9

Al norte otra vez: al norte de Nueva York, al norte de Boston, al norte de Portland. Al norte, en los confines.

Se habían perdido. Andrea Foster lo sabía por más que su marido se negara a admitirlo: nunca admitía sus fallos si podía evitarlo, pero era evidente que no sabía bien dónde estaban. Consultaba el mapa una y otra vez, como si los nítidos detalles de montes y senderos plasmados en el papel guardaran alguna relación con la caprichosa realidad del bosque que los rodeaba, y la brújula, con la esperanza de poder orientarse gracias al plano y a aquel instrumento. Aun así, sabía que no convenía preguntarle si tenía idea de dónde se hallaban o adónde se dirigían. Él respondería con aspereza y se enfurruñaría, y un día ya de por sí aciago se estropearía aún más.

Al menos se habían acordado de coger el espray, DEET en un ciento por ciento, y con eso mantenían a raya a los insectos, aunque probablemente a costa de daños neuronales a largo plazo. Si tenía que elegir entre ser devorada viva en el bosque en ese mismo instante y un deterioro de sus funciones mentales en algún momento del futuro, prefería arriesgarse a la muerte cerebral. Él le había asegurado que los insectos no serían problema en esa época del año, pero allí estaban: pequeñas moscas en su mayoría, y ella había tenido que defenderse también de una avispa, y eso la había molestado más que cualquier otra cosa. No tenían por qué quedar avispas vivas en noviembre, y las que hubiesen sobrevivido debían de estar de un humor pésimo. Había matado a la avispa abatiéndola de un golpe de sombrero y aplastándola luego con la bota, pero después había visto alguna más. Casi parecía que a medida que se adentraban en el bosque, el número de insectos aumentaba. Todavía quedaba repelente en el envase, pero disminuía a un ritmo inquietante. Quería regresar a la civilización antes de que se les acabara.

Además, hacía calor. Por lógica, la sombra de los árboles debería haberlos refrescado un poco, pero no era el caso. A veces le costaba respirar, y su sed no se apagaba por más agua que bebiera. En general, le gustaban las excursiones, pero después de ésa pasaría gustosamente un par de días en un buen hotel, bebiendo vino, dándose largos baños y leyendo un libro. Al final de la jornada, ya de vuelta en Falls End, plantearía a Chris la posibilidad de encaminarse a Quebec o Montreal un poco antes de lo previsto. Ya estaba harta de los grandes espacios abiertos, y sospechaba que, en el fondo, también él pensaba lo mismo. Sencillamente era demasiado testarudo para admitirlo, como lo era para levantar las manos y reconocer que, si no estaban ya con la mierda hasta el cuello, sin duda ya la olían desde allí.

Andrea había accedido a emprender ese viaje a regañadientes. Debido a las presiones del trabajo, Chris se había visto obligado a anular sus planes para las vacaciones de verano, así que ella y sus hijas habían ido a pasar diez días en Tampa con su hermana y los niños de ésta mientras Chris se quedaba en Nueva York. Ésa era la pega de ser autónomo: cuando llegaba el trabajo, había que aceptarlo, sobre todo si corrían tiempos difíciles. Pero a él le encantaban los bosques de Maine: le recordaban la infancia, decía, los años en que unos amigos de sus padres les ofrecían una cabaña en The Forks durante un par de semanas cada verano. Así que para él eso era un viaje nostálgico, sobre todo porque su madre había fallecido en enero, y Andrea no pudo negarse a acompañarlo. Se resistió un poco a andar de aquí para allá por el bosque en plena temporada de caza, pero él le aseguró que no pasaría nada, y menos engalanados como iban con naranja reflectante.

El naranja no era el color de Andrea.

El naranja no era el color de nadie.

Miró al cielo, presentaba una nubosidad opresiva, cosa que la preocupó. Incluso era posible que lloviera, aunque no recordaba que lo mencionaran en el parte meteorológico.

—Maldita sea —dijo Chris—. Aquí debería haber un arroyo. Si lo seguimos nos llevará de vuelta al pueblo.

Miró a derecha e izquierda con la esperanza de atisbar algún destello plateado, atento al posible rumor del agua en movimiento, pero no se oía nada, ni siquiera el canto de un pájaro.

Andrea deseó con toda su alma decirle a voz en grito: no oigo un arroyo. ¿Tú oyes un arroyo? No. ¿Por qué? Porque aquí no hay ningún puto arroyo. ¡Nos hemos perdido! ¿Cuánto hace que nos guías en la dirección equivocada? ¿Cómo puede ser tan difícil distinguir entre el norte, el sur, el este y el oeste? Tú eres el gran entusiasta de las actividades al aire libre. Tú tienes una brújula y un mapa. ¡Vamos, bobo, resuélvelo!

Chris se volvió para mirarla, como si ella hubiera levantado tanto la voz en su cabeza que una parte atávica del cerebro de él hubiese captado sus palabras.

—Debería estar aquí, Andrea —insistió él—. Hemos estado avanzando hacia el este, siguiendo la brújula.

Se lo veía desconcertado y parecía un niño pequeño. Parte de la ira de Andrea se desvaneció.

—A ver —dijo ella.

Chris le entregó la brújula y señaló el mapa con la uña bien cuidada. Tenía razón: parecían ir rumbo al este, y al ritmo que avanzaban a esas alturas deberían estar ya en el arroyo Little Head. Andrea golpeteó la brújula, más por costumbre que por otra cosa.

Lentamente, la aguja giró ciento ochenta grados.

—¿Qué demonios pasa? —dijo Chris. Recuperó el instrumento de las manos de su mujer—. ¿Cómo es posible que haga eso?

Él también tamborileó en la brújula con el dedo. La aguja no se movió.

—¿Podría ser que hubiésemos ido en dirección oeste todo el tiempo? —preguntó Andrea.

—No. Distingo el este del oeste. Íbamos hacia el este. Creo.

Por primera vez se lo veía realmente preocupado. Llevaban un kit de supervivencia, y algo de comida, pero ninguno de los dos sentía el menor deseo de pasar la noche en el bosque sin el material adecuado. De hecho, no les entusiasmaba dormir al aire libre ni en el mejor de los casos. Los dos se solazaban con las comodidades, y una larga excursión merecía la pena si existía la promesa de un poco de lujo y una buena comida al final.

Andrea volvió a mirar el cielo, pero sólo lo avistaba aquí y allá entre el follaje. En esa zona el bosque era más denso, y más antiguo. Algunos árboles debían de tener siglos, sus troncos se veían distendidos y tumorosos; sus ramas, como extremidades rotas mal soldadas. El terreno era rocoso en algunos puntos, e impregnaba el aire cierto hedor, como de guiso rancio hecho a base de entrañas.

—Quizá podrías trepar a un árbol y orientarte —sugirió ella, y dejó escapar una risita.

—Eso no ayuda —repuso Chris.

La miró con expresión ceñuda, y Andrea volvió a reírse.

Ella misma no sabía a qué venía tanta risa. Se habían perdido, y si bien no era tan grave como andar sin rumbo por el bosque cuando nevaba y existía riesgo de congelación, sus móviles no daban señal, disponían de provisiones limitadas y la temperatura sin duda caería en cuanto oscureciera. Además, nadie sabía que estaban allí. Habían abandonado el motel de Rangeley poco después del amanecer, por si encontraban un sitio más interesante de camino al norte, y en ese momento tenían el coche aparcado en la calle mayor de Falls End. Podían pasar días hasta que alguien cayera en la cuenta de que no lo habían movido. Le había dicho a Chris que convenía hacer una reserva provisional en algún establecimiento de Falls End, pero él había contestado que era demasiado temprano para empezar a pensar en eso, y en todo caso no parecía haber mucha actividad en el pueblo, y si se ponían en marcha temprano, regresarían a media tarde. Ése era otro de sus defectos: no le gustaba comprometerse a nada por adelantado, ni siquiera a reservar una habitación en un motel de un pueblo. Cuando salían a cenar en una ciudad desconocida, la llevaba de restaurante en restaurante examinando las cartas una por una, buscando siempre la comida perfecta en el sitio perfecto. Algunas noches caminaban y discutían durante tanto tiempo que cuando Chris por fin se decidía, todos los establecimientos aceptables ya estaban cerrados o llenos, y terminaban comiendo hamburguesas en un bar cualquiera, repudriéndose él por las oportunidades perdidas.

—¿Qué es esa peste? —preguntó Chris.

—Huele a carne barata cocida y echada a perder —contestó ella.

—Eso quizá significa que hay una casa cerca.

—¿Aquí? Yo no he visto ningún camino.

—¿Te has fijado en lo espeso que es el bosque? Podría haber una autopista de cuatro carriles a tiro de piedra y no nos enteraríamos hasta que oyéramos un camión.

«Aquí no hay ninguna autopista», deseó decir ella. «No hay siquiera un sendero. Nos apartamos de él cuando decidiste “explorar”, y ahora mira en qué lío nos hemos metido». Recordó una viñeta que había visto una vez en una revista: una familia en plena naturaleza alrededor de un padre que examinaba un mapa. En el pie se leía: «Lo que importa no es tanto dónde estamos como a quién culpamos de ello».

—Si hay una casa, puede que haya un teléfono —prosiguió Chris—. Como mínimo podemos pedir indicaciones para volver al pueblo.

Andrea supuso que tenía razón, aunque no estaba muy segura de cuánto tiempo deseaba pasar tratando con alguien que vivía en lo más hondo de los Grandes Bosques del Norte. Cualquiera que hubiese ido tan lejos en busca de un poco de soledad no tenía por qué acoger con agrado en su preciosa y apartada morada a dos urbanitas extraviados que olían a sudor y DEET.

—¡Allí! —exclamó Chris. Señalaba a su derecha.

—¿Qué?

—He visto a alguien.

Ella miró, pero no vio nada. Las ramas de los árboles se movieron con un leve susurro. Era extraño: no había notado la menor brisa.

—¿Estás seguro?

—Había un hombre entre esos árboles. Seguro. ¡Eh! ¡Eh! ¡Aquí! Nos hemos perdido. Necesitamos ayuda. —Se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos de la luz—. Será hijo de puta… Creo que se aleja de nosotros. ¡Eh! ¡Eh!

Andrea seguía sin ver a nadie, pero sumó su voz a los gritos de su marido, por si a aquel individuo le preocupaba la presencia de un hombre solitario en su territorio.

—Por favor —vociferó—. No venimos con malas intenciones. Sólo necesitamos volver al sendero.

Chris plegó el mapa y lo metió en la mochila.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde?

—Detrás de él.

—¿Cómo? ¿Estás loco? Si no quiere ayudarnos, es asunto suyo. Perseguirlo no servirá de nada.

—Por Dios, Andrea, tiene que haber algún tipo de código en el bosque, ¿no? Es como la ley del mar. No se deja a alguien en la estacada cuando está en apuros. Sólo pedimos indicaciones.

Andrea nunca había oído hablar de un código del bosque, y estaba casi segura de que no existía. Y aunque existiera, tal como ocurría con la ley del mar, habría quienes no lo respetaran. Ignoraba cuál podía ser el equivalente a un pirata en un bosque, y no deseaba averiguarlo. En el bosque desaparecía gente, y a algunos no los encontraban nunca más. Bien podía ser que a todos los hubieran devorado los osos, ¿no?

—¿Y si va armado? —preguntó ella.

—Yo no voy armado. ¿Por qué iba a dispararme? Defensa sólo era una película, ¿sabes? Además, eso ocurrió en el sur. Aquí las cosas son distintas. Esto es Maine.

Partió tras el hombre al que únicamente él había visto. Andrea lo siguió. No le quedaba más remedio. El bosque era denso, y no quería perder de vista a su marido. Sólo concebía una situación peor que ésa: acabar allí sola. Chris avanzaba ahora a buen paso. Así era él. En cuanto se le metía una idea en la mollera, la perseguía a toda velocidad hasta su conclusión. Como casi todos los hombres a los que Andrea conocía, Chris era incapaz de seguir más de una línea de pensamiento definida durante mucho tiempo, pero poseía una determinación de la que ella a veces carecía.

—Espera, Chris —dijo.

—Lo perderemos.

—Me perderás tú a mí.

Él se detuvo y le tendió la mano izquierda desde lo alto de una pequeña elevación en el terreno a la vez que mantenía la mirada al frente.

—¿Sigue ahí?

—No. Un momento, ha vuelto. Nos mira.

—¿Dónde está? —Aguzando la vista, Andrea escudriñó la penumbra del bosque con los ojos entrecerrados—. Todavía no lo veo.

—Creo que ha levantado el brazo. Quiere que lo sigamos. Sí, sin duda. Nos indica el camino.

—¿Seguro?

—¿Qué va a hacer si no?

—Esto…, ¿inducirnos a entrar más en el bosque, quizá?

—¿Y eso por qué?

Sencillamente porque algunas personas son malas, a veces. Porque ese hombre se propone darnos caza.

—No lo sé. A lo mejor quiere robarnos.

—Para eso no tendría que inducirnos a entrar más en el bosque. Podría asaltarnos aquí mismo.

En eso Chris tenía razón; aun así, Andrea no se quedó tranquila.

—Vayamos con cuidado, ¿vale?

—Yo siempre voy con cuidado.

—No es verdad. Así es como me quedé embarazada de Danielle, ¿recuerdas?

Él le sonrió. Era la sonrisa que la había atraído en la universidad, la que la había inducido a acostarse con él por primera vez, y ella respondió con esa otra sonrisa pícara y sexy que a él siempre le erizaba el vello de la nuca, y también le levantaba otras partes del cuerpo, y los dos formularon el mismo deseo: estar en la cama juntos con una botella de vino a medio beber al lado, y el sabor de éste en los labios y las lenguas mientras se besaban.

—Todo saldrá bien —aseguró él.

—Te creo —contestó ella—. Pero después de esto no más excursiones durante un tiempo, ¿prometido?

—Prometido.

Andrea le cogió la mano, y él le dio un apretón. Fue entonces, allí al lado de Chris, cuando vio al hombre por primera vez. Quizá fuera por efecto de las nubes y la penumbra natural del bosque, pero tuvo la impresión de que vestía una especie de capa. Iba encapuchado y no le distinguió la cara. Sin embargo, era evidente que les hacía señas. A ese respecto su marido no se había equivocado.

Andrea sintió un calambre en el estómago, un dolor frío. Siempre había tenido buen ojo con la gente, pese a que Chris, por lo general, esbozaba una sonrisa de indulgencia cuando ella lo mencionaba. Los hombres eran distintos. No estaban tan en sintonía con su propia vulnerabilidad potencial. Las mujeres necesitaban esa mayor conciencia de los peligros que las rodeaban. Ella se la había transmitido a sus hijas, esperaba, dotándolas de dicha sintonía. Ese hombre tenía malas intenciones, de eso estaba segura. Se alegraba de que las niñas estuvieran a salvo con sus padres en Albany y no allí en el bosque. Intentó hablar, pero Chris retiró la mano de la suya y se puso de nuevo en marcha, dejándose guiar por las pausadas señas de aquella figura, adentrándose más y más en el bosque detrás de ella.

Y Andrea lo siguió.