Darina Flores descansaba en un sillón, y el niño permanecía sentado, inmóvil, a sus pies. Ella le acariciaba el pelo, ya ralo, notando el tacto del cuero cabelludo húmedo y sin embargo curiosamente frío. Era la primera vez que abandonaba su cama desde lo que ahora consideraba el «incidente». Había insistido en reducir las dosis de analgésicos, ya que detestaba el aturdimiento y la pérdida de control que le causaban. Ahora pugnaba por el equilibrio entre un dolor tolerable y cierto grado de lucidez.
El médico había vuelto esa mañana. Había retirado el vendaje de la cara y ella lo había observado atentamente mientras lo hacía, buscando en sus ojos alguna pista de las lesiones infligidas, pero él mantuvo una expresión inalterable en todo momento. Era un hombre menudo de poco más de cincuenta años, con los dedos largos y afilados, las uñas sometidas a una manicura profesional. A Darina le parecía un tanto afeminado, pese a constarle que era heterosexual. Lo sabía todo de él: ésa era la razón principal por la que había sido elegido para tratarla. Una de las grandes ventajas de conocer hasta el último detalle a un individuo era que esa persona en cuestión se veía despojada de cualquier capacidad de rehusar una invitación.
—Cicatriza tan bien como cabría esperar, dadas las circunstancias —informó—. ¿Qué tal el ojo?
—Es como si tuviera agujas clavadas —contestó ella.
—¿Lo mantiene lubricado? Eso es importante.
—¿Recuperaré la…? —Sentía la garganta muy seca, y le costaba articular las palabras. Pensó por un momento que quizás padeciera alguna lesión en la lengua, o en las cuerdas vocales, hasta que cayó en la cuenta de que apenas había hablado en los últimos días. Cuando volvió a intentarlo, las palabras le salieron más fácilmente—. ¿Recuperaré la vista?
—Espero que sí, a su debido tiempo, aunque no puedo garantizarle que vuelva a ver perfectamente con ese ojo. —Su tono era tan displicente que Darina tuvo que reprimir el impulso de abofetearlo—. También es posible que desarrolle cierta opacidad en la córnea a largo plazo. Naturalmente podríamos analizar la posibilidad de un trasplante. Hoy día es un procedimiento bastante corriente, por lo general realizado en régimen ambulatorio. La mayor dificultad es conseguir una córnea adecuada de un individuo recién fallecido.
—Eso no será ningún problema —dijo ella.
Él sonrió con indulgencia.
—No he querido decir que debamos hacerlo ahora mismo.
—Yo tampoco.
La sonrisa del médico se desvaneció, y Darina advirtió un ligero temblor en sus dedos.
—No me he visto —dijo ella—. No hay espejos en la habitación y mi hijo ha tapado los del cuarto de baño.
—Por indicación mía —respondió el médico.
—¿Por qué? ¿Tan espantosa estoy?
Ese médico lo hacía bien, Darina tenía que reconocerlo. No desvió la mirada, ni reveló sus auténticos sentimientos respecto a ella.
—Aún es pronto. Las quemaduras todavía están en carne viva. Cuando empiecen a cicatrizar, tendremos opciones. A veces los pacientes se miran inmediatamente después de un… accidente como el suyo, y se desesperan. Es una afirmación que cabría hacer de cualquier herida o enfermedad seria. Los primeros días y semanas son siempre los peores. Los pacientes tienen la sensación de que no pueden seguir adelante, o no quieren seguir adelante. En su caso, el tiempo sanará sus heridas y, como le he dicho, lo que el tiempo no sea capaz de sanar lo remediarán los cirujanos. Hemos avanzado mucho en el tratamiento de las víctimas de quemaduras.
Le dio unas palmadas en el brazo, un gesto para ofrecerle consuelo y tranquilizarla que probablemente había utilizado con sus pacientes un millar de veces antes, y ella lo aborreció por eso, lo aborreció por sus mentiras y su semblante inexpresivo, y por pensar siquiera que podía emplear con ella esa actitud paternalista y quedar impune. Percibiendo que había rebasado cierto límite, él le dio la espalda y empezó a recoger su instrumental y las vendas. Aun así, el manifiesto antagonismo de Darina parecía haberlo envalentonado, y no pudo resistir la tentación de intentar reafirmar su superioridad con respecto a ella.
—Pero debería haber ido a un hospital —dijo—. Se lo advertí desde el primer momento: si se hubiese sometido a una asistencia adecuada, quizás ahora yo sería más optimista en cuanto al posible resultado. Así las cosas, tendremos que arreglarnos con lo que hay.
El niño apareció junto a él. El médico ni siquiera lo había oído entrar, por lo que tuvo la impresión de que había salido de entre las sombras, extrayendo átomos negros del éter para reconstituirse en la penumbra de la habitación. El niño sostenía en la mano una fotografía de una chica de unos dieciséis años, tal vez un poco más joven. Por su peinado y su indumentaria, se veía que la foto no era reciente. Volvió la fotografía para orientarla de cara al médico, como un prestidigitador mostrando la carta vital en un juego de manos. El médico palideció visiblemente.
—Recuerde sus modales, doctor —le recriminó Darina—. No olvide quién eliminó las pruebas de su último procedimiento fallido. Vuelva a emplear ese tono conmigo y lo enterraremos al lado de esa chica y su feto.
El médico no rechistó, y salió de allí sin mirar atrás.
Allí estaba ahora Darina, fuera de la cama por primera vez desde que aquella zorra la marcara. Llevaba una camisa holgada, con el cuello desabrochado y un pantalón de chándal, e iba descalza. No era una vestimenta muy elegante, pero si usaba una camisa de botones, no tenía que ponerse nada por la cabeza, y el pantalón era cómodo, así de simple. El niño le había llevado una copa de coñac a petición suya. Ella se lo bebió a sorbos con una pajita para evitar el escozor en los labios maltrechos. Quizá no fuera buena idea mezclar alcohol y analgésicos, pero era sólo una pizca, y desde hacía días anhelaba una copa como era debido.
El niño empezó a jugar con sus soldados de juguete en su gran fuerte de madera. Eran caballeros a pie y a caballo, hechos de hojalata y pintados minuciosamente. Darina se los había comprado en un puesto de la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga. El artesano que los vendía también creaba armas medievales de imitación, y pesados guanteletes y yelmos, pero los que habían llamado su atención eran los soldados. Compró piezas por un valor de centenares de dólares: sesenta o setenta en total. Por entonces el niño sólo tenía un año. La primera vez que se separó de él desde su nacimiento lo dejó en Boston al cuidado de una niñera, y había viajado a la República Checa para seguir el rastro del niño en el pasado. Sólo sabía que ése era el país al que él se había marchado en sus postreros días, el último lugar en el que había respirado antes de acabar esa etapa de su existencia y empezar una nueva. Él no guardaba recuerdo de eso, y por lo tanto no podía rememorar el trauma de su muerte. Éste afloraría conforme se hiciese mayor, pero Darina albergaba la esperanza de desenterrar alguna pista de lo sucedido allí. No encontró nada: los responsables habían borrado muy bien sus huellas.
Pero ella era paciente, y el niño disfrutaría de su venganza.
A Darina la sorprendía cómo coexistían en él lo viejo y lo nuevo. En ese momento era como un niño corriente, absorto en sus juegos de guerra, pero era el mismo niño que la había ayudado a torturar a Barbara Kelly hasta matarla. En ocasiones como ésa se imponía su naturaleza más antigua y casi le sorprendía los estragos que podía causar con sus manos.
Consultó el correo en su portátil y empezó a escuchar los mensajes que le habían dejado en sus distintas líneas telefónicas. En los números principales no había nada importante, y la sorprendió un tanto encontrar un mensaje para ella en uno de los números más antiguos, uno asignado a una causa muy concreta, y en la que ya casi se había dado por vencida.
Al principio el mensaje era vacilante, la voz un poco arrastrada. Alcohol, y algo más: una caladita, posiblemente, para distenderse.
—Esto… Hola, éste es un mensaje para… mmm, Darina Flores. No me conoce, pero hace ya tiempo vino usted a Falls End, en Maine, para preguntar por un avión…
Dejó la copa y escuchó el resto del mensaje. No se daba ningún nombre, sino sólo un número de teléfono, pero a menos que aquel hombre hubiese adquirido un teléfono desechable con el único propósito de llamarla, sería fácil determinar su identidad. Reprodujo el mensaje concentrándose en cada palabra, atenta a los titubeos, el énfasis, la entonación. Los primeros días había recibido muchas llamadas inútiles, muchas de hombres frustrados con la fantasía de llevársela a la cama, y un par de llamadas anónimas, en estado de ebriedad, de mujeres expresando la opinión de que era una zorra y una mala puta, y cosas peores. Ella no había respondido a ninguna, pero las recordaba todas. Poseía una memoria extraordinaria para las voces, pero no recordaba haber oído ésa antes en el contestador.
Y por otro lado estaban los detalles del mensaje: información y descripciones parciales que le indicaron que valía la pena prestar atención, que eso no sería un viaje en balde. Allí había verdad, ciertos pormenores que sólo podían proceder de alguien que había visto el avión realmente, y uno en concreto ante el que ahogó una exclamación.
Un pasajero: el hombre mencionaba a un pasajero.
Se puso en pie y se fue al cuarto de baño. Había una pequeña luz nocturna en la toma de corriente situada junto al inodoro, lejos del gran espejo que el niño había cubierto con una toalla, pero Darina encendió la luz principal del baño al entrar. Tendió el brazo hacia la toalla y notó que el niño se lo sujetaba con la mano. Lo miró y la conmovió la expresión de preocupación en su rostro.
La conmovió, y la inquietó.
—No pasa nada —dijo ella—. Quiero verlo.
Él dejó caer la mano. Darina retiró la toalla. Pese al vendaje, los horrendos estragos causados en su rostro eran evidentes.
Darina Flores empezó a llorar.