En Nicola’s, Epstein se había resignado a la ausencia de sus guardaespaldas, aunque tampoco tenía voz ni voto en el asunto. En el despacho de Nick la temperatura era agradable y en el aire flotaba un ligero olor a pan recién hecho, y el café era excelente. Al principio tuve la sensación de estar tratando a Epstein con mayor hospitalidad de la que probablemente merecía después de nuestro anterior encuentro, pero no tardé en comprender un matiz de esa confrontación previa que en su momento había infravalorado a causa de mi ira: en qué medida Epstein había tenido miedo, y miedo de mí. Incluso ahora seguía intranquilo, y no sólo por la ausencia de sus protectores. Pese a todas mis declaraciones, y al gesto exculpatorio de Liat, yo seguía siendo para el viejo un elemento inquietante. La presencia de Louis en el despacho seguramente no le resultaba muy relajante. Louis era capaz de poner nervioso a un muerto.
—Le tiembla la mano —dije mientras observaba cómo bebía de su taza.
—Este café es muy fuerte.
—¿Ah, sí? Yo habría podido caminar sobre la superficie del líquido árabe ese que usted me sirvió anoche si hubiese cabido en la taza, ¿y ahora resulta que el café de Nick es demasiado fuerte para usted?
Se encogió de hombros.
—Chacun à son goût.
Louis me tocó el hombro.
—Eso es francés —dijo.
—Gracias —respondí.
—Significa —aclaró Louis con mucho cuidado, como si explicara algo a un niño pequeño y torpe—: «cada cual según su gusto».
—¿Has acabado? —A veces me preguntaba si Angel no ejercía en Louis una influencia estabilizadora o algo así. La posibilidad me parecía preocupante.
—Sólo pretendía ayudar —contestó Louis. Miró a Walter Cole como diciendo: «¿Qué tengo que hacer?».
—Yo no sabía que eso era francés —dijo Walter.
—¿Lo ves? —me dijo Louis—. Él no lo sabía.
—Nunca ha ido más al este de Cape May —señalé—. Lo más cerca que ha estado de Francia ha sido acariciar a un caniche.
—¿Y qué significa? —prosiguió Walter—. ¿Qué significa eso que ha dicho?
—Acabo de explicarlo —respondió Louis—. Cada cual según su gusto.
—Ah —dijo Walter—. Dicho de la otra manera sonaba distinto.
—Eso es porque era en francés —precisó Louis.
—Supongo —repuso Walter—. Los franceses tienen muchas palabras para decir las cosas, ¿verdad que sí?
En ese punto Louis dejó de hablarle, y por lo tanto no vio el guiño que me dirigió Walter.
—¿Y entonces ahora qué? —preguntó Epstein.
—Usted habla alemán, ¿verdad?
—Sí, hablo alemán.
—Dios mío —comentó Walter—. Esto parece la isla de Ellis.
—¿Sabe qué significa Seitensprung? —continué.
—Sí —contestó Epstein—. Es la acción de cambiar de pareja mientras uno baila.
Walter cambió de posición y tocó a Louis en el brazo.
—Los alemanes tienen también un montón de palabras para las cosas, ¿no?
—Me estás tomando el pelo, tío, lo sé.
—No, es un idioma totalmente distinto…
Procuré permanecer ajeno a ellos y concentrarme en Epstein.
—No sé cómo acabé en esa lista ni por qué, pero usted no tiene ningún motivo para temer que yo pueda causarle daño. Por eso lo he traído aquí, por eso no tiene guardaespaldas. Si quisiera matarlo, ya habría muerto, y estos dos hombres no estarían aquí para presenciarlo. —Capté la mirada de Louis—. Bueno, al menos no estaría uno de ellos.
—Mi temor, como le expliqué anoche, es que haya dentro de usted una presencia que aún no se ha revelado —señaló Epstein.
—Y yo le dije que si fuera como ellos, dentro de mí ya se habría despertado eso que, según sus sospechas, permanece latente. Ha habido muchas ocasiones en que si yo fuera huésped de algo malévolo dormido en mi interior, eso habría podido salir de su letargo e intervenir para salvar a aquellos seres afines, y sin embargo no ha ocurrido. No ha ocurrido porque dentro de mí no hay nada.
Epstein encorvó los hombros. Se lo veía viejo, más viejo de lo que era.
—Hay mucho en juego —afirmó.
—Lo sé.
—Si nos hubiésemos equivocado respecto a usted…
—… ahora estarían todos ustedes muertos, del primero al último. Dejarlos con vida no supondría ninguna ventaja.
Epstein no contestó. Cerró los ojos. Pensé que tal vez rezaba. Cuando volvió a abrirlos, parecía haber tomado una decisión.
—Seitensprung —dijo, y asintió con la cabeza—. Nosotros no cambiamos de pareja durante el baile.
—No.
—Entonces, ¿ahora qué?
—¿Usted qué opina?
—Tenemos que encontrar ese avión —propuso Epstein.
—¿Por qué? —preguntó Louis.
—Porque dentro hay otra versión de la lista —contesté—. Barbara Kelly fue asesinada porque la gente para la que trabajaba averiguó que pretendía arrepentirse, salvarse revelando lo que sabía. Su lista ha desaparecido, pero esa otra lista sigue en el bosque. Probablemente es más antigua que la de Kelly, pero eso da igual. Así y todo vale la pena conseguirla.
—Pero no sabemos dónde se halla el avión —apuntó Walter.
—Puede llamar a su amigo, el agente especial Ross, del FBI —le dije a Epstein—. Podría examinar imágenes por satélite de la zona, intentar localizar cambios en el bosque que pudieran mostrar el camino abierto por un avión caído.
—No —dijo Epstein.
—¿No confía en él?
—Confío en él de manera implícita, pero, como le dije ayer, no sabemos quién más consta en esa lista. Puede que incluso el FBI esté corrompido. El riesgo de ponerlos sobre aviso con respecto a lo que nos proponemos es demasiado alto. —Se inclinó sobre la mesa y entrelazó las manos—. ¿Está usted seguro de que esa tal Vetters no conoce el paradero del avión?
—Me dijo que su padre no lo precisó.
—¿Y usted la cree?
—Su padre y el amigo de éste estaban perdidos cuando toparon con el aparato. Podría ser que antes de morir él le proporcionara alguna indicación más concreta de la zona a su hija, pero si fue así, ella no me informó de eso.
—Debe volver a hablar con ella y averiguar todo lo que sabe. Todo. Mientras tanto, intentaremos seguir los movimientos de Barbara Kelly y descubrir todo lo que podamos sobre ella. Tal vez escondió una copia de la lista antes de morir.
No pude disimular mi escepticismo. Quizás Epstein tuviera razón en que Kelly hizo una segunda copia de la lista y la guardó en algún lugar fuera de la casa, pero en ese caso seguro que lo había desvelado bajo tortura.
—Marielle Vetters —dije.
Epstein pareció confuso.
—¿Qué? —dijo.
—Es la mujer que me dio la lista. Su padre se llamaba Harlan, y el amigo de éste Paul Scollay. Eran de Falls End, un pueblo en el límite de los Grandes Bosques del Norte.
El desconcierto desapareció del rostro de Epstein.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó, aunque creo que ya conocía la respuesta.
—Porque yo sí confío en usted.
—¿A pesar de lo que ocurrió anoche?
—Quizá sobre todo después de lo que ocurrió anoche. En ese momento no me gustó, y no quiero que se repita. Pero entiendo por qué reaccionó así. Estamos en el mismo bando, rabino.
—En el bando de la luz —añadió.
—Luz relativa —lo corregí—. Hablaré con Marielle, y con Ernie Scollay, por si su hermano dejó escapar algo a lo largo de los años. Pero usted mantenga a los suyos alejados de ellos.
—Sólo Liat conocerá sus nombres.
—Y Liat no habla, ¿verdad?
—No, señor Parker, Liat no habla. Sabe guardar secretos muy bien.
Lanzó una mirada a Louis y Walter. Quería decir algo más al respecto.
—No se preocupe —lo tranquilicé—. Lo que tenga que decir puede decirlo delante de ellos.
—Liat sólo me habló de sus heridas —explicó—. De nada más. Y no le pedí que se acostara con usted, por si tenía alguna duda. Lo hizo por sus propias razones.
—Ya sabía yo que te la habías tirado —comentó Louis a mis espaldas. Se volvió hacia Walter—. Sabía que se la había tirado.
—Yo no sabía que se hubiera tirado a nadie —respondió Walter—. A mí nadie me cuenta nada.
—Callaos, los dos —ordené.
—Quizá también le interese saber que ella creyó en usted desde el principio —añadió Epstein—. Era yo quien tenía mis dudas. Ella no tenía ninguna, pero cedió a los temores de un viejo. Dijo que lo supo desde el momento en que lo aceptó a usted dentro de sí.
—Caramba…
—He dicho que os calléis.
—En fin —dijo Epstein. Se puso en pie y se abrochó la chaqueta—. Procedamos. ¿Hablará hoy con esa mujer?
—Mañana —respondí—. Preferiría tratarlo con ella en persona, con ella y con Scollay. De camino hacia allí, no obstante, tal vez me acerque a ver a un abogado de Lynn.
—Eldritch —dijo Epstein. Pareció mencionar ese nombre a disgusto.
—Tendré cuidado con lo que le diga.
—Sospecho que, sepamos lo que sepamos, él ya sabe más: él y su cliente.
—El enemigo de mi enemigo… —dije.
—… puede que también sea mi enemigo —remató Epstein—. No compartimos sus objetivos.
—A veces creo que sí. Incluso es posible que compartamos algunos de sus métodos.
Epstein optó por no seguir discutiendo, y nos dimos la mano.
—Fuera hay un coche esperándolo —anuncié—. Louis lo acompañará de regreso a Brooklyn.
—¿Y mis jóvenes amigos?
—No les pasará nada —le aseguré—. Bueno, casi nada.
Me proponía viajar en avión a Boston al cabo de un par de horas. Louis y Angel irían uno o dos días después en coche, junto con sus juguetes. Mientras tanto, repasé lo que me había contado Marielle Vetters porque me llamaba la atención un detalle de su relato, y porque entraba en conflicto con otra historia que había oído muchos años antes. Tal vez no fuera nada, un recuerdo erróneo por mi parte o por parte del hombre que me había contado ese relato, pero si era verdad que Marielle Vetters no sabía nada más sobre la ubicación del avión, cabía la posibilidad de que yo encontrara otra manera de acotar la zona de búsqueda.
Para eso sólo tenía que hablar con un hombre acerca de un fantasma.