28

Grady Vetters abrió los ojos y observó el paso de las nubes ante la luna. Sólo se había propuesto echar una cabezada de media hora, pero por alguna razón el día se le había escurrido entre los dedos. Tampoco tenía mayor importancia; al fin y al cabo, su trabajo no consistía en conducir una ambulancia o apagar incendios. De hecho, ni siquiera tenía trabajo.

Se incorporó y encendió un cigarrillo, y el libro de bolsillo que había estado leyendo cayó al suelo. Era una vieja novela de Tarzán con los bordes de las hojas amarillentos y una ilustración en la cubierta que prometía más de lo que el libro había ofrecido hasta el momento. Lo había encontrado en el estante del salón de la casa de Teddy Gattle, junto con toda una serie de libros que no habría concordado con la idea que se formaban de Teddy aquellos que no lo conocían tan bien como Grady. Además, Teddy tenía la casa mucho más ordenada y limpia de lo que podía inducir a pensar su jardín, y la cama de la habitación de invitados era bastante cómoda. Teddy, muy amablemente, le había ofrecido a Grady un sitio donde vivir cuando él y su hermana discutieron. Grady no sabía hasta qué punto él habría hecho lo mismo si las circunstancias se hubieran invertido.

Le dolía la cabeza, pese a que no había bebido. Desde hacía algún tiempo tenía dolores de cabeza. Lo achacaba al estrés y al hecho de llevar ya demasiado tiempo en Falls End. El pueblo siempre había ejercido ese efecto en él, ya desde la primera vez que regresó después del primer semestre en la Escuela de Arte de Maine en Portland. Por entonces a su madre ya le habían diagnosticado alzhéimer, aunque de momento sólo se manifestaba como una leve desconexión respecto al mundo que la rodeaba, pero él sabía que tenía la obligación de regresar a casa para verla. Incluso sentía cierta nostalgia por Falls End después de estar alejado de allí un periodo significativo por primera vez en su vida, pero cuando volvió, se peleó con su padre y empezó a pesarle el aislamiento y la falta de ambición del pueblo, cosa que dio lugar a que su pura mediocridad se convirtiera en una opresión en el pecho. Al igual que la engañosa cubierta de la novela de Edgar Rice Burroughs, el alegre letrero de ¡BIENVENIDO A FALLS END, LA PUERTA A LOS GRANDES BOSQUES DEL NORTE! en la entrada del pueblo era lo mejor de aquel lugar. El último día en Falls End antes de regresar a la Escuela de Arte, Teddy y él estropearon el cartel añadiendo ¡BIENVENIDO A FALLS END, LA PUERTA A LOS GRANDES BOSQUES DEL NORTE, Y QUE OS APROVECHE! Les pareció gracioso, o al menos se lo pareció a Grady. Por lo visto, Teddy experimentó cierta ambivalencia ante esa acción, pero la secundó por complacer a Grady. Más adelante le contó a Grady que el letrero había sido devuelto a su estado original al día siguiente, y que el dedo de la sospecha como presunto profanador señaló a Grady y, por extensión, a Teddy, durante muchos años. Los pueblos pequeños tenían recuerdos muy duraderos.

Ante la cama de Grady había un estante con fotos, medallas y trofeos, reliquias de los tiempos de Teddy en el colegio y el instituto. Por esas fechas Teddy practicaba la lucha con relativa destreza, y se dijo que un par de universidades de más al sur le habían ofrecido becas, pero Teddy no deseaba marcharse de Falls End. La verdad era que Teddy no deseaba marcharse del instituto siquiera. Le gustaba formar parte de un grupo, estar entre personas que, al margen de sus diferencias en cuanto a aspecto físico o aptitudes académicas o habilidad, tenían un lazo común, que era el propio pueblo de Falls End. Para Teddy, la época de estudiante había sido la etapa más feliz de su vida, y nada posterior podía comparársele. Grady contempló las fotografías. Él aparecía en muchas al lado de Teddy, pero sonreía en el cincuenta por ciento de ellas como mucho. Teddy sonreía en todas.

Teddy Gattle, siempre orbitando alrededor del sol que era Grady Vetters; o dicho de otro modo, Teddy era la sombra empequeñecida de Grady. Era la realidad que acechaba los sueños de Grady.

Grady se preguntó si debía telefonear a Marielle otra vez. Había dejado un mensaje vagamente conciliador en su contestador, pero ella no le había respondido, y él supuso que seguía enfadada. La mañana en cuestión se había despertado aturdido y resacoso después de la última fiesta en casa de Darryl Shiff, que era uno de esos individuos para quienes una semana se desaprovechaba si organizaba una única fiesta en su casa. La resaca por sí sola ya era bastante desagradable. Pero lo peor era el hecho de que no se había despertado solo: una chica dormía a su lado, y Grady no recordaba quién era, ni cómo había llegado hasta allí, ni qué habían hecho juntos. Si la chica no llevaba la palabra «pendón» escrita en el cuerpo, era básicamente porque no quedaba en su piel un solo hueco donde encajarla, de tan adornada como iba. Tenía tatuada una perturbadora cantidad de nombres masculinos —Grady contó dos Franks, y se preguntó si conmemoraban al mismo hombre o a dos distintos—, y cuando retiró la sábana vio un rabo de demonio tatuado en su culo, un rabo cuyo origen se perdía entre las delgadas nalgas. Justo por debajo de la nuca exhibía una corona de hojas verdes con bayas de color rojo vivo: acebo. De ahí su nombre, Holly, «acebo». Recordó que ella misma había hecho un comentario en broma sobre ese tatuaje, algo así como que los tíos recordaban su nombre al verle la espalda.

De pronto, a Grady le entraron ganas de ducharse.

Se levantó para echar una meada, con la esperanza de que, al volver, la chica hubiera desaparecido, pero cuando salió del cuarto de baño, Marielle se hallaba de pie en la puerta del dormitorio, y una mujer desnuda, tatuada de la cabeza a los pies, le pedía un cigarrillo y luego pasaba a indagar si Marielle era «la esposa», lo cual inducía a pensar que se había equivocado si su prioridad era acostarse con un hombre casado. Más o menos en ese punto empezó el vocerío, y el resultado fue que Grady se marchó más tarde esa misma mañana y que se presentó ante la puerta de Teddy con su destartalada maleta en una mano, su caballete en la otra, y sus pinturas y pinceles guardados donde pudo meterlos. Ignoraba qué había sido de Holly después de vestirse, pero parecía habérselo tomado todo con mucha calma. Tal vez añadiría su nombre a la lista de conquistas: posiblemente en la axila, o entre los dedos de los pies.

Grady acabó de fumarse el cigarrillo y lo apagó en un cenicero robado en un bar de Bangor, de cuando los bares tenían aún sus propios ceniceros. Fue sigilosamente a la cocina, encontró pan recién hecho en la mesa, y jamón y queso en la nevera. Se preparó un bocadillo y se lo comió allí de pie, acompañado de un vaso de leche. Había cerveza fría si le apetecía, pero desde hacía unos años ya no tenía costumbre de beber cerveza, y la cantidad que había pasado por su organismo desde su regreso a Falls End causaba estragos en su digestión. Prefería el vino, pero Teddy sólo contaba con una botella, que era del tamaño de un buzón y olía a perfume barato y flores marchitas.

Una vez más, Grady se sentía atrapado de un modo que le recordaba a su juventud, cuando sólo anhelaba partir hacia el sur y alejarse de sus padres y su hermana y de todo callejón sin salida evolutivo de Falls End. Por entonces quería estudiar arte en Boston o Nueva York, pero se conformó con Portland, donde vivía una tía suya. Era la hermana menor de su madre, y el resto de la familia la consideraba peligrosamente bohemia. Le proporcionó a Grady una habitación, y él consiguió un trabajo de verano en un establecimiento turístico en Commercial, sirviendo rollos de langosta y patatas fritas, y cerveza en vasos de plástico. Comía lo que el restaurante le daba, y aparte de unos cuantos dólares semanales para su tía a modo de alquiler simbólico y alguna que otra reunión cervecera en el sótano de alguien, ahorraba todo lo que ganaba, y era tan buen empleado que le ofrecieron horas extra en otro bar de la ciudad propiedad del mismo dueño, y por tanto disfrutó de un primer curso cómodo en la Escuela de Arte de Maine.

Al final, resultó que la Escuela de Arte de Maine había sido una buena elección. El centro proporcionaba a sus alumnos una llave del recinto para que pudieran trabajar cuando les apeteciera, o hasta dormir allí cuando tenían que entregar proyectos. Lo habían catalogado de alumno digno de atención desde el principio, un joven con auténticas posibilidades. Incluso había desarrollado algunas de ellas. Quizá las había desarrollado todas, y ése era el problema. Era bueno, pero nunca sería extraordinario, y Grady Vetters siempre había querido ser extraordinario, aunque sólo fuera para demostrar a su familia y a quienes dudaban de él en Falls End lo equivocados que estaban. Pero la falta de correlación entre su deseo y su aptitud, entre sus aspiraciones y sus logros, enseguida se hizo evidente cuando abandonó los reconfortantes brazos de la Escuela de Arte e intentó abrirse paso en el gran y perverso mundo del arte. Fue entonces cuando empezaron los problemas, y ahora la foto colgada en la pared del Lester’s era probablemente el mejor testimonio independiente de su valía como artista que llegaría a ver jamás.

Volvió al dormitorio. Sintió la fuerte tentación de fumar un poco de hierba, pero eso implicaría tenderse en el sofá y hacer zapping por el millón de canales de la televisión por cable de Teddy. Para distraerse, sacó sus óleos y siguió trabajando en el cuadro que estaba pintando el día antes de que Marielle lo echara a patadas de su casa. «Mi casa»: así lo había descrito ella, y él había estado a punto de discutírselo antes de caer en la cuenta de que tenía razón: era «su casa». Aparte de su efímero matrimonio, ella siempre había vivido allí. Quería aquella casa, igual que había querido a su padre como nunca lo había querido Grady, igual que quería Falls End, y el bosque, aquel condenado bosque. Todo giraba en torno al bosque, ésa era la única razón por la que la gente iba allí, la única razón por la que prosperaba el pueblo.

Grady detestaba ese bosque.

Así que Grady dejó de gritarle a su hermana en ese mismo instante. Comprendió que daba igual lo que ocurriera con los bancos, y cuánto podía valer la casa y qué parte podía corresponderle a él. En el actual clima económico no tenía intención de presionarla para que pidiera un préstamo, pues aquello quizá pondría en peligro la conservación de la propiedad. No ganaba mucho como maestra, ni siquiera complementándolo con un trabajo de camarera los fines de semana. Grady había decidido decirle que no se preocupara, y se proponía pasar a verla y aclarar las cosas al día siguiente. Cuando llegara el dinero, si llegaba, ella podía enviárselo. De momento se quedaría en casa de Teddy y pintaría, e intentaría pensar adónde ir a continuación. Aún había casas donde no había agotado la hospitalidad, sofás y sótanos donde podía apalancarse. Pondría anuncios ofreciéndose para pintar murales, trabajo de diseño, lo que hiciera falta.

Su viejo había muerto. ¿Qué más daba?

El cuadro cobraba forma deprisa. Mostraba la casa, y a sus padres, y tenía reminiscencias de Gótico americano de Grant Wood, sólo que la pareja se veía feliz, no adusta, y al fondo un niño y una niña, con el rostro contra el cristal de las ventanas de su dormitorio, saludaban con la mano a sus padres desde el piso de arriba. Quería regalárselo a Marielle a modo de disculpa y como prueba de lo que sentía por ella, por su madre y, sí, también por su padre.

—¡Fue a tu exposición! —exclamó Marielle, vociferando mientras la chica tatuada se ponía los vaqueros, consciente de que se hallaba en medio de una disputa doméstica seria y no sacaría nada quedándose a ver cómo acababa aquello.

—¿Qué?

Lamentó haber bebido tanto en casa de Darryl. Lamentó haberse fumado aquel segundo canuto. Lamentó haber dirigido la palabra a la Fabulosa Mujer Tatuada. Ésa era una conversación importante, pero no conseguía pensar con claridad.

—A tu exposición, tu miserable exposición en Nueva York. Papá fue —dijo Marielle, y ahora lloraba. Era la primera vez que la veía llorar desde el funeral—. Cogió el autobús hasta Bangor, y desde allí hasta Boston y luego hasta Nueva York. Fue la primera semana. No quiso ir la noche de la inauguración porque pensó que desentonaría. Pensó que te avergonzarías de él porque vivía en el borde del bosque y no sabía hablar de arte y música, y sólo tenía un traje. Así que fue a tu exposición, y vio lo que habías hecho, lo que habías conseguido, y se sintió orgulloso. Se enorgulleció de ti, pero no fue capaz de decirlo y tú no fuiste capaz de verlo, porque estabas demasiado fuera del mundo para entenderlo, y cuando no estabas fuera del mundo, te subías por las paredes. Y se jodió todo, todo. Tú y él, las cosas tal y como habrían podido ser, todo se perdió sólo por culpa del orgullo y el alcohol y la droga y… Bah, por Dios, lárgate. ¡Lárgate!

Yo no lo sabía, deseó decir Grady; no lo sabía. Pero no le salieron las palabras, y el desconocimiento no era un pretexto. Ni siquiera era verdad. Sí sabía que su viejo estaba orgulloso de él, o lo sospechaba, porque ¿cuántas veces le había tendido su padre la mano a su manera y cuántas se había visto rechazado? Ahora ya era tarde, porque siempre era tarde. Algunas revelaciones sólo se producían al oírse caer la tierra sobre la tapa del ataúd: las que eran trascendentes, las que generaban remordimientos.

Así que ahora pintaba un cuadro para su hermana, y quizá también para sí mismo. Sería la primera ofrenda de ese tipo que le hacía desde que eran niños, y la más importante. Quería que fuera un cuadro hermoso.

Oyó el sonido de un vehículo al aminorar la marcha, y unos faros recorrieron la casa cuando la furgoneta de Teddy entró en el camino. Grady dejó escapar una maldición en voz baja. Teddy era un trozo de pan, capaz de hacer cualquier cosa por Grady, pero le gustaba el ruido de fondo en su casa: el televisor, o la radio, o música en el estéreo, normalmente algo de los sesenta o setenta cantado por hombres barbudos. Grady pensaba que eso era efecto de haber vivido solo durante demasiado tiempo sintiéndose incómodo con su propia compañía. Ahora que Grady estaba allí, Teddy procuraba pasar con él el mayor tiempo posible. Insistía en que Grady viera películas antiguas de ciencia ficción con él, o fumara hierba mientras escuchaban Abbey Road o Dark Side of the Moon o Frampton Comes Alive!

El motor se apagó. Oyó cómo se abrían y cerraban las puertas de la furgoneta, y unos pasos que se acercaban a la casa. La puerta de entrada no estaba cerrada con llave. Teddy siempre la dejaba así. Aquello era Falls End, y en Falls End nunca ocurría nada.

«Puertas», pensó Grady de pronto: Teddy llegaba acompañado. Demonios, eso ponía fin a toda esperanza de trabajar durante una o dos horas. Grady dejó el pincel y se dirigió al salón.

Teddy estaba allí, arrodillado en el suelo, con la cabeza agachada y las manos detrás de la espalda. Parecía estar jugando a coger manzanas de un cubo de agua con la boca.

—¿Estás bien, Teddy? —preguntó Grady, y Teddy alzó la vista hacia él. Tenía la nariz rota y la boca ensangrentada. Grady no lo sabía con certeza, pero daba la impresión, a pesar de la sangre, de que le faltaba algún diente, porque vio mellas allí donde antes no las había.

—Lo siento —dijo Teddy—. Lo siento mucho.

Un niño saltó de detrás del sofá, como si aquello fuera un juego muy divertido, un juego sin más objetivo que dar un susto de muerte a Grady Vetters, cosa que se había conseguido en gran medida. Presentaba la palidez abotargada y malsana de un enfermo de cáncer, y ya le raleaba el pelo. Tenía magulladuras en torno a los ojos, la nariz hinchada y el cuello distendido como consecuencia de una repulsiva masa amoratada. En otras circunstancias Grady casi lo habría compadecido, sólo que el niño exhibía un semblante inexpresivo y malévolo a la vez, el que Grady siempre había imaginado en los verdugos de los campos de concentración cuando sus víctimas ya eran demasiadas para contarlas. El niño sostenía unas tenazas manchadas de sangre en la mano derecha. Trazó un movimiento con la mano izquierda en dirección a Grady, y cuatro dientes, con sus raíces, fueron a caer a los pies de éste.

Grady se preguntó si aquello era una pesadilla. Quizá seguía dormido, y si se obligaba a sí mismo a despertarse, nada de eso estaría ocurriendo. Siempre había tenido sueños muy gráficos: formaba parte de la personalidad del artista. Pero sintió el aire nocturno en la cara, y supo que no soñaba.

En el umbral de la puerta, por detrás de Teddy, apareció una mujer, su rostro parcialmente marcado por lo que a primera vista podía confundirse con una mancha de nacimiento rosada, pero que enseguida se reveló como una quemadura espantosa y llena de ampollas. Una gasa le cubría el ojo izquierdo. No obstante, todos esos detalles eran secundarios al lado del arma que empuñaba con la mano derecha y las bridas de plástico que le colgaban de la izquierda.

Apuntó la pistola a la nuca de Teddy y apretó el gatillo. Una detonación reverberó en los oídos de Grady, y Teddy dejó de existir.

Grady giró sobre los talones, corrió al dormitorio y cerró de un portazo. Como no tenía pestillo, arrastró la cama hacia la puerta antes de ir a abrir la ventana. Oyó el ruido del picaporte y de la cama contra el suelo, pero no volvió la vista atrás. La ventana se había atrancado y se vio obligado a dar un puñetazo al bastidor para abrirla. Ya tenía un pie en el alféizar cuando sintió un peso en la espalda y un brazo pequeño en torno al cuello. Intentó arrojarse hacia delante para salir de allí, pero estaba desequilibrado, y el niño se colgó de él con todo su peso. Tambaleándose en el alféizar, se impulsó hacia fuera tirando vigorosamente del marco, pero de repente sintió otras manos en él, éstas más fuertes, y los dedos se le resbalaron. Cayó al suelo de espaldas, aparatosamente, a la vez que el niño se escabullía para no quedar atrapado bajo su cuerpo. La mujer se sentó a horcajadas sobre su pecho, inmovilizándole los brazos con las rodillas, y apuntó el arma al centro de su cara.

—No te muevas —dijo, y Grady obedeció. Sintió un intenso dolor en el antebrazo izquierdo, y vio que el niño le había inyectado algo por medio de una vieja jeringuilla metálica.

Grady trató de hablar, pero la mujer le tapó la boca con una mano.

—No. Nada de charla, todavía no.

Un profundo cansancio invadió a Grady, pero no se durmió, y cuando la mujer empezó con sus preguntas, las contestó todas, de la primera a la última.