlos en blanco del odio de los débiles y los amargados. Aviva las llamas, pero alega inocencia cuando la fealdad de las consecuencias se hace visible. El mundo es un lugar más pobre, más atrasado debido a su presencia en él.

El Coleccionista se puso en pie. De debajo del abrigo extrajo un revólver viejo, un 38 Special, con las cachas gastadas, el metal deslucido, y sin embargo todavía hermosamente letal. Tate abrió la boca para gritar, para chillar, pero no salió de ella ningún sonido. Se encogió en el rincón y se tapó la cara con el brazo como si pudiera protegerse de lo que se avecinaba.

—Está sucumbiendo al pánico, señor Tate —dijo el Coleccionista—. No me ha dejado acabar. Escúcheme.

Tate intentó calmarse, pero el corazón le latía con fuerza y la oreja le palpitaba con renovado vigor, y agradeció ese dolor porque aún podía sentirlo, porque aún estaba vivo. Miró por encima del antebrazo al hombre que tenía su vida en sus manos.

—Pese a todos sus fallos manifiestos —prosiguió el Coleccionista—, me resisto a dictar una sentencia definitiva sobre usted. Casi está condenado, pero queda un margen de duda: sólo un poco, una pizca. Usted cree en Dios, ¿verdad, señor Tate? Lo que dice a sus oyentes, por hipócrita y falso que sea, ¿tiene sus raíces en una deplorable versión de la fe?

Tate asintió con firmeza y, consciente o inconscientemente, juntó las manos para rezar.

—Sí. Sí, así es. Creo en nuestro Señor Jesucristo resucitado. Me convertí a la fe en Cristo a los veintiséis años.

—Mmm. —El Coleccionista no hizo el menor esfuerzo por disimular sus dudas—. He oído su programa, y no creo que su Cristo lo reconociera como uno de los suyos si pasara una hora en su compañía. Pero eso se lo dejaré a Él, ya que es usted tan creyente.

El Coleccionista extrajo las seis balas del revólver dejándolas caer en la palma de su mano derecha, y luego volvió a cargar tres de las recámaras.

—Dios mío, es una broma, ¿no? —dijo Tate.

—¿Ahora pronuncia el nombre del Señor en vano? —preguntó el Coleccionista—. ¿Seguro que quiere empezar así su mayor prueba ante Dios?

—No —respondió Tate—. Lo siento.

—Seguro que la divinidad lo achacará al carácter estresante de la situación.

—Por favor —dijo Tate—. Así no. Esto no está bien.

—¿Le parecen las probabilidades demasiado generosas? —insinuó el Coleccionista—. ¿Poco generosas? —Puso cara de preocupación—. Es usted un negociador duro, pero si insiste.

Retirando una de las balas, dejó dos en las recámaras, y giró el tambor antes de apuntar a Tate con el arma.

—Hágase la voluntad de su Dios —declaró—, y digo «su» Dios, porque yo no lo reconozco.

El Coleccionista apretó el gatillo.

El chasquido del percutor en la recámara vacía fue tan sonoro que Tate estuvo convencido por un momento de haber oído la bala que iba a matarlo. Cerró los párpados con tal fuerza que tuvo que concentrarse para obligarse a abrirlos. Cuando lo hizo, el Coleccionista miraba con perplejidad el arma en su mano.

—Es extraño —comentó.

Tate volvió a cerrar los ojos, esta vez como preludio a una oración de agradecimiento.

—Gracias —dijo—. Jesús mío, gracias.

Cuando terminó, el arma apuntaba de nuevo su frente.

—No —susurró—. Usted lo ha dicho. Lo ha prometido.

—Siempre conviene asegurarse —afirmó el Coleccionista, a la vez que su dedo se tensaba en el gatillo—. He observado que a veces Dios no está muy atento.

Esta vez Davis Tate no oyó nada, ni siquiera el aliento de Dios en la exhalación de la bala.