Era el día después de mi reunión con Marielle Vetters y Ernie Scollay.
Parecía que noviembre iba camino de una muerte bochornosa. El mes había empezado con una ventisca, aparente presagio de un invierno largo y frío, pero no había vuelto a nevar, y las temperaturas habían ascendido lentamente hasta el punto de que algunos días casi sobraba el jersey y por la noche los bares dejaban la puerta abierta para que circulara un poco de aire. Ahora al menos soplaba viento del norte, y en casa, desde la ventana de mi despacho, veía la borraza de las marismas de Scarborough ejecutar delicadas danzas a merced de la brisa.
Ante mí, en el escritorio, tenía la lista mecanografiada que me había entregado Marielle. Se componía de siete nombres: seis hombres y una mujer. Junto a cuatro de esos nombres constaban sumas de dinero que oscilaban entre tres mil y cuarenta y cinco mil dólares. Junto a los otros tres nombres aparecía la palabra «contactado» escrita a mano, seguida de «aceptado» en dos casos y «rechazado» en uno. Sólo identifiqué uno de los nombres, y, de hecho, antes verifiqué la lista de colaboradores de un periódico para asegurarme de que se trataba de la misma persona: Aaron Newman, reportero político con fuentes en apariencia muy buenas, trabajaba para un diario neoyorquino. Recientemente había adquirido notoriedad a raíz de una serie de artículos en los que sacaba a la luz las relaciones entre un congresista casado y un par de chicos de diecinueve años a quienes quizás había pagado por favores sexuales o quizá no. Como es natural, la carrera del congresista se había ido al traste de inmediato, y su mujer había contribuido a ello negándose a comparecer en sus lacrimógenas ruedas de prensa. Resulta fácil encauzar al rebaño: muéstrales a un arrepentido con una esposa tolerante, y también ellos exhibirán tolerancia, pero pon a un arrepentido solo en un estrado, y empezarán a buscar piedras para arrojarlas. El nombre de Newman no iba acompañado de una suma de dinero, sino únicamente de la palabra «aceptado».
Un segundo nombre me sonaba de algo, y el milagro de Google hizo el resto. Tate era presentador de un programa radiofónico con tendencia a la provocación, una celebridad menor de la extrema derecha, de esos que daban mala fama a los conservadores normales que no odiaban a simple vista a todo aquel que no fuese como ellos por su raza, su credo o su orientación sexual. Detrás del nombre de Tate aparecía una letra «A» escrita a mano, junto con tres asteriscos. O bien era un alumno aventajado, o Davis Tate había aceptado, o sido aceptado, con más entusiasmo del habitual.
Uno de los otros, una mujer llamada Solene Escott, tenía al lado del nombre un número de doce cifras, pero no se correspondía con un número telefónico, y cuando probé a buscar por Internet, no salió nada, ni siquiera cuando añadí su nombre a la búsqueda. Otro rastreo dio como resultado unas cuantas Solene Escott, incluidas una banquera, una escritora y un ama de casa que había muerto en un accidente de tráfico en octubre de 2001 en algún lugar al norte de Milford, New Hampshire.
Volví a examinar esas doce cifras junto al nombre de Solene Escott, que, a diferencia de los otros de la lista, estaba mecanografiado en rojo, y las separé en dos números de seis cifras. La primera serie terminaba en «65», la segunda en «01»: la primera coincidía con la fecha de nacimiento de Solene Escott, según su necrológica, y la segunda secuencia se correspondía con la fecha de su muerte. Pero, según el periódico hallado en el avión, éste se había estrellado en julio de 2001, tres meses antes del fallecimiento de Solene Escott. O bien alguien relacionado con ese avión tenía línea directa con Dios, o la muerte de Solene Escott se había planeado con mucha antelación.
La necrológica reveló también el nombre del marido de Solene Escott. Solene había conservado el apellido de soltera al casarse. Su marido se llamaba Kenneth Chan, conocido al parecer entre sus amigos y allegados como Kenny. Su nombre aparecía encima del de Solene en la lista.
Al lado tenía escrita la palabra «aceptado».
Tardé una hora más en dar con una posible identidad para otro nombre de la lista, y de nuevo fue Solene Escott quien proporcionó el vínculo. La única persona con la indicación «rechazado» junto al nombre era un tal Brandon Felice. Cierto Brandon Felice había resultado muerto en un atraco a una gasolinera a las afueras de Newburyport, Massachusetts, en marzo de 2002. No existía ningún motivo aparente para su muerte. Según un testigo presencial, un viajante de comercio que tomaba café dentro de su coche en la acera de enfrente cuando se produjo el atraco, Felice estaba llenando el depósito de su Mercedes cuando dos hombres enmascarados se detuvieron allí en un Buick, ambos armados con pistolas. Uno de los hombres ordenó al dependiente que vaciara la caja registradora mientras el otro obligaba a Felice y a una mujer, Antonia Viga, que estaba hinchando los neumáticos de su monovolumen, a tumbarse en el suelo. Cuando el primer atracador salió con el dinero tras disparar contra el dependiente y dejarlo herido de gravedad, el segundo se acercó al lugar donde se hallaban tendidos Felice y Viga y les descerrajó sendos tiros en la nuca. A continuación los dos hombres se marcharon en su coche, y más tarde el Buick apareció incendiado a un paso de la Carretera Federal 1. El vehículo había sido robado antes en Back Bay, Boston. Los atracadores se apropiaron de un total de 163 dólares en el robo, y nunca fueron hallados.
Brandon Felice estaba vinculado a Solene Escott por medio de su marido, Kenny Chan. Felice, Escott y Chan habían participado en la creación de una empresa de software, Branken Developments Inc., en la que cada uno contaba con un tercio del capital. Felice no tenía mujer ni hijos. Al morir, su parte del negocio la adquirió otra empresa llamada Pryor Investments. Entretanto, tras el fatal accidente, la parte de Solene Escott había pasado a su marido.
Yo no sabía nada de Pryor Investments, pero otra búsqueda me dio cierta información sobre la empresa. Era una compañía muy discreta, al servicio de clientes que preferían mantener de la manera más anónima posible sus actividades comerciales. Pryor sólo llegaba a la prensa cuando algo se torcía, lo cual ocurrió por última vez en 2009, al descubrirse que, «involuntariamente», había violado un embargo a nuevas inversiones en Birmania. Uno de los socios comanditarios había suscrito con su firma un contrato de lo que era en apariencia la filial constituida y establecida en el extranjero de una empresa inactiva de Panamá, pero cuyo origen procedía de la sede de Pryor en Boston. Pryor había tenido que pagar una multa de cincuenta mil dólares tras una investigación llevada a cabo por la Agencia de Control de Activos en el Extranjero del Departamento del Tesoro, y el socio comanditario fue sancionado con el equivalente a una hora cara a la pared. Garrison Pryor, el gerente de la empresa, lo describió como «un incidente aislado» y «un error de detalle», fuera lo que fuera eso.
Branken Developments, entretanto, se había especializado en algoritmos de seguridad para las industrias relacionadas con defensa y armamento, y llegó a ocupar una posición significativa en el sector. En 2004, la empresa interrumpió sus actividades discretamente, y sus operaciones fueron absorbidas por una filial del Departamento de Defensa, y Kenny Chan se retiró con una gran fortuna, según decían. Pryor Investments intervino una vez más: medió en el acuerdo a cambio de un porcentaje del beneficio obtenido con la venta.
El giro en esta historia lo protagonizó Kenny Chan: en 2006 apareció muerto en su propia caja de caudales, rodeado de títulos de acciones, varios tipos de monedas de oro y unos veinte mil dólares en efectivo. La caja era grande, pero no tanto para alojar a Kenny Chan cómodamente, así que alguien tuvo que romperle los brazos y las piernas para hacerlo más maleable. Eso ocurrió un tiempo antes de que el cadáver fuera descubierto, y no quedó claro si se había asfixiado por falta de aire o atragantado con el franco suizo de oro hallado en su garganta.
Por lo tanto, la mujer de Kenny Chan falleció en un accidente de tráfico que por lo visto se había planeado con antelación, y su socio murió de un tiro sin motivo aparente durante un atraco a una gasolinera unos meses después. Posteriormente Kenny Chan hizo su agosto liquidando las acciones acumuladas de su empresa antes de que alguien lo liquidara a él de una manera más literal, sin que el robo fuese en apariencia la causa. Como mínimo, el señor Chan había llevado una vida interesante, aunque relativamente breve. La policía consideró la muerte de Solene Escott un desafortunado accidente; la investigación de la muerte de Brandon Felice parecía haber quedado sin resolución; y la defunción de Kenny Chan siguió siendo todo un misterio.
Los otros dos nombres de la lista no significaban nada para mí, aunque encontré muchas necrológicas que podrían haberse correspondido. Como sólo disponía de los nombres aislados, difícilmente llegaría más allá con la lista.
Y una y otra vez acudía a mi memoria Brightwell: Brightwell, asesino de hombres y mujeres; segador y depositario de almas; un ser cuya imagen aparecía en fotografías de la segunda guerra mundial, su cara no muy distinta de la del hombre que había continuado matando para su causa sesenta años después y que presentaba un sorprendente parecido con una figura de un cuadro de un campo de batalla pintado hacía siglos, combatiendo junto a un ángel caído. Yo lo había matado, y sin embargo tenía motivos para dudar que un ser como él pudiera eliminarse con una bala o una navaja. Aún oía los susurros de seres renacidos, de la transmigración de espíritus, y había presenciado las consecuencias de la búsqueda de venganza a lo largo de generaciones. Brightwell y aquellos como él no pertenecían al orden de los hombres. Eran Otro.
Así pues, ¿qué había llevado a Brightwell al pueblo de Falls End, y qué relación guardaba eso con la lista?
Esa tarde empecé a despachar otras tareas acumuladas en mi escritorio. En realidad, no había mucho que despachar. La actividad había aumentado un poco en los últimos meses, pero en conjunto aún no era gran cosa. El año anterior el caso de una niña desaparecida, en el que me había visto envuelto por mediación de mi abogada, Aimee Price, había despertado mucha atención y a raíz de eso me habían llegado ofertas similares. Las había rechazado todas menos una. Un tal Juan Lozano, un profesor universitario y traductor español que había contraído matrimonio con una norteamericana de Harden, un pueblo del norte de Maine, me había contratado para localizar a su esposa. Habían reñido a causa del sexo, me explicó, y ella lo había abandonado. Las relaciones sexuales entre ellos prácticamente habían cesado en los dos años anteriores, y él la había acusado de infidelidad. Habían mantenido una acalorada discusión a gritos, él se había marchado furioso, y a su regreso ella ya no estaba. Sólo quería saber que su mujer estaba bien, aclaró, nada más. Acepté su dinero porque pensé que sería fácil encontrarla: sus tarjetas de crédito seguían utilizándose, y se había retirado dinero en cajeros automáticos de la zona de Washington con su tarjeta de débito en los dos días anteriores a mi primera reunión con Lozano. Beatrice, su mujer, estaba sana y salva o alguien hacía uso de sus tarjetas sin preocuparse por ocultarlo.
Viajé en avión a Washington y alquilé un coche. Tardé menos de un día en encontrar a Beatrice Lozano. Se había refugiado en un motel llamado Lamplighter, en un pueblecito próximo a Chesapeake Bay, y había dejado aparcado justo delante de su habitación el destartalado coche de alquiler que había recogido una semana antes en una agencia cuya competencia no daba grandes quebraderos de cabeza a Hertz y Avis. Cuando llamé a la puerta, no se molestó en poner la cadena de seguridad antes de abrir. La habitación estaba a oscuras, pero ni siquiera cuando ella salió a la luz del sol supe si era guapa o fea. Rondaba los treinta y cinco años y empezaba a ensancharse un poco. Tenía la tez pálida, el pelo corto, grasiento y pegoteado al cráneo, la cara salpicada de granos. Presentaba heridas recientes, abiertas, en los brazos y las manos. Mientras hablábamos, se llevó el pulgar y el índice de la mano derecha a la izquierda y empezó a escarbarse en la carne con las uñas, con lo que se abrió una nueva herida.
Tenía la mirada muerta, y la piel en torno a los ojos tan oscura como si la hubieran golpeado.
—¿Lo envía él a buscarme? —preguntó después de explicarle yo quién era.
—Si se refiere a su marido, sí, así es.
—¿Va a llevarme de vuelta con él?
—¿Usted quiere volver?
—No.
—Entonces no la llevaré.
—Pero ¿le dirá dónde estoy?
—Me ha contratado para averiguar cómo está —dije—. Si es lo que usted quiere, le informaré de que la he visto y la he encontrado bien. Será mentira, pero eso es lo que le diré.
—¿Mentira? —Frunció el entrecejo.
—Está abriéndose agujeros en la piel. No duerme o, si duerme, tiene pesadillas. Ha ido de motel en motel, pero no ha planeado sus pasos tanto para evitar el uso de las tarjetas de crédito. Su marido no parecía conocer demasiado su vestuario, pero estaba casi seguro de que no se había llevado mucha ropa cuando se marchó, así que fue una decisión repentina. No se ha fugado con nadie, porque sólo veo una maleta en la habitación detrás de usted, y no hay el menor rastro de la presencia de un hombre, o de otra mujer, en la habitación. Y si se hubiera fugado con alguien, probablemente prestaría más atención a su aspecto. Sin ánimo de ofender.
—No me ofendo. —Consiguió esbozar una sonrisa—. Habla usted como Sherlock Holmes.
—Todo detective privado quiere ser Sherlock Holmes, sólo que quizá sin el trasfondo gay.
Seguíamos de pie ante la puerta de su habitación. No parecía el mejor lugar para conversar sobre los detalles íntimos de su vida.
—¿Le importa si nos sentamos en algún sitio para hablar de esto, señora Lozano? No tiene por qué ser en su habitación, si prefiere mantener ese espacio en privado o le preocupa dejar entrar a un desconocido. Podemos buscar un restaurante, una cafetería o un bar tranquilo, lo que usted quiera. Si teme por su seguridad conmigo, no tiene por qué. No voy a hacerle daño, y si desea avisar a la policía en cualquier momento, hágalo y yo me quedaré con usted hasta que lleguen. También puedo darle el nombre de un par de policías de Maine y Nueva York que responderán por mí. —Me lo pensé mejor—. Bueno, quizá no en Nueva York, y posiblemente sólo uno en Maine. Puede que también despotrique un poco cuando mencione mi nombre.
—No —respondió—. Nada de policía. —Volvió a entrar en su habitación—. Podemos hablar aquí dentro.
Pese al cartel de PROHIBIDO FUMAR colocado junto al televisor, flotaba en la habitación un fuerte y arraigado olor a tabaco. No había armario, sólo una barra de la que colgaban tres perchas de alambre vacías. Contenía dos camas separadas por una única mesilla de noche sobre una moqueta de color guisante, y una parte del zócalo se había desprendido de la pared. La maleta de la señora Lozano estaba en el suelo junto a la cama de la derecha. Dentro vi una triste selección de ropa, unos pocos artículos de baño baratos y un libro de bolsillo. Se sentó en el borde de una cama y yo me senté frente a ella en la otra. Nuestras rodillas casi se rozaban.
—¿Por qué se marchó, señora Lozano? —pregunté.
Contrajo el rostro. Rompió a llorar.
—¿Su marido le hizo daño?
Negó con la cabeza.
—No. Es un buen hombre, un hombre amable.
Cogí un pañuelo de papel de la caja de la mesilla y se lo entregué.
—Gracias —dijo.
—¿Quiere usted a su marido, señora Lozano? —pregunté.
—Sí, lo quiero mucho. Por eso me escapé. Quería protegerlo.
—¿De qué?
Se atragantó, como si las palabras que se proponía pronunciar no tuvieran que decirse sino vomitarse. Le salieron al tercer intento.
—Lo protejo de mi hermano —explicó.
—¿Por qué? ¿Qué hace su hermano?
Esta vez sí vomitó. Se llevó la mano a la boca y arrojó bilis en la palma.
—Me viola —contestó—. Mi hermano me viola.
El apellido de soltera de Beatrice Lozano era Reed. Su hermano mayor era un tal Perry Reed, que vendía coches de segunda mano a personas que no sabían qué compraban, y metanfetamina, oxicodona y medicamentos canadienses que requerían receta a personas que sí lo sabían. También tenía un par de clubes de strip-tease donde las bailarinas podían calificarse de busconas si se examinaba la letra pequeña detenidamente. Perry Reed era locuaz, persuasivo, un sociópata violento, y había empezado a violar a su hermana cuando ésta contaba catorce años. Dejó de hacerlo cuando Beatrice, al final de la adolescencia, se marchó a la universidad, volvió a las andadas de manera esporádica después de cumplir ella los veinte, y reanudó sus fechorías con cierta intensidad cuando ella se casó. Perry se presentaba en la casa cuando su marido no estaba, aunque a veces la emplazaba en las oficinas de la tienda de automóviles, o en uno de los apartamentos de su propiedad en Harden y alrededores si en ese momento no lo tenía alquilado. Ella acudía siempre porque su hermano le había advertido que mataría a su marido si alguna vez lo rechazaba, o si le decía una sola palabra, a él o a cualquier otra persona, acerca de lo que hacían juntos en sus momentos de intimidad. Cuando su marido la acusó de infidelidad, algo se quebró dentro de Beatrice. Ella se había fugado porque no podía quedarse en Harden, ni hablar con su marido sobre lo que ocurría con su hermano. Todo esto me lo contó a mí, un desconocido, en su habitación del motel Lamplighter.
—Perry tiene hombres a su servicio —añadió—. Son tan malos como él. Me dijo que aunque él no consiguiera acceder a Juan, ellos sí podrían, y luego Alex Wilder me llevaría a rastras al bosque y allí sus amigos y él me violarían por turno antes de enterrarme viva. Y no dudo de la palabra de mi hermano, señor Parker. No dudo porque nadie lo conoce tan bien como yo.
—¿Quién es Alex Wilder?
—La mano derecha de mi hermano. Lo comparten todo. Incluso me han compartido a mí alguna vez. —Tragó saliva—. Alex me maltrata.
Le di otro pañuelo de papel. Se sonó.
—¿No va a preguntarme por qué he aguantado tanto tiempo? —dijo.
—No.
Fijó en mí la mirada durante un largo momento.
—Gracias —dijo.
Después de hablar un rato más, salí y telefoneé a su marido. Le dije que su mujer estaba sana y salva, y le pedí que metiera un poco de ropa para ella en una bolsa y la llevara al bufete de la abogada Aimee Price en South Freeport. A continuación me puse en contacto con Aimee y le di a conocer buena parte de lo que acababa de oír, omitiendo sólo nombres y lugares.
—¿Prestará testimonio?
—No lo sé. Y por horroroso que sea, su hermano siempre puede aducir que fue de común acuerdo. Sería su palabra contra la de él.
—No lo creo. En casos como éste, el testimonio de la víctima es esencial. Pero eso por ahora es intrascendente. Necesita ayuda inmediata. Conozco a cierta gente en Washington, por si ella desea quedarse allí una temporada. Convéncela de que hable con un psicólogo. ¿Sabes algo de ese tal Perry Reed?
—Sólo rumores, pero tengo la intención de averiguar algo más.
Esa noche llevé a Beatrice Lozano a un especialista en traumas sexuales en Prince George’s County, y enseguida la admitieron en un refugio para mujeres maltratadas. Al cabo de una semana su marido fue a visitarla, y ella le contó todo lo que había padecido. Pero quedaba el problema de Perry Reed, porque Beatrice Lozano se negó a atestiguar contra él. Debía hacerse algo al respecto.
Y se hizo algo. Dos caballeros conocidos míos se ocuparon del asunto mientras yo hablaba con Marielle Vetters y Ernie Scollay en el Great Lost Bear.
Perry Reed, según supe, encabezaría los noticiarios de esa noche.