Me reuní con Epstein la tarde del día siguiente en Nicola’s, una tienda de alimentación italiana, en la esquina de la calle Cincuenta y cuatro con la Primera Avenida. Esa parte de la ciudad se conocía como Sutton Place, y durante gran parte de su historia habían convivido allí codo con codo ricos y pobres, coexistiendo las casas de vecindad con las mansiones de la alta sociedad, con el ruido de las fábricas, las cerveceras y los muelles a modo de banda sonora, mientras artistas como Max Ernst y Ernest Fiene trabajaban en sus estudios. A finales de los años treinta se iniciaron las obras de construcción de lo que luego se llamó East River Drive y después se convirtió en la autovía Franklin D. Roosevelt. Las casas de vecindad y los muelles empezaron a desaparecer, y lentamente los rascacielos ocuparon el lugar de muchos de esos otros edificios más civilizados y con mayor personalidad. Aun así, algunas personas cuyos recuerdos se remontaban muy atrás en el tiempo guardaban memoria de una época en que en los apartamentos de Sutton Place vivían sobre todo actores y directores, en que aquello era un refugio para gente del teatro y, por extensión, la comunidad gay. Se decía que el ochenta por ciento de esa pequeña zona era homosexual. Rock Hudson, entre otros, tenía un apartamento en el edificio 405, enfrente de Nicola’s. En aquella época si le decías a un taxista que te llevara al «Cuatro cero cinco», te dejaba en la puerta misma.
La elección del Nicola’s como lugar de encuentro fue mía. Nick, dueño de la tienda junto con su hermano Freddy, era un exmilitar que había servido en Vietnam. Allí concentró su talento en aprovisionar de todo lo necesario —comida, equipo, alcohol— para asegurar el fluido funcionamiento de la empresa militar estadounidense en el sudeste asiático, pero sobre todo el de ese elemento de dicha empresa que incidía en la comodidad y las atenciones de su unidad. Campamentos enteros se habían mantenido gracias a las aptitudes de Nick para hurgar y abastecer. De haber habido otros mil hombres como él, Estados Unidos quizás incluso habría ganado la guerra. Ahora se hallaba cómodamente asentado en el papel de tendero neoyorquino, en el que sin duda sus habilidades para la negociación y la incautación siguieron siéndole útiles.
Esa mañana, Nick y Freddy estaban los dos detrás del mostrador, ambos con el uniforme oficioso de la tienda, camisa a cuadros y vaqueros, aunque los sábados Nick prescindía del uniforme en favor de una camisa negra más formal, un guiño a los días en que se iba de juerga después de cerrar la tienda. Nicola’s era una reliquia de tiempos mejores en Nueva York, la época en que cada manzana tenía su tienda de barrio, y existían relaciones personales entre los tenderos y los clientes. Si uno se quedaba el tiempo suficiente en Nicola’s, Nick o Freddy le ponía un café exprés recién hecho en la mano. Después de eso, podían considerarlo suyo para siempre. En una caja de embalaje junto a la puerta estaba sentado Dutch, uno de sus clientes más antiguos, con un café en la mano izquierda y una manta sobre el regazo tapando la derecha, junto con el arma que esa mano empuñaba aquella tarde en particular.
El aspecto de la tienda era engañoso. Aunque compacta, con apenas espacio para un puñado de clientes en fila, una escalera situada en la parte de atrás llevaba a un pequeño almacén, y ese espacio daba a su vez a las entrañas del edificio que se hallaba detrás, donde Nick y Freddy tenían un despacho. Por otro lado, a un par de puertas a la derecha de la tienda, cara a la calle, había una verja de hierro por donde se accedía a un amplio patio en la parte de atrás de la manzana, de unas dimensiones enormes para lo que era la propiedad inmobiliaria en la ciudad.
Epstein llegó poco después que yo seguido de Adiv, el aspirante a pretendiente de Liat, y Yonathan, el hombre de mayor edad que me había irritado durante la confrontación de la noche anterior. Cuando Adiv y Yonathan intentaron seguir a Epstein al interior del Nicola’s, Walter Cole apareció y les cortó el paso.
—Lo siento, chicos —dijo—. El espacio escasea.
Epstein miró a Walter.
—El expolicía —observó Epstein. Hizo hincapié en el prefijo «ex».
—Cuando uno ha sido policía, nunca deja de serlo.
—¿Es usted una garantía de seguridad?
—Vivo para prestar servicio. Como he dicho, cuando uno ha sido policía, nunca deja de serlo.
—¿Hay otro acceso? —preguntó Adiv.
—Dos: uno aquí mismo, por la verja que hay a la derecha; el otro por el edificio de la Cincuenta y cuatro —informó Walter—. Si vais a sentiros mejor apostándoos cada uno en una entrada, adelante. En cuanto a la tienda, nadie va a entrar estando aquí nosotros cuatro. —Señaló a Nick, Freddy y Dutch—. Además, nos ponemos tan tensos con el café exprés que, si el cartero hace un movimiento brusco, somos capaces de liquidarlo incluso a él. Id a dar un paseo, chicos. Llenaos los pulmones de aire fresco.
Epstein reflexionó sobre las condiciones y luego dirigió un gesto de asentimiento a sus dos guardaespaldas, y éstos se alejaron, Adiv hacia la esquina de la calle Cincuenta y cuatro, desde donde podía vigilar el escaparate y la entrada al bloque de apartamentos, y Yonathan a la verja de hierro en la Primera Avenida. Yo conduje a Epstein escalera abajo, atravesamos el almacén y, tras cruzar un pasillo, entramos en el amplio despacho de Nick, donde podíamos hablar sin que unos muchachos judíos bien afeitados y armados amenazaran la paz.
Mientras avanzábamos, no pude por menos de preguntarme dónde estaría Liat. Liat me inquietaba. No me había acostado con nadie desde que Rachel me dejó, y no sabía muy bien cómo había acabado en la cama con Liat, salvo por el hecho de que yo lo deseaba y ella estaba allí y dispuesta, lo cual eran en sí buenas razones. Pero la noche anterior, en el restaurante, ella no había mostrado grandes deseos de repetir el experimento, y era obvio que Epstein le había confiado la tarea de observarme detenidamente al presentarme la lista y evaluar mis reacciones a sus posteriores preguntas. Querer saber si también él le había propuesto que se acostara conmigo a fin de examinar mis heridas se me antojaba un tanto burdo, y quizá la respuesta no me habría halagado; preguntar qué habría ocurrido si ella hubiese negado con la cabeza en lugar de asentir al final del interrogatorio quizás habría tenido un efecto más perjudicial en mis sentimientos para con todos los implicados.
Nick nos procuró más café italiano fuerte en una pequeña bandeja, y unas pastas recién hechas. Epstein tenía una tartaleta a medio comer cuando Walter Cole entró y ocupó su asiento en una mesa del rincón.
—Creía que íbamos a hablar solos —dijo Epstein.
—Se equivocaba —repuso Walter.
—Tenía entendido que esto era territorio neutral.
—No, entendió mal: esto no es territorio neutral —dijo Walter.
Epstein se volvió hacia mí.
—¿Y sus guardianes, Angel y Louis?
—Ah, no andan muy lejos —contesté—. De hecho, es posible que ahora mismo les estén haciendo compañía a Adiv y Yonathan.
Epstein hizo lo posible por no exteriorizar su disgusto ante la noticia.
Hizo lo posible, pero no lo consiguió.
Fuera, cuando se ponía el sol, Adiv y Yonathan sintieron el contacto de los cañones de sendas armas contra el costado. Se veían mutuamente con toda claridad, por lo cual Adiv conocía la situación de Yonathan y viceversa. Adiv vio aparecer de pronto detrás de Yonathan a un hombre negro y alto, rapado, con la barba canosa de un aspirante a profeta del Antiguo Testamento, si bien un profeta con un traje de mil dólares; lo vio abrir en silencio la verja al salir, susurrar algo al oído de Yonathan, apoyar la mano en el hombro izquierdo de Yonathan, hincar el arma enérgicamente con la derecha bajo la axila de Yonathan. Adiv, cuyo padre era sastre, sólo tuvo tiempo para deducir que el traje era de un corte excelente antes de que un hombre blanco de baja estatura, sin afeitar, una especie de vagabundo con cierto acceso al servicio de lavandería, lo amenazara con volarle las entrañas si se movía y por tanto Adiv se quedó en efecto muy quieto mientras el hombre en cuestión lo desarmaba. Louis mantenía una conversación similar con Yonathan, y las consecuencias fueron análogas, aunque se tomó la molestia de añadir:
—Y nada de esa mierda de krav magá. Esto tiene el gatillo tan suave que podría dispararse con un soplo de brisa.
Un cuatro por cuatro enorme y destartalado con cristales ahumados, conducido por un caballero japonés, se detuvo frente a la tienda de alimentación. Al abrirse las puertas traseras apareció un segundo japonés, y Yonathan y Adiv fueron arrojados al interior, seguidos de Angel. Cuando las puertas volvieron a cerrarse, los obligaron a tenderse en el suelo y les ataron las manos a la espalda con bridas de plástico. Les quitaron los teléfonos y las carteras, junto con la calderilla.
—¿Qué van a hacerle al rabino? —preguntó Adiv, y a Angel le impresionó que el chico se preocupara más por la seguridad del rabino que por la suya propia.
—Nada —contestó—. Mi amigo se quedará cerca de la tienda para velar por el rabino, y tenemos a otro hombre dentro, por si acaso.
—¿Y esto por qué? —preguntó Yonathan.
—Porque no hay que apuntar con un arma a la gente que está de tu lado —respondió Angel, e hincó con fuerza la puntera de sus camperas adornadas con purpurina en las costillas de Adiv—. Ah, y porque no hay que mandar a la mierda a las personas que están de tu lado cuando sólo pretenden saludarte amablemente, y eso por la sencilla razón de que estás dolido por lo que dichas personas pueden haber hecho o no con tu chica, sobre todo si en su momento esas personas no sabían que tú creías que ella era tu chica, y en especial teniendo en cuenta que ya de entrada ni siquiera es tu chica, y sólo tú ves cierta llama por ella que mantienes encendida en tu corazón. ¿Cuántos años tienes? ¿Nueve? Un buen chico judío como tú debería ser demasiado listo para no ser así de tonto.
Yonathan le lanzó una mirada emponzoñada a Adiv.
—¿Qué pasa? —saltó Adiv—. Fuiste tú quien lo apuntó con la pistola.
—Chicos, chicos —dijo Angel—. Los reproches no os llevarán a ninguna parte, aunque admito que, visto desde aquí, resulta entretenido.
—La seguridad del rabino está por encima de esas cuestiones —declaró Yonathan, buscando refugio en elevados principios morales—. Deberíamos estar allí con él.
—Eso cabría pensar, salvo por el hecho de que os han capturado en la calle de una ciudad a plena luz del día y ahora estáis tirados en la parte de atrás de un jeep camino de Jersey. Yo no estoy en el sector de la protección personal propiamente dicho, pero esto me hace pensar que el rabino debería contratar un personal mejor, si no os importa que lo diga. Y aunque os importe.
—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó Adiv. No se le quebró la voz.
Angel debía reconocer que al chico no le faltaban cojones; dejaba mucho que desear en cuanto a modales, pero desde luego tenía un buen par.
—¿Sabéis qué son los Pinares?
—No.
—Cuatrocientas mil hectáreas de árboles, reptiles y linces, más el Demonio de Jersey, aunque admito que es posible que el Demonio de Jersey no exista. El camino de vuelta a casa es largo, incluso si no tenéis al demonio pisándoos los talones.
—¿Vais a abandonarnos en medio del monte?
—Podría ser peor: podríamos dejaros tirados en Camden County.
—La ciudad invencible —dijo el conductor, hablando por primera vez.
—¿A qué te refieres? —preguntó Angel.
—«En un sueño, vi una ciudad invencible» —respondió el conductor—. Es el lema de la ciudad de Camden. Lo aprendí en clase de educación cívica.
—Querrás decir «ciudad invisible» —corrigió Angel—. Alguien debió de robar el lema cuando la policía no miraba. Esa puta ciudad es tan violenta que incluso los muertos van armados. Personalmente me quedaría con los Pinares.
—Pero… —dijo Adiv, pero Angel le asestó otro puntapié cuando empezó a protestar y lo obligó a callar de inmediato.
—La decisión está tomada —afirmó—. Y ahora silencio. Donde se me ocurren las mejores ideas es en la parte de atrás de los coches.
Bebimos nuestros espressos. Estaban muy, muy buenos.
—Volvamos a empezar, pues —le dije a Epstein—. Cuénteme qué sabe de la mujer que le proporcionó la lista.
—Se llamaba Barbara Kelly.
—¿Se llamaba?
—Murió la semana pasada.
—¿Cómo?
—La acuchillaron repetidas veces, la azotaron con un cinturón o algo por el estilo y la cegaron parcialmente. Después su asesino o asesinos le pegaron fuego a la casa, lo más probable es que con el propósito de eliminar toda prueba de la agresión. Aplicaron la tortura con sumo cuidado. No había huesos rotos, y ella aún vivía cuando se inició el incendio en la cocina, aunque probablemente estaba inconsciente. Tenía un sistema de alarma muy complejo, con detectores de humo y calor empotrados independientes del sistema principal pero con funcionamiento paralelo. Además llovía a mares, lo que contribuyó a ralentizar el avance de las llamas. Aun así, para cuando llegaron los bomberos, el fuego había devorado parte de la cocina y se había propagado al salón, pero Kelly de algún modo había conseguido llegar a rastras hasta el recibidor. Tenía quemaduras graves, y murió de camino al hospital. La autopsia reveló el alcance de las lesiones recibidas antes de las quemaduras.
—¿Ha averiguado algo más desde entonces?
—Según ella, era consultora independiente. Tenía poco saldo en sus cuentas bancarias, y al parecer se mantenía a flote a duras apenas. Sus ingresos procedían de distintas fuentes, en su mayoría pequeñas empresas. En apariencia trabajaba mucho a cambio de un ingreso modesto, lo justo para cubrir la hipoteca y los gastos corrientes.
—¿Sólo que?
—Estamos investigando las empresas, pero ya se ha visto que dos de ellas no eran más que nombres en buzones. Sospechamos que había otras fuentes de ingresos y otras cuentas.
—¿Encontró algo en la casa la policía?
—No se ha localizado un ordenador portátil que aparecía mencionado en el inventario del seguro. En el ordenador de sobremesa habían retirado el disco duro, y daba la impresión de que alguien había sometido sus documentos a una cuidadosa criba.
—Un callejón sin salida.
—Seguimos investigando. Y hay una complicación añadida.
—Siempre la hay, ¿no?
—Creemos que no somos los únicos a quienes envió material. Tenía cáncer y sentía que se le agotaba el tiempo. Quería reparar sus pecados. Necesitaba saber que el proceso estaba en marcha, que se tomaba en serio su ofrecimiento de información.
—¿A quién más pudo habérselo enviado? ¿A la prensa? ¿A algún fiscal?
Epstein negó con la cabeza.
—¿Es que no lo entiende? El objetivo de toda esta conspiración era adquirir influencia y favores, tanto ahora como en el futuro. Por las dos listas parciales que hemos visto, sabemos que tienen en nómina a políticos y periodistas. ¿No cree que también habrán accedido a las vidas de policías, legisladores y fiscales? No podía enviar la lista a través de los cauces habituales. Tenía que ser más selectiva.
—Y entonces, ¿cómo se decidió por los abogados de ustedes?
—Nos conocía porque éramos sus enemigos.
—¿Y no dio ninguna indicación sobre los otros receptores?
—Receptor. Sólo había uno. Su única pista fue advertirnos de que debíamos actuar deprisa, porque si no, otro menos escrupuloso que nosotros tomaría la venganza en sus manos y, a través de él, ella conseguiría la salvación.
Yo sabía a quién se refería. También lo sabía Epstein. Sólo existía un individuo que coincidiera con esa descripción, que disponía de los recursos y, más importante aún, la vocación de obrar como esa mujer deseaba.
Se hacía llamar el Coleccionista.