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Telefoneé a Gordon Walsh, un inspector que ahora trabajaba en la Unidad Sur de Delitos Graves de la Policía del estado de Maine, en Gray. Walsh era lo más parecido que tenía a un amigo en el cuerpo de policía de Maine, aunque habría sido cargar un poco las tintas llamarlo «verdadero amigo». Si Walsh era mi amigo, yo estaba más solo de lo que creía. En realidad, si Walsh era amigo de alguien, esa persona estaba más sola de lo que creía.

—¿Llamas para confesar un delito? —preguntó.

—Cualquier cosa con tal de ayudarte a mantener tu impecable historial de detenciones. ¿Hay algo en particular que te gustaría que confesara, o firmo un impreso en blanco y los detalles ya los añadirás tú?

—Ni siquiera tendrás que poner el nombre porque ya consta. Basta con una equis, y nosotros nos ocuparemos del resto.

—Ya me lo pensaré. Tal vez si me ayudas con cierto asunto, me anime a tomar la decisión correcta. ¿Tienes algún amigo en la Unidad de Delitos Graves de New Hampshire?

—No, pero tendré un número negativo de amigos allí si te pongo en contacto con ellos. Eres una fórmula andante para conseguir un capital de amistad menor que cero.

Esperé. Se me daba bien esperar. Al final lo oí suspirar.

—Adelante, suéltalo.

—Kenny Chan. Asesinado en su casa de Bennington en 2006.

—¿Cómo murió?

—Lo rompieron y doblaron para meterlo en su propia caja de caudales.

—Sí, creo que me acuerdo de ése. En su día formó parte de una racha de muertos metidos en cajas de caudales. ¿Le robaron?

—Sólo la joie de vivre. El autor dejó el dinero en la caja con él.

—¿Doy por hecho que has encontrado los nombres de los inspectores al frente de la investigación?

—Nalty y Gulyas.

—Sí, Helen Nalty y Bob Gulyas. Nalty se negará a hablar contigo. Es muy legal, ella, y candidata a un ascenso a SCU. —SCU era subcomandante de unidad—. Gulyas se ha jubilado. Lo conozco un poco. Es posible que hable, siempre y cuando no lo interrumpas. No tiene tanta paciencia como yo. Será el acuerdo de siempre. Si averiguas algo útil…

—Se lo comunico directamente a él y él se lo susurra a alguien comprensivo al oído —concluí—. Y si me meto en algún lío, no menciono su nombre. Ésta te la debo.

—No me debes sólo ésta, pero puedes empezar a pagar ya.

—Veamos.

—Perry Reed.

—El de la tienda de coches. Veo las noticias. ¿Qué pasa con él?

—Según he oído, un par de miembros de los Sarracenos, la banda de motoristas, se vieron despojados no hace mucho, a punta de pistola, de un cargamento de estupefacientes. Eso es una tragedia, claro, y han mostrado una extraña reticencia a denunciar el hecho, pero, por lo que dicen, uno de los individuos que les robaron podría ser negro, y el otro blanco, o tirando a blanco. Los trataron muy educadamente. Decían «por favor» y «gracias». Puede que uno de ellos incluso empleara las palabras «¿Tendría usted inconveniente…?», y elogió la calidad de las botas de uno de los Sarracenos. La cantidad y descripción de los estupefacientes en cuestión se acercan mucho a la que decomisamos a Perry Reed y sus hombres.

—¿Así que Reed desvalijó a los Sarracenos? Eso no parece muy prudente.

—Reed no desvalijó a los Sarracenos. También dudo mucho que incendiara su propio negocio de coches y su club de strip-tease, pese a que encontramos alcohol etílico en su garaje. Sospecho que le han tendido una trampa a Perry Reed, y eso de los niños no es más que la guinda del pastel. Y la descripción, aunque superficial, de los dos hombres que robaron a los Sarracenos suena a cierta gente próxima a ti.

—¿Perry Reed es proveedor de estupefacientes?

—Sí.

—¿Perry Reed es proxeneta?

—Sí, y se dedica a la trata de blancas. Y es presunto violador, tanto de menores como de adultas: se dice que sus compinches y él estrenan a las chicas antes de ponerlas en circulación.

—¿Cuánto hace que se dedica a eso?

—Años. Décadas.

—Y ahora lo tenéis. ¿Cuál es el problema?

—Ya sabes cuál es el problema. Quiero verlo en la cárcel, pero por cosas que ha hecho, no por cosas que no ha hecho.

—Yo sólo puedo contarte lo que ha llegado a mis oídos.

—¿Y qué es?

—La droga iba camino de Reed de todos modos, pero él siempre utiliza intermediarios para recibir los cargamentos. También he oído que si consigues una orden judicial para el registro telefónico de los números encontrados en los móviles, verás que Perry Reed y Alex Wilder estaban en contacto con conocidos traficantes de menores de edad, la mayoría chinas y vietnamitas, aunque no excluían a tailandesas y laosianas.

—¿Y el arma?

—Sólo sé lo que leí en la prensa. Cachas nacaradas. Muy elegante, siempre y cuando no te vean en público con ella.

—¿Y la tienda de automóviles y el club de strip-tease?

—Bueno, eso parece un incendio provocado, pero no soy un experto.

—¿Y el porno infantil?

—Estaba en su poder y tiene fama de eso.

Walsh permaneció un momento callado.

—Sigo pensando que quizás alguien tenía un motivo personal para ver a Perry Reed entre rejas hasta que tenga el pelo blanco. Y también a Alex Wilder.

Le di un poco: no gran cosa, pero sí lo suficiente.

—Tal vez no sólo violaban a chicas asiáticas asustadas.

Oí que Walsh cambiaba el teléfono de posición y supe que estaba tomando nota.

—¿Qué conclusión he de sacar, pues? ¿Que no es legal pero es justo?

—¿Preferirías que fuera al revés?

Dejó escapar un gruñido. Era lo más cercano a la conformidad a lo que probablemente llegaría Walsh.

—Anunciaré a Bob Gulyas que recibirá una llamada —dijo.

—Gracias.

—Ya. Pero recuerda: no bromeaba sobre ese papel con tu nombre escrito. Si no lo tengo yo, lo tiene otro. Sólo es cuestión de tiempo. Ah, y saluda de mi parte a tus amigos.

Le dejé un mensaje a Bob Gulyas y me devolvió la llamada al cabo de una hora. En el transcurso de una conversación telefónica de veinte minutos, durante la cual quedó patente que sabía más sobre mí de lo que me habría gustado, y que inducía a pensar que había hablado con Walsh, Gulyas me contó todo lo que sabía, o estaba dispuesto a dar a conocer, sobre el asesinato de Kenny Chan.

Un viento huracanado había activado la alarma en casa de Chan, y su compañía de seguridad no había podido ponerse en contacto con él. Su novia constaba en segundo lugar en la lista de personas con llave: ella no sabía nada de él desde hacía cinco días y fue quien encontró el cadáver. Quienquiera que lo matase se había tomado la molestia de dejar la combinación escrita con carmín en la caja de caudales, junto con el nombre de Kenny Chan y las fechas de su nacimiento y defunción.

—¿Deduce, pues, que participó una mujer? —pregunté.

—La novia guardaba algún cosmético y ropa en un cajón del dormitorio —explicó Gulyas—, pero el carmín no se correspondía, así que a menos que lo matara un hombre y casualmente fuera de esos que llevan carmín en el bolsillo, pues sí, dedujimos que era una mujer.

—¿Y qué se sabe de la novia?

—Cindy Keller. Era modelo. Había estado trabajando en un rodaje en Las Vegas, y volvió la noche antes de hallarse el cadáver. Para entonces él llevaba allí dentro un par de días, así que ella quedó libre de sospecha.

—Parece el final de una racha de mala suerte para Kenny Chan —comenté—. Primero su mujer, luego su socio. Para consolarse en su dolor, sólo le quedaba el dinero que ganó con la venta de la empresa. Aun así, mejor eso que ser pobre y estar afligido, supongo.

Gulyas se echó a reír.

—Uy, investigamos a fondo a Kenny Chan después de la muerte de Felice, pero nada lo relacionaba con los asesinatos de la gasolinera aparte de alguna prueba circunstancial. Sí, es verdad que su socio intentó bloquear la venta de la empresa, y sí, su asesinato fue un golpe de suerte para Chan, pero en caso de que lo planeara él, lo planeó bien. Estaba tan limpio que incluso su mierda brillaba.

—¿Y su mujer?

Esta vez Gulyas no se rió.

—Iba por la ciento uno cerca de Milford. Por lo visto, el coche derrapó, se estrelló contra unos árboles y se incendió.

—¿Algún testigo?

—No. Fue ya entrada la noche, en un tramo tranquilo de la carretera.

—¿A qué hora?

—Las dos y media.

—¿Qué hacía ella cerca de Milford a las dos y media de la madrugada?

—No encontramos respuesta para eso. Se especuló con la posibilidad de que tuviera una aventura, pero no pasó de ahí. Si andaba liada con alguien, lo escondía bien.

—¿Así que todo sigue siendo un gran misterio con tres cabezas?

—Le diré una cosa, señor Parker. Yo me olí lo que usted se huele, pero al final nos aconsejaron que lo dejáramos correr. La palabra clave llegó de muy arriba, y esa palabra era «Defensa».

—Porque la empresa de Chan había sido absorbida por el Departamento de Defensa.

—Exactamente.

—¿Y Pryor Investments?

—Me reuní dos veces con ellos. La primera fue poco después de la muerte de Chan, porque encontramos unos papeles referentes a sus tratos con Pryor en una caja de seguridad de un banco de Boston.

—¿No en su caja de caudales?

—No.

—Qué extraño.

—Sí.

—¿Había algo en esos papeles?

—Yo no vi nada. Parecían bastante claros, pero lo que yo sé acerca de negocios e inversiones podría escribirse en un sello.

—Así pues, ¿acudió usted a Pryor?

—Y me topé con las prácticas obstruccionistas de un par de ejecutivos trajeados. Bueno, la verdad es que estuvieron como una seda, pero no soltaron prenda.

—¿Y la segunda visita?

—La muerte de Chan nos llevó a reexaminar el asesinato de Felice y echar otro vistazo al accidente que costó la vida a la mujer de Chan. Obviamente, Pryor volvió a salir a la luz.

—¿Y qué pasó?

—Distintos ejecutivos trajeados, idéntico resultado. Incluso llegamos a ver al gran ejecutivo trajeado en persona, Garrison Pryor. Utilizó mucho palabras como «tragedia» y «lamentable» sin tomarse siquiera la molestia de aparentar que conocía el significado. Poco después oímos que se invocaba a la seguridad nacional, y ahí acabó todo. No es que no tuviéramos otros delitos graves entre manos, uno ha de saber cuándo debe desaparecer, ya sea temporal o permanentemente. Usted fue policía. ¿Aprendió esa lección?

—No.

—Bien. Por eso ha dicho Walsh que debía hablar con usted. ¿Hemos acabado?

—Eso creo.

—¿Puedo preguntar de qué va esto?

—Todavía no. Permítame que lo invite un día a una cerveza, y si averiguo algo que usted pueda transmitir, se lo haré saber.

—Le tomo la palabra.

—Hágalo. Le agradezco la conversación.

—¿Conversación? Hijo, yo no he hablado con usted.

Y colgó.