Walter Cole estaba sentado en su sillón, con una cerveza en la mano y un perro a los pies. Había engordado un poco, y tenía el pelo más blanco de lo que yo recordaba, pero aún se reconocía en él al hombre que fue mi primer compañero cuando llegué a inspector, y cuya familia me dio consuelo después de serme arrebatada la mía. Su mujer, Lee, me recibió con un beso al abrir la puerta, y me dio un abrazo que me recordó que siempre habría un sitio para mí en su casa. Años antes yo había encontrado a su hija cuando ésta, como un niño en un cuento de hadas, se perdió en el bosque y la apresó un ogro. Creo que Lee lo consideraba una deuda que nunca podría saldar. A mí se me antojaba una nimiedad en comparación con lo que era mantener una luz encendida en la oscuridad para indicarle el camino a un hombre que en su día había tenido que ver los cuerpos estragados de su mujer y su hija. En ese momento sólo estábamos allí Walter y yo, y un perro que bostezaba y olía ligeramente a palomitas de maíz.
No le había hablado de Epstein, todavía no. Pero había disfrutado de una cena tardía a base de restos de pastel de carne y patatas asadas. Walter, pese a haber cenado ya, me había acompañado, cosa que probablemente explicaba en parte por qué ahora era más voluminoso de como yo lo recordaba. Cuando acabamos, lo ayudé a recoger y tomamos el café en el salón.
—Y bien, ¿quieres contármelo? —preguntó.
—En realidad, no.
—Estás ahí sentado mirando la alfombra con la misma cara que si hubiese intentado robarte los zapatos. Alguien te ha sacado de tus casillas.
—Juzgué mal a un viejo conocido, o él me juzgó mal a mí. No sé bien si lo uno o lo otro. Tal vez las dos cosas.
—¿Vive aún para contarlo?
—Sí.
—Entonces debería darse por contento.
—Et tu, Brute?
—No te juzgo, sólo planteo un hecho. He guardado los recortes sobre ti, pero no quiero conocer los detalles extraoficiales. Así puedo aducir desconocimiento si alguien viene a preguntar. Aunque tú no lo hayas conseguido aún, yo sí he llegado a aceptar lo que eres.
—¿Lo que soy, no lo que hago?
—Tratándose de ti, no creo que pueda separarse lo uno de lo otro. Vamos, Charlie, nos conocemos hace mucho tiempo. Para mí ahora eres como un hijo. En el pasado sí te juzgué, y quizás encontré faltas, pero me equivocaba. Ahora estoy de tu lado, no hago preguntas.
Bebí un sorbo de café. Walter se había abierto además una cerveza, pero yo había rehusado tomar otra. Él por sí solo mantenía boyante la compañía cervecera Brooklyn. En la nevera apenas quedaba espacio para la comida.
Así que empecé mi relato. Le hablé a Walter de Marielle Vetters y del avión. Le hablé de Liat, y Epstein, y la segunda confrontación en el restaurante. Le hablé más de Brightwell, porque Walter estaba presente cuando una mujer se presentó en mi casa para pedirme que la ayudara a encontrar a su hija perdida, petición que, llegado el momento, me condujo hasta Brightwell y sus Creyentes.
—¿Te he dicho alguna vez que frecuentas compañías extrañas? —me preguntó cuando acabé.
—Gracias por hacer hincapié en ello. ¿Qué haría yo sin ti?
—Gastar dinero en un hotel caro en Nueva York. ¿Seguro que no quieres una cerveza?
—No, me basta con el café.
—¿Y algo más fuerte?
—Eso ya no es lo mío.
Asintió.
—Volverás a ver a Epstein, ¿no? Sientes curiosidad por esa lista y por el avión. Y sobre todo te interesa Brightwell. Estás obsesionado con él.
—Sí.
—Eso no significa que Brightwell tuviera razón. Si tú eres un ángel, caído o de cualquier otra clase, yo soy Cleopatra. Esas historias están bien si eres Shirley MacLaine; de lo contrario, empiezan a sonar un poco raras. Pero si necesitas compañía para tratar con el Pueblo Elegido, avisa.
—¿Creía que suscribías el lema «No preguntes, no digas»?
—Ya soy viejo. Olvido lo que he dicho nada más decirlo. En todo caso, será una excusa para salir de casa, al margen de las consabidas visitas al médico o al centro comercial.
—Te diré que eres el anuncio ideal para una jubilación activa.
—Voy a salir en las páginas centrales de la revista de la Organización Estadounidense de Jubilados. Me lo prometieron. Será como aquella foto de Burt Reynolds en Playgirl, pero con más clase, y quizá más canas. Vamos, te acompaño a tu habitación. Si no vas a tomar cerveza, no me sirves de nada despierto.
Epstein me llamó al móvil antes de que me venciera el sueño. En algún momento de nuestra breve conversación se produjo una especie de disculpa, tal vez por parte de ambos.
Dormí profundamente.
No soñé.