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Así pues: ¿habría sido capaz de desentenderme de la historia de Marielle Vetters y dejar que el avión se hundiera finalmente bajo tierra en los Grandes Bosques del Norte, que fuera absorbido, si es que había que dar crédito al testimonio de los difuntos Harlan Vetters y Paul Scollay, por designio de la propia naturaleza? Posiblemente, pero sabía que a la postre volvería para obsesionarme: no sólo por la persistente noción de que el avión estaba allí, ni por la curiosidad que despertaba en mí el carácter de esa lista parcial de nombres que Vetters se había llevado del aparato siniestrado, sino sobre todo por la intervención de Brightwell en la búsqueda. Eso significaba que el avión formaba parte del esquema de mi vida, y tal vez dentro de él se hallara algún indicio del juego más amplio que estaba desarrollándose, un juego en el que yo era algo más que un peón pero menos que un rey.

También Angel y Louis se habían involucrado por elección propia, porque Brightwell había matado al primo de Louis, y cualquier cosa relacionada con los Creyentes y su legado tenía interés para Louis. Su capacidad para la venganza era ilimitada.

Pero había otra persona que había tenido una implicación directa en el asunto de Brightwell y los Creyentes, una persona que sabía más que nadie sobre cuerpos que se consumían pero no morían y espíritus migratorios, que quizá sabía más incluso de lo que había admitido ante mí. Se llamaba Epstein, y era rabino, y padre afligido por la pérdida de un hijo, y cazador de ángeles caídos.

Telefoneé a Nueva York y concerté una cita con él para la noche del día siguiente.

El establecimiento kosher se encontraba en Stanton, entre una tienda de comida preparada muy frecuentada por las moscas, a juzgar por el número de cadáveres negros en el escaparate, y un sastre que a todas luces nunca había visto una pieza de poliéster que no fuese de su agrado. Epstein ya estaba en el restaurante cuando llegué: el matón apostado en la puerta delataba su presencia. Éste no llevaba kipá, pero reunía las características para ello: joven, moreno, judío, y con una constitución recia y a base de proteínas. Además, debía de ir armado, lo cual explicaba probablemente por qué mantenía la mano derecha hundida en el bolsillo de su chaqueta azul marino y la izquierda no. Epstein no usaba armas, pero sí quienes lo rodeaban y velaban por su seguridad, eso desde luego. El chico no pareció sorprenderse cuando me acerqué, seguramente porque a dos manzanas de allí yo había pasado por delante de uno de sus compañeros, y éste había permanecido atento a mí para cerciorarse de que nadie me seguía. Angel, por su parte, lo seguía a él a una manzana de distancia, y Louis, desde la otra acera, tampoco lo perdía de vista. Así, Epstein y yo proporcionábamos trabajo remunerado a cuatro personas como mínimo y nos asegurábamos de que los engranajes del capitalismo continuaban en movimiento.

El restaurante era tal como lo recordaba tras mi primera visita: un largo mostrador de madera a la derecha bajo el cual se sucedían varias vitrinas, que por norma habrían contenido sándwiches llenos a rebosar y unas cuantas especialidades creadas con esmero —lengua de ternera a la polonesa con salsa de pasas, hojas de col rellenas, higadillos de pollo salteados en vino blanco—, pero que en ese momento estaban vacías; y unas cuantas mesas pequeñas y redondas junto a la pared izquierda, en una de las cuales tres velas titilaban en un recargado candelabro de plata. Allí estaba sentado el rabino Epstein, tampoco había experimentado alteración alguna. Siempre me había parecido un hombre que acaso hubiera envejecido prematuramente, con lo que después el paso de los años ya no había producido en él excesivas alteraciones. Sólo la muerte de su hijo podía haber aumentado sus canas y las finas arrugas de su rostro; pues el joven fue eliminado por aquellos que compartían ciertos aspectos de las creencias de Brightwell y los suyos, si no su misma naturaleza.

Epstein se levantó para estrecharme la mano. Vestía un elegante traje negro de seda ligero, camisa blanca y una corbata negra también de seda con el nudo impecable. Hacía otra noche anormalmente calurosa para esa época del año, pero en el restaurante el aire acondicionado no estaba encendido. Si yo hubiese llevado algo parecido al traje de Epstein con semejante calor, habría dejado charcos en las sillas; Epstein, en cambio, tenía la mano seca al tacto, y no se advertía en su rostro ni un asomo de humedad. En contraste, a mí se me pegaba la camisa a la espalda por debajo de la americana azul de lana.

Del fondo del restaurante salió una mujer de pelo oscuro, ojos castaños y callada: la sordomuda que había estado presente en el primer encuentro entre Epstein y yo, también allí, hacía unos años. Colocó ante nosotros sendos vasos de agua muy fría y unas ramitas de menta. Al servirnos, dirigió la mirada hacia mí y en la expresión de sus ojos advertí algo semejante a interés. La observé mientras se alejaba. Llevaba vaqueros negros muy holgados, sujetos al esbelto talle por medio de un cinturón, y una camiseta de tirantes negra. El pelo le caía en una única trenza por la espalda bronceada, con una cinta roja en el extremo. Igual que la última vez que nos vimos, olía a clavo y canela.

Si Epstein advirtió hacia dónde se dirigía mi mirada, no lo exteriorizó. Se concentró en la menta, que desmenuzó en el agua, y luego la revolvió con una cucharilla. En la mesa había cubiertos. Pronto empezaría a llegar la comida. Así era como Epstein prefería llevar a cabo sus asuntos.

Parecía distraído, casi como si se sintiese incómodo.

—¿Se encuentra bien?

Epstein le quitó importancia al asunto con un gesto.

—Un desafortunado incidente cuando venía hacia aquí, sólo eso. He ido a visitar el shul de Stanton Street, y un hombre no mucho más joven que yo me ha llamado «marrano judío» al pasar junto a él. Hacía muchos años que no oía ese término. Me ha inquietado: por la edad del hombre, por la obsolescencia del insulto. Ha sido como retroceder en el tiempo.

Recobró la compostura estirándose, como si el recuerdo del insulto fuese algo físico que pudiera expulsar de su cuerpo por la fuerza.

—Aun así, la ignorancia no tiene fecha de caducidad. Cuánto tiempo sin vernos, señor Parker. Según parece, ha estado muy ocupado desde la última vez que nos vimos. Todavía sigo con mucho interés su entretenida trayectoria.

Sospeché que lo que Epstein sabía de mí no lo había averiguado por la prensa. Epstein tenía sus propias fuentes, incluido un agente especial del FBI, llamado Ross, en la delegación de Nueva York, un hombre entre cuyas responsabilidades se incluía mantener al día un expediente encabezado con mi nombre, expediente abierto tras la muerte de mi mujer y mi hija. A otro le habría entrado la paranoia; yo, en cambio, intentaba sentirme querido.

—Ojalá me tranquilizara saberlo —dije.

—Bueno, he intentado ayudarlo alguna que otra vez, usted ya lo sabe.

—Su ayuda por poco me cuesta la vida.

—Pero piense en las experiencias trascendentales que ha tenido como consecuencia —comentó el rabino.

—Todavía intento eludir la más trascendental de todas: la muerte.

—Y lo consigue, por lo que veo. Aquí está: vivo y con buena salud. Tengo mucha curiosidad por conocer el motivo de su visita, pero antes comamos. Liat nos ha preparado la cena, creo.

Y en ese preciso momento la mujer llamada Liat, pese a que no había podido oírlo, ni leerle los labios porque él estaba de espaldas a ella, salió de la cocina con una bandeja repleta de col rellena y derma, una selección de pimientos morrones y pimientos picantes, tres clases de knishes y dos cuencos de ensalada. Acercó otra mesa a la nuestra para que tuviéramos más espacio.

—Nada de pescado —dijo Epstein. Se llevó un dedo a un lado de la cabeza—. Yo me acuerdo de esos detalles.

—Mis amigos piensan que es una fobia —dije.

—Todos tenemos nuestras manías. Sé de una mujer que se desmayaba si alguien cortaba un tomate delante de ella. Nunca he averiguado si existe un término médico para eso. Lo más cercano que he encontrado es «lacanofobia», que parece ser un miedo irracional a las verduras. —Se inclinó al frente en actitud de complicidad—. Debo confesar que, alguna que otra vez, lo he utilizado como excusa para no comer brócoli.

Liat regresó con una botella de sauvignon blanco Goose Bay, nos sirvió una copa a cada uno y luego se llenó a sí misma una tercera. Tomó la suya y, tras encaramarse al mostrador, se quedó allí sentada con las piernas cruzadas. Se colocó un libro en el regazo, un ejemplar de El bosque en llamas de Norman Maclean. No comió. Tampoco leyó, aunque abrió el libro ante sí. Observaba mis labios, y me pregunté en qué medida desempeñaba un papel en ese peculiar juego de Epstein.

Probé el vino. Sabía bien.

¿Kosher? —quise saber. No pude disimular cierto tono de sorpresa en la voz.

—Puede perdonársele por pensar que no lo es, ya que resulta en extremo agradable al paladar, pero sí: es de Nueva Zelanda.

Así que comimos, y hablamos de las familias, y de los conflictos en el mundo, y evitamos escrupulosamente asuntos más oscuros hasta que vino Liat a recoger los platos y trajo el café con una jarra de leche aparte para mí, y en todo momento fui consciente de que no apartaba la mirada de mis labios, ahora observándome ya sin el menor disimulo. Advertí que Epstein se había vuelto un poco para que ella pudiera leer también sus labios más fácilmente.

—Bien, pues —dijo Epstein—, ¿por qué ha venido?

—Brightwell —contesté.

—Brightwell… ya no está —respondió Epstein, dejando flotar la ambigüedad entre nosotros: no dijo «está muerto», sino «ya no está», sin aludir a la muerte. Epstein conocía mejor que nadie la naturaleza de Brightwell.

—¿De momento? —dije.

—Sí. Quizás habríamos encontrado una solución más permanente si usted no lo hubiera matado a tiros.

—No obstante, me produjo satisfacción.

—Eso no lo dudo. También lo es darle un puntapié a una cucaracha hasta que empieza a reptar otra vez. Pero lo hecho, hecho está. ¿Por qué lo menciona ahora?

Así que le conté la historia que Marielle Vetters me había relatado, omitiendo sólo las identidades de las personas involucradas y toda alusión al pueblo donde vivían.

—Un avión —dijo Epstein cuando acabé—. No sé nada de un avión. Tendré que consultarlo. Tal vez otros se hayan enterado de algo. ¿Qué más tiene?

Había hecho una copia de la lista de nombres que Marielle me había dado.

—El padre de esa mujer se llevó esto del avión —expliqué a la vez que deslizaba la fotocopia por encima de la mesa—. Formaba parte de un legajo de papeles contenidos en una cartera que estaba bajo el asiento de uno de los pilotos. Dejó el resto en el avión, según su hija.

Epstein sacó sus gafas de montura metálica del bolsillo y se enganchó cuidadosamente las patillas a las orejas. Sabía mostrarse más frágil de lo que era, recurriendo a toda una pantomima a base de ojos entornados y muecas. Era un papel que representaba incluso ante aquellos muy conscientes de que no debían dejarse embaucar. A esas alturas quizás era sólo un hábito, o quizá ni siquiera él podía ya separar el engaño de la realidad.

Epstein no era un hombre que acostumbrara manifestar sorpresa. Había visto demasiado en este mundo, y parte del otro, para que ninguno de ellos le ocultara ya muchos secretos. Pero en ese momento abrió los ojos desorbitadamente detrás de las lentes de aumento y movió los labios como si repitiera los nombres para sí en una especie de letanía.

—¿Significan algo para usted esos nombres? —pregunté. Aún no le había hablado de Kenny Chan, ni del destino que su mujer y su antiguo socio habían corrido antes que él. No era que no confiara en Epstein, sino que no veía ninguna razón para darle toda la información que había averiguado, al menos sin nada a cambio.

—Puede ser —respondió—. Éste.

Me enseñó el papel apoyando el dedo en la mitad inferior de la hoja, por debajo del nombre Calvin Buchardt.

—Trabajó discretamente para una serie de causas progresistas durante muchos años. Estuvo vinculado a la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles, Searchlight, la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, así como a movimientos antiautoritarios de América del Sur y del Centro. Era un clásico hombre blanco con conciencia.

—No encontré su nombre en mis búsquedas.

—Lo habría encontrado si hubiese buscado «Calvin Book». Sólo unas pocas personas conocían su verdadero nombre.

—¿Por qué tanto secreto?

—Siempre sostuvo que era para su protección, pero también era una forma de distanciarse del legado de su familia. Su abuelo, William Buchardt, era un neonazi de lo más virulento: partidario del apaciguamiento en su juventud y aliado de segregacionistas homófobos y antisemitas durante toda su vida. El padre de Calvin, Edward, se negó a tener nada que ver con el viejo en cuanto llegó a la edad adulta, y Calvin fue un paso más allá dando apoyo discretamente a instituciones a las que su abuelo habría prendido fuego. También contribuyó el hecho de que tuviera una pequeña fortuna en su haber.

—¿Y por qué está en esa lista?

—Sospecho que la respuesta guarda relación con la manera en que murió: lo encontraron gaseado en un garaje de Ciudad de México. Resultó que al final Calvin se parecía más a su abuelo que a su padre: llevaba décadas traicionando a sus amigos y sus causas. Dirigentes sindicales, defensores de los derechos civiles, abogados, todos fueron entregados a sus enemigos por Calvin Buchardt.

—¿Está diciéndome que se quitó la vida en un arrebato de mala conciencia?

Epstein cambió cuidadosamente de posición la cucharilla del café.

—Supongo que al final sí sintió remordimientos de conciencia, pero no se quitó la vida. Estaba atado al asiento de su coche, y le habían arrancado la lengua, junto con todos los dientes y las puntas de los dedos. Había cometido el error de traicionar no sólo a corderos, sino también a leones. Oficialmente, sus restos no llegaron a identificarse, pero extraoficialmente…

Volvió a depositar la atención en la lista y emitió un pequeño chasquido de desagrado.

—Davis Tate —dijo.

—De ése sí sé algo —declaré.

—Un preconizador de la intolerancia y la calumnia —afirmó Epstein—. Fomenta el odio, pero como la mayoría de los de su calaña carece de coherencia lógica y temple. Es un antiislámico furibundo, pero también desconfía de los judíos. Odia al presidente de Estados Unidos por ser negro, pero no tiene valor para presentarse como racista, así que codifica su racismo. Se considera cristiano, pero Cristo lo repudiaría. Habría que procesarlos a él y a los de su especie por incitación al odio, pero los poderes fácticos se exaltan más porque una mujer enseña un pezón en la Superbowl. El miedo y el odio son una buena moneda de cambio, señor Parker. Sirven para comprar votos en las elecciones.

Tomó un sorbo de vino para enjuagarse el nombre de Tate de la boca.

—Y ahora le toca a usted, señor Parker. Doy por supuesto que ha hecho sus propias indagaciones y averiguado algo de interés para usted entre estos nombres.

—Esta mujer, Solene Escott, estaba casada con un tal Kenny Chan —expliqué—. Los números que aparecen junto a su nombre se corresponden con las fechas de su nacimiento y su defunción. Murió en un accidente de coche, pero el avión se estrelló antes de su muerte, no después. Su muerte fue planeada. Brandon Felice, un poco más abajo, era socio de Kenny Chan. Resultó muerto durante un atraco a una gasolinera no mucho después de la muerte de Escott. No había ningún motivo para eliminarlo. Los ladrones iban enmascarados, y ya habían cogido el dinero.

—«Rechazado» —leyó Epstein, la palabra escrita junto al nombre de Felice—. ¿Y lo que hay detrás es una «E»?

—Eso parece.

—¿Qué significa la «E»?

—¿Eliminado? —sugerí.

—Posiblemente. Es probable. ¿El marido sigue vivo?

—Lo metieron en su propia caja de caudales y allí lo dejaron, pudriéndose entre su riqueza.

—¿Tiene usted un posible guión de lo sucedido? —preguntó Epstein.

—Kenny Chan pactó el asesinato de su mujer y su socio, pero al final le salió el tiro por la culata.

—Justicia poética, quizás. ¿Ha dicho que su mujer murió en un accidente?

—Los accidentes pueden provocarse, y no hubo testigos. ¿Qué sabe de una empresa llamada Pryor Investments?

—Puede que haya leído el nombre, pero sólo eso. ¿Por qué?

—Pryor Investments intervino directamente en la venta de la empresa de Kenny Chan. Los policías que investigaron la muerte de Kenny Chan fueron disuadidos de molestar a Pryor. Por lo que se ve, puede que tenga lazos con el Departamento de Defensa.

—Veré qué podemos averiguar —dijo Epstein. Dobló cuidadosamente la lista, se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y se puso en pie—. ¿Dónde se aloja esta noche?

—Mi excompañero, Walter Cole, me ha ofrecido una cama en su casa.

—Preferiría que no se moviera de aquí. Es posible que necesite ponerme en contacto con usted urgentemente, y sería más fácil si se quedara con Liat. Tiene un apartamento arriba. Estará muy cómodo, se lo aseguro. Dejaré cerca a uno de mis hombres por si acaso. ¿He de suponer que lo han acompañado hasta aquí?

Epstein conocía la existencia de Angel y Louis.

—Están fuera.

—Permítales volver a sus camas. No los necesitará. Estará a salvo. Le doy mi palabra.

Telefoneé a Angel con el móvil y le informé del plan.

—¿Te convence la idea? —preguntó.

Miré a Liat. Ella me miró a mí.

—Creo que podré soportarlo —contesté, y colgué.

El apartamento era más que cómodo. Ocupaba las dos plantas superiores del edificio, todo aquello que no se destinaba a almacén. La decoración recordaba vagamente el estilo de Oriente Próximo: muchos cojines, muchas alfombras, el rojo y el naranja como tonalidades dominantes, realzados por medio de lámparas en los rincones, sin una luz de techo central. Liat me acompañó a una habitación de invitados con un pequeño baño privado contiguo. Me duché para refrescarme. Cuando salí, las luces de la planta baja estaban apagadas y en el apartamento reinaba el silencio.

Me ceñí una toalla a la cintura y, sentándome junto a la ventana, contemplé las calles. Vi pasar a parejas que iban cogidas de la mano. Observé a un hombre discutir con un niño, y a una mujer que reprendía a los dos. Oí música en un edificio cercano, un estudio para piano que no identifiqué. Pensé que era una grabación hasta que el intérprete se equivocó y una mujer se echó a reír de un modo relajado y afectuoso, y la voz del hombre contestó y la música cesó. Me sentía como un intruso, pese a que conocía esas calles, esa ciudad. Pero no era la mía. Nunca lo había sido. Allí era un forastero en una tierra conocida.

Liat entró en la habitación poco antes de las doce. Vestía un camisón de color crema que le caía justo por encima de las rodillas y llevaba el pelo suelto sobre los hombros. Yo estaba sentado a oscuras, pero ella encendió la lámpara de la mesilla de noche antes de acercarse a mí. Me cogió de la mano y me pidió que me levantara. A la luz de la lámpara me examinó. Tocó las cicatrices de viejas heridas, recorriéndolas una por una con las yemas de los dedos, como si repasara las cuentas del precio pagado por mi cuerpo. Cuando terminó, apoyó la mano derecha en mi cara y una intensa compasión asomó a su semblante.

Cuando me besó, sentí sus lágrimas en mi piel y percibí el sabor en mis labios. Había pasado mucho tiempo, y pensé: «Acepta este pequeño regalo, este momento tierno y fugaz».

Liat: sólo más tarde descubrí el significado de su nombre.

Liat: Eres mía.

Me desperté poco después de las siete. A mi lado, la cama estaba vacía. Me duché, me vestí y bajé. El apartamento seguía en silencio. Cuando entré en la cocina, un hombre de mediana edad preparaba la comida del día, y en el restaurante una mujer de más de sesenta años servía café y bagels a una pequeña cola de clientes. En la mesa que habíamos ocupado Epstein y yo la noche anterior, ahora una pareja compartía un ejemplar del Forward.

—¿Dónde está Liat? —le pregunté a la mujer del mostrador.

Se encogió de hombros, luego revolvió en su delantal y sacó una nota. No era de Liat, sino de Epstein. Se leía:

Hay avances.

Por favor, quédese otra noche.

E

Salí del restaurante. Uno de los muchachos de Epstein, sentado a una mesa en la acera, bebía una infusión de menta. No me miró cuando aparecí, ni intentó seguirme. Tomé un café en una panadería de Houston y pensé en Liat. Me pregunté dónde se hallaba, y creí saberlo.

Estaba hablándole a Epstein de mis heridas, supuse.

Pasé el resto de la mañana de aquí para allá, entrando a ojear en librerías y las pocas tiendas de discos que quedaban en la ciudad —Other Music en la Cuatro con Broadway, Academy Records en la calle Dieciocho Oeste—, antes de reunirme con Angel y Louis para comer en el Brickyard, en Hell’s Kitchen.

—Se te ve distinto —comentó Angel.

—¿Ah, sí?

—Sí, pareces el gato al que le dieron nata, sólo que quizá sea un gato que sospecha que podrían haberle echado algo a la nata. Esa mujer con la que te quedaste anoche, Liat, ¿cómo era exactamente?

—Vieja —respondí.

—¿En serio?

—Y gris.

—¿No me digas? Seguro que además era gorda.

—Mucho.

—Lo sabía. ¿O sea que no se parecía en nada a aquel pedazo de mujer delgada y morena que servía el vino anoche?

—Ni por asomo.

—Eso es muy tranquilizador. ¿Imagino, pues, que no estamos celebrando el final de la sequía más larga desde los años treinta?

—No —respondí—, no estamos celebrando nada. ¿Vas a pedir alitas de pollo?

—Sí.

—Procura no atragantarte con un hueso. No sé si me saldría del alma salvarte.

Louis contrajo los labios. Habría podido ser una sonrisa.

—Para ser un hombre que acaba de tirarse a una mujer del Pueblo elegido, no se te ve muy feliz —comentó.

—Eso es mucho suponer.

—¿Estás diciendo que me equivoco?

—No estoy diciendo nada.

—Vale, tío, hazte el tímido.

—¿Acaso es timidez decirte que no es asunto tuyo?

—Pues sí.

—Muy bien. Entonces soy tímido.

—Bueno, no te tiraste a nadie, o te tiraste a alguien y la cosa no fue bien. Porque aún no se te ve del todo feliz.

No le faltaba razón. Ni aun queriendo habría podido explicar el motivo, como no fuera porque no había averiguado nada acerca de Liat más allá del aroma de su cuerpo, la curva de su espalda y su sabor, mientras que tenía la sensación de que ella, por el contrario, había escrutado en lo más hondo de mí. No guardaba la menor relación con su silencio: incluso cuando se corrió, mantuvo los ojos muy abiertos, y tocó con sus dedos mis heridas más antiguas y profundas a la par que con los ojos buscaba las cicatrices de mi alma, y percibí que también memorizaba ésas para poder hablar a otros de lo que había descubierto.

—Ha sido una noche extraña, sólo eso —dije.

—Contigo el buen sexo es un desperdicio —observó Angel con convicción—. Eres una causa perdida.