En su habitación a oscuras, Darina Flores entraba y salía de un estado de inconsciencia. Los analgésicos le sentaban mal, le causaban temblores en las piernas que la despertaban. También le provocaban extraños sueños. No podía llamarlos terrores nocturnos, porque en esencia ella no conocía el miedo, pero experimentaba una sensación de descenso, de caída en un gran vacío, y percibía la ausencia de gracia con un dolor desconocido para ella. El dios a quien servía era inmisericorde, y en momentos de angustia no cabía esperar consuelo de él. Era el dios de los espejos, el dios de la forma sin sustancia, el dios de la sangre y las lágrimas. Atrapada en su sufrimiento, Darina entendía por qué eran tantos los que optaban por depositar su fe en el Otro Dios, por seguirlo a pesar de que ella sólo veía en él a un ser tan poco atento al sufrimiento como su propio dios. Quizá la única diferencia real era que el suyo obtenía placer en el tormento y la aflicción; al menos, podría aducirse, su implicación era incuestionable.
Darina siempre había considerado que poseía un alto umbral de tolerancia al dolor, pero temía las quemaduras, y reaccionaba a ellas de una manera que no guardaba verdadera proporción con la gravedad de la herida. Incluso una quemadura menor —el roce, en un descuido, con la llama de una vela, una cerilla sostenida más tiempo del debido— le causaba ampollas en la piel, y una intensa palpitación que se reproducía en forma de eco muy dentro de ella. Un psiquiatra habría especulado sobre un posible trauma infantil, un accidente en la adolescencia, pero ella nunca había hablado con un psiquiatra, y cualquier especialista en salud mental habría tenido que remontarse mucho más allá de los lejanos recuerdos de la niñez para encontrar el origen de su terror a las quemaduras.
Porque sus sueños eran reales: había caído, y había ardido, y aún ardía en algún lugar dentro de sí. El Otro Dios era el responsable, y ella lo odiaba por eso. Ahora el dolor interno encontraba su manifestación externa más brutal, cuyo alcance aún desconocía por las vendas y la negativa a permitirle verse en un espejo.
Al final, Barbara Kelly la había sorprendido. ¿Quién habría dicho que sería tan débil y sin embargo tan fuerte, que en el último momento pretendería salvarse acudiendo al Otro Dios, y al hacerlo infligiría tan gran daño a la mujer enviada para castigarla? Mi belleza, pensó, ya desaparecida; ciega temporalmente de un ojo, con la posibilidad de daños permanentes en la vista debido a los posos de la cafetera adheridos a la pupila. Deseaba despojarse de su cuerpo como una serpiente muda la piel, o una araña deja su viejo caparazón para que se seque. No quería quedarse atrapada en un cascarón desfigurado. En la oscuridad de su martirio, temía que eso se debiera a que no deseaba ver la corrupción de su espíritu reflejada en su forma exterior.
Cada vez que se despertaba, el niño estaba allí esperando, sus ojos ancestrales semejantes a charcas contaminadas en contraste con la palidez de su piel. Aún no había pronunciado una sola palabra. De bebé rara vez lloraba, y después nunca había hablado. Los médicos que lo examinaron, elegidos por ser de confianza, por su compromiso con la causa, no encontraron ningún defecto físico que explicara el mutismo del niño, y sus facultades mentales se consideraron muy por encima de la media correspondiente a su edad. En cuanto al bocio, era algo que los preocupaba, y se habló de la posibilidad de extirparlo. Ella se opuso. Aquello formaba parte de él. Al fin y al cabo, era así como lo había reconocido. Ya había concebido la posibilidad al sentir sus patadas en el vientre. La percepción de su presencia se había propagado en ella como si él la envolviera con su abrazo, como si estuviera dentro de ella más como amante que como niño en formación, y esa sensación se había intensificado el segundo y tercer trimestre de tal modo que al final era casi opresiva, como una excrecencia cancerosa en el vientre. Expulsarlo de su interior fue un alivio. Cuando se lo pusieron en los brazos, lo miró y recorrió con sus dedos las orejas y las delicadas manos, y se detuvo en la hinchazón de la garganta. Darina fijó la mirada en la suya, y él, desde la negrura de sus ojos, se la devolvió: un ser antiguo resucitado en un cuerpo nuevo.
Y ahora él estaba a su lado, acariciándole la mano mientras ella gemía sobre la sábana empapada en sudor. Cuando casi habían terminado con Barbara Kelly, Darina pidió ayuda, pero el médico afín a la causa más cercano se hallaba en Nueva York y tardó un tiempo en llegar a ella. Curiosamente, al principio no sintió tanto dolor como preveía. Dio por supuesto que eso se debía a la rabia volcada en la zorra que la había agredido; pero, conforme la vida de Kelly escapaba poco a poco de su cuerpo bajo los cuchillos y los dedos, pareció acrecentarse el martirio en el rostro de Darina, y cuando Kelly murió por fin, el dolor se exacerbó de una manera atroz.
Quemaduras de segundo grado: así las describieron. De haber sido un poco más graves habrían causado serios daños en los nervios, cosa que al menos habría mitigado el dolor, pensó Darina. Aún cabía la posibilidad de que fuera necesario realizar algún injerto, pero el médico había decidido aplazar esa decisión hasta que los tejidos se recuperasen mínimamente. Algunas cicatrices eran inevitables, sobre todo en torno al ojo herido, y se produciría una notable contractura del párpado al avanzar el proceso de cicatrización. El ojo era lo que más le dolía: tenía la sensación de que estuvieran clavándole en él agujas que penetraban hasta el cerebro.
Tenía el ojo tapado, y así seguiría incluso después de retirarle el resto del vendaje. Ya le habían aparecido unas ampollas tremendas en la piel. El médico le había dado un lubricante para el ojo, además de un antibiótico en gotas. El niño se encargaba de todo eso y le aplicaba un bálsamo en el rostro lleno de ampollas, y el médico acudía a diario y lo elogiaba por sus esfuerzos, si bien se mantenía a distancia de él, arrugando la nariz por el ligero olor que el niño desprendía por más que se duchara o por limpia que llevara la ropa. Lo peor era su aliento: apestaba a podredumbre. Darina se había acostumbrado después de tanto tiempo, pero incluso a ella seguía pareciéndole desagradable.
Al fin y al cabo, era un niño poco corriente, sobre todo porque, a decir verdad, no era un niño ni mucho menos.
—Duele —dijo Darina. Todavía le costaba hablar. Por poco que moviera la boca, le sangraban los labios.
El niño que era más que un niño se puso una pizca de gel en los dedos y se lo aplicó a Darina con delicadeza en los labios. Cogió una botella de plástico con una pajita fija en el tapón, introdujo la pajita en el lado ileso de la boca de Darina y, apretando, vertió un poco de agua. Ella asintió al acabar.
—Gracias —dijo.
Él le acarició el pelo. Una lágrima resbaló desde el ojo indemne de Darina. Sentía el rostro en llamas.
—Esa zorra… —dijo—. Mira lo que me hizo esa zorra. —Y añadió—: Yo me quemé, pero ella también está abrasándose, y su dolor será mayor y más prolongado que el mío. Esa zorra, esa zorra abrasada…
Aún faltaba un par de horas para el siguiente analgésico, así que el niño encendió el televisor a fin de distraerse. Juntos vieron unos dibujos animados, una serie de humor y una película de acción absurda con la que normalmente ella no habría perdido el tiempo, pero en ese momento actuó como somnífero. La noche avanzó y salió el sol. Vio cómo cambiaba la luz a través de la rendija en las cortinas. El niño le dio otra pastilla; luego se puso el pijama y se tendió en el suelo junto a la cama. Allí, hecho un ovillo, con una almohada bajo la cabeza y tapado con un edredón sólo de cintura para abajo, observó cómo se dormía su madre. Darina sintió que se le cerraban los ojos y se preparó para intercambiar el dolor real por el recuerdo del dolor.
El niño la miraba desde el suelo, insondable en su rareza.
Los mensajes se acumularon. En su mayoría eran intrascendentes. Aun así, el niño tomaba nota cuidadosamente de todos ellos y se los entregaba a ella cuando su estado de alerta le permitía comprender lo que se le mostraba. Las tareas secundarias se aplazaron por un tiempo, las importantes se desviaron hacia otra parte. Ella puso toda su voluntad en recuperarse. Era mucho lo que había por hacer.
Pero algunos mensajes, pese a la solicitud del niño y la atención que prestaba al teléfono, quedaron sin examinar durante un tiempo. Él no tenía acceso al antiguo servicio de contestador de Darina Flores: se había contratado antes de su nacimiento, y no había ninguna razón para dárselo a conocer. En cualquier caso, hacía muchos años que nadie se ponía en contacto con ella a través de ese número.
Y por eso un mensaje donde se le preguntaba si seguía interesada en un avión que quizá se había estrellado en los Grandes Bosques del Norte quedó sin oír durante días, y así se ganó un poco de tiempo.
Pero sólo un poco.