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El sobre había llegado al bufete del abogado Thomas Eldritch en Lynn, Massachusetts, por correo ordinario. Lynn se conocía localmente como «la ciudad del pecado», lo cual se debía, en parte, a su reputación de altos índices de delincuencia durante el punto culminante de su boom industrial, pero sobre todo por la rima entre sin, «pecado», y Lynn. No obstante, esa clase de escarnios tendían a irritar no sólo a individuos particulares, sino a ciudades enteras, y a finales del siglo XX se sugirió que Lynn adoptara el nombre de Ocean Park, que daba menos opciones a los poetas aficionados a usar rimas crueles. La propuesta se rechazó. Lynn era Lynn desde hacía mucho tiempo, y cambiarle el nombre sería como si un colegial víctima de bullying admitiera que los matones habían ganado y se cambiara de escuela para evitar más enfrentamientos. Además, como atestiguará cualquier colegial, cuanto más se queja uno por los motes, más sonoros son los abucheos.

A Eldritch no le preocupaba la afinidad de sonidos entre las palabras «Lynn» y «sin»: le parecía bastante adecuada, porque Eldritch estaba metido en el sector del pecado, y se había especializado en los pecados mortales. Pero actuaba más como acusador que como árbitro final, reuniendo los detalles de los casos, confirmando la culpabilidad de las partes implicadas, y luego transmitiendo lo que había averiguado a su verdugo particular para que se aplicara la sentencia definitiva. Eldritch entendía la disyuntiva entre los conceptos de ley y justicia. Su respuesta era negarse a aceptar ese hecho de modo incondicional: era reacio a esperar a que se administrara justicia en el otro mundo cuando podía hacerse igual de fácilmente en éste, con la correspondiente disminución de la cantidad de maldad y sufrimiento por es tas latitudes. La posibilidad de que él pudiera ser cómplice de lo que aborrecía casi nunca lo inquietaba, si es que eso ocurría alguna vez, y desde luego a aquel que esgrimía el cuchillo a la hora de la verdad ni se le pasaba por la cabeza.

Pero la carta era problemática. El remite era un apartado de correos que no existía, y el sobre contenía sólo dos hojas. Una era una lista de nombres, la otra una nota sin firmar donde se leía:

«He cometido errores en mi vida, y tengo miedo. He confesado mis pecados y aspiro a repararlos. Creo que los nombres de esta lista pueden interesarle a usted y a uno de sus clientes. Por favor, créame cuando le digo que representa sólo una mínima parte de la información de que dispongo. Conozco a los Creyentes. Conozco al Ejército de la Noche. Puedo entregarle en bandeja a sus enemigos, a cientos y cientos de ellos. Si desea que hablemos, puede ponerse en contacto conmigo en el número incluido abajo el 19 de noviembre durante un periodo de veinticuatro horas, empezando a las 00:01 de ese día. En caso de no tener noticias suyas durante ese periodo, daré por supuesto que me he equivocado en mi propuesta. No son ustedes los únicos en situación de actuar a partir de esta información, ni son ustedes los únicos con quienes la he compartido».

Mecanografiado bajo la carta aparecía un número de móvil. Cuando se intentó llamar, se descubrió que estaba fuera de servicio. Seguía estando fuera de servicio cuando el 19 de noviembre llegó y quedó atrás. Eso fue motivo de una considerable frustración para Eldritch y Asociados, dado que una cauta investigación de los individuos nombrados en la lista, la mayoría de los cuales no habían merecido previamente la atención del bufete, reveló que varios estaban en efecto en situación comprometida, y por lo visto habían contribuido de forma voluntaria a su propia condenación. Cierta documentación adjunta que llegó por correo al cabo de unos días, al parecer del mismo remitente, confirmó esta impresión. Se habían vendido a cambio de influencia y ascensos, de favores económicos y sexuales, y a veces sólo por la satisfacción de obrar mal secretamente. La carta había prometido un valioso acopio de información en cuanto se estableciera contacto; en lugar de eso, sólo hubo silencio.

El bufete de Eldritch y Asociados era una empresa que atribuía gran valor a los documentos, como corresponde a cualquier buen bufete. Conocía la importancia de los papeles porque algo plasmado en papel era difícil de borrar, y su existencia no podía negarse. El señor Eldritch se complacía en decir que cualquier cosa visible en la pantalla de un ordenador en verdad no existía. Desconfiaba de todo aquello que no hacía ruido al caerse, pero él no se oponía a la tecnología: sencillamente valoraba el secreto y la confidencialidad, y el éxito de la misión del bufete se basaba en su capacidad para no dejar rastro de sus acciones. Los tratos y las comunicaciones realizados a través de Internet dejaban una huella que hasta un niño retrasado podía seguir. Por eso no había ordenadores en Eldritch y Asociados, y el bufete no aceptaba informes ni mensajes por email u otros medios electrónicos.

Por lo general, ni siquiera atendían las llamadas telefónicas, y si contestaban, no solían ofrecer ningún servicio. Cualquiera que telefoneara a esa venerable institución con la esperanza de obtener asesoría o ayuda referente a dificultades con la ley normalmente oía en respuesta que en esos momentos el bufete no aceptaba clientes nuevos. Por otra parte, el nombre de Eldritch sólo aparecía en los casos más esotéricos: disputas por testamentos antiguos en las que, por efecto de la mortalidad, se habían abierto ya los testamentos de algunas de las partes implicadas, o de todas; tratos de transacciones inmobiliarias relativas a casas y parcelas en su mayoría no deseadas y casi todas consideradas invendibles, a menudo vinculadas de algún modo, periférico o directo, a delitos de sangre; y, con menor frecuencia, ofrecimientos de representación pro bono para personas involucradas en los crímenes más horrendos, aunque en todos los casos los reos ya habían sido declarados culpables en un juzgado, y, por norma, la intervención de Eldritch y Asociados consistía sólo en un compromiso cuidadosamente expresado de investigar las circunstancias de la condena. Las entrevistas las llevaba a cabo el señor Eldritch en persona, viva imagen del refinamiento del viejo mundo con su pantalón oscuro de raya diplomática, su chaleco a juego, su chaqueta negra y su corbata negra de seda, todo cubierto de una ligera pátina de polvo, como si el abogado hubiese sido despertado después de décadas de sueño únicamente con ese fin.

Sólo de vez en cuando alguien comentaba que el señor Eldritch presentaba un asombroso parecido con un empleado de pompas fúnebres.

El señor Eldritch era un interrogador consumado. Le interesaban de forma especial los casos en que quedaban preguntas sin respuesta: preguntas sobre las motivaciones y, muy concretamente, sobre la sospecha de la participación de otros desconocidos en la comisión del delito, hombres y mujeres que, a saber cómo, habían evitado atraer la atención de la ley. Había descubierto que el interés personal era el gran motivador, y la posibilidad de ver reducida la condena o de librarse de la aguja en una habitación desnuda tendía a soltar lenguas. Cierto era que había que escarbar en una gran montaña de mentiras para desentrañar una sola gema de verdad, pero para el señor Eldritch eso formaba parte del placer: uno tenía que poner a prueba con regularidad la agudeza de sus propios procesos si no quería volverse viejo físicamente y lento mentalmente. Ser viejo ya era bastante malo. No podía permitirse prescindir también de sus facultades psíquicas. El señor Eldritch disfrutaba de esas sesiones con los criminales, incluso cuando salía de ellas sin información útil. Le permitían mantener la mente alerta.

Nadie conseguía nunca un indulto de la condena a muerte en la cámara de gas ni una reducción de pena porque el señor Eldritch se interesara en su caso, pero la verdad era que el señor Eldritch nunca hacía promesas tan concretas. De hecho, en cuanto se marchaba después de una entrevista, no dando brincos de alegría precisamente, aquellos que hablaban con él no recordaban bien por qué habían accedido a recibirlo, y al final parecían olvidarlo del todo, ya fuera por voluntad propia o, una vez más, a causa de la muerte, sancionada por las autoridades o no.

Pero quienes hablaban con Eldritch —cómplices, jefes, traidores— a menudo vivían lo suficiente para lamentar que el viejo abogado se hubiese interesado en su existencia, aunque sus lamentos estuvieran condenados a durar tan poco como ellos. A su debido tiempo llegaría un visitante dejando un rastro de nicotina y venganza. Portaría en la mano una pistola, o más a menudo un cuchillo, y, mientras la sangre de ellos calentaba su piel fría, él miraba alrededor buscando un pequeño recuerdo de la ocasión, una prueba de una sentencia ejecutada, ya que el coleccionismo es una permanente obsesión, y una colección siempre admite una nueva pieza.

Y, por tanto, cuando no se obtuvo respuesta en el número de teléfono proporcionado junto con la lista de nombres, se procuró descubrir la identidad de la propietaria. Si bien el señor Eldritch no era aficionado a los ordenadores, estaba dispuesto a contratar a otros para que los emplearan por él, siempre y cuando el antinatural resplandor de los monitores no enturbiara su propio entorno. Se averiguó que el número correspondía a un teléfono móvil que formaba parte de una remesa suministrada a una gran superficie cercana a Waterbury, Connecticut. Una búsqueda electrónica del historial de ventas de la tienda proporcionó una fecha y una hora de compra, pero no el nombre, lo que indicaba un pago en efectivo. Las imágenes de las cámaras de seguridad del establecimiento se almacenaban digitalmente y, como se vio, eran de tan fácil acceso como el inventario de la tienda. Se halló una imagen de la mujer: cincuentona, morena, de aspecto un tanto masculino. Se estableció la hora en que abandonó la tienda, tras lo cual se examinaron las imágenes de las cámaras exteriores. Se identificó su coche, y se comprobó la matrícula. La matrícula llevó, a su vez, al nombre, la dirección y el número de la Seguridad Social, ya que el estado de Connecticut exigía la presentación de un carnet de la Seguridad Social para conceder un permiso de conducir. Lamentablemente, para cuando Eldritch y Asociados obtuvo toda esa información, Barbara Kelly ya había muerto.

Pero ahora tenían un nombre, y el Coleccionista podía iniciar su trabajo.

Los fumadores, en su mayoría, tienen el olfato deteriorado, ya que fumar daña los nervios olfativos del fondo de la nariz, así como los receptores del sabor de la boca, localizados en la lengua, el velo del paladar, el esófago superior y la epiglotis. Los órganos gustativos de la lengua se hallan en unas protuberancias llamadas papilas. Examinadas al microscopio, parecen hongos y plantas de un jardín exótico.

El Coleccionista había advertido una disminución en su capacidad de percibir el sabor en los últimos años, pero, habida cuenta de que comía frugalmente y sin la menor ostentación, lo consideraba un motivo de irritación menor. El continuo deterioro de su capacidad olfativa le preocupaba más, pero mientras se paseaba entre los escombros de la casa de Barbara Kelly, observando los daños causados por el fuego, el humo y el agua, le complació comprobar que, entre los olores en conflicto, distinguía el inconfundible hedor porcino de la carne humana asada.

Se detuvo en los restos de la cocina y encendió un cigarrillo. No le preocupaba que lo vieran. La policía ya no tenía el menor interés en resguardar el lugar del delito, y se contentaba manteniendo a raya a los curiosos con los letreros y la cinta, además la casa se hallaba al amparo de unos árboles y no se la veía desde las viviendas vecinas ni desde la carretera. Encendió la linterna girando el foco e inició un lento y detenido examen de cada habitación, empezando y acabando por la cocina, pisando charcos de agua sucia con sus zapatos gastados pero cómodos. Con los dedos, registró vestidos y chaquetas que apestaban a humo, ropa interior y medias que con el tiempo se destruirían, toallas y medicamentos y revistas antiguas, todos los residuos de una vida perdida. No encontró nada de interés, pero tampoco esperaba otra cosa. Así y todo, nunca se sabía.

Salió al jardín. Habían encontrado el coche de la mujer a ochenta kilómetros de la casa, quemado. Un segundo vehículo, un todoterreno rojo, fue hallado más cerca de la casa, también quemado, y sin matrícula. El número de chasis reveló que había sido robado en Newport dos días antes. Un dato curioso. Parecía indicar que el asesino de Barbara Kelly había llegado en un coche y se había marchado en otro, quizá porque el primer vehículo se había averiado.

Aparentemente no se había forzado el acceso, así que Barbara Kelly había invitado a entrar a su asesino. Eso significaba que podía tratarse de un conocido. Por otro lado, la mujer debía de ser consciente de que, enviando la lista, corría un gran riesgo. Esas personas para quienes trabajaba no eran individuos corrientes, y actuaban con un cuidado extremo. Tenían una habilidad especial para olerse la traición. Ella debía de haber mostrado cautela ante cualquier acercamiento, ya fuera de desconocidos o de allegados. Una investigación de los antecedentes de Kelly había revelado su orientación sexual. Las mujeres asustadas tendían a ser menos cautas con otras mujeres, un pequeño resquicio psicológico en su armadura que, en el caso de Kelly, quizá se hubiera visto potenciado por el lesbianismo.

¿Una mujer, pues? Quizá. Pero luego la situación había cambiado. En algún punto Kelly había huido hacia su coche, pero la habían llevado de nuevo al interior. No, la habían arrastrado de nuevo al interior: tenía mugre incrustada en los tacones.

El Coleccionista volvió a la cocina. Las llamas habían consumido la sangre, pero era allí donde la habían torturado y abandonado para que muriera. El horno y los fogones eran eléctricos. Una lástima: el gas habría sido mucho más eficaz. En lugar de eso, su asesino se había visto obligado a utilizar el contenido del mueble bar para provocar el incendio. Una solución torpe. Poco profesional. El responsable de aquello había planeado un resultado distinto.

La cocina estaba sorprendentemente ordenada, sobre todo teniendo en cuenta los daños en el resto de la casa. Las superficies eran de mármol, los armarios de acero bruñido, y todos los utensilios parecían haber sido escondidos tras las puertas de los armarios. La reconstruyó en su cabeza, viéndola tal como era cuando la dueña aún vivía: inmaculada, aséptica, sin nada fuera de sitio; un entorno adecuado para una mujer que había mantenido ocultas tantas cosas sobre sí misma.

Se puso de cuclillas junto al fregadero. La cafetera estaba volcada, el cristal oscurecido pero intacto, pese a que el plástico del borde se había fundido con las baldosas de la cocina. ¿La habrían tirado los bomberos? Podía ser, pero el hecho de que estuviera pegada al suelo no parecía apuntar en esa dirección. Miró alrededor. Los cuchillos más grandes estaban en un tablero magnético junto al horno, justo encima del cajón de los cubiertos. La única razón para hallarse en ese punto concreto de la cocina era estar cocinando.

¿Cómo te echaste a correr? ¿Cómo escapaste, aunque sólo fuera por un momento? El Coleccionista cerró los ojos. Tenía imaginación, pero, más importante aún, poseía un conocimiento muy desarrollado de la relación entre el depredador y la presa en las más diversas situaciones.

No pudiste abalanzarte hacia los cuchillos: eso habría sido demasiado obvio, a menos que estuvieras cocinando, y no había el menor indicio de que así fuera. ¿Qué hiciste, pues? ¿Cuál sería tu comportamiento normal, incluso cuando empezabas a albergar sospechas?

Ofrecerías una copa. La noche que moriste hacía frío y llovía. Quizá propusiste una bebida alcohólica —coñac o whisky—, pero debías de querer mantenerte alerta, y el alcohol habría entorpecido tus actos. La persona que planeaba hacerte daño podría haberla rechazado por la misma razón. Algo caliente, pues: en este caso, café.

Vas a la cocina. Tal vez no estés preocupada todavía; pero no, probablemente sí lo estás. Has cometido un error permitiendo entrar en tu casa a una amenaza potencial, pero no has exteriorizado tu miedo. Lo estás sometiendo, porque en cuanto sea percibido actuarán contra ti. Tienes que comportarte con normalidad hasta que surja la ocasión de atacar y defenderte.

Tú misma creas esa ocasión.

Digamos que lanzaste el contenido de la cafetera, y debiste de dar en el blanco porque conseguiste tiempo suficiente para llegar al coche, pero no tanto para huir. Café hirviendo, probablemente en la cara. Doloroso. Incapacitador. Sin embargo, no conseguiste escapar. Así que no era un único agresor; sino dos o más. No, sólo dos: si hubieran sido tres, no habrías llegado tan lejos.

Eldritch y Asociados había obtenido una copia de la autopsia de Barbara Kelly. Revelaba, además de varias incisiones de arma blanca en el cuerpo, una herida en la mejilla, resultado aparentemente de un mordisco. Como se sabía, la carne humana era una materia poco fidedigna para registrar marcas de dientes. En la fiabilidad de una marca dental podían incidir la conservación del tejido analizado, el tiempo transcurrido entre la mordedura y la creación de un molde, el estado de la piel dañada por la presión de los dientes, y la reacción de los tejidos circundantes, las dimensiones de la herida y la nitidez de las marcas. La circunstancia de que el rostro de Kelly apareciese muy chamuscado a causa del calor aumentó las dificultades, y por eso no fue posible extraer muestras de ADN de la saliva, o ni siquiera establecer un modelo aceptable para la comparación basado en el análisis dental en caso de hallarse a un sospechoso. Así y todo, lo interesante era que el radio de la mordedura era relativamente pequeño, y faltaban los primeros y segundos premolares del maxilar superior e inferior.

Barbara Kelly, por lo visto, había sufrido la mordedura de un niño poco antes de su muerte.

Aumentó así la probabilidad de que estuviera presente una mujer. Sí, era posible que Kelly hubiera permitido entrar en su casa a un hombre acompañado de un niño, pero ¿por qué no dar el siguiente paso lógico y desarmarla por completo mediante una mujer y un niño?

«¿Por qué mordería un niño a una mujer?

»Porque amenazaste, o causaste daño activamente, a su madre. Así es como escapaste», pensó el Coleccionista. «Utilizaste algo de la cocina, con toda probabilidad la cafetera, para atacar a la madre, y luego huiste. Fue el niño quien salió detrás de ti y te distrajo el tiempo necesario para permitir que la mujer se recobrara y te llevara a rastras al interior. Bien hecho. Debiste de estar a punto de sobrevivir».

El Coleccionista se dijo que le habría interesado conocer a Barbara Kelly. Por supuesto, su interés habría sido personal y profesional a la vez. Si, como él creía, ella era la responsable de corromper a tantas almas, se habría visto obligado a pasarla por el cuchillo, pero la admiraba por el combate que había librado al final de su vida. Sabía que mucha gente se engañaba con la idea de que lucharía por su vida en tales circunstancias, pero él mismo había puesto fin a demasiadas vidas para creer que tales reacciones no eran la norma, sino la excepción. La mayoría de las personas aceptaban la muerte sin oponer resistencia, paralizadas por la conmoción y la incomprensión.

Se preguntó qué les habría contado Kelly al final. Ésa era la otra cuestión: nadie resistía la tortura. Todo el mundo se venía abajo. No era algo de lo que avergonzarse. Para el torturador, la dificultad residía en discernir cuál era la verdad en medio de lo que se le decía. Después de azotar a un hombre durante el tiempo suficiente, si uno le pedía que declarara que el cielo es rosa y la luna es morada, que el día es la noche y la noche es el día, lo juraría por la vida de su mujer y sus hijos. En las etapas iniciales el truco consistía en ocasionar sólo el dolor necesario y formular preguntas cuyas respuestas ya se conocían o eran fácilmente verificables. Todo estudio exigía un punto de referencia.

Así pues, ¿qué tenía ella que contar? Bueno, en su carta prometía que existían más nombres, y que estaba dispuesta a facilitarlos y proporcionar más información, pero la clase de gente capaz de infligir dolor a ese nivel a otro ser humano y luego abandonarlo entre las llamas difícilmente estaría del lado de los ángeles y por lo tanto era poco probable que tuvieran tanto interés en las identidades de otros semejantes a ellos para matar por protegerlos. No, debía de interesarles más poner freno a la divulgación de esa información. Debían de querer saber a quiénes se había dirigido ella, y qué les había dicho ya, y ella debía de haberlo confesado, desbordada por el dolor. Sus asesinos ahora sabían, pues, que Eldritch y Asociados había recibido una lista de nombres. Quizás actuaran contra Eldritch, lo cual sería poco sensato, o quizás intentaran limitar los daños causados por otros medios, acaso silenciando a las personas incluidas en esa lista en concreto.

Había, además, otro pequeño detalle: ¿a quién más podía haberse dirigido esa mujer? Los candidatos dignos de confianza eran pocos. De hecho, al Coleccionista sólo se le ocurría uno.

Pero el viejo judío podía cuidarse por sí solo.

El Coleccionista apuró el cigarrillo y mojó con cuidado la punta en un charco de agua antes de guardarse la colilla en el bolsillo de su abrigo negro. El Coleccionista vestía por norma un abrigo, al margen del tiempo que hiciese. Los excesos de calor o de frío lo afectaban poco, y en todo caso un hombre siempre necesitaba bolsillos: para el tabaco, el billetero, el encendedor y diversos cuchillos. Miró al norte, donde probablemente Eldritch seguía sentado en su despacho, absorto en sus papeles. Le proporcionó cierta satisfacción imaginárselo allí, pese a que ese día, horas antes, habían discutido, y Eldritch y el Coleccionista rara vez cruzaban una palabra subida de tono. En esta ocasión, reflexionó el Coleccionista, era un problema de filosofías en conflicto: por un lado, su propia convicción de la necesidad de tomar medidas preventivas; por otro, la tendencia del abogado a exigir hechos probatorios de la comisión de un delito. Pero al final todo se reduciría al cuchillo, porque el hombre del cuchillo siempre tenía la última palabra.

En su despacho, ante el escritorio tenuemente iluminado por una lámpara de latón con la pantalla verde, Eldritch apartó los ojos de la lista de nombres como si percibiera las reflexiones del otro. El Coleccionista y él eran casi una única entidad, por lo que su anterior discrepancia le resultaba aún más delicada. Justo a su mano derecha descansaban expedientes de casi todos los individuos incluidos en la lista, unos más extensos que otros. Todos ellos estaban en situación comprometida, pero ¿hasta qué punto? ¿Hasta un punto irreversible? Eldritch tenía sus dudas. Daba su aprobación a la sanción final sólo en los casos más extremos, y a su juicio ninguno de aquellos individuos cumplía inequívocamente las condiciones para recibir las atenciones del Coleccionista. Pero también reconocía que, al igual que las pistolas cargadas o los cuchillos afilados, poseían el potencial de causar gran daño, y podía aducirse que algunos, con sus acciones, ya habían cometido pecados graves. Aun así, la pregunta seguía vigente: ¿era su potencialidad para causar daño, todavía irrealizado en la mayoría de los casos, justificación suficiente para quitarles la vida? Para Eldritch, la respuesta era «no», pero para el Coleccionista la respuesta era «sí».

Habían llegado a una especie de acuerdo. Se eligió un nombre: el individuo a quien Eldritch consideraba más desagradable. El Coleccionista hablaría con él y se tomaría una decisión. Entretanto, continuaba presente el problema del último nombre, el único escrito en rojo.

—Charlie Parker —susurró el viejo abogado—. ¿Qué has hecho?