Davis Tate no podía quitarse de la boca y la nariz el olor a nicotina. Se sentía lleno de inmundicia por dentro y por fuera, aunque para entonces el hombre del rincón se había marchado del bar hacía tiempo. Ni siquiera lo habían visto irse, y sólo el periódico y el coñac —prácticamente intacto— confirmaban su paso por allí. Su presencia le había causado a Tate una profunda desazón. Tenía la certeza de que Becky y él eran el blanco de la atención del desconocido, aunque no habría sabido decir por qué exactamente, como no fuera por la momentánea pausa en el tamborileo del hombre con los dedos cuando él dejó caer el comentario jocoso sobre su mortalidad. Tate había llegado incluso al extremo de acorralar a la camarera mientras ésta recogía la copa de coñac del reservado y pasaba por la mesa un paño que apestaba a lejía. Vio que Becky lo observaba, perpleja, sin encontrarle la menor gracia, pero a él le dio igual.
—Ese individuo —le dijo Tate a la camarera—, el que estaba sentado a esta mesa: ¿lo había visto usted antes?
La camarera se encogió de hombros. Si hubiese estado más aburrida, habría estado en posición horizontal.
—No me acuerdo —contestó—. Estamos en el centro de la ciudad. A la mitad de la gente que viene aquí no vuelvo a verla.
—¿Ha pagado en efectivo o con tarjeta?
—¿Qué es usted? ¿Policía?
—No, presento un programa de radio.
—¿Ah, sí? —Eso despertó el interés de la camarera—. ¿En qué emisora?
Él se lo dijo. Ella no la reconoció.
—¿Pone música?
—No, es un programa de opinión.
—Ah, yo no escucho esa mierda. Hector sí.
—¿Quién es Hector?
—El camarero de la barra.
En un acto reflejo, Tate miró por encima del hombro hacia donde Hector estaba anotando los platos del día en la pizarra. Aun en plena faena, Hector encontró un instante para guiñarle el ojo otra vez. Tate se estremeció.
—¿Sabe quién soy?
—No lo sé —contestó la camarera—. ¿Quién es usted?
—Da igual. Volvamos a mi pregunta. El individuo que estaba aquí sentado: ¿en efectivo o con tarjeta?
—Ya sé por dónde va —dijo la camarera—. Si ha pagado con tarjeta, usted podría pedir el resguardo. Y así sabría su nombre, ¿no?
—Exacto. Debería ser inspectora.
—No, no me gustan los policías, y menos los que vienen aquí. ¿Seguro que usted no es policía?
—¿Acaso parezco policía?
—No. No parece nada.
Tate intentó evaluar si acababa de ser insultado, pero desistió.
—¿En efectivo? —preguntó él pausadamente, esperando que fuera por última vez—, ¿o con tarjeta de crédito?
La camarera arrugó la nariz, se golpeteó la barbilla con el bolígrafo y simuló un lapsus de memoria en una interpretación tan poco convincente que Tate no recordaba otra peor. Deseó clavarle el lápiz en la mejilla. Optó, no obstante, por sacar diez pavos del bolsillo y los vio desaparecer en el delantal de la camarera.
—En efectivo —dijo ella.
—¿Diez pavos por eso? Ya habría podido decírmelo gratis.
—Usted ha jugado, y ha perdido.
—Gracias por nada.
—No hay de qué —respondió la camarera. Recogió la bandeja con la copa de coñac y el ejemplar del Post del desconocido. Cuando intentó pasar al lado de Tate, éste la agarró por el brazo.
—¡Eh! —exclamó ella.
—Una pregunta más —dijo Tate—. ¿Hector, el camarero de la barra…?
—¿Qué pasa con él?
—Es gay, ¿no?
La camarera negó con la cabeza.
—Hector no es gay —respondió.
—¿De verdad? —preguntó Tate, atónito.
—Claro —dijo la camarera—. Hector es muy gay.
Mientras Becky y Tate se disponían a marcharse, él no dejaba de pensar en la chica, Penny Moss. Becky no podía estar hablando en serio. Al fin y al cabo, afirmaba conocer un delito aún por cometer, el secuestro y el asesinato de una adolescente, pero ¿qué se pretendía con ello? ¿Fomentar el malestar, o potenciar el índice de audiencia? ¿O las dos cosas?
—Formas parte de algo mucho más grande que tú, Davis —dijo Becky. Estaba pagando la cuenta, y el camarero marica se reía para sí a la vez que pasaba la tarjeta de crédito de Becky y la camarera, inclinada sobre la barra, le susurraba algo con una sonrisa feroz en el rostro tosco y sin gracia. Habían renunciado a que la camarera se acercara a la mesa a coger la tarjeta de crédito de Becky. Tate daba por hecho que le estaba contando al camarero su anterior conversación con ella. Esperaba que Hector no pensara que se había encaprichado de él. Bastantes problemas tenía ya.
La camarera se rió de un comentario de Hector y se tapó la boca para contestar cuando vio que Tate la observaba. «Eres bazofia», pensó Tate. «Has nacido para este trabajo, y no sonreirás tanto cuando veas la propina». Además, no tenía intención de volver a poner los pies en aquel establecimiento, con sus clientes hediondos y sus extrañas vibraciones, como si el bar fuera la puerta de acceso a otro reino, uno en el que los hombres realizaban actos repulsivos entre sí y las mujeres se degradaban al relacionarse con ellos.
Tate aborrecía Nueva York. Aborrecía la autosuficiencia de ese lugar, el aparente aplomo incluso de los ciudadanos más pobres, los lacayos con el salario mínimo que deberían haber mantenido la mirada baja y la cabeza gacha pero parecían haberse imbuido de la absurda certeza de que la razón estaba de su lado. Había pedido a Becky que examinara la posibilidad de emitir el programa desde otro sitio, cualquier sitio. Bueno, cualquier sitio tampoco. Cielo santo, podía acabar en Boston o San Francisco. Becky respondió que no era posible, que tenían un acuerdo con el estudio de Nueva York, que si él se trasladaba, ella tendría que trasladarse también y no quería marcharse de la ciudad. Tate, en respuesta, había señalado que era él quien tenía el talento, y tal vez sus propios deseos debieran priorizarse respecto a la conveniencia de ella. Becky, al oírlo, le dirigió una mirada extraña, de lástima y algo rayana en odio a partes iguales.
—Tal vez podrías comentárselo a Darina —sugirió—. Te acuerdas de Darina, ¿no?
Tate se acordaba. Por eso tomaba pastillas para el insomnio.
—Sí —respondió—. Me acuerdo de ella.
Supo entonces que se quedaría exactamente donde Becky, Darina y los Patrocinadores quisieran que estuviera, y lo querían allí en la ciudad, donde podían vigilarlo. Él había hecho un trato con ellos, pero no había tenido la inteligencia de examinar la letra pequeña. Por otro lado, ¿de qué habría servido? Si los hubiera rechazado, su carrera estaría acabada. Ellos se habrían ocupado de eso, no le cabía la menor duda. Nunca habría ido a más y seguiría siendo pobre y desconocido. Ahora tenía dinero y cierto grado de influencia. El descenso del índice de audiencia era un contratiempo pasajero. Se le pondría freno. Ellos se asegurarían de que así fuera. Habían invertido tanto en él que no podían dejarlo ir sin más.
¿O sí podían?
—¿Estás bien? —preguntó Becky de camino hacia la puerta—. Se te ve enfermo.
Como si a esa mala pécora le importara mucho su salud.
—No me gusta este vertedero —dijo Tate.
—Sólo es un bar. Estás perdiendo el contacto con tus raíces. Eso forma parte de nuestro problema.
—No —replicó Tate, tan seguro como nunca lo había estado—. Me refiero a esta ciudad. Ésta no es mi gente. Me desprecia.
Alguien en la barra pidió una bebida desde el taburete más cercano a la entrada.
—¡Eh, Hector, me muero de sed!
Y el camarero se acercó a él parsimoniosamente, andando a la par de Becky y Tate. Éste sintió que Hector fijaba la mirada en él. Trató de amilanarlo con una expresión severa, y Hector le mandó un beso.
—Éste es para todos tus oyentes —dijo Hector—. Si vuelves, también tendré algo especial para ti.
Tate no se quedó para oír qué podía ser, aunque por la manera en que Hector se agarró la entrepierna y se la sacudió, las posibilidades eran limitadas. Cuando llegaron a la puerta, Tate, de pasada, miró el soporte de periódicos. Todos los diarios ya estaban medio rotos y manchados por el uso, y el ejemplar del Post dejado por el desconocido, más limpio que los demás, se distinguía claramente, y no parecía que lo hubiera leído. Tenía algo escrito con rotulador negro en la primera plana. Rezaba:
HOLA, DAVIS
Tate cogió el periódico y se lo enseñó al camarero.
—¿Has escrito tú esto? —preguntó. Había levantado la voz, pero le daba igual.
—¿Qué? —Hector parecía sinceramente desconcertado.
—Te he preguntado si has escrito tú estas palabras en el diario.
Hector miró el periódico. Se detuvo a pensarlo por un momento.
—No —respondió—. Si ese mensaje hubiese sido mío, habría dicho: «Hola, Davis, gilipollas homófobo». Y habría añadido un emoticón sonriente.
Tate tiró el periódico a la barra. Se sentía muy, muy cansado.
—Yo no odio a los gays —dijo en voz baja.
—¿Ah, no? —preguntó Hector.
—No —respondió Tate. Se volvió para marcharse—. Odio a todo el mundo.
Becky y él se despidieron en la esquina. Tate intentó hablar de las palabras escritas en el periódico, pero ella no quiso escuchar. Había acabado con él por ese día. Tate la observó mientras se iba, la falda negra ajustada adhiriéndose a sus nalgas y sus muslos, sus pechos turgentes y redondos bajo la blusa azul marino. Estaba de buen ver, eso Tate debía admitirlo, pero ya no sentía la menor atracción por ella debido al miedo que le inspiraba.
Ésa era la otra cuestión: quizá fuera su productora nominalmente, pero él siempre había sospechado que era mucho más que eso. Pareció tratar con deferencia a Barbara Kelly en su primer encuentro, pero en los años posteriores había visto cómo la trataban con deferencia a ella, incluso a la propia Kelly. Becky tenía tres teléfonos móviles, e incluso cuando estaba en su silla de productora, lubrificando aparentemente los engranajes del programa, mantenía junto al oído uno de esos aparatos. Por pura curiosidad, después de la grabación de un programa, Tate la siguió una vez desde el estudio alquilado, quedándose a distancia, procurando confundirse con la multitud. A dos manzanas del estudio vio que una limusina negra se detenía junto al bordillo a su lado, y ella subía. No distinguió dentro a nadie más, y el chófer no salió a abrirle la puerta, prefiriendo permanecer invisible detrás del cristal ahumado.
Luego la siguió tres veces más, y en cada ocasión llegó el mismo coche a recogerla cuando ya no se la veía desde el estudio. «Productora, y un huevo», pensó Tate, pero aquello en cierto modo fue curiosamente tranquilizador. Confirmó que trataba con gente seria, y que la riqueza que lo había ayudado a medrar no desaparecería de la noche a la mañana.
Con el tiempo quizá también a él pasaría a recogerlo una limusina.
Y ahora allí estaba, de nuevo a salvo en su bloque de apartamentos pero sintiéndose aún contaminado por la pestilencia del bar, tanto por la suciedad de la nicotina como por el hedor almizclado de la sexualidad degradada, y atormentado por lo que sabía que tal vez estaba a punto de ocurrirle a Penny Moss. Quizás encontrara su nombre en Google o la localizara en Facebook. Podía enviarle un mensaje. Tenía que haber una forma de conseguirlo sin dar a conocer su identidad. Podía crear una cuenta temporal con un nombre falso, pero ¿no tendría que esperar entonces a que lo aceptara como amigo? ¿Y cuántas Penny Moss habría por ahí?
Por vía telefónica, el problema era el mismo: ¿dónde había que empezar? Podía avisar anónimamente a la policía y decirles lo que sabía: que una chica llamada Penny Moss iba a ser secuestrada y asesinada, sólo que ignoraba dónde vivía, o quién sería el autor del secuestro y el asesinato, y todo ello sin mencionar a Becky, para no delatarse a sí mismo. Porque en tal caso perdería todo aquello por lo que había trabajado con tanto ahínco: el dinero, el poder, el bonito apartamento, incluso la vida, ya que debía tenerse en cuenta el pequeño detalle de Darina Flores. La enviarían a por él, y eso no sería nada bueno.
Entró en el ascensor y se miró en el espejo mientras subía. Vio cómo se desarrollaría la velada que tenía por delante. Se sentaría a oscuras y se debatiría en la duda por lo de la chica, sabiendo que, al final, no haría absolutamente nada. Al cabo de un rato se serviría una copa e intentaría convencerse de que no iba a ocurrir nada, en realidad no. Ninguna Penny Moss sería secuestrada al día siguiente, y no se descubriría más tarde ningún cuchillo de trinchar manchado con su sangre en la casa de un devorador de comida halal, un quintacolumnista religioso que se había camuflado en la normalidad de las zonas residenciales a la vez que odiaba en secreto todo aquello que representaba Estados Unidos. No sería ningún inocente, le había asegurado Becky. Habían elegido a un hombre que era un peligro para todos, y una vez centrada la atención en él, habría sobradas pruebas de su implicación en toda clase de depravaciones. En eso hacían lo correcto. Y en cuanto a Penny Moss, bueno, tal vez fuera posible lograr sus objetivos sin matarla. Ella no tenía por qué derramar su sangre, en realidad no.
O no mucha.
Pero Tate había visto la verdad en los ojos de Becky, y sabía que ése era sólo el último paso en el camino hacia su propia condenación, tal vez el definitivo. Su avance había sido gradual, al principio incluso lento, pero tuvo la sensación de que empezaba a resbalar en cuanto disparó a blancos concretos la hiel que escupía, en cuanto dejó de importarle si lo que decía era al menos parcialmente cierto o no cumplía más finalidad que indisponer a unos estadounidenses contra otros e imposibilitar todo debate razonado, en cuanto se arruinaron vidas y se hundieron carreras y matrimonios…
Y en cuanto George Keys se suicidó, porque eso es lo que al final hizo, el muy idiota. Su madre murió una semana después de despacharlo a él el sindicato, y la combinación de ambos hechos lo quebrantó. Se ahorcó en el dormitorio de su madre, rodeado de las pertenencias de ella. Y he aquí lo curioso: George Keys era gay, pero, atormentado por su homosexualidad, temió usar esa circunstancia para eximirse de la acusación de que se había acostado con la camarera-fulana mexicana. Algunos culpaban a Tate de lo ocurrido, pero en su mayoría lo hacían en silencio. Para entonces, Davis Tate iba camino de convertirse en intocable.
Y de condenarse.
Pasos pequeños, pequeños incrementos de maldad.
Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de su apartamento. Percibió el hedor a nicotina un instante demasiado tarde, adormecidos sus reflejos por las cervezas que se había bebido y embotados sus sentidos por el olor y el sabor del tabaco que había traído consigo del bar. Intentó retroceder hacia el rellano, pero un golpe lo alcanzó a un lado de la cabeza estampándolo contra la jamba de la puerta, y notó la presión de la hoja de una navaja en el cuello, tan afilada que sólo se dio cuenta de que lo habían herido cuando sintió correr la sangre, y con ella llegó el dolor.
—Es hora de hablar —dijo la voz pestilente a su oído—. Es hora, quizá, de morir.