25

Adiv y Yonathan avanzaban penosamente hacia el sur por los inhóspitos Pinares de Jersey. Los habían llevado en coche aparentemente durante horas por un terreno escabroso hasta dejarlos por fin en medio del bosque. El tal Angel les había indicado la dirección que debían seguir si querían llegar a Winslow o Hammonton, pero ellos no habían sabido si fiarse de él, porque Angel, a decir verdad, se había mostrado ya de entrada un poco vago en sus indicaciones.

—No me gusta la naturaleza —les explicó, apuntándolos con su arma. Sobre sus cabezas se oían los trinos de los pájaros—. Demasiados árboles. Y culebras, y linces, y osos.

—¿Osos? —preguntó Adiv.

—Y también culebras, y también linces —dijo Angel—. No os quedéis con lo de los osos.

—¿Por qué?

—Porque ellos os tienen más miedo a vosotros que vosotros a ellos.

—¿En serio? —preguntó Yonathan.

—En serio —confirmó Angel. Se lo pensó por un momento—. O puede que eso pase con las arañas. Bueno, feliz caminata.

Las puertas se cerraron, y Adiv y Yonathan quedaron abandonados en medio de una nube de polvo, barro y ramitas. Ya oscurecía, pero al menos habían encontrado una carretera, pese a que no circulaban por ella vehículos y no veían aún señal alguna de luz artificial.

—Pensaba que iban a matarnos —comentó Adiv.

—Quizás así seas más educado en el futuro —sugirió Yonathan.

—Quizá —admitió Adiv—. Y quizá tú no andes apuntando con la pistola a quien no debes.

Siguieron adelante. Reinaba el silencio.

—Por fuerza tenemos que encontrar pronto una tienda o una gasolinera —dijo Adiv.

Yonathan no estaba tan seguro. Tenía la impresión de que se habían adentrado mucho en la espesura con el coche, y habían tardado lo suyo en localizar algo mayor que un simple sendero. Sólo quería salir del bosque antes de que anocheciera del todo. Esperaba que el rabino estuviera bien. Una cosa era sobrellevar una vergüenza personal y profesional, pero si algo llegaba a ocurrirle al rabino…

—Al menos nos han dejado unas monedas para el teléfono —señaló.

Adiv se llevó la mano al bolsillo y sacó las cuatro monedas. Cerró el puño con fuerza en torno a ellas, se besó el dorso de la mano y volvió a abrirlo. Se paró y las examinó más detenidamente, entornando los ojos en la escasa luz.

—¿Qué pasa? —preguntó Yonathan.

—El muy hijo de puta —dijo Adiv en voz baja.

Dejó caer las monedas en la mano de Yonathan antes de vociferar en hebreo:

Ben zona! Ya chatichat chara! Ata zevel sheba’olam!

Agitó el puño en dirección al sudeste, y luego se golpeó el dorso de la mano derecha con la palma izquierda.

Yonathan movió las monedas con la punta de un dedo.

—Monedas canadienses —dijo—. Será cabrón…