Epstein me dejó un mensaje en el móvil invitándome a reunirme con él en «nuestro sitio de costumbre» a las nueve de esa noche. No sabía hasta qué punto me sentiría cómodo ante la posibilidad de volver a quedarme en el apartamento de Liat; no era que me importara que me utilizasen para el sexo, sino más bien que me utilizasen para otra cosa bajo la apariencia de sexo. Telefoneé a mi antiguo mentor y compañero en el Departamento de Policía de Nueva York, Walter Cole, y le dije que quizás al final sí necesitaría la cama que me había ofrecido. Él a su vez me contestó que esa noche dejarían al perro fuera y yo podría ocupar su canasta. Creo que Walter seguía molesto porque yo le había puesto su nombre a un perro, pese a que era un buen perro.
Una vez más Angel y Louis fueron tras mis pasos mientras me acercaba al restaurante, y una vez más me siguieron los hombres de Epstein. Cuando llegué, estaba frente al establecimiento el mismo joven moreno y adusto, todavía con una chaqueta demasiado abrigada para el tiempo que hacía, sujetando con firmeza el arma en su interior. Si acaso, se lo veía más disgustado que la última vez que nos cruzamos.
—Deberías probar con una camisa holgada —dije—. O un arma más pequeña.
—Vete a la mierda —contestó. Ni siquiera me miró al hablar.
—¿Has aprendido ese vocabulario en el colegio hebreo? Está bajando el listón.
—Vete a la mierda, capullo —dijo, aún sin mirarme. Era tan tonto como hostil.
Si uno, armado o no, se insolenta con alguien, es mala idea dejarle la opción de lanzar un puñetazo. Aun así, no aproveché la oportunidad de sacudirle en la mandíbula o los riñones. Temí que se pegara un tiro en el pie. O peor aún, temí que me pegara un tiro en el pie a mí.
—¿Es que te he hecho yo algo? —pregunté.
Sin contestar, se limitó a parpadear y torcer aún más el gesto. Era extraño, pero me dio la impresión de que quizás intentaba contener el llanto.
—Tienes que cuidar esos modales —señalé.
Vi que apretaba los dientes y se le tensaba la mandíbula. Parecía a punto de golpearme, o incluso de sacar el arma, pero recobró el control y dejó escapar un suspiro.
—El rabino te espera —dijo.
—Gracias. Ha sido un placer hablar contigo. Mejor que no se repita durante un tiempo.
Entré en el restaurante. Liat tampoco estaba ahora presente. En su lugar trajinaba detrás del mostrador la mujer mayor que me había entregado la nota esa mañana, y Epstein ocupaba la misma mesa que antes. Cuando me senté, hizo una seña con el dedo índice a la mujer. Ella sacó dos tazas de café árabe espeso y oscuro, acompañadas de dos vasos pequeños de agua muy fría; luego desapareció en la cocina. Al cabo de un minuto poco más o menos oí un portazo en el piso de arriba. Esa noche no habría comida ni vino kosher, por lo visto.
—Tengo la sensación de que he agotado mi cuota de hospitalidad —comenté.
—Ni mucho menos —repuso Epstein—. Si prefiere vino, hay una nevera detrás del mostrador, y le han preparado algo de comer, por si tiene apetito.
—Basta con el café.
—¿De qué hablaban Adiv y usted ahí fuera?
—Sólo hemos intercambiado unas palabras amables.
Un destello asomó a los ojos de Epstein.
—¿Sabe que su nombre, Adiv, significa «amable» tanto en árabe como en hebreo? «Amable» y «agradecido».
—Pues le viene que ni pintado. Tiene por delante toda una carrera en el arte de la recepción.
—Alberga sentimientos hacia Liat —explicó Epstein.
Adiv era joven, mucho más joven que Liat. Esas cosas duelen mucho a esa edad. Aunque también duelen como un demonio cuando uno es mayor.
—¿Y qué siente ella por él?
—No lo dice —contestó Epstein. Dejó en el aire el doble sentido.
—¿Dónde está?
—En otra parte. Pronto se reunirá con nosotros. Ahora tiene cosas que hacer.
—¿Para usted?
Asintió.
—Me ha hablado de sus heridas.
Allí no cabían los secretos, pues.
—Ignoraba que entendía usted el lenguaje de los signos.
—Conozco a Liat desde hace mucho tiempo. Hemos aprendido a comunicarnos de muy diversas maneras.
—¿Y qué ha dicho de mis heridas?
—Me ha dicho que le sorprendió que siga usted con vida.
—Eso lo oigo a menudo.
—Tantas heridas, tantas veces a las puertas de una muerte segura, y sin embargo aquí está. Me pregunto por qué se ha salvado.
—Quizá soy inmortal.
—No sería el primer hombre que piensa eso. Yo mismo tengo aún la esperanza de escapar a la estadística. Pero no, no creo que sea usted inmortal. Un día morirá: la duda es si volverá después.
—¿Como Brightwell y los suyos?
—¿Cree que tal vez comparte usted con ellos ciertos aspectos de su naturaleza?
—No.
Tomé un sorbo de café. Estaba demasiado dulce para mí. El café árabe siempre me lo ha parecido.
—Se lo ve muy seguro de eso.
—No soy como ellos.
—La pregunta no es ésa.
—¿Acaso es esto un examen?
—Llamémoslo exploración de ideas.
—Llámelo usted como quiera. No sé de qué habla.
—¿Sueña con que cae, con que arde?
—No. —Sí.
—No le creo. ¿Con qué sueña?
—¿Por eso me ha hecho volver aquí, para interrogarme sobre mis sueños?
—Hay verdad en ellos, o un intento de entender las verdades.
Aparté el café.
—Dejémoslo, rabino. Esto no nos conducirá a nada útil.
Se abrió la puerta a mis espaldas. Volví la vista atrás esperando ver al joven moreno despechado. En su lugar apareció el objeto de su deseo. Liat vestía unos vaqueros y un abrigo largo de seda azul celeste. Llevaba nuevamente el pelo recogido en una trenza. Estaba hermosa, incluso con la pistola en la mano.
Dos de los muchachos de Epstein entraron desde la cocina, también armados. Uno de ellos se acercó a la parte delantera del restaurante, bajó las persianas y nos aisló del exterior, mientras Liat bajaba otra persiana en la puerta. El segundo pistolero me vigilaba mientras Epstein sacaba el móvil de mi bolsillo. Zumbó en su mano. En el visor se leía «número no identificado».
—Sus amigos, supongo —dijo Epstein.
—Les preocupa mi salud en la gran ciudad.
—Conteste. Dígales que todo va bien.
El hombre que había bajado las persianas era rubio, de barba suave, lo que le confería un desafortunado aspecto de nazi, muy poco apropiado en su caso. Por otra parte, llevaba un silenciador, que acopló al cañón de su pistola antes de apuntarme a la cabeza.
—Conteste —repitió Epstein.
Obedecí. Angel, Louis y yo habíamos acordado hacía ya mucho tiempo una serie de palabras de alerta para circunstancias como ésa. No las empleé en ese momento; sólo les dije que todo iba bien. Si les pedía que entrasen, se produciría un derramamiento de sangre y ya nada volvería a ser igual. Mejor esperar y ver cómo se desarrollaba la situación. Necesitaba creer que Epstein no me quería muerto, y sabía que yo no había hecho nada para indisponerlo conmigo.
—Pensaba que podía confiar en usted —declaré después de colgar.
—Lo mismo digo. ¿Va armado?
—No.
—Eso es poco habitual en usted. ¿Está seguro?
Me puse en pie despacio, levanté las manos y me volví de cara a la pared. Olí el perfume de Liat y sentí sus manos en mí.
—Y yo que creía que lo nuestro era especial —le dije.
Pero ella, naturalmente, no me respondió.
Retrocedió y volví a sentarme. Esta vez no hubo miradas coquetas cuando se apoyó en el mostrador. Su rostro no revelaba nada.
—¿Por qué se comporta así? —le pregunté a Epstein—. Ya sabe lo que he hecho. He librado la misma batalla que usted. Esas heridas no han salido de la nada.
—He sacrificado a un hijo —dijo Epstein.
—Y yo a una mujer y una hija.
—Usted ya las había perdido antes de que todo esto empezara.
—No, forman parte de esto. Lo sé.
—Usted no sabe nada. Ni siquiera se conoce a sí mismo. Lo primero que uno debe preguntarse acerca de algo es cuál es su naturaleza. ¿Cuál es su naturaleza, señor Parker?
Deseé abalanzarme sobre él por restar importancia a las muertes de mi mujer y mi hija. Deseé agarrarlo por el cuello y apretar, aporrearlo hasta que sólo quedara una máscara de sangre. Deseé meter un arma en la boca a sus matones, sus soldados religiosos, y verlos encogerse. Si aquellos a quienes había considerado aliados estaban dispuestos a encañonarme con sus armas, no necesitaba enemigos.
Respiré hondo y cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, la ira empezaba a disiparse. Si aquello era una provocación, no pensaba responder a ella.
—Está citando a Marco Aurelio —dije—. O bien ha leído las Meditaciones, o bien una novela de un asesino en serie. Le concederé el beneficio de la duda y daré por supuesto que es lo primero, en cuyo caso sabrá que él también nos previno de que cada día uno se topa con hombres violentos, ingratos y poco caritativos, y que sus acciones se derivan de la ignorancia del bien y el mal. Si uno desea comprender la naturaleza de un hombre, dijo, debe fijarse en aquello que rehúye y aquello a lo que es fiel. Creo que lo he sobrevalorado, rabino. Por debajo de ese pretendido barniz de calma y sabiduría es usted un hombre confuso y asustado.
—Ya lo sé —respondió él—. Lo reconozco. Pero usted…, usted se niega a ahondar en su interior por miedo a lo que pueda encontrar allí. ¿Qué es usted, señor Parker? ¿Qué es?
Me levanté lentamente. El hombre del silenciador en la pistola siguió mis movimientos.
—Soy el hombre que mató a aquel que eliminó a su hijo —contesté, y vi que daba un respingo—. Conseguí lo que no consiguieron usted y su gente. ¿Qué va a hacer ahora, rabino? ¿Matarme? ¿Enterrarme en un lugar profundo junto con los otros que ha encontrado, los que se creen ángeles caídos o demonios resucitados? Hágalo. Estoy cansado. Sean cuales sean mis errores, sean cuales sean mis defectos, he intentado repararlos. No tengo nada más con que demostrárselo. Si cree que sí lo hay, es usted un necio.
Por un momento nadie se movió, nadie habló. Liat apartó los ojos de mi rostro y los posó en el del rabino. Él le lanzó una mirada, y vi que le dirigía un gesto de asentimiento casi imperceptible. Ella sacó un papel del bolsillo del abrigo y lo lanzó a la mesa ante mí.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una lista de nombres —respondió Epstein—. Se parece a la que usted me entregó ayer, pero procede de una fuente distinta. Es más reciente.
No lo toqué. Lo dejé donde estaba.
—¿No quiere mirarla?
—No. No quiero más tratos con usted. Voy a salir de aquí, y si alguno de sus orangutanes quiere pegarme un tiro por la espalda, adelante, pero estarán todos muertos antes de que amanezca. Angel y Louis los aniquilarán, a ellos y a usted, y durante los próximos once meses, rabino, cada vez que uno de sus hijos se levante para pronunciar el kadish por usted recibirá un trozo suyo en el correo.
Epstein alzó la mano derecha y enseguida la dejó caer con delicadeza. Todos bajaron las armas, y oí un chasquido al desamartillarse una despacio. El miedo y la ira que por un instante habían animado a Epstein lo abandonaron, y volvió a ser una vez más el que siempre había sido, o parecido ser.
—Si desea marcharse, nadie se lo impedirá —anunció—. Pero antes mire la lista.
—¿Por qué?
Epstein esbozó una sonrisa triste.
—Porque su nombre aparece en ella.