Chris se detuvo y apoyó las manos en las rodillas para recobrar el aliento. El aire no se movía y tenía un sabor inmundo. Ese hedor a comida putrefacta era ahora más intenso, y Chris se había desorientado por completo. Creía haber seguido al desconocido en dirección noroeste, pero quizá se equivocaba. Al parecer, se había equivocado sobre todo lo demás a lo largo de ese día. Ahora había perdido de vista a aquel hombre, y obviamente estaban aún más extraviados, si es que podía hablarse de distintos grados de extravío. También las moscas eran ahora más persistentes: ni siquiera el DEET en espray las ahuyentaba, y una avispa le había picado en la nuca, donde sentía un dolor de mil demonios. La había matado de un manotazo, cosa que le produjo cierta satisfacción. Tendría que consultar el ciclo vital de las avispas cuando Andrea y él llegaran a casa. Encontrar avispas en noviembre era sencillamente anormal.
La luz había cambiado al empezar a ponerse el sol. Los contornos de los árboles se veían ya menos definidos, como si alguien hubiese dejado caer una gasa sobre el paisaje. Ya no tenía noción del tiempo. Cuando miró su reloj para saber qué hora era, descubrió que se le había parado. Avanzaban penosamente por un mundo de cuento de hadas cada vez más oscuro, y le daba vergüenza admitir que tenía miedo.
Miró atrás. Andrea caminaba con dificultad. Ella toleraba la afición de Chris por las actividades al aire libre, pero en realidad nunca la habían entusiasmado. Las sobrellevaba porque él se lo pasaba bien, y también por la promesa de un poco de lujo al final de una jornada en la naturaleza. Quizá se debía a la católica que llevaba dentro. En la pareja era ella la religiosa. Aún iba a misa los domingos. Él había renunciado a la fe hacía mucho tiempo; en cierto modo, los escándalos por los abusos sexuales a niños le habían proporcionado la excusa para sentirse mejor consigo mismo en su negativa a sacrificar una hora del fin de semana a la religión de su infancia. De vez en cuando experimentaba una de esas punzadas de culpabilidad propias de los creyentes no practicantes, y en momentos difíciles era muy capaz de expresar algún que otro ruego a Dios. Ahora, mientras observaba a su mujer beber con avidez de la cantimplora, ofreció una oración por su regreso sanos y salvos a Falls End, o a cualquier lugar que pareciera mínimamente poblado.
—Señor mío, no puedo decir que vaya a volver a la iglesia, ni a ser un hombre mucho mejor, pero necesitamos un poco de ayuda —susurró—. Te lo suplico, si no por mí, al menos por ella: devuélvenos ilesos a la civilización.
Como en respuesta a esa plegaria, su guía —si es que era eso— apareció de nuevo entre los árboles. Levantó el brazo y los instó a seguirlo.
—Eh, ¿adónde vamos? —preguntó Chris alzando la voz—. Háblenos. No podemos seguir así. Estamos cansados. Por Dios.
Andrea se acercó a él. Le bajó el cuello de la chaqueta para dejar a la vista la picadura de la avispa y dejó escapar un silbido de compasión.
—Esto tiene mal aspecto —comentó.
Se desprendió de la mochila y buscó el tubo de loción antiséptica en el pequeño botiquín. Con cuidado le aplicó un poco en la herida.
—No eres alérgico a las picaduras de avispa, ¿verdad?
—Ya sabes que no. Me han picado antes. No me afectan mucho.
—Pues ésta es enorme, y parece que se está extendiendo.
—Te juro que la siento en la columna vertebral.
—Llevo lorazepam en la maleta —dijo—. Eso te irá bien. Puede que tenga que verte un médico si no se desinflama.
A lo lejos vio al hombre, una silueta delgada más entre los árboles; los observaba.
—¿Cuánto hace que lo seguimos?
—No lo sé. Se me ha parado el reloj.
—¿Se te ha parado?
—Sí.
—El mío también.
Compararon los relojes. El reloj de Andrea marcaba cinco minutos más que el de su marido, pero ella siempre llevaba el reloj cinco minutos adelantado. Los dos se habían parado al mismo tiempo.
—Qué raro —dijo Chris.
—Aquí todo es muy raro —coincidió Andrea—. Y pronto será de noche.
La voz se le quebró un poco en la palabra «noche». Mantenía la calma, pero a duras penas.
—Podríamos regresar por donde hemos venido, pero ¿de qué serviría? —preguntó él—. Volveríamos a encontrarnos en la misma posición que antes. Debemos confiar en él.
—¿Por qué?
—Porque eso es lo que hace la gente cuando no le queda más remedio.
—Tiene malas intenciones.
—Vamos, no empieces…
—Créeme. Y juraría que nos lleva en círculo.
—Eso no lo sabes.
—No lo sé, pero lo presiento.
Vio que el desconocido ladeaba un poco la cabeza, como si hubiera oído sus palabras. Ella no se explicaba por qué su silueta era tan oscura. Ni siquiera antes, con buena luz, había sido capaz de ver cómo vestía, ni de distinguir las facciones de su rostro. Era como una sombra que hubiera cobrado vida.
—¿Qué hace?
Ahora los gestos del hombre eran distintos. Señalaba a su derecha, apuntando con un dedo en esa dirección. En cuanto tuvo la certeza de que ellos veían lo que hacía, levantó la misma mano y se despidió de ellos; desapareció de inmediato entre los árboles, alejándose de aquello que había señalado.
—Se marcha —dijo Chris—. Eh, ¿adónde va?
Pero el hombre se había esfumado. La sombra había sido absorbida por la penumbra más oscura del bosque.
—Bueno —propuso Chris—, ¿por qué no vamos a ver qué señalaba? Podría ser un camino, o una casa, o incluso un pueblo.
Andrea volvió a acomodarse la mochila a la espalda y siguió a su marido. Los ojos se le iban una y otra vez hacia la mancha de oscuridad en la que se había evaporado el desconocido, aguzando la vista para penetrar en ella. Quería que ese hombre se marchara, pero no estaba segura de que se hubiera ido realmente. Intuía su presencia allí, esperando, observándolos. Sólo cuando oyó la voz de su marido, cayó en la cuenta de que se había detenido. Intentó obligar a sus pies a moverse, pero no le obedecieron. Se preguntó si era así como reaccionaban los animales vulnerables ante un depredador, y si morían por eso.
—Se ha ido —dijo Chris—. A dondequiera que estuviese llevándonos, ya casi hemos llegado.
A Andrea se le erizó el vello de la nuca. Sintió un hormigueo en la piel. No se ha ido, deseó decirle. No lo vemos, pero sigue ahí. Nos ha traído a algún sitio, pero no es un sitio donde nos convenga estar.
Se levantó una levísima brisa. Fue casi una bendición hasta que percibieron el hedor que arrastraba. Ahora flotaban aves en el aire: cuervos. Oyó sus graznidos. Se preguntó si los cuervos sentían atracción por los seres muertos.
—Aquí es más intenso —comentó Chris—. Apesta como una planta procesadora de papel. Las papeleras huelen muy mal, ya sabes. Podría deberse a eso: una papelera.
—¿Aquí?
—Aquí, ¿dónde? Ni siquiera sabemos dónde es aquí. Estábamos tan perdidos que podríamos haber llegado a Canadá sin darnos cuenta. Vamos.
Volvió a tender la mano para coger la de su mujer, pero ella no le correspondió.
—No —dijo—. No quiero ir.
—De acuerdo —contestó él—. Quédate aquí, y yo iré a ver qué hay allí.
Chris se apartó de Andrea, pero ella lo agarró por la mochila, reteniéndolo.
—No quiero quedarme aquí sola.
Él sonrió. Era su otra sonrisa, la indulgente y paternalista que adoptaba cuando pensaba que ella no entendía algo elemental, la sonrisa que la inducía a sentirse como una niña de nueve años. Ella la consideraba su «sonrisa de hombre», porque sólo la exhibían los hombres. La tenían grabada en el ADN. Pero esta vez no la enfureció, sólo la entristeció. Él no lo comprendía.
Chris se acercó a ella y la abrazó torpemente.
—Iremos a ver qué señalaba y luego tomaremos una decisión, ¿de acuerdo? —propuso.
—De acuerdo —dijo ella, su voz débil contra el pecho de él.
—Te quiero. Lo sabes, ¿no?
—Lo sé.
—Se supone que debes decirme que tú también me quieres a mí.
—Eso también lo sé.
Chris, en broma, le dio un codazo en las costillas.
—Vamos, te invito a una copa.
—Un cóctel. Con champán.
—Con champán. Mucho champán.
Cogidos de la mano, se encaminaron hacia el promontorio.