Davis Tate, repantigado en uno de los reservados de piel sintética del bar, examinó los índices de audiencia por cuarta vez con la esperanza de encontrar algún motivo de celebración, o como mínimo para un relativo optimismo.
Sus cifras deberían haber estado por las nubes: la economía seguía inestable, el presidente se hallaba maniatado por su propio idealismo comprometido, y la derecha había conseguido denigrar a los sindicatos, los inmigrantes y los beneficiarios del bienestar social haciéndoles pagar el pato por la codicia de los banqueros y los tiburones de Wall Street, con lo que de algún modo había convencido a la gente cuerda de que los más pobres y más débiles de la nación eran los responsables de la mayoría de sus males. Lo que nunca dejaba de asombrar a Tate era que muchos de esos mismos individuos —los pobres de solemnidad, los parados, los receptores de ayudas sociales— escuchasen su programa, pese a que él flagelaba a aquellos —las organizaciones sindicales, los progresistas defensores de causas perdidas— que más deseaban ayudarlos. El encono, la estupidez y el interés personal, había descubierto Tate, se imponían siempre a los argumentos razonados. A veces se preguntaba en qué se diferenciaba esta generación de la de sus abuelos a la hora de elegir presidente, y había llegado a la conclusión de que las generaciones precedentes querían ser gobernadas por hombres más inteligentes que ellas, en tanto que los votantes de hoy día preferían ser dirigidos por personas que eran tan tontas como ellos. Los conocía bien porque se ganaba la vida alimentando sus instintos más viles. Percibía sus temores y avivaba las llamas vacilantes de ese miedo.
Con todo, sus cifras de audiencia permanecían obstinadamente estancadas. En algunos estados —Kansas, nada menos, y Utah, donde ser progresista significaba tener una sola esposa—, de hecho, el número de oyentes iba en descenso. Resultaba increíble, sencillamente increíble. Se acabó la cerveza y le pidió otra a la camarera con una seña.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó—. ¿Es mi voz, mi personalidad? ¿Qué?
Algunos habrían respondido que era todo eso, y más. Curiosamente, Tate habría coincidido. Era consciente de que no tenía un talento o un carisma especiales, pero podía armar barullo como el que más. También era más listo de lo que creían sus enemigos, lo bastante listo para darse cuenta de que en Estados Unidos la mayoría de la gente, progresista o conservadora, sólo quería proseguir con su vida y, por lo general, no deseaba mal a nadie que no le hubiese causado ningún perjuicio real. En esencia eran buenas personas, y además muy tolerantes. Por eso mismo no le servían de nada a Tate y a los otros como él. Su función en la vida era centrarse en aquellos en quienes bullía el resentimiento y la animadversión, y aprovechar con fines políticos y sociales ese material vil. Allí donde haya amor, rogaba Tate a Dios, déjame sembrar odio. Allí donde haya riesgo de perdón, un renovado sentido de agravio. Allí donde haya fe, duda. Allí donde haya esperanza, desesperación. Allí donde haya luz…
Oscuridad.
Su productora, Becky Phipps, sentada frente a él, jugueteaba con la aceituna de su «martini sucio»: sucio figurada y literalmente. Tate no entendía cómo se le ocurría a ella pedir un cóctel en un antro como aquél. Tate no quiso usar siquiera los vasos de cerveza, y había limpiado la botella antes de empezar a beber. Que ésa fuera la clase de barucho frecuentado por gente corriente no significaba que también él tuviera que beber allí, no a menos que sirviera para subir los índices de audiencia, y en ese preciso momento no oía los aplausos de nadie.
A Tate le preocupaba también que el camarero de la barra pudiera ser gay. Era todo músculos, pero estaba demasiado bronceado para el gusto de Tate, y parecía exhibir su amaneramiento ante un par de clientes con toda la pinta de carnaza para maricas. El bar lo había elegido Becky. Sostuvo que era mejor mantener esa conversación lejos de sus locales de costumbre. Allí habría menos distracciones, pero también menos oídos alertas a su conversación.
—Todavía no es una crisis, pero podría llegar a serlo a menos que la atajemos ya —dijo Becky—. Nos han llegado algunas quejas de los anunciantes, pero se les ha ofrecido garantías. Nosotros hablamos y ellos escuchan.
—No estarán recortando las tarifas de publicidad, ¿no? —preguntó Tate, incapaz de disimular su creciente pavor en el tono de voz. Eso sería el beso de la muerte. El recorte de tarifas, aunque fuera temporal, era un asunto peligroso. Podría considerarse una admisión de que la caída de oyentes era imparable, y eso habría sido como desencadenar un pánico bancario.
—No, pero no te mentiré: se ha planteado la posibilidad.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Un par de meses. La semana que viene convocaremos una reunión de grupo, haremos un poco de brainstorming, haremos un análisis estructural de todo el asunto.
Tate no soportaba cuando Becky empleaba toda esa jerga de escuela de negocios. Sabía por experiencia que la gente sólo hablaba así cuando no tenía la menor idea de lo que decía, lo cual, tratándose de su productora, era motivo de alarma, aunque Becky fuera productora más de nombre que en la práctica. Supervisaba a Tate, lo guiaba, le proponía objetivos para sus diatribas, y él nunca discrepaba de ella. Sabía que no le convenía. Becky y él llevaban cinco años juntos, y ella le había sido útil, pero por su vanidad era reacio a atribuir una parte excesiva de su éxito a la aportación de ella. Por otro lado, Barbara Kelly, la mujer que había recomendado a Becky, había proporcionado además el capital inicial y lo había puesto en contacto con toda una red de personas de ideología afín: anunciantes, entidades redifusoras, traficantes de influencias e información.
Pero Barbara Kelly estaba muerta. Tate debía andarse con pies de plomo.
—Si crees que servirá de algo —dijo Tate.
Procuró no mostrar demasiado escepticismo. Vivía con el miedo de que prescindieran de él, de que lo mandaran de nuevo a las emisoras menores. Llegó su tercera cerveza. Lanzó una ojeada a la barra y vio que el camarero lo miraba. Aquel tipejo cogió la botella vacía que le entregó la camarera, metió el dedo en la boca y la dejó caer en el contenedor de reciclaje. Mientras Tate lo observaba, se chupó el dedo que antes había introducido en la botella de Tate y guiñó el ojo.
—¿Has visto eso? —preguntó Tate.
—¿Qué?
—Ese camarero maricón ha metido el dedo en mi botella y se lo ha chupado.
—¿En qué botella? ¿En ésta?
—No, en la otra, la que acababa de beberme.
—La fuerza de la costumbre.
—Me ha guiñado el ojo al mismo tiempo.
—Quizá le gustas.
—Dios mío. ¿Crees que habrá hecho algo con ésta también? —Tate contempló la botella con recelo—. Quizás el dedo no es lo único que intenta meter en las botellas.
—Tengo una toallita húmeda, si quieres.
—Daría mal sabor a la cerveza. Quizá no tan malo como si el camarero hubiera metido la polla dentro, pero malo igualmente.
—Estás exagerando.
—Me ha reconocido. Seguro que sí. Lo ha hecho intencionadamente porque cree que soy homófobo.
—Eres homófobo.
—Ése no es el problema. Debería poder expresar mi opinión sin miedo a que un camarero maricón meta el dedo, u otra cosa, en mi cerveza. Podría tener una enfermedad.
—Me has dicho que se ha chupado el dedo después de beber tú de la botella, no antes. Si alguien va a contraer algo, será él.
—¿Qué? ¿Acaso eres epidemióloga? ¿Y qué quieres decir con eso? ¿Insinúas que tengo algo contagioso?
—Paranoia, quizá.
—Te lo aseguro: sabe quién soy.
—Eso estaría muy bien —dijo Becky, y Tate, al percibir su sarcasmo, apartó su atención de dedos y botellas—. Si todos los camareros de Nueva York te reconocieran, significaría que eres una figura nacional y todos tus problemas se resolverían.
—Querrás decir «nuestros» problemas, ¿no?
Becky tomó un sorbo de su bebida.
—Claro. Me he expresado mal.
Tate, malhumorado, se cruzó de brazos y miró en otra dirección, pero cambió de idea al ver que el camarero aún mantenía la vista fija en él. Becky dejó escapar una maldición en voz baja. Le correspondía a ella hacer un gesto conciliatorio. Siempre le correspondía a ella. A veces lamentaba que Barbara Kelly le hubiese pedido que tomase a Tate bajo su protección. Antes, o al menos hasta fecha reciente, daba la impresión de que irrumpiría en el sector a lo grande, pero era un hijo de puta miserable y un quejica. Gajes del oficio. Uno no podía pasarse varias horas al día vomitando toda clase de bilis, preparando luego durante otras tantas horas la bilis que vomitaría al día siguiente, y al otro, y al otro, sin que se contaminara su propio espíritu. Aunque nunca se lo había dicho a Tate, a veces quitaba el volumen en la cabina del productor para descansar de sus emponzoñadas catilinarias, y eso que ella coincidía con la mayor parte de lo que decía. De lo contrario, ni siquiera habría podido dedicarse a ese trabajo. Al menos Tate representaba sólo una parte de sus responsabilidades. En cierto modo, ser su productora era para ella poco más que una tapadera.
—¿No hueles a humo? —preguntó Tate. Olisqueaba el aire como una rata, con la cabeza un poco en alto. Incluso había levantado las manos de la mesa, y le colgaban ante el pecho como zarpas.
—¿Cómo? ¿A fuego? —preguntó ella.
—No, a humo de tabaco. —Miró por encima de la mampara del reservado, pero no vio a nadie cerca. Habían elegido la mesa precisamente por esa razón—. Apesta como si fuera la hora de la limpieza en la sala de cáncer de pulmón de un hospital.
Para alguien que era ostensiblemente ultraliberal, Tate presentaba sus peculiaridades e incoherencias. Al igual que muchos de aquellos que se consideraban «pro vida», Tate sólo estaba a favor de la clase de vida que se encontraba hecha un ovillo dentro de un útero. Si salía de ese mismo útero y cometía un delito, era digno candidato a la aguja. Análogamente, sentía un desmedido entusiasmo por la guerra, siempre y cuando esa guerra implicara dar una patada en el culo a alguien en algún lugar alejado de los bares decentes y los buenos restaurantes, y combatieran en ella los hombres y mujeres a quienes Tate despreciaba en secreto cuando no vestían el uniforme. Pero también era cautamente partidario de cierto control de armas, aunque se tratara de un mecanismo de control que le permitiera a él disponer de armas y a la vez las mantuviera fuera del alcance de los no blancos y los no cristianos; y por descontado no aprobaba que alguien fumara cerca de él pese a defender el tipo de política medioambiental laxa que a largo plazo ejercería con toda probabilidad un efecto notablemente más perjudicial en la calidad del aire que respiraba que inhalar de vez en cuando un poco de humo como fumador pasivo.
En suma, pensó Becky, Davis Tate era un gilipollas, pero por eso resultaba tan útil. Aun así, reclutar a hombres como él requería cierta cautela, y su uso continuado implicaba una cuidadosa diplomacia. No podían ser del todo estúpidos, o serían incapaces de llevar a cabo la función asignada en los medios de comunicación, y no podían ser demasiado inteligentes por si empezaban a cuestionarse lo que hacían, o cómo se los utilizaba. La manera más fácil de asegurarse su docilidad permanente era alimentarles el ego y rodearlos de personas como ellos. El odio, como el amor, debía ser abonado y regado con regularidad.
Tate siguió olfateando el aire.
—¿Seguro que no lo hueles? —preguntó.
Becky olisqueó. Se percibía cierto tufillo, admitió. Mínimo, pero desagradable. Casi lo saboreaba con la lengua, como si acabara de lamer los dedos de un fumador.
—Es un olor viejo —dijo—. Lo lleva alguien en la ropa. —También en la piel y el pelo, porque una persona no olía así a menos que la nicotina se hubiera impregnado en su organismo. Casi oía la metástasis de las células.
Echó un vistazo por encima del hombro. Al fondo del bar, donde la luz era más exigua, vio a un individuo sentado en uno de los reservados contiguos a la pared, con un periódico abierto ante él, una copa de coñac en una mano, la otra mano en la mesa, marcando suavemente un ritmo con el índice mientras leía. No le veía la cara, pero llevaba el pelo grasiento y despeinado. Le dio la impresión de que era un hombre poco aseado, contaminado, y no sólo porque el olor del tabaco procedía sin duda de él.
—Es el hombre del rincón —dijo ella.
—No hay excusa para que alguien huela así de mal —declaró Tate—. Al menos no vivirá más que nosotros.
Tate no estaba seguro, pero por un momento le pareció que el hombre interrumpía su rítmico tamborileo; enseguida lo reanudó, y Tate no volvió a pensar en ello.
—No hagas caso —dijo Becky—. No es él la razón por la que estamos aquí.
—Estamos aquí por los malditos anunciantes desleales y por los directores de la emisora, esos gordos sin una sola idea original en la cabeza —afirmó Tate.
—Pero no sólo debemos preocuparnos por los anunciantes y las emisoras —repuso ella—. ¿Te das cuenta de eso? Los Patrocinadores están preocupados.
A Tate le supo mal la cerveza. No fue sólo por sus recelos, justificados o no, respecto al camarero. Siempre que salía a relucir el tema de los Patrocinadores tenía esa misma sensación. Al principio, la existencia de éstos no lo había inquietado más de la cuenta. La tal Kelly lo había abordado cuando era un locutor menor que emitía desde San Antonio, sin más que una docena de redifusiones en su haber en todo el estado. Ella había quedado con él para tomar un café en el vestíbulo del hotel Menger, y en un primer momento no lo impresionó. Era una mujer sosa, del montón, y Tate sospechó que además era tortillera. No tenía nada contra las tortilleras siempre y cuando fueran guapas —probablemente eso era lo más cerca que había llegado a estar de una opinión progresista—, pero las camioneras, las de aspecto masculino, lo irritaban. Siempre parecían enfadadas, y la verdad era que lo intimidaban. Kelly no era un caso extremo: llevaba el pelo hasta los hombros, y no se negaba a maquillarse o ponerse falda y zapatos de tacón en una muestra de rechazo al concepto opresivo que tenían los hombres de las mujeres. Pero ningún hombre la habría mirado dos veces en un bar o en un centro comercial, y la mayoría no se habría molestado en mirarla siquiera la primera vez.
Pero cuando Kelly empezó a hablar, Tate se dio cuenta de que se inclinaba hacia ella, pendiente de cada una de sus palabras. Tenía una voz suave y melodiosa, que le pareció del todo ajena a su aspecto y al mismo tiempo curiosamente adecuada si uno la consideraba una especie de figura materna y no un ser sexual. Habló de que se avecinaba un cambio, y dijo que las voces como la de él debían hacerse oír para que ese cambio tuviera un efecto permanente. Afirmó que existían figuras influyentes y poderosas interesadas en garantizar que eso ocurriera, que tenían favores que exigir y dinero para gastar. Davis Tate no necesitaba pasar el resto de su carrera en un estudio infestado de cucarachas en Valley Hi, yendo y viniendo de allí a su apartamento en Camelot, igualmente infestado de cucarachas, al volante de su Concorde, una mierda de utilitario. Si él quería, podía llegar a ser un presentador importante de un programa de opinión con redifusión. Bastaba con que se dejara guiar por otros.
Quizá Tate tuviera mucho futuro en el fomento del odio por la radio, pero no era tonto. Incluso entonces era lo bastante consciente de su propia labor para saber que, en el mejor de los casos, la mayor parte de lo que decía no tenía mucho sentido y, en el peor, eran sólo puras mentiras, pero llevaba tanto tiempo diciéndolo que incluso él empezaba a creérselo. Tampoco tenía el ego tan descontrolado para pensar que una tortillera del norte iba a ir hasta San Antonio sólo por su destreza verbal y su capacidad infalible para culpar de los problemas de los hacendosos norteamericanos blancos y cristianos a los negros, los hispanos, los maricas y las feministas sin tener siquiera que llegar al punto de nombrarlos. Pero siempre había una pega, ¿no?
—¿Estamos hablando de un préstamo? —preguntó. Ya apenas podía pagar el alquiler y las letras del vehículo, y había agotado el crédito de su tarjeta. La palabra «préstamo» lo atraía tanto en esos momentos como la palabra «soga».
—No, todo el dinero que reciba será sin retorno —informó Kelly—. Considérelo una inversión en su carrera.
Hojeó los papeles que tenía en la mesa ante sí y separó un documento de cuatro páginas. El texto estaba muy apretado, y a Tate le pareció de aspecto oficial.
—Éstos son los papeles iniciales para la corporación que proponemos crear en su nombre. La financiación procedería de una serie de entidades tipo 509(a) y 501(c).
Tate leyó el documento por encima. No era abogado, pero incluso él se dio cuenta de que aquello contenía un verdadero galimatías de jerigonza jurídica. También sabía las cuatro reglas, y lo que se le estaba ofreciendo era mucho más de lo que ganaba en San Antonio, con la promesa de posteriores bonificaciones conforme se aumentara la redifusión.
—También nos gustaría poner una entidad tipo 501(c) independiente bajo su control directo —continuó Kelly—. Como probablemente ya sabe, esta clase de organizaciones gozan de exención fiscal, y siempre y cuando acumule menos de veinticinco mil dólares en ingresos brutos anuales, no tiene por qué declarar anualmente a Hacienda. En un trabajo como el suyo, a menudo es necesario ofrecer hospitalidad, y cuanto más hospitalario sea, más amigos tendrá. Eso requiere la disponibilidad de ciertas sumas que estamos dispuestos a proporcionarle. A veces incluso puede que tenga que utilizar esa financiación para poner a ciertos individuos en una situación en la que sean vulnerables a la presión o a la revelación de secretos.
—¿Se refiere a tenderles una trampa?
Kelly le dirigió la clase de mirada que le lanzaba su maestra de tercero cuando no conseguía resolver una suma sencilla, pero la enmascaró con una sonrisa indulgente.
—En absoluto —respondió ella—. Pongamos que se entera usted de que un sindicalista de la zona engaña a su mujer con alguna que otra camarera, o incluso con alguna de las mismísimas inmigrantes cuyos derechos presuntamente quiere proteger. Usted podría adoptar la postura de que tiene la obligación social y moral de denunciar su comportamiento. Al fin y al cabo, se trata no sólo de hipocresía sino también de explotación. En ese caso, cebar un anzuelo no podría considerarse tender una trampa. Ese hombre no tendría por qué obrar conforme a sus apetitos, y usted no lo forzaría a hacerlo. Sería una cuestión de libre elección por su parte. Eso es muy importante, señor Tate: en todas las cuestiones, la libertad de elegir entre lo correcto y lo incorrecto es crucial. De lo contrario, bueno… —Desplegó una amplia sonrisa—. Me quedaría sin trabajo.
Tate experimentaba aún la incómoda sensación de que se le escapaba algo, y la complejidad del documento legal que tenía en la mano no había hecho más que aumentar su sospecha de que en algún sitio acechaba una montaña de letra pequeña para echársele encima y morderle el culo.
—Disculpe, pero ¿cuál es exactamente su trabajo?
—Consta en mi tarjeta de visita. —Señaló la tarjeta, junto a la taza de café de Tate—. Soy consultora.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que atiendo consultas. No podría ser más sencillo.
—Pero ¿al servicio de quién?
—Lo ve, señor Tate, por eso queremos contar con usted: «al servicio de quién». Es usted brillante, y sabe hablar bien, pero nunca trata a sus oyentes con superioridad. Se dirige a ellos como a iguales, aun cuando no lo sean. Da la impresión de que es uno más del público, pero sabe que es superior. Tiene que serlo. Alguien debe guiar a los hombres y mujeres ignorantes. Alguien tiene que explicar la realidad de una situación con palabras comprensibles para la gente corriente o, si es necesario, adaptar un poco la realidad para que pueda comprenderse. No es usted la única persona de los medios a quien nos hemos acercado. No está usted solo. Le ofrezco la oportunidad de formar parte de un objetivo más amplio, de dar un uso óptimo a su talento.
Tate casi estaba convencido. Deseaba dejarse convencer, pero aún dudaba.
—¿Cuál es la pega? —dijo, y, para su sorpresa, Kelly pareció alegrarse de oír esa pregunta.
—Por fin —dijo ella.
—¿Por fin?
—Siempre espero esa pregunta. Es la prueba de que tratamos con la persona indicada. Porque siempre hay una pega, ¿no? Siempre hay algo en la letra pequeña al acecho para echársele a uno encima y morderle el culo.
Tate la miró atónito. Ella había utilizado casi las mismas palabras que él había usado en su cabeza. Intentó recordar si las había pronunciado en voz alta, pero estaba seguro de que no.
—No se asuste, señor Tate —dijo Kelly—. Yo en su situación pensaría lo mismo.
Extrajo otra hoja de su maletín y la colocó ante él. Contenía un único párrafo largo en el centro de la página. Nítidamente mecanografiado en medio de un texto escrito con letra caligráfica, aparecía su nombre. Le recordó a un manuscrito universitario, entre otras razones porque estaba en latín.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—La pega —contestó ella—. En la mano tiene el contrato formal, el menor. Éste es su contrato privado, su pacto con nosotros.
—¿Por qué está en latín?
—Los Patrocinadores son gente muy chapada a la antigua, y el latín es la lengua de la jurisprudencia.
—No entiendo el latín.
—Permítame que se lo resuma, pues.
Tate advirtió que ella ni siquiera necesitó mirar la hoja. Se sabía el contenido de memoria. Recitó de corrido lo que a Tate se le antojó un juramento a la bandera, salvo que aquí no se prometía lealtad al país sino a un organismo privado.
—¿Exercitus Noctis?
—El Ejército de la Noche. Pegadizo, ¿no le parece?
A Tate no le pareció pegadizo ni mucho menos. Más bien le sonó a uno de esos movimientos organizados en torno al lema «Recupera las Calles». «Más tortilleras», pensó.
—¿Y eso es todo? ¿Sólo tengo que firmar eso?
—Nada más. Nunca se hará público, y usted nunca verá el nombre de nuestra organización escrito más que aquí. De hecho, el Ejército de la Noche no existe. Considérelo un chiste privado. Digamos, en esencia, que se requería una nomenclatura apropiada, y ésa fue del agrado de los Patrocinadores. Este contrato en particular es para tranquilidad de ellos. No nos gustaría que cogiera usted nuestro dinero y se marchara a Belice.
Tate ni siquiera sabía dónde estaba Belice, pero no se habría marchado allí ni aun sabiéndolo. Era ambicioso, y nunca había tenido una oportunidad mejor que aquélla para promocionarse en su área profesional.
—Esto…, ¿y quiénes son esos Patrocinadores?
—Individuos conscientes y acaudalados. Les preocupa el rumbo que está tomando el país. De hecho, les preocupa el rumbo que está tomando el mundo entero. Quieren cambiarlo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Cuándo los conoceré?
—Los Patrocinadores prefieren mantenerse a distancia. Les gusta más actuar discretamente por mediación de otros.
—Como por ejemplo usted.
—Exacto.
Tate volvió a mirar los documentos que tenía ante sí. Uno estaba escrito en una lengua que no entendía, y el resto en una lengua que debería haber entendido pero no entendía.
—Tal vez debería enseñarle esto a mi abogado —comentó Tate.
—Lamentándolo mucho, eso no será posible. Éste es un ofrecimiento irrepetible. Si salgo de aquí con esos papeles sin firmar, el ofrecimiento quedará anulado.
—No sé…
—Quizás esto baste para convencerlo de nuestra buena fe —dijo Kelly.
Le entregó un sencillo sobre blanco. Cuando Tate lo abrió, vio que contenía los datos de acceso a tres cuentas bancarias, incluida la de la entidad 501(c) cuya creación, según había insinuado Kelly, sólo estaba contemplándose. Se llamaba Liga Estadounidense por la Igualdad y la Libertad. En total, el saldo de las tres cuentas ascendía a más dinero del que él había ganado en los últimos diez años.
Tate firmó los papeles.
—¿Todo este dinero es mío? —preguntó. No acababa de creérselo.
—Considérelo sus arcas de guerra —respondió Kelly.
—¿Contra quién vamos a librar la guerra?
—«Librar la guerra» —dijo Kelly con admiración—. Me encanta como habla.
—Eso no aclara mi duda —insistió Tate—. ¿Contra quién luchamos?
—Contra todos —contestó Kelly—. Todos los que no sean como nosotros.
Una semana después le presentaron a Becky Phipps. Un año después era una estrella ascendente. Ahora esa estrella parecía de capa caída, y Becky aludía misteriosamente a los Patrocinadores. Los Patrocinadores, como Tate sabía, tendían a actuar cuando algo los disgustaba. Eso lo había descubierto ya antes. Kelly no hablaba por hablar al hacer referencia a un sindicalista con debilidad por las faldas: se llamaba George Keys. Éste se complacía en contar a la gente que le habían puesto ese hombre por George Orwell. Nadie sabía si eso era cierto, pero Keys, sin duda, era descendiente de socialistas. El padre había sido sindicalista toda su vida, y la madre seguía profundamente implicada en planificación familiar. Su abuelo, por su parte, había creado en California un campamento del Movimiento del Trabajador Católico y mantenía una estrecha relación con la fundadora de dicha organización, Dorothy Day, que reunía todos los requisitos para incluirla en la lista de Tate de individuos odiados: católica, anarquista, socialista radical, incluso antifranquista, lo cual implicaba, por lo que Tate sabía, que esa mujer ni siquiera era coherente en su desatino, porque teóricamente en la guerra civil española los católicos se habían puesto del lado de los fascistas, ¿o no? Si el nieto era una décima parte de lo que era el abuelo, merecía que lo eliminaran de la faz de la tierra, aun cuando no se tirara a obreras mexicanas a escondidas.
No resultó difícil sobornar a una fulana que trabajaba de camarera a tiempo parcial —o una camarera que trabajaba de fulana a tiempo parcial, Tate nunca supo si lo uno o lo otro— para que se presentara ante Keys con una triste historia sobre su familia allá en México, y sobre sus primos, empleados en granjas avícolas de Texas en condiciones de servidumbre. Keys la invitó a unas copas y la fulana le pagó otras tantas, y una cosa llevó a la otra, hasta que Keys y la fulana acabaron en casa de Keys.
Tate no sabía qué ocurrió después, ni le importaba, pero consiguió fotografías de Keys y la mujer juntos. Luego dio a conocer a sus oyentes lo que sabía y se aseguró de que las fotografías se difundieran entre todos los periódicos del estado, y por un desembolso de quinientos dólares contribuyó a obstaculizar la marcha del sindicalismo en el estado de Texas. Keys lo negó todo, y, más tarde, Tate se enteró por mediación de la camarera-fulana de que el sindicalista, en su casa, se había limitado a ponerle un poco de jazz, que a ella no le gustaba, hablar de su madre moribunda y luego echarse a llorar antes de pedirle un taxi por teléfono. Más adelante, Kelly se puso en contacto en persona para informarle de que los Patrocinadores habían quedado complacidos, y recibió una considerable bonificación en efectivo a través de Becky. La camarera-fulana fue enviada de vuelta a México por las autoridades de Inmigración, acusada de alguna irregularidad amañada, y allí se perdió su rastro discretamente en algún lugar en las inmediaciones de Ciudad Juárez, o eso insinuó Becky una noche, estando borracha, cuando él empezaba a plantearse hacerle una proposición, hasta que ella le contó lo que probablemente le había ocurrido a la chica en México, y que los Patrocinadores tenían contactos allí. Lo explicó con una sonrisa, y en ese mismo instante los deseos de Tate por Becky se desvanecieron y no resurgieron nunca más.
Por desgracia, otras personas no estaban tan complacidas con la actuación de Tate, y él carecía aún de la sagacidad necesaria para protegerse de sus propios vicios. Tate no hacía ascos a echar también él algún que otro polvo por ahí. No estaba casado, pero sentía debilidad por las chicas de color, y en especial por las putas de color del Dicky’s, en Dolorosa, una reliquia de los tiempos en que el barrio chino de San Antonio era uno de los mayores del estado, y el menos segregado racialmente. El caso es que, las noches en que no había ninguna puta de color disponible, Tate no tenía inconveniente en mojar con alguna mexicana muy morena, y una cosa llevó a la otra, y de algún modo se supo que Davis Tate frecuentaba el Dicky’s, y una noche, cuando salió envuelto en el aroma del jabón desinfectante que el Dicky’s proporcionaba para las necesidades higiénicas de sus clientes, fue fotografiado por un hombre blanco desde un coche, y cuando él protestó, las puertas del coche se abrieron y se apearon tres mexicanos, y Davis Tate recibió la paliza de su vida. Pero memorizó la matrícula del coche, eso sí, e hizo la llamada mientras aún esperaba asistencia médica en el Hospital Comunitario de San Antonio. Barbara Kelly le aseguró que el asunto recibiría la debida atención, y así fue.
El coche estaba a nombre de un tal Francis Russell, «Frankie» para los amigos, un primo de George Keys que trabajaba de vez en cuando como detective privado: cuestiones matrimoniales sobre todo. Al cabo de veinticuatro horas, el cadáver de Frankie Russell fue hallado en el límite oriental de la reserva natural Government Canyon. Lo habían castrado, y se insinuó que compartía algunas de las flaquezas de su primo, y la historia del sindicalista aficionado a tirarse a mujeres inmigrantes, ilegales y legales, volvió a salir a la luz. No se estableció conexión alguna entre el asesinato de Russell y el hallazgo una semana más tarde de los restos de tres trabajadores de una granja avícola mexicana arrojados al lago Calaveras. Al fin y al cabo, no los habían castrado, sino sólo matado a tiros.
Probablemente, según los entendidos, fue consecuencia de un enfrentamiento entre bandas.
Pero Davis Tate sabía de qué iba la cosa, y estaba muy, muy asustado. Él no había pretendido que aquello acabara en asesinato. Lo único que quería era que una paliza se vengara con otra. La noche en que sacaron los cadáveres del lago Calaveras cogió una borrachera de órdago y telefoneó a Barbara Kelly. En el transcurso de la conversación dejó muy claro que él no quería que mataran a sus agresores, sino sólo que les dieran una lección, y Kelly le contestó que, en efecto, les habían dado una lección. Tate empezó entonces a vociferar, proferir amenazas y hablar de sus cargos de conciencia. Colgó, y acto seguido abrió otra botella, y debió de dormirse en el suelo porque ni siquiera tenía la certeza de estar despierto cuando abrió los ojos y vio a la hermosa mujer morena que lo miraba.
—Me llamo Darina Flores —dijo ella—. Me envía Barbara Kelly.
—¿Qué quiere?
—Quiero advertirle acerca de la importancia de permanecer fiel a la causa. Quiero asegurarme de que entiende la seriedad del documento que firmó.
Se arrodilló a su lado y lo agarró por el pelo con la mano izquierda a la vez que le oprimía el cuello con la derecha. Era muy, muy fuerte.
—Y quiero hablarle de los Patrocinadores, y alguna otra cosa.
Le susurró al oído y sus palabras se convirtieron en imágenes, y esa noche murió algo dentro de Davis Tate.
Ese recuerdo volvió a asaltarlo ahora mientras Becky hablaba. Ella no estaba de su lado, eso lo había deducido ya hacía mucho tiempo. Representaba los intereses de los Patrocinadores, y a la vez de quienes recurrían a éstos.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Tate—. ¿Cómo consigo que vuelvan a subir los índices?
—Se ha insinuado que eres demasiado sutil, que te falta radicalismo. Tienes que suscitar cierta controversia.
—¿Cómo?
—Mañana te enterarás de la desaparición de una adolescente en el norte del estado de Nueva York. Se llama Penny Moss y tiene quince años. Se te concederá una exclusiva: cuando se descubran los restos de Penny Moss, se te proporcionarán pruebas de que el asesino es un musulmán converso que decidió castigarla de manera ejemplar por vestir inapropiadamente. Ni siquiera la policía se enterará antes que tú. La información te llegará por vía anónima. Tendremos invitados en el programa preparados para comentar el crimen. Estás a punto de convertirte en el ojo del huracán.
Tate por poco vomita la cerveza. No temía ensañarse con los progresistas porque, aunque podían decirse muchas cosas de los progresistas —y Tate decía más que la mayoría de la gente—, en general no expresaban sus objeciones a punta de pistola, como tampoco volaban edificios federales en Oklahoma. Los musulmanes eran otro cantar: no tenía inconveniente en acosarlos desde la seguridad de su emisora de radio siempre y cuando él sólo fuese una voz entre tantas, pero no deseaba encabezar una campaña antiislámica. Disfrutaba de un bonito apartamento en Murray Hill, y ciertas zonas de Murray Hill empezaban a parecer Karachi o Kabul. Prefería poder pasearse por las calles del barrio sin poner su vida en peligro, y desde luego no quería tener que mudarse por un programa de radio.
—Pero ¿cómo sé que es verdad?
—Porque nosotros haremos que lo sea.
Dejó de apetecerle la cerveza. Si las cosas ocurrían como Becky las presentaba, necesitaría tener la cabeza despejada. Sólo lo inquietaba un detalle más.
—Esa chica, esa Penny Moss…, no sé nada de ella. ¿Cuándo desapareció?
Más tarde, cuando estaba a punto de morir, cayó en la cuenta de que ya conocía la respuesta a esa pregunta; la había adivinado antes de que Becky abriera siquiera la boca para hablar, y casi podría haberla dicho a la vez que ella si hubiese querido.
—Esta noche —contestó Becky—. Desaparecerá esta noche.