13

Pese a su nombre, en Falls End, el «Final de las Cascadas», no había cascadas, y lo único que tenía su final allí era, en esencia, la civilización, la ambición y, en último extremo, la vida. Sensatamente, los padres fundadores del pueblo habían decidido que, incluso en su primera encarnación, un nombre como Fin de la Civilización, o Fin de la Ambición, o Fin del Mundo, quizás hubiera truncado las posibilidades de progreso de la comunidad, y por tanto se buscó una identidad alternativa. Se descubrió un torrente que desembocaba en el lago Prater, y dicho torrente nacía en una zona de terreno rocoso conocida como Las Elevaciones, donde las aguas descendían de un modo que podría describirse sin mucho rigor como algo parecido a una cascada, siempre y cuando nadie hubiera visto una cascada real con la que compararla. De ahí el nombre de Falls End, sin el estorbo de un apóstrofo posesivo en la idea de que tales añadidos olían a presunción, y la presunción se la dejaban a los franceses del otro lado de la frontera.

Ese torrente en particular ya no vertía sus aguas en el lago Prater. Sencillamente había dejado de borbollar en las afueras del pueblo en algún momento a principios del siglo pasado, y una expedición de personas curiosas y preocupadas, con la ayuda de un par de borrachos a quienes apetecía un poco de aire fresco, descubrió que el agua ya no caía desde lo alto de Las Elevaciones. Entre las especulaciones sobre la posible causa de la obstrucción se incluían la actividad sísmica, una desviación del cauce debida a la explotación maderera y, por gentileza de uno de los borrachos, la intervención del mismísimo demonio. Esta última sugerencia se descartó de inmediato, aunque más adelante dio nombre a un fenómeno local conocido como el «Demonio de las Elevaciones» tras señalarse que algunas de las rocas, vistas desde cierto ángulo, parecían formar el perfil de una figura diabólica si uno estaba dispuesto a entornar un poco los ojos, y dejaba de lado la circunstancia de que, vistas desde un ángulo algo distinto, semejaban un conejo, o, si uno se desplazaba un poco más, no parecían nada en absoluto.

Gracias a la proximidad de los Grandes Bosques del Norte, y a la fama de la zona por su caza, Falls End no gozaba exactamente de prosperidad, pero sí sobrevivía, lo cual ya bastaba para la mayoría de la gente, sobre todo para aquellos que eran conscientes de las dificultades a las que hacían frente poblaciones de tamaño similar pero situadas en enclaves del Condado menos afortunados. Unos cuantos moteles modestos permanecían abiertos todo el año, y una hostería de un nivel un poco más alto abría desde principios de abril hasta principios de diciembre, ofreciendo tanto cabañas íntimas como elegantes habitaciones a cazadores y amantes de la naturaleza con dinero para derrochar. Falls End tenía también un par de restaurantes, uno más lujoso que el otro, en el que los lugareños sólo comían en las ocasiones especiales tales como bodas, graduaciones, aniversarios o premios obtenidos con la lotería.

Por último, Falls End contaba con un total de dos bares: uno, llamado Lester’s Tavern, en el límite occidental del pueblo; el otro, el Pickled Pike, en el centro de la estrecha calle de tiendas y locales comerciales que constituía el corazón palpitante de Falls End. Entre éstos se hallaban un banco, una cafetería, una tienda de alimentación con sección de parafarmacia, un taxidermista, un bufete y el establecimiento Artículos de Pesca Falls End. Este último vendía material de caza y pesca, y recientemente había descubierto un lucrativo complemento en la venta de plumas para pesca con mosca a peluquerías que las usaban en mujeres convencidas de que era exótico adornarse el pelo con plumas de gallo, hecho que había dado pie a acaloradas conversaciones en el Lester’s Tavern, ya que muchos, en Falls End y en todas partes, consideraban que las plumas para la pesca con mosca no tenían por qué ponerse en ningún sitio más que en el extremo de un sedal, y no debían adornar nada más inusual que un anzuelo, aunque, según se sabía, Harold Boncoeur, el dueño de Artículos de Pesca Falls End, había comentado que la idea de una mujer con plumas en el pelo le resultaba la mar de sexy. Pero no se lo había mencionado a su mujer, ya que la señora Boncoeur prefería los tintes azulados y las permanentes, y por lo tanto no era una candidata probable a emplumarse, como tampoco era probable que se mostrara muy comprensiva si oía tales fantasías en boca de su marido.

Así las cosas, había sitios donde vivir peores que Falls End. Grady Vetters había vivido en un par de ellos, y estaba en mejor situación para juzgarlo que la mayoría de sus congéneres, incluido Teddy Gattle, de quien era amigo desde la infancia, amistad que no se había debilitado ni siquiera durante los largos periodos de ausencia de Grady. Tal y como sucede en esa clase de amistades, Grady y Teddy se limitaban cada vez a reanudar su conversación en el punto en que la habían dejado, aunque llevaran separados meses o años. Venían haciéndolo desde que eran jóvenes.

Teddy no guardaba el menor resentimiento hacia Grady por marcharse de Falls End. Grady siempre había sido distinto, y era normal que intentara hacer fortuna en un mundo más amplio. Teddy simplemente esperaba con ilusión el regreso de Grady, cuando quiera que se produjese, y las anécdotas que traería consigo sobre las mujeres de Nueva York, Chicago y San Francisco, lugares que Teddy había visto por televisión pero no deseaba visitar, por miedo a su tamaño y magnitud. Teddy ya se sentía un poco perdido en el mundo: se aferraba a su vida en Falls End del mismo modo que un borracho se agarra a su cama cuando la cabeza le da vueltas. No se imaginaba cómo sería vagar sin rumbo en una gran ciudad. Tenía la certeza de que se moriría. Mejor que fuera Grady quien, como los exploradores de antaño, se las viera con el mundo más amplio, y que fuera Teddy el que se quedara con Falls End y su querido bosque.

¿Y qué decir de los esfuerzos de Grady por dejar su impronta en ese mundo de rascacielos y metros? Teddy no podía expresarlo en voz alta ni lo habría expresado jamás, sobre todo porque no se permitía darle muchas vueltas al tema, pero era posible, sólo posible, que, en el fondo, Teddy se alegrara de que Grady Vetters no hubiese llegado a ser el gran artista que siempre había esperado ser, y de que las mujeres a las que se tiraba en aquellas ciudades lejanas siguieran siendo personajes de sus historias, sin estar allí en carne y hueso para avivar el fuego secreto de la envidia de Teddy.

Y ahora estaban allí, Grady y Teddy, juntos una vez más, fumando en la parte de atrás del Lester’s, sentados a una de las mesas con bancos colocadas precisamente con ese fin, bajo la titilante luz de las estrellas que parecía filtrarse por agujeritos en el cielo nocturno. Grady le había contado a Teddy que en algunas ciudades no se veían las estrellas, por lo intensas que eran sus propias luces, y Teddy se había estremecido. A él le encantaban esas noches despejadas, le encantaba distinguir las constelaciones, y le encantaba orientarse en el bosque por la posición de las estrellas en el cielo. No veía contradicción alguna en su miedo a la inmensidad de las ciudades y su consuelo ante la enormidad del universo. Vio que una estrella fugaz cruzaba el cielo, consumiéndose en la atmósfera, y miró a su mejor amigo y pensó que Grady Vetters era lo más cercano a una estrella fugaz que había conocido de cerca, y que, al igual que esas estrellas, estaba destinado a consumirse hasta quedar reducido a nada.

Una ligerísima brisa agitó las luces de colores que adornaban la parte de atrás del bar, pero no, curiosamente, la parte delantera, circunstancia dictada por una ordenanza municipal que Teddy no comprendía, ya que Falls End no era un pueblo tan bonito para prescindir de un poco de color en su calle mayor. Por otro lado, conferían a la parte de atrás del Lester’s un aspecto vagamente mágico. A veces, cuando Teddy volvía al pueblo después de una de sus incursiones en el bosque, ya fuera como guía o como cazador solitario, o simplemente porque deseaba alejarse de la gente durante un rato, veía centellear las luces del Lester’s a través de las ramas, y era una imagen que siempre relacionaba con la comodidad, la calidez y la raigambre. Para Teddy, las luces del Lester’s eran su hogar.

A Grady no le gustaba el Lester’s tanto como a Teddy. Sí, siempre se lo pasaba bien allí en su primera noche en el pueblo, pegando la hebra con conocidos y tomándole el pelo al viejo Lester, que sentía afecto por Grady porque el propio Lester era algo así como un artista frustrado cuyas espantosas acuarelas colgaban de las paredes del bar y estaban siempre en venta, pese a que Teddy no recordaba a nadie que hubiera aceptado las ofertas de Lester, por más que éste bajara el precio. Los cuadros cambiaban un par de veces al año, más que nada para dar la impresión de que alguien, en algún lugar, acaparaba la obra de Lester LeForge, con su visión única y primitiva, cuando la realidad era que las pinturas de Lester ocupaban ahora tanto espacio en su garaje que se veía obligado a dejar el coche en el camino de acceso. Para Lester, Grady Vetters era un triunfador: había expuesto en galerías menores, incluso había obtenido una reseña en la edición del viernes del New York Times allá en 2003, como parte de una exposición de «artistas emergentes» en algún lugar del SoHo. Lester había recortado cuidadosamente la reseña, la había plastificado y la había pegado detrás de la barra bajo un letrero escrito a mano donde se leía: ¡CHICO DEL PUEBLO TRIUNFA EN LA GRAN MANZANA!

Eso fue lo máximo que consiguió Grady Vetters, y ahora Teddy pensaba que su amigo, más que un artista emergente, era un artista sumergido, hundiéndose gradualmente bajo el peso de sus propias expectativas fallidas, su incapacidad para conservar cualquier empleo, sus continuos devaneos con la bebida, la hierba y mujeres inadecuadas, y su odio a su padre, que no se había mitigado en absoluto pese a que el viejo, muriéndose por fin, había hecho realidad el mayor deseo de Grady.

Todo el mundo creía que Grady Vetters era más listo que Teddy Gattle, incluso el propio Teddy, pero él sabía que por mucho que Grady hablara del viejo Harlan y de lo estrecho de miras que era, y de lo poco que significaba para su único hijo, y viceversa, Grady estaba en peor situación que nunca ahora que su viejo se había ido. A pesar de todo, Grady siempre había querido impresionar a su padre, y los contados éxitos de su vida obedecían en esencia a ese deseo. Sin él, Grady no tenía nada a lo que aspirar, porque carecía del respeto de sí mismo y la motivación necesarios para entregarse a la pintura y el dibujo por puro amor al arte. También estaba condenado, pensaba Teddy, a convivir con la idea de que su padre había muerto sin reconciliarse con su único hijo, y de que al menos el cincuenta por ciento de la culpa de eso, y quizá mucho más, recaía en el joven.

Pero el caso es que esa noche Grady estaba de un humor de perros. En el Lester’s había aparecido Kathleen Cover con su marido y algunos de los amigotes de éste acompañados de sus mujeres. Kathleen y Grady habían disfrutado de un escarceo hacía un par de años mientras Davie Cover combatía contra los árabes en algún lugar cuyo nombre ni siquiera sabía cómo se escribía, y desde luego no habría encontrado en un mapa antes de que lo enviaran allí. Podía considerarse mezquino, incluso poco patriótico, cepillarse a la mujer de un hombre que se había marchado a servir a su país, sólo que Davie Cover era una chinche en el culo de la vida, y el mismísimo presidente de Estados Unidos se habría sentido en el deber de cepillarse a Kathleen Cover a fin de fastidiar a su marido de haberse visto obligado a pasar un rato en compañía de Davie. Davie Cover era un matón y —naturalmente, ya que lo uno iba con lo otro— un cobarde, un hombre con la sociabilidad de un escorpión y las funciones intelectuales de uno de esos insectos que seguían existiendo a un nivel básico incluso cuando les cortaban la cabeza. Se había alistado en la Guardia Nacional porque ansiaba el barniz de autoridad proporcionado por el uniforme de guerrero de fin de semana, y la sanción oficial a sus actos que eso implicaba. Luego empezaron a estrellarse aviones contra edificios, y de pronto Estados Unidos estaba aparentemente en guerra contra todos los países formados por arena en más de la mitad de su superficie, excepto quizás Australia, y Davie se vio separado de la que desde hacía seis meses era su mujer y madre de su hijo, el pequeño Davie, no siendo la boda ajena a la existencia de ese niño. Casi todo el mundo en Falls End, es posible que algunos de los parientes consanguíneos de Davie inclusive, sintieron un profundo alivio cuando Davie Cover se marchó, y aguardaron esperanzados la aparición de su nombre en una necrológica.

Sin embargo, sorprendentemente, Davie Cover medró en el ejército, en gran medida porque lo asignaron a un destacamento carcelario, y por consiguiente casi todo su tiempo vestido de uniforme lo dedicaba a atormentar a hombres semidesnudos golpeándolos, o asándolos, o congelándolos, o meándose en su comida. Eso le gustó tanto que se quedó otros nueve meses, y habría seguido allí si su entusiasmo por los aspectos extracontractuales de su trabajo no hubieran llamado la atención de superiores con conciencia o, para ser más exactos, con un deseo de proteger su propia reputación, y Davie Cover fue retirado del servicio veladamente.

Para entonces, Grady Vetters y Kathleen Cover mantenían una aventura discreta pero apasionada desde hacía casi un año. Grady incluso había contemplado la posibilidad de pedir a Kathleen que se fugara con él. Ella podía llevarse también al pequeño Davie, que era un encanto de niño, sobre todo porque su padre no estaba allí para estropearlo. Pero un día Davie Cover volvió a casa, y Kathleen abandonó a Grady como si hubiera llevado ladillas a su cama, y cuando él insistió en sus atenciones, ella lo amenazó con contarle a su marido que se le había insinuado repetidamente en su ausencia, y que una vez incluso había intentado violarla en la parte de atrás del Lester’s. Poco después Grady se marchó de nuevo de Falls End y no regresó hasta pasado un año. Sencillamente no entendió qué ocurrió al final entre Kathleen y él y, a juzgar por su humor de esa noche, aún no lo entendía.

Pero Teddy sí lo entendía, porque en algunos sentidos era mucho más listo de lo que sería jamás su amigo. Teddy sabía que Kathleen Cover llevaba Falls End en las venas. Nunca se marcharía de allí, ya que el mundo más amplio la asustaba casi tanto como a Teddy. Kathleen y su marido tenían más cosas en común de las que Grady habría podido imaginar, y Grady sólo había sido una manera de matar el tiempo hasta el regreso de Davie. Grady se había creído algo exótico, algo más de lo que podía llegar a ser el marido de ella, y tal vez lo fuera, pero en el fondo Kathleen Cover lo despreciaba por ello, y Teddy sospechaba que el momento más feliz para ella en la relación llegó cuando despachó a Grady y aceptó a su marido de nuevo en su cama. De haber podido, habría obligado a Grady a ver cómo Davie la montaba mientras ella le sonreía por encima de su hombro velloso y salpicado de forúnculos.

Por eso estaban en la parte de atrás del Lester’s, fumando y escupiendo, Grady con la mirada fija en el bosque, despotricando en silencio, y Teddy a su lado, haciéndole compañía, esperando a que Grady decidiera qué hacer a continuación, tal como siempre había sido. Teddy, para preparar el terreno ante la posibilidad de alejarse del Lester’s, y del recuerdo de Kathleen Cover, le había hablado a Grady de una fiesta en casa de Darryl Shiff, y Darryl sabía cómo organizar una buena fiesta. Complementaba sus ingresos destilando su propio alcohol con un par de bidones de gasolina de veinte litros, dos ollas a presión y unos tubos de plástico y cobre rescatados de la basura. Darryl además tenía clase: envejecía el alcohol en roble añadiendo un poco de madera, ahumada y chamuscada para que se caramelizaran los azúcares naturales. Eso confería a su aguardiente ilegal un color y un sabor característicos, y la remesa que daba a probar esa noche había envejecido más de un año.

Así que en la fiesta habría bebida gratis y, según rumores, también mujeres de fuera del pueblo. Grady necesitaba a una mujer incluso más que Teddy, lo cual no era poco decir, dado que Teddy se paseaba permanentemente por el pueblo con algo bajo el pantalón parecido al estado de Florida en miniatura.

Grady exhaló un anillo de humo, luego otro, y otro más, intentando encajar cada uno en la nube ya a medio disipar del anterior. Teddy se aplastó un bicho en el cuello de un manotazo, luego se limpió el manchurrón residual en el pantalón. Y encima parecía enorme. Si se quedaban ahí mucho más tiempo, a la mañana siguiente encontrarían junto a ese banco sus propios restos resecos, residiendo ya hasta la última gota de su sangre en los aparatos digestivos de la mitad de la población de mosquitos hembra de Maine. Era raro que los mosquitos sobrevivieran a la llegada del invierno tan al norte, y el resto de los bichos también deberían estar ya muertos. Teddy se preguntó si no habría algo de verdad en todo ese rollo del calentamiento global, pero se lo guardó para sí: en Falls End, salir con declaraciones como ésa equivalía a comunismo.

—¿Hasta cuándo vamos a quedarnos aquí, Grady? —preguntó—. Acabo de chafar un bicho que parecía un avión de reacción.

—¿Quieres volver a entrar? —preguntó Grady—. Si es eso, tú mismo.

—No entraré si tú no quieres. ¿Qué dices? O sea, ¿tú quieres volver a entrar?

—No me apetece mucho.

Teddy asintió.

—Supongo que no tiene sentido decirte que ella no se lo merece.

—No se merece ¿qué?

—Tanto embobamiento, tanto malhumor.

—¿Has estado alguna vez con ella?

—No, por Dios.

Teddy lo dijo con cierto énfasis, y Grady pareció interpretarlo en el sentido de que Teddy no se consideraba a la altura de Kathleen Cover, cosa que era verdad. Por otra parte, Teddy no se habría metido en el catre con Kathleen Cover ni aunque el mismísimo Dios le mandase al arcángel san Miguel con instrucciones de acceso y un diagrama. Esa mujer era tan mal augurio que debería haber llegado con un párroco a remolque y una carta de pésame del Gobierno. Teddy prefería arriesgarse con los mosquitos. Al menos con ellos existía una mínima posibilidad de que no le succionaran la sangre hasta dejarlo totalmente seco.

—Esa mujer estaba bien —dijo Grady—. Muy bien.

Teddy no tenía intención de discutir, así que dejó pasar unos segundos, y otra picadura. Maldita sea, por la mañana estaría hinchado. Era del todo incomprensible.

—¿Cómo le va a tu hermana? —preguntó Teddy, que opinaba que era Marielle Vetters quien estaba bien, muy bien; aunque tampoco se había planteado nunca nada al respecto, no con Grady todavía vivo y coleando, y eso en el supuesto de que Marielle estuviese siquiera dispuesta a contemplarlo como opción, cosa que Teddy dudaba. Teddy había tratado con la familia Vetters durante tanto tiempo que casi lo consideraban un pariente más, pero no era sólo su arraigada proximidad lo que habría podido disuadir a Marielle. Teddy no era un hombre atractivo: era bajo y obeso, y había empezado a quedarse calvo casi al principio de la adolescencia. Vivía en la casa de su infancia, que le legó su madre en el testamento junto con 525 dólares y un Oldsmobile Cutlass Supreme de cuarta generación. Tenía el garaje y el jardín salpicados de recambios de moto y automóvil, algunos adquiridos legalmente y otros no tan legalmente. Realizaba trabajos por encargo cuando se lo pedían, y reparaciones, con regularidad, para ganarse el pan. Teddy era relativamente bueno en lo suyo, hasta el punto de que algunos moteros recurrían a él, pagándole en dinero contante y sonante junto con un poco de hierba o coca, y a veces la compañía de una de las busconas con quienes andaban a modo de bonificación si se quedaban especialmente contentos de la faena. Aún tenía guardada parte de esa hierba; la reservaba para una ocasión especial, pero en ese momento se planteaba ofrecerse a compartirla con Grady si así conseguía sacarlo del Lester’s.

—Bien —contestó Grady—. Echa de menos al viejo. Estaban muy unidos.

—¿Sabes ya cuánto te va a tocar?

Teddy sabía que Harlan Vetters había repartido sus bienes materiales a partes iguales entre sus hijos. No había mucho dinero en el banco, pero la casa debía de tener un valor, incluso en esos tiempos difíciles. Era un caserón viejo y laberíntico, con muchas tierras alrededor, tierras que se fundían con el bosque por tres lados, de modo que era poco probable que nadie edificase cerca. Harlan la había mantenido en buen estado, justo hasta el final.

—Marielle ha hablado con el banco para pedir un crédito y comprar mi parte, con la casa como aval.

—¿Y?

—Siguen en conversaciones —respondió Grady, y por el tono de voz dejó claro que no era un tema en el que deseara ahondar.

Teddy dio una larga calada a su cigarrillo, justo hasta el filtro. Había oído rumores al respecto, porque su viejo amigo Craig Messer era novio de la cajera del banco, y ésta había dicho que Rob Montclair Jr., cuyo padre era el director del banco, no apreciaba en absoluto a Grady Vetters, y hacía cuanto estaba en sus manos para asegurarse de que el banco no le prestara dinero a su hermana. Las razones de este odio se perdían en las brumas del instituto, pero así eran las cosas en los pueblos: las rencillas permanecían latentes en la tierra, y no hacía falta gran cosa para que germinaran. Marielle podía acudir a otro sitio en busca de un crédito, pero Teddy estaba convencido de que lo primero que le preguntarían era por qué no hablaba de eso con su propio banco, y entonces alguien del segundo banco telefonearía a Rob Montclair Jr. o a su padre, y vuelta a empezar otra vez con todo ese lamentable asunto.

—¿Sabes qué te digo, Teddy? Detesto este lugar —dijo Grady.

—Ya me lo imaginaba —contestó Teddy. No se lo echaba en cara. Grady simplemente veía Falls End con otros ojos. Siempre había sido así.

—No sé cómo aguantas quedarte aquí.

—No tengo otro sitio adonde ir.

—Ahí fuera hay todo un mundo, Teddy.

—No para las personas como yo —declaró Teddy, y deseó morirse ante la verdad de sus palabras.

—Quiero volver a la ciudad —anunció Grady, y Teddy comprendió que aquélla no era una conversación entre iguales. Grady Vetters no era sólo el centro de su propio universo, sino un planeta en torno al que hombres como Teddy orbitaban con adoración. Con Grady Vetters, cuando se trataba de cambiar de tema de conversación, a lo máximo que su amigo podía aspirar era: «Ya basta de hablar de mí; por cierto, ¿qué piensas de mí?».

—¿A qué ciudad? —preguntó Teddy. Exteriorizó un poco su malestar, aunque Grady no se dio cuenta.

—Cualquier ciudad. Cualquier sitio menos éste.

—¿Y por qué no te vas, pues? Vuelve a lo que estabas haciendo y espera a que llegue el dinero.

—Porque necesito el dinero ya. No tengo nada. He estado durmiendo en sofás y suelos estos últimos seis meses.

Para Teddy eso era una novedad. Por lo último que sabía, el mundo del arte pagaba sobradamente a Grady. Había vendido unos cuantos cuadros, y tenía más encargos pendientes.

—Creía que te iba bien. Me dijiste que habías vendido alguna que otra cosa.

—No me pagaron mucho, Teddy, y me lo gastaba tan pronto como lo recibía. A veces incluso antes. Pasé por una mala racha.

Eso Teddy ya lo sabía. La heroína le daba pavor. La coca podías tomarla o dejarla, pero con la heroína te convertías en un adicto en toda regla, capaz de vivir de los contenedores y vender a tu hermana por unas monedas, aunque Teddy habría pagado algo más que unas monedas por Marielle Vetters.

—Ya, pero ahora estás bien, ¿no?

—Mejor —respondió Grady.

A su voz asomó una fragilidad que llevó a Teddy a temer por él.

—Mejor que antes.

—Eso ya es algo —comentó Teddy, sin saber qué más decir—. Oye, sé que Falls End no es para ti, pero al menos aquí tienes un techo bajo el que vivir, y una cama en la que dormir, y gente dispuesta a velar por ti. Si tienes que esperar un tiempo a que te llegue el dinero, mejor aquí que en un suelo ajeno. Todo es relativo, tío.

—Sí, todo es relativo. Quizá tengas razón, Teddy.

Cogió a Teddy por la nuca y le sonrió, y era tal la tristeza en sus ojos que Teddy habría dado un brazo o una pierna para verla desaparecer, olvidándose de toda ira residual por el egoísmo de Grady, pero se limitó a decir:

—¿Quieres pasarte por casa de Darryl, pues? No sacas nada quedándote aquí.

Grady tiró la colilla.

—Sí, ¿por qué no? ¿Tienes hierba? Sería incapaz de escuchar las chorradas de Darryl con la cabeza despejada.

—Sí, un poco. Pero no quiero llevarla a casa de Darryl. Volaría antes de que yo encontrara el papel de liar. Vayamos a mi casa, tomemos unas cervezas, fumemos un poco. Cuando tengas la cabeza a tono, podemos ir a la fiesta.

—Buena idea —accedió Grady.

Apuraron sus cervezas y las dejaron en el banco; luego rodearon el bar para no tener que ver otra vez a Kathleen Cover y al cretino de su marido. De camino a la furgoneta de Teddy les picaron más mosquitos, así que al llegar a su casa, Teddy buscó un frasco de calamina mientras Grady ponía música —CSNY, 4 Way Street, no habría podido ser más plácido ni aunque el propio Buda hubiese estado en el coro—; luego Teddy sacó la bolsa de hierba, y era una hierba excelente, y al final no fueron a la fiesta de Darryl Shiff, sino que se quedaron conversando hasta altas horas, y Grady le contó a Teddy cosas que nunca había contado a nadie, incluida la historia del avión que su padre y Paul Scollay habían encontrado en los Grandes Bosques del Norte.

—Eso es —dijo Teddy, rodeado de una nube de humo—. Eso es lo que tienes que hacer.

Tambaleante, fue a su habitación, y Grady lo oyó revolver en armarios y vaciar cajones en el suelo, y cuando regresó, sostenía una tarjeta de visita y sonreía como si fuera el número ganador de la lotería.

—El avión, tío. Tú cuéntales lo del avión…

Esa noche quedó grabado un mensaje en el contestador automático de Darina Flores, la primera vez que un mensaje como ése se recibía en muchos años.

Aquello había empezado.