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Conforme a lo previsto, el noticiario de la noche contenía mucha información sobre Perry Reed y sus actividades, tanto profesionales como personales. A las 22:40 del día anterior, mientras yo cavilaba aún acerca de lo que acababan de contarme sobre aviones y listas de aviones, unos agentes de la policía y de la DEA dieron el alto a Henry Gibbon y Alex Wilder, dos estrechos colaboradores de Reed, rey de la venta de coches de segunda mano en el lejano nordeste, cuando salían en sus respectivos vehículos del aparcamiento de un bar de moteros a quince kilómetros al este de Harden. En el registro de los automóviles se halló en los maleteros oxicodona y heroína por valor de cincuenta mil dólares, cosa que sorprendió a Gibbon y Wilder dado que, en primer lugar, no eran traficantes de heroína; en segundo lugar, los maleteros estaban vacíos cuando aparcaron los coches. El vehículo de Wilder contenía, además, una cantidad considerable de pornografía infantil en varios lápices USB, así como un móvil con más de una docena de presuntos proveedores de prostitutas infantiles en su agenda de contactos. Ambos automóviles estaban a nombre de un tal Perry Reed de Harden, Maine.

A la una de la madrugada se declaró un incendio en las instalaciones de Vehículos de Segunda Mano Perry en Harden, con la ayuda de un fuerte viento y cien litros de alcohol etílico a modo de acelerante, que destruyó todas sus existencias, los edificios y el club de strip-tease contiguo.

A las 3:30, Perry Reed fue detenido tras un registro en su domicilio, donde se incautó gran cantidad de discos y lápices USB con veinticinco mil imágenes pornográficas de niños, así como un teléfono móvil con números idénticos a los que contenía el teléfono encontrado en el coche de Alex Wilder. Por otra parte, la policía halló una pistola Llama sin licencia con cachas nacaradas y acabado en cromo, que, como se descubrió tras ser examinada, había sido utilizada para matar a dos hombres en un apartamento de Brooklyn el año anterior, y quizá para golpear brutalmente a su compañera, quien, a causa de las lesiones en la cabeza, había quedado en estado vegetativo permanente. También los números de teléfono de éstos aparecerían en los móviles de Wilder y Reed, y las huellas de Perry Reed se encontrarían en la pistola, extraídas previamente de una taza de café de su despacho y traspasadas al arma antes de colocarla, circunstancia que obviamente desconocía la policía y, de hecho, el propio Perry Reed.

Después se oyó comentar a uno de los inspectores que Perry Reed estaba metido oficialmente en el mayor lío que él hubiera conocido en el transcurso de toda su carrera, seguido de cerca por Alex Wilder, con Henry Gibbon en una lejana tercera posición. Las detenciones se atribuyeron a un soplo anónimo, y al parecer todo el mundo quedó bastante satisfecho de una buena noche de trabajo, a excepción posiblemente de Perry Reed, que se declaró inocente y exigió saber quién había incendiado su tienda de automóviles y su club de strip-tease, pero como Perry Reed se enfrentaba con toda probabilidad a una cadena perpetua, nadie concedió gran importancia a su opinión.

—Una lástima lo de Perry —le dije a Angel más tarde esa noche.

Louis y él ocupaban un reservado al fondo del Great Lost Bear, el mismo en el que yo había hablado con Marielle y Ernie la noche anterior. Los dos bebían Mack Point IPA, de la compañía cervecera Belfast, e inquietaban a Dave Evans por razones que él no acababa de identificar. Angel y Louis eran de Nueva York, aunque no era ése el motivo por el que ponían nervioso a Dave; tampoco lo era su homosexualidad, ya que Dave acogía en el Bear a cualquiera que no derramara la cerveza, insultara al personal o intentara robar la cabeza de oso, la mascota del bar.

Pero Louis se dedicaba a matar a personas, y Angel a veces lo ayudaba, y si bien no anunciaban a bombo y platillo ese servicio, el aire de letalidad potencial que ambos irradiaban solía bastar para convencer a los ciudadanos más sensatos de la conveniencia de mantenerse a distancia. A veces me preguntaba hasta qué punto empezaba a parecerme a ellos: Angel y Louis habían amañado las pruebas contra Reed y sus colaboradores, pero el plan lo había elaborado yo. Quizás un filósofo moral habría afirmado que empezaba a parecerme a aquellos contra quienes combatía, pero se habría equivocado. Yo era una clase de monstruo única en su especie.

—Daba la impresión de que ese hombre quisiera ir a la cárcel —comentó Louis, reflexionando sobre la suerte que había corrido Perry Reed.

—Desde luego parecía esforzarse por conseguirlo —coincidí—. Me pregunto de dónde salió toda esa droga.

—Se la pedimos prestada a unos moteros —informó Angel.

—¿«Prestada»?

—Bueno, fue más bien una cesión permanente.

—Droga, y un arma, y pornografía infantil —señalé—. Algunos dirían que es un poco exagerado.

—Otros dirían que es una manera de ir sobre seguro —respondió Louis.

—Bueno, para eso os he pagado.

—Recuérdame otra vez cuánto vamos a cobrar —dijo Angel.

—¿Quieres otra cerveza?

—Sí, quiero otra cerveza.

—Pues considérala una bonificación del ciento por ciento —dije—. No discuto por cantidades insignificantes. No es mi estilo.

Pedí otra ronda. Cuando llegó, bebí a la salud de ellos y les entregué un voluminoso sobre marrón. El marido de Beatrice Lozano me lo había entregado en mano horas antes esa tarde. No dijo nada, no dio las gracias, no dejó traslucir que lo ocurrido en Harden pudiera guardar relación alguna con lo que le había sucedido a su mujer. Se limitó a darme el sobre y marcharse.

—Sé que no necesitáis el dinero, pero es agradable que te valoren —dije.

—Más vale tenerlo que necesitarlo. —Angel se metió el dinero en el bolsillo.

—¿Aimee Price te ha dicho algo?

—¿De lo que le pasó a Reed? No —contesté.

—Una mujer inteligente. Acabará desentendiéndose de ti. ¿Lo sabes?

—Quizá sí. Quizá no.

—Aquí no hay quizá que valga. Me da la impresión de que es una de esas raras abogadas a quienes parece preocuparles la ley.

—Cuando le conviene, le preocupa menos de lo que creéis.

—Tal vez no sea un caso tan raro, pues.

—Tal vez no. ¿Queréis oír algo verdaderamente raro?

—¿Viniendo de ti? Si tú lo consideras raro, llamemos al National Enquirer, y que vengan a escucharlo.

Tomé un sorbo de cerveza.

—Es sobre un avión…

Y mientras hablábamos, Andrea Foster yacía moribunda. Tenía sangre en la boca, sangre en las manos, sangre en el pelo. Sólo parte de esa sangre era suya.

Yacía inmóvil, rememorando los sucesos de los últimos días y de las últimas horas de su vida. Sintió cómo flotaba sobre sí misma y su marido, vio cómo ascendía junto a él por el promontorio, camino de aquello que el desconocido les había señalado. Cuando ambos se detuvieron en lo alto se observó a sí mismo, oyó la exclamación de Chris, primero de sorpresa, luego de consternación. Vio ídolos caídos: una imagen de Buda hecha añicos, Ganesh cubierto de sangre e inmundicia, una pietà en la que las cabezas esculpidas habían sido sustituidas por las de muñecas. Vio una empalizada. Vio cómo se entrelazaban unas sombras: dos cruces, los restos de los hombres que habían muerto en ellas reducidos ahora a huesos, y más huesos apilados al pie de cada cruz. Vio aves muertas colgadas de unas ramas por las patas. Vio la boca de Chris abrirse para decir algo, su pánico manifiesto, y una larga lengua surgió de entre sus dientes, una lengua con punta y púas, y cuando Chris cayó de bruces, Andrea vio la flecha que lo había traspasado, su asta de color amarillo vivo, su emplumado rojo y blanco. Se convulsionó a sus pies, y ella lo sostuvo y lo abrazó mientras la luz abandonaba sus ojos. No había tenido ocasión siquiera de llorar cuando oyó unos pasos a sus espaldas, acercándose deprisa, y dos golpes en la cabeza alejaron todo su dolor durante un rato.

Ahora yacía contra un madero, bajo un cielo iluminado por una pálida luna amarilla: allí no había techo, y sólo se distinguían las tenues siluetas de los árboles. La empalizada ante ella estaba cubierta de hojas arrancadas de libros de culto: Biblias y Coranes, textos en inglés, árabe e hindi, en símbolos y letras conocidos y desconocidos. Todas las hojas habían sido profanadas con imágenes pornográficas. Además, estaban emborronadas con manchas oscuras, algunas recientes, otras antiguas, y ella supo que eran de sangre.

Sentía una inmensa presión en la cabeza, como si el cerebro se le hinchara dentro del cráneo. Puede que fuera eso. ¿Era eso lo que ocurría cuando le golpeaban a uno con fuerza en la cabeza? No podía mover las piernas. No podía hablar. Era un alma atrapada, pero pronto sería liberada.

Una silueta apareció en la puerta. Todavía era sólo una forma oscura, un ser hecho de negrura. Aún no le había visto la cara, pero tenía un cráneo curiosamente contrahecho: deforme, como su espíritu. Si Andrea hubiese podido hablarle, ¿qué le habría dicho? ¿Perdóname la vida? ¿Lo siento?

No, no lo sentía. Ellos no eran culpables de nada. No habían hecho nada malo. Sencillamente se habían perdido, y a partir de ese momento se habían convertido en presas. Él los había atraído a lo más hondo del bosque con la promesa tácita de seguridad y rescate, y después se había abalanzado sobre ellos, abatiendo a su marido de un flechazo, y a ella con los puños y el cuchillo.

Chris. Ay, Chris.

Intentó llevarse la mano al crucifijo de plata colgado de su cuello, regalo de su madre el día de su confirmación, pero había desaparecido. Ese hombre se lo había arrebatado, y Andrea lo vio brillar a la luz de la luna entre las hojas de papel clavadas en la empalizada cerca de su cabeza, y distinguió las gotas de sangre fresca en él.

Ahora oía la respiración del desconocido, y entre las exhalaciones de éste se intercalaba el jadeo de su propio aliento, cada vez más débil, hasta que una última espiración quedó detenida en su garganta, y empezó a estremecerse. La muerte se echó sobre ella, y el desconocido la siguió, aligerando el paso para no rezagarse.