Cuando tenía diecisiete años, y mi madre y yo vivíamos con mi abuelo en Scarborough, Maine, después de la muerte de mi padre, un tal Lambton Everett IV venía a veces de visita, y mi abuelo y él compartían una cerveza en un banco en el jardín, o, si hacía frío, compartían algo más fuerte: whisky de mezcla, la mayoría de las veces, con el pretexto de que lo suyo no era el whisky puro de malta, o, si lo era, no podían permitirse el lujo con regularidad, y por tanto no tenía sentido despertar falsas expectativas a sus paladares.
Lambton Everett IV era la desdicha personificada, un hombre que nunca había poseído una prenda de vestir que le quedara bien. Eso se debía en parte a que su cuerpo tenía unas proporciones tan dispares que sólo la ropa a medida podría haber acomodado sus extremidades sin que se le viera un calcetín o quedara un antebrazo a la vista casi hasta el codo. Las camisas colgaban de él como velas deshinchadas en un mástil, y sus trajes parecían robados a los muertos al azar. Así y todo, aun cuando sus trajes se hubieran confeccionado con la mejor lana italiana, y sus camisas se hubieran tejido con las sedas predilectas de los reyes, Lambton Everett IV habría seguido pareciendo un espantapájaros que, cansado de su soporte, había abandonado el campo donde solía estar con paso inestable en busca de nuevos horizontes. Con los labios curvados hacia abajo, unas orejas enormes y la cabeza calva y puntiaguda, era una fuente de afable terror en Halloween y se enorgullecía de no tener que disfrazarse de demonio para asustar a los niños.
Ni siquiera habían existido tres Lambton Everett antes que él: el ordinal era una afectación, una broma personal que ni siquiera mi abuelo entendía. Le otorgaba cierta solemnidad entre aquellos que no lo conocían tanto para poder detectar la impostura, y daba a sus amigos y vecinos un motivo para mover la cabeza en actitud de desaprobación, lo que en ciertos círculos es todo un regalo.
Pero mi abuelo apreciaba a Lambton Everett IV porque lo conocía desde hacía mucho tiempo y creía que sus defectos eran insignificantes y que tenía grandes cualidades. Por lo visto, Lambton Everett IV nunca se había casado, y se decía que era un solterón impenitente. Parecía mostrar poco interés sexual en las mujeres, y ninguno en absoluto en los hombres. Algunos estaban convencidos de que Lambton Everett IV moriría virgen; mi abuelo tenía la hipótesis de que posiblemente había intentado el coito una vez, aunque sólo fuera para tacharlo de la corta lista de cosas que consideraba que debía hacer antes de irse al otro barrio.
Pero resultó que mi abuelo no conocía a Lambton Everett IV ni remotamente; o más bien conocía sólo a un Lambton, la fachada que Lambton había decidido mostrar al mundo, pero esa fachada no guardaba más relación con la realidad de aquel hombre que una máscara con su portador. Lambton le hablaba poco a mi abuelo de su pasado; mi abuelo lo conocía sólo en la época presente, en su existencia en Maine, y lo aceptaba sin resentimiento. En el fondo sabía que Lambton era un buen hombre, y eso le bastaba.
Lambton Everett IV fue encontrado muerto en su casa de Wells una mañana gris de un martes de diciembre. No se había presentado en la bolera Big 20 para su sesión matinal de los lunes, y no respondió a los mensajes telefónicos. Dos miembros de su equipo de bolos lo visitaron al día siguiente poco después del desayuno. Llamaron al timbre sin obtener respuesta; luego fueron a la parte de atrás de la casa y echaron un vistazo por la ventana de la cocina, donde vieron a Lambton tendido en el suelo, con la mano cerrada contra el pecho y el semblante inmóvil en un visaje de padecimiento. Había muerto deprisa, declaró después el forense: el dolor del infarto había sido inmenso, pero breve.
Mi abuelo fue uno de los cuatro hombres que portaron el féretro desde la iglesia la mañana del funeral, pero se sorprendió cuando el abogado lo informó de que Lambton lo había designado albacea de su testamento. El abogado entregó asimismo a mi abuelo una carta dirigida a él en la desaliñada letra de Lambton. Era breve y concisa: se disculpaba por imponerle la ejecución testamentaria, pero le prometía que no sería una tarea ardua. Las instrucciones de Lambton para la disposición de su herencia eran relativamente sencillas: en esencia, debía repartir la suma obtenida con la venta de la casa y sus pertenencias entre varias organizaciones benéficas ya elegidas. El diez por ciento se lo dejaba a mi abuelo para que lo empleara como considerara oportuno, junto con un reloj de bolsillo de oro y ónix que había pertenecido a la familia de Lambton desde hacía tres generaciones. Mi abuelo también recibió indicaciones respecto a un álbum de fotos y recortes de periódico guardado en el armario del dormitorio de Lambton, cuyo contenido sólo debía dar a conocer a quienes pudieran entenderlo.
Hoy día tanto a los hombres como a las mujeres les resulta difícil guardar secretos, en particular cuando tratan de asuntos que, en un momento dado, pudieran haber llegado a los medios. Una rápida búsqueda en Internet puede sacar a la luz incluso la más personal de las historias, y toda una generación se ha acostumbrado a acceder a esa clase de información con un simple clic de ratón. Pero no siempre ha sido así. Ahora pienso en mi abuelo sentado a la mesa de la cocina de Lambton Everett, con el álbum abierto ante sí en la declinante luz invernal, y la sensación de que la sombra de Lambton se hallaba cerca, observándolo con atención mientras por fin se ponía al descubierto su dolor secreto. Después mi abuelo diría que, al examinar el álbum, se sintió como un cirujano sajando un forúnculo, extrayendo líquido y pus, eliminando la infección para que Lambton Everett IV disfrutara en la muerte de la paz de la que se había visto privado en vida.
El álbum revelaba a otro Lambton Everett, un hombre joven con una mujer llamada Joyce y un hijo, James. Aún se le podía reconocer, según mi abuelo: un hombre desproporcionadamente alto, un individuo desmañado pero con un extraño atractivo, sonriendo satisfecho junto a su esposa, menuda y guapa, y su risueño hijo. En la última foto de ellos, su mujer y su hijo tenían, respectivamente, veintinueve y seis años. Lambton contaba treinta y dos. La foto estaba fechada el 14 de mayo de 1965, y el lugar era Ankeny, Iowa. Tres días más tarde, Joyce y James Everett habían muerto.
Harman Truelove tenía veintitrés años. Lo habían despedido de su empleo en un matadero de cerdos por mostrar una crueldad indebida con los animales, porque su sadismo era excepcional incluso en una profesión donde la brutalidad practicada con indiferencia era la norma, ejercida por hombres de inteligencia subnormal contra animales que probablemente eran más inteligentes que ellos, y ciertamente más dignos de proseguir con su existencia. La reacción de Harman Truelove al despido fue prender fuego a los corrales donde los cerdos aguardaban a ser sacrificados, y quemar vivos a doscientos animales antes de hacerse a la carretera sin nada más que una muda de ropa, sesenta y siete dólares y un juego de cuchillos de carnicero. Llegó en autoestop a Bondurant con un tal Roger Madden, que mintió y le dijo que sólo iba hasta allí para que Harman Truelove se apeara de su furgoneta porque, como después declaró a la policía, «ese chico no estaba bien».
Harman comió un tazón de sopa en el restaurante Hungry Owl, dejó veinticinco centavos de propina y se echó a andar. Había decidido detenerse cuando se pusiera el sol, cosa que ocurrió justo cuando llegaba a la casa de Joyce y Lambton Everett, y su hijo James. Lambton, que había ido a un congreso de liquidadores de seguros en Cleveland, no estaba en casa, pero su mujer y su hijo sí.
Y pasaron una larga noche con Harman Truelove y sus cuchillos.
Lambton recibió la llamada en Cleveland al día siguiente. Harman Truelove había sido detenido por la policía cuando se dirigía a pie en dirección nordeste hacia, según dijo, Polk City. Ni siquiera se había molestado en cambiarse de ropa, e iba embadurnado de sangre. Había dejado un rastro por toda la casa desde el dormitorio de los Everett y luego por el camino de entrada hasta medio jardín. Curiosamente, sí había limpiado los cuchillos antes de marcharse.
Esto lo averiguó mi abuelo mirando el álbum en la mesa de la cocina de Lambton Everett. Más tarde recordaría haber acariciado con las yemas de los dedos las caras de la mujer y el niño de la foto, y haber dejado la mano suspendida sobre la imagen de Lambton, tal como quizás habría hecho si su amigo estuviera sentado ante él, intentando expresar su dolor y pesar y sin embargo consciente de que Lambton siempre había eludido todo contacto físico innecesario. Incluso sus apretones de mano eran tan suaves como el roce en la piel de las alas de un insecto. Mi abuelo siempre lo había considerado otra de las manías de Lambton, como su rechazo a comer carne de cualquier tipo y su particular aversión al olor del beicon o la carne de cerdo. De pronto los extraños detalles de la personalidad de Lambton comenzaron a adquirir nueva forma, cobrando cada uno un sentido espantoso en el contexto de lo que había sufrido en la vida.
—Deberías habérmelo contado, amigo mío —dijo mi abuelo en voz alta al silencio que lo escuchaba, y a sus espaldas las cortinas se agitaron levemente a causa de un frío soplo de brisa invernal, pese a que fuera el aire estaba totalmente quieto—. Deberías habérmelo contado, y yo lo habría entendido. Nunca se lo habría mencionado a nadie. Habría guardado tu secreto. Pero deberías habérmelo contado.
Y lo abrumó conocer el sufrimiento de su viejo amigo, ahora plenamente; o no plenamente pero casi, porque la historia aún no había terminado, quedaban todavía unas páginas por contar. No muchas, pero sí las suficientes.
Harman Truelove se negó a confesar su crimen. Rehusó hablar con la policía e incluso con su abogado de oficio, y no contestó cuando su abogado le preguntó por la causa de las magulladuras en la cara y el cuerpo, ya que la policía se había empleado a fondo para obligarlo a hablar. Hubo un juicio, aunque se citó a pocos testigos, porque nunca se puso en duda la culpabilidad de Harman Truelove. Parte del pasado de Harman Truelove salió a la luz en el transcurso de la investigación policial, pero otras cosas permanecieron ocultas, y sólo las conocían unas pocas personas: años de maltrato físico, que se remontaban incluso a sus tiempos en el útero materno, cuando el padre de Harman, un temporero alcohólico y un depredador en serie de mujeres, había intentado provocarle un aborto a la madre de Harman asestándole repetidos puntapiés en el vientre; la posterior muerte de su madre cuando Harman tenía dos años, al parecer por su propia mano en una bañera llena de agua tibia, pese a que el forense, según contaron, se preguntó por qué una mujer decidida a abrirse las venas del brazo con una navaja de afeitar también tenía agua de la bañera en los pulmones; años en la carretera con su padre, recibiendo una paliza tras otra hasta que Harman Truelove fue incapaz de hablar sin tartamudear; y por fin la muerte de ese hombre horrendo que se asfixió con su propio vómito mientras yacía inconsciente en el estupor de la ebriedad, hallado después su hijo de doce años junto a él cogiéndole la mano fría, apretándosela con tal fuerza que el rigor mortis había fundido la mano del niño con la del padre y la policía tuvo que romperle los dedos al cadáver para desprender al hijo. Por mutuo acuerdo, el fiscal y el abogado defensor decidieron que era innecesario dar esa información al jurado, y sólo pasó a ser del dominio público cuando Harman Truelove abandonó este mundo.
Antes de dictarse sentencia, Lambton Everett pidió un momento con el juez, un hombre arisco pero justo llamado Clarence P. Douglas, quien, pese a faltarle al menos dos décadas para la jubilación, tendía a ejercer su función como un hombre que estaba a punto de abandonarlo todo al día siguiente y reclamar su reloj y su pensión, sin que sus posteriores planes incluyeran nada más arduo que la pesca, tomar una copa y leer. No parecía importarle a quién ofendía con sus modales o sus decisiones, siempre y cuando sus actos estuvieran en conformidad, en la medida de lo posible, con las exigencias tanto de la ley como de la justicia.
La conversación textual llegó a los periódicos locales cuando Douglas por fin se jubiló, ya que Lambton Everett no le había exigido confidencialidad, y era evidente que Douglas pensó que no daba una mala imagen de aquel hombre: todo lo contrario. El artículo en cuestión era uno de los últimos recortes del álbum, aunque mi abuelo tuvo la impresión de que Lambton lo había colocado allí un poco a su pesar, ya que no aparecía recortado y pegado con el mismo esmero que los otros, y lo separaban dos hojas en blanco del recorte anterior. Mi abuelo opinó que Lambton Everett lo había añadido por un deseo de conclusión, pero en cierto modo se avergonzaba de aquello.
En la quietud revestida de roble de su despacho, el juez oyó a Lambton Everett solicitarle que exonerara a Harman Truelove de la muerte en la horca en la penitenciaría estatal de Fort Madison. No quería que «el chico» fuera ejecutado, dijo. El juez se sorprendió, por decir poco. Preguntó a Lambton por qué no debía recaer sobre Harman Truelove todo el peso de la ley.
—No es necesario que le diga, caballero —advirtió el juez Douglas—, que lo que Harman Truelove hizo fue un acto de pura maldad, lo peor que ha llegado a mis oídos.
Y Lambton, que conocía parte pero no todo el pasado de Harman Truelove, contestó:
—Sí, su señoría, lo que hizo se acerca tanto a la maldad pura que prácticamente no hay diferencia, pero el chico en sí no es malvado. No tuvo en la vida el punto de partida del que hemos disfrutado los demás. Lo que vino después no fue mucho mejor, y creo que eso lo enloqueció. Alguien cogió a un niño y lo retorció hasta que ya ni siquiera era humano. Mirándolo en la sala del juzgado, me parecía que su dolor era incluso mayor que el mío. No me malinterprete, su señoría: lo odio por lo que hizo, y nunca se lo perdonaré, pero no quiero su sangre en mi conciencia. Mándelo a algún sitio donde no pueda volver a hacer daño a nadie, pero no lo mate, no en mi nombre.
El juez Douglas se recostó en su butaca de piel, entrelazó las manos ante el vientre, y pensó que Lambton Everett bien podía ser el individuo más insólito que había puesto los pies en su despacho. Era más habitual oír los aullidos de los perros sedientos de sangre, dispuestos a despedazar al reo ellos mismos si la ley no los saciaba. Pocos corderos cruzaban el umbral de la sala de su juzgado, y aún menos hombres misericordiosos.
—Me hago cargo, señor Everett —dijo—. Incluso lo admiro por su consideración, y puede que tenga razón en parte de lo que dice, pero la ley exige que ese chico muera. Si yo propongo otra cosa, maldecirán mi nombre junto con el suyo hasta el día en que me entierren. Por si lo ayuda a dormir mejor, la sangre de ese chico no manchará sus manos, ni las mías. Y tal vez debería plantearse esto: si él sufre tanto como usted cree, tal vez lo más bondadoso que puede hacerse por él es poner fin a eso de una vez por todas.
Lambton Everett miró alrededor observando las tapicerías de cuero y las paredes revestidas de libros, mientras Clarence Douglas reparaba en las señales de dolor en su cara. No había conocido a Lambton hasta el juicio, pero era todo un experto en traumas y pérdidas. ¿Qué clase de hombre, se preguntó, ruega por la vida de otro que ha abierto en canal a su mujer y su hijo? No sólo un hombre bueno, decidió, sino un hombre que llevaba algo del propio Cristo en su interior, y para Clarence Douglas la presencia de aquel hombre fue una lección de humildad.
—Señor Everett, puedo decirle al chico que ha intercedido usted por su vida. Si usted lo deseara, también podríamos organizarlo para que lo visitara, y así podría decírselo usted mismo. Si tiene alguna pregunta, puede planteársela y ver cómo responde.
—¿Alguna pregunta? —dijo Lambton mirando al juez—. ¿Qué preguntas voy a tener yo para él?
—Bueno, tal vez quiera preguntarle por qué hizo lo que hizo —sugirió Clarence Douglas—. Nunca ha explicado a nadie por qué asesinó a su mujer y a su hijo. Nunca ha dicho nada en absoluto, a excepción de la palabra «no» cuando se le ha preguntado si fue él quien quitó la vida a su mujer y al niño, pese a que no cabe la menor duda de que los mató él. Una palabra, eso ha sido lo único que le han sonsacado. Le diré la verdad, señor Everett: hay médicos, psiquiatras y demás, que sienten una gran curiosidad por ese chico, pero para ellos sigue siendo un enigma tan grande ahora como cuando lo esposaron. Incluso teniendo en cuenta sus antecedentes, lo que hizo no tiene explicación. Hay personas que han tenido experiencias peores que la suya en la infancia, peores con diferencia, y jamás han matado a una mujer inocente y a su hijo por eso.
Clarence Douglas se revolvió incómodo en el asiento, porque advertía una intensidad en la mirada de Lambton Everett tan terrible que lamentó haber accedido siquiera a hablar sobre el asesino Harman Truelove, a dejar entrar en su despacho a Lambton Everett.
—No hay ninguna razón —dijo Lambton, lenta y pausadamente—. No puede haberla. Aunque me ofreciera una respuesta, carecería de significado, de peso en este mundo y en el otro, así que no quiero hablar con él. No quiero volver a verlo nunca más después del día de hoy. Era sólo que no quería aumentar su sufrimiento, ni el mío. No quería aumentar el sufrimiento del propio mundo. Imagino que ya hay más que suficiente. Nunca se agotará.
—Lo siento, señor Everett —dijo Clarence Douglas—. Ojalá pudiera hacer algo más por usted.
Así que Lambton Everett regresó a la sala y el jurado leyó el veredicto, y el juez Clarence Douglas dictó sentencia, y más tarde Harman Truelove colgó de una soga.
Y con el tiempo Lambton Everett se trasladó al nordeste, rumbo al mar, y por fin acabó en Wells. Aunque no contó nada de su pasado, lo llevó consigo en el corazón y en la cabeza, y en un álbum de fotografías viejas y recortes de prensa amarillentos.
Mi abuelo volvió a mirar el retrato de Lambton con su familia. Sí, era una versión aún reconocible, más joven, del hombre que mi abuelo había conocido, pero con los años su aspecto era más desmañado, y mayor la desproporción de sus extremidades. A veces la gente decía que un hombre o una mujer estaba roto por el dolor y la pérdida, en referencia a una fractura psicológica o emocional, pensó mi abuelo, pero Lambton Everett parecía un hombre físicamente roto, un hombre que había sido descuartizado y después vuelto a montar de manera imperfecta, y durante el resto de su vida había luchado con el legado físico de su desgracia.
Mi abuelo cerró el álbum, y los ojos, y percibió cerca la presencia de Lambton Everett, casi olió el aroma del tabaco de pipa y Old Spice que había formado parte de él.
—Vete ya —dijo mi abuelo—. Ve con ellos. Te esperan desde hace mucho tiempo.
Le pareció oír agitarse las cortinas una vez más a sus espaldas, y le llegó un sonido que podía haber sido una exhalación, como una segunda muerte, y a continuación el aroma se desvaneció, y sintió el vacío en la habitación, y volvió a abrir los ojos cuando sus oídos distinguieron un ligero tictac.
—Ah —dijo—. Ah.
En la mesa, ante él, se hallaba el reloj de bolsillo de Lambton Everett, el que le había legado en su testamento. Pero mi abuelo, al sacarlo del armario junto con el álbum, lo había dejado en la cama de Lambton. Estaba seguro de eso, tan seguro como de lo que más en este mundo.
Se metió el reloj en el bolsillo, y el álbum bajo el brazo, y esa noche, ante mis ojos, quemó el registro del dolor de Lambton Everett en una pira detrás de su casa. Cuando le pregunté qué hacía, me contó la historia de Lambton Everett, y ésta acabó siendo un presagio de lo que ocurriría en mi propia vida. Ya que yo, igual que Lambton, vería a mi mujer y a mi hija destrozadas, y viajaría a este estado septentrional, y aquí mi dolor encontraría su forma.
Ahora, sentado a aquella mesa pequeña y oscura del Lower East Side, con el papel que Epstein me había dado firmemente sujeto en la mano, me acordé de Lambton Everett, y se cortó el lazo que yo había imaginado entre nuestras experiencias. ¿Qué clase de hombre ruega por la vida de otro que ha abierto en canal a su mujer y a su hijo?, se había preguntado el juez Douglas: un buen hombre, fue la respuesta, un hombre digno de la salvación.
Pero ¿qué clase de hombre quita la vida a aquel que ha asesinado a su mujer y a su hija? ¿Un hombre vengativo? ¿Un individuo movido por la cólera, emponzoñado por el dolor? Lambton Everett presentaba una forma exterior rota, pero por dentro lo mejor de él había permanecido intacto. Era como si su cuerpo hubiese tenido que absorber plenamente el impacto del golpe a fin de que su espíritu, su alma, quedara impoluto.
Yo no era Lambton Everett. Yo había arrebatado muchas vidas. Había matado, una y otra vez, con la esperanza de aligerar mi dolor, y en lugar de eso lo había avivado. ¿Me había condenado con mis actos, o siempre había estado condenado? ¿Constaba por eso mi nombre en la lista?
—Liat, sirve una copa de vino al señor Parker —dijo Epstein—. Yo tomaré otra.
La lista contenía ocho nombres. A diferencia del documento que me había entregado Marielle Vetters, no estaba escrito a máquina, sino sacado por impresora. El nombre de Davis Tate aparecía también en la lista, pero, aparte del suyo, el mío era el único que reconocía. No iba acompañado de letras o símbolos, ni de números que pudieran ser fechas o datos. Sólo aparecía el nombre, no en negro sino en rojo.
Liat colocó dos copas en la mesa y las llenó de vino tinto, no blanco. Dejó la botella.
—¿De dónde ha sacado esta lista? —le pregunté a Epstein.
—Una mujer se puso en contacto con nosotros a través de un intermediario, un abogado a nuestro servicio —explicó Epstein—. Le dijo que participaba desde hacía décadas en un proceso de chantajes, sobornos e incitación a la corrupción. Tenía centenares de nombres, de los cuales esta lista es sólo una muestra. Admitió que había sido responsable de la destrucción de familias, carreras e incluso vidas.
—¿En representación de quién?
—En representación de una organización sin un nombre verdadero, aunque algunos de quienes eran como ella la llamaban Ejército de la Noche.
—¿Sabemos algo de esa organización?
—¿«Sabemos»?
Caí en la cuenta de que aún había armas en torno a mí, y tal vez mi vida pendiera de un hilo, pero no tenía intención de rendirme ante sus dudas sobre mí.
—Ah, perdón, ¿todavía estamos jugando a eso?
—Aún no has aclarado por qué aparece tu nombre en esa lista —intervino el rubio.
—¿Mi nombre? Y yo no he oído el tuyo —repuse.
—Yonathan —contestó él.
—Verás, Yonathan, no te conozco tanto para someterme a tus preguntas. Ni te conozco tanto para preocuparme por lo que pueda pasarte cuando esto acabe, así que ¿por qué no te callas y dejas hablar a los mayores?
Me pareció captar una sonrisa en Liat, pero desapareció antes de que pudiera cerciorarme. Yonathan se crispó y enrojeció. Si Epstein no hubiese estado presente, tal vez se habría abalanzado sobre mí. Aun con la presencia de Epstein para mantenerlo a raya, pensé por un momento que acaso se arriesgara. Me alegré de que Liat hubiera dejado la botella de vino. Yo no había tocado la copa, pero tenía la botella junto a la mano derecha. Si Yonathan o cualquier otro intentaba ponerme la mano encima, me proponía partir algún cráneo antes de caer.
—Ya basta —ordenó Epstein. Lanzó una mirada ceñuda a Yonathan antes de volver a depositar la atención en mí—. En todo caso, la pregunta es pertinente: ¿por qué aparece su nombre en esa lista?
—No lo sé —respondí.
—Miente —afirmó Yonathan—. Aunque lo supiera, no nos lo diría.
Era obvio que Yonathan tenía un problema de testosterona. Las hormonas le enturbiaban el cerebro.
—Sal de aquí —ordenó Epstein.
—Pero… —empezó Yonathan.
—Te he dicho una vez que te calles, y tú no me has hecho caso. Vete afuera y hazle compañía a Adiv. Así podréis reconcomeros juntos.
Dio la impresión de que Yonathan iba a protestar otra vez, pero bastó una mirada ceñuda de Liat para disuadirlo. Se marchó con gran alarde de displicencia, llegando al punto de rozarme con el hombro al pasar.
—Un fin de semana tendría que organizar una de esas convivencias para la formación del personal —sugerí a Epstein—. Se los lleva al bosque, los pierde, y luego empieza de cero.
—Es joven —contestó Epstein—. Todos lo son. Y están preocupados, como lo estoy yo. Usted ha conseguido acercarse demasiado a nosotros, señor Parker, y ahora su propia naturaleza está en tela de juicio.
Se palpaba la tensión en el aire. Tenía la sensación de inhalarla cada vez que respiraba. Hice un alto y procuré relajarme. No era fácil dadas las circunstancias, pero más o menos lo conseguí.
—Dejando a Tate de lado, ¿quiénes son los demás en esta lista? —pregunté.
—Algunos han sido identificados de manera concluyente: dos son miembros de las cámaras de representantes de Kansas y Texas respectivamente, uno progresista, otro conservador. Los dos pican alto. Otro es un abogado de empresa. En cuanto a los demás, aún estamos en ello, pero al parecer son, a falta de una definición mejor, personas corrientes.
—¿Dio esa mujer alguna indicación de por qué había decidido proporcionar esos nombres en concreto?
—Nuestros abogados recibieron un mensaje posterior por correo electrónico desde una cuenta temporal de Yahoo. Sostenía que se habían pagado sobornos considerables a tres personas de la lista. Otras dos habían sido chantajeadas: una por tendencias homosexuales ocultas, la otra por una serie de aventuras con mujeres mucho más jóvenes. En archivos adjuntos se incluían pruebas documentales de sus afirmaciones.
—Eso explica, pues, la presencia de cinco de los nombres. ¿Dijo algo sobre mí?
Vi asomar a su semblante la posibilidad de una mentira. Intentó disimularla, pero no pudo.
—No me mencionó, ¿verdad?
—No —contestó Epstein—, inicialmente no.
—Pero cuando su abogado le entregó la lista, usted le ordenó que se lo preguntara, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y ella qué dijo?
—No pudo confirmar si se le había hecho alguna propuesta. Dijo que no había sido ella quien había añadido su nombre a la lista, y que usted no era responsabilidad suya.
—¿Quién añadió mi nombre a la lista, pues?
—Eso da igual.
—A mí no, porque debido a eso he acabado en el punto de mira. ¿Quién fue el responsable?
—Brightwell —contestó Epstein—. Dijo que Brightwell insistió en que se añadiera.
—¿Cuándo?
—Poco antes de que usted lo matara.
Nos acercábamos ya al núcleo, a la razón de todo eso, al nexo de las dudas de Epstein respecto a mí.
—¿Cree que maté a Brightwell porque sabía que añadió mi nombre a la lista?
—Bueno…, ¿fue así?
—No. Lo maté porque era un monstruo, y porque si no, me habría matado él a mí.
Epstein cabeceó.
—Dudo que Brightwell quisiera matarlo. Sospecho que estaba convencido de que usted era como él. Brightwell creía que usted era un ángel caído, un rebelde contra el Divino. Usted había olvidado su propia naturaleza, o se había vuelto contra ella, pero aún era posible convencerlo de que cambiara otra vez. Vio en usted a un aliado potencial.
—O a un enemigo.
—Eso es lo que intentamos determinar.
—¿Ah, sí? Mi sensación es que esto es un linchamiento. Sólo falta la soga.
—Se está poniendo melodramático.
—No lo creo. Hay muchas armas a la vista, y ninguna me pertenece.
—Sólo unas pocas preguntas más, señor Parker. Casi hemos terminado.
Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—La mujer dijo algo más sobre usted. Dijo que su nombre había vuelto a aparecer recientemente, que ciertos elementos de su organización lo consideraban a usted importante. Por eso decidió enviarnos esa lista de nombres en concreto.
Epstein alargó los brazos y me cogió las manos. Me apretó las venas de las muñecas con las yemas de sus índices. A mi derecha, sentí la intensidad de la mirada de Liat. Era como estar conectado a un detector de mentiras humano, sólo que éste no se dejaría engañar.
—¿Se han dirigido alguna vez a usted con una propuesta o un soborno?
—No.
—¿Lo han amenazado alguna vez?
—Desde hace una década que me amenaza gente, Brightwell y los de su especie entre ellos.
—¿Y usted cómo ha reaccionado?
—Ya sabe cómo he reaccionado. Tengo su sangre en mis manos. En algunos casos, también usted.
—¿Pertenece a ese Ejército de la Noche?
—No.
Oí un zumbido a mi izquierda. Una avispa rebotaba contra el espejo por encima de mi cabeza. A juzgar por la lentitud de sus movimientos, parecía estar muriéndose. Al verla, recordé otra reunión con Epstein, una en la que me habló de ciertas avispas parasitarias que depositaban sus huevos en arañas. La araña portaba las larvas mientras éstas se desarrollaban, y ellas a su vez modificaban el comportamiento de la araña, induciéndola a cambiar las telas que tejía para que, cuando por fin las larvas brotaran de su cuerpo, tuvieran una tela mullida sobre la que descansar mientras se alimentaban de los restos del arácnido en el que se habían gestado. Epstein me había contado que ciertas entidades hacían lo mismo con los hombres, se trataba de unos misteriosos pasajeros que se instalaban en el alma humana, que eran acarreados inconscientemente durante años, incluso décadas, hasta que llegado un momento revelaban su verdadera naturaleza, y entonces consumían la conciencia de sus huéspedes.
Observé a Epstein seguir la evolución del insecto moribundo, y supe que él recordaba esa misma conversación.
—Lo sabría —dije—. A estas alturas, si llevara a uno de ellos dentro, lo sabría.
—¿Seguro?
—Ha tenido muchas oportunidades para salir a la luz, han sido muchas las veces en que, haciéndolo, habría cambiado el curso de los acontecimientos. Si morara dentro de mí, podría haberse manifestado y salvado a algunos de los suyos, pero nada apareció para salvarlos. Nada.
Epstein volvió a lanzar una mirada fugaz a Liat, y comprendí que su respuesta determinaría lo que ocurriese a continuación. También los pistoleros la observaban, y los vi introducir los dedos en la guarda del gatillo en actitud expectante. Una pequeña gota de sudor resbaló del cuero cabelludo de Epstein, como una lágrima que brota de un ojo oculto.
Liat asintió, y sentí cómo todo mi cuerpo se tensaba para recibir los balazos.
Sin embargo, Epstein me soltó las muñecas y volvió a sentarse. Las armas desaparecieron, y con ellas el otro pistolero. Sólo permanecimos allí Liat, Epstein y yo.
—Bebamos, señor Parker —propuso Epstein—. Hemos terminado.
Me miré las manos. Me temblaban ligeramente. Detuve el temblor por pura fuerza de voluntad.
—Váyase a la mierda —dije, y los dejé con su vino.