8

En torno a la mesa de los Fulci, todos empezaron a entonar Cumpleaños feliz a coro. Me acerqué para sumarme y cantamos alrededor de una pila de cupcakes iluminados por velas mientras los Fulci sonreían orgullosamente a su madre, y la señora Fulci irradiaba amor para todos, y Dave Evans, a saber cómo, encontró fuerzas para entonar un par de palabras a la vez que rogaba a Dios que no hubiera en la masa de los cupcakes ninguna almendra extraviada. Se apagaron las velas, circularon los cupcakes, y la señora Fulci no murió. Jackie Garner se preparó para marcharse y cogió dos cupcakes, uno para su novia y otro para su madre. Tomé nota mentalmente para volver a preguntarle por la salud de su madre cuando se presentara la ocasión y luego regresé al reservado del fondo, donde Marielle Vetters y Ernie Scollay conversaban. Al parecer, Marielle intentaba convencer a Ernie de que habían hecho bien en hablar conmigo, y Ernie asentía a su pesar.

—Ésa es la historia, pues —dijo Marielle Vetters—. ¿Qué piensa?

—¿Les apetece ahora algo más fuerte que un café? —pregunté—. Porque a mí sí.

Ernie Scollay accedió a tomar un poco de whisky, y Marielle aceptó una copa de cabernet sauvignon. Yo pedí lo mismo, aunque apenas lo probé. Me complacía el mero hecho de tenerlo en la mano. Por otro lado, se daba la circunstancia de que Ernie no se había relajado ni un instante desde que entró en el bar. Tal vez no fuera un gran bebedor, como él mismo había admitido, pero ahora que la historia ya estaba contada, sin duda consideraba que el esfuerzo bien merecía una copa. Algo de esa tensión abandonó su cuerpo al primer sorbo. Se recostó en el reservado y, ya con la cabeza en otra parte, se desentendió de la conversación, pensando quizás en su difunto hermano, en los momentos transcurridos junto al ataúd cerrado de Paul.

—¿Qué quieren que haga? —pregunté.

—No lo sé —respondió Marielle—. Nos pareció que debíamos contarle lo sucedido: tanto mi padre como mi madre lo mencionaron a usted antes de morir.

—¿Por qué no vino a verme él mismo cuando su mujer le habló de mí? —pregunté.

—Según me dijo, creía que no serviría de nada, y Paul Scollay también se lo desaconsejó. Vivían atemorizados por el dinero. Les preocupaba que, si acudían a usted, los denunciara a la policía. Pero era importante que algún día supiera lo que hizo mi padre, y por eso no me habló de usted hasta que la justicia ya no podía hacerle nada. En cuanto a mí, supongo que quería pedirle consejo. Temíamos que ese tal Brightwell volviera a aparecer, pero si lo que dice es verdad, eso queda descartado.

Tensé la mano involuntariamente en torno a la copa de vino. Marielle se equivocaba. Me habían advertido que no matara a Brightwell: había que cogerlo vivo porque, a juicio de algunos, la entidad que lo animaba, el espíritu oscuro que mantenía en movimiento su cuerpo en descomposición, partiría en el momento de su muerte y emigraría a otra forma. Sólo el cuerpo huésped moría: la infección perduraba. Sinceramente, dudaba mucho que hubiera en el mundo whisky y vino suficientes para que Ernie Scollay y Marielle Vetters se alegraran de oír eso. Además, puede que ni siquiera fuera cierto. Al fin y al cabo, ¿quién iba a ser tan tonto para creerse una cosa así?

—Sí, queda descartado —afirmé. Casi descartado. Tal vez.

—¿Cómo se cruzó Brightwell en su camino por primera vez? —quiso saber Marielle.

—Me topé con él en el transcurso de un caso hace unos años. Era… —Busqué la palabra adecuada, pero no di con ella, así que me conformé con «poco común».

—Mi padre había servido en Corea. Creía que nada podía asustarlo más que una horda de chinos avanzando hacia él desde lo alto de un monte, pero Brightwell lo consiguió.

—Tenía esa facultad. Aterrorizaba. Torturaba. Asesinaba.

—No fue una gran pérdida para el mundo, pues.

—Mínima.

—¿Cómo murió?

—Eso da igual. Basta con saber que está muerto.

Ernie Scollay regresó del lugar adonde lo habían llevado sus pensamientos. Se toqueteó el extremo de la corbata, frotándola entre los dedos como si intentara quitar una mancha. Al final dijo:

—¿Qué ocurriría si la policía se enterara de lo que hicieron Harlan y Paul?

Ah. Se trataba de eso.

—¿Aún le preocupa el dinero, señor Scollay?

—Es mucho, al menos para un hombre como yo. Nunca he tenido tanto dinero en la vida, y desde luego no lo tengo ahora. ¿Podrían obligarnos a devolverlo?

—Es posible. Oigan, hablemos con franqueza: se cometió un robo en el bosque. No tenían derecho a llevarse el dinero, pero ustedes no conocían su procedencia hasta que Harlan Vetters se lo confesó en su lecho de muerte, ¿no es así? Su hermano nunca le habló de eso, ¿verdad, señor Scollay?

—No —contestó, y le creí—. Mi hermano no hacía ascos a un poco de caza furtiva, cuando le apetecía, y me consta que en otro tiempo también se dedicaba al contrabando de alcohol y tabaco. Me acostumbré a verlo con dinero en el bolsillo un día y sin un centavo al día siguiente, pero optaba por no preguntarle de dónde salía lo que llevaba encima.

Marielle lo miró, sorprendida.

—¿Paul era contrabandista?

Ernie se movió incómodo en su asiento.

—No digo que fuera un cerebro criminal ni nada por el estilo, pero no le hacía ascos a alguna que otra actividad ilegal.

Era una buena manera de expresarlo. Ernie Scollay cada vez me caía mejor.

—¿Sabía mi padre lo del contrabando de Paul? —preguntó Marielle.

—Supongo que sí. Tenía ojos en la cara.

—Pero ¿él no…?

—Ah, no, no. Harlan no. —Scollay cruzó una mirada conmigo y levantó pícaramente la comisura de los labios, gesto con el que se rejuveneció varias décadas—. No que yo sepa, al menos.

—Es una tarde de revelaciones —comenté—. Por lo que se refiere al dinero, cualquier posible acción penal prescribió al morir esos hombres. En cuanto a una acción civil… Bueno, eso ya es otra cuestión. Si van ustedes a la policía y cuentan lo que saben, y como consecuencia de ello se presenta alguien y demuestra ser propietario de ese dinero, cabe la posibilidad de que se exija su devolución a los herederos de los fallecidos. Pero tendría que asesorarme. De momento son sólo especulaciones.

—¿Y si nos lo callamos? —preguntó Marielle.

—Entonces el avión seguirá donde está hasta que otro lo descubra, en el supuesto de que eso llegue a ocurrir. ¿Quién más está al tanto? ¿Sólo ustedes dos?

Marielle movió la cabeza en un gesto de negación.

—No, mi hermano estaba presente cuando mi padre lo contó. Sabe casi lo mismo que yo.

«Casi lo mismo»: ésa era una interesante elección de palabras.

—¿Por qué «casi»?

—Grady es un hombre muy conflictivo. Ha tenido problemas con el alcohol y las drogas. La muerte de mi padre le afectó mucho. Se pasaban la vida discutiendo, e incluso con mi padre en el lecho de muerte seguían esforzándose por hacer las paces. Creo que Grady estaba enfadado con mi padre, y a la vez se sentía culpable por lo mucho que le había hecho sufrir comportándose como un cretino durante buena parte de su vida. Le resultaba difícil estar en la misma habitación que él. Mi padre nos contó esa historia a lo largo de dos días. A veces se dormía, o perdía la concentración. Le entraba angustia o frustración, y teníamos que calmarlo y dejarlo descansar, pero siempre reanudaba el relato. Y cuando eso ocurría, Grady no siempre estaba. Salía con sus colegas de antes, reviviendo su juventud. Aquello no era una fiesta para él, pero a veces lo parecía, eso desde luego. Al final ni siquiera estuvo presente cuando mi padre falleció. Un amigo de mi padre tuvo que sacarlo a rastras de un bar antes de que se enfriara el cadáver.

—¿Puede confiar en que mantendrá la boca cerrada?

Marielle encorvó los hombros.

—Ni siquiera pude confiar en que fuera sobrio al funeral.

—Debe plantearle con toda claridad las posibles consecuencias de irse de la lengua. ¿Cuánto dejó su padre en el testamento?

—No mucho: la casa, un poco de dinero en el banco. Destinó casi todos sus ahorros… —Hizo una breve pausa al pronunciar esta última palabra, sonrió con resignación y prosiguió—: a los cuidados de mi madre.

—¿Quién se ha quedado con la casa?

—Todo se dividió a partes iguales entre los dos. Pese a sus muchas diferencias con Grady, mi padre no quiso dar la impresión de que trataba con favoritismo a uno de sus hijos. Estoy intentando conseguir un crédito para comprar a mi hermano su mitad de la casa. Él ya no quiere vivir en el Condado, y desde luego no quiere sentirse atado a Falls End. Allí no hay suficientes bares para él, y sus ex están casi todas casadas, o son obesas, o se han marchado a Texas. La novedad de volver a Falls End ya había perdido interés para cuando mi padre murió.

—¿Quiere que hable yo con su hermano?

—No. Imagino que puede ser usted bastante persuasivo, pero es mejor que se lo diga yo. Grady y yo nos llevamos bien. El resquemor era con nuestro padre, no conmigo.

—Pues asegúrese de que entienda que si habla, la propia casa puede estar en peligro, y entonces nadie recibirá nada. ¿Y usted, señor Scollay? ¿Le dejó su hermano algo en herencia al morir?

—Sólo la furgoneta, y, de hecho, aún quedaba algún plazo por pagar. Vivía en una casa de alquiler. El dinero se le escurría entre los dedos como la arena. Me alegro de que conservara al menos una parte de ese dinero del bosque para afrontar la lucha contra su enfermedad, pero cuando murió ya se lo había gastado casi todo. Y mejor así, supongo. Ese dinero estaba manchado desde el momento en que lo encontraron, y me alegro de no tener que preocuparme por él. En resumidas cuentas, no me interesa en absoluto que alguien más se entere de lo de ese avión en el bosque. En un mundo ideal, incluso usted se olvidaría de que se lo hemos contado.

Y aparentemente eso fue todo, por lo que a ellos se refería. Marielle me preguntó cuánto me debía por mi tiempo, y le contesté que sólo había escuchado una historia en un bar ante un café y una copa de vino. Eso no podía considerarse tiempo facturable. Ernie Scollay pareció aliviado. Seguramente creía que la gente de la ciudad no hacía nada de balde. Preguntó a Marielle si estaba lista para marcharse, y ella le dijo que se reuniría con él al cabo de un momento, en cuanto se acercara con la furgoneta. Ernie se mostró un poco reacio a irse, como si temiera más revelaciones.

—Ve, Ernie —le instó Marielle—. Sólo necesito un par de minutos a solas con el señor Parker para tratar de un asunto privado. No diré nada indebido.

Él asintió, me estrechó la mano y salió a la noche.

—¿Un asunto privado? —pregunté.

—Relativamente privado. Ese Brightwell: ¿quién era en realidad? No me salga otra vez con el rollo de que era poco común y tal. Quiero saber la verdad.

—Podría decirse que era miembro de una secta. Se llamaban los «Creyentes». El símbolo del tridente en la muñeca era una marca de identificación.

—¿Dirigida a quién?

—A otros como él.

—¿Y en qué creían?

—Creían en la existencia de ángeles caídos. Algunos incluso se creían ángeles ellos mismos. No es un delirio infrecuente, pero ellos lo llevaron hasta un extremo anómalo.

—¿Brightwell se creía un ángel caído?

—Sí.

Ella reflexionó acerca de lo que yo acababa de contarle.

—¿Qué quiso decir mi madre al hablar de un «ángel oculto»?

Aquello tenía dos posibles significados. El primero era una leyenda surgida de la gran expulsión de los ángeles rebeldes y su caída del cielo a la tierra: uno se arrepintió, y si bien no albergaba esperanzas de que lo perdonasen por sus transgresiones, continuó con su expiación, volviendo la espalda a sus coléricos y desesperados hermanos, y al final se ocultó entre la masa dispersa de la humanidad.

Pero a Marielle le di a conocer la segunda posibilidad.

—Brightwell creía estar al servicio de dos ángeles gemelos, dos mitades del mismo ser. A uno lo habían hallado sus enemigos mucho tiempo antes y lo habían encerrado en plata para impedir que vagara, pero Brightwell y el otro ángel habían seguido buscándolo. Los consumía su necesidad de liberarlo.

—Dios mío. ¿Y encontró lo que buscaba?

—Murió al encontrarlo, pero, sí, al final pensó que había dado con él.

—Esa mujer, Darina Flores, ¿es posible que compartiera las mismas creencias?

—Si, como parece, acompañaba a Brightwell cuando fue a Falls End, podría ser.

—Pero ella no llevaba una marca como ésa. Se lo pregunté a mi padre.

—Tal vez la tenía escondida. Yo nunca había oído hablar de Darina Flores hasta esta noche.

Ella se reclinó y me miró fijamente.

—¿Por qué ese avión le interesaba tanto a Brightwell?

—¿Está pidiéndome que lo averigüe?

Se detuvo a pensar en la pregunta y de pronto se distendió un poco.

—No, creo que tiene usted razón, y Ernie también. Debemos quedarnos callados y dejar el avión donde está.

—En respuesta a su pregunta, Brightwell no tenía interés en el dinero, o al menos no como un fin en sí mismo. Si sentía curiosidad por el avión, era por alguna otra razón. Si su padre estaba en lo cierto respecto a la presencia de un pasajero en ese avión, esposado a un asiento, cabe la posibilidad de que ese individuo fuera el objeto de la curiosidad de Brightwell; eso, o los papeles que vio su padre. Esos nombres tenían un significado. Dan constancia de algo. Así que para Brightwell el dinero era sólo un medio para alcanzar un fin. Se presentó ante su padre en la residencia de su madre porque él y, supuestamente, esa tal Flores buscaban pautas de gasto anormales. El coste de los cuidados de su madre entraba en esa categoría.

—¿Cree que Brightwell aceptó la mentira de mi padre sobre el origen de sus recursos?

—La aceptara o no, no tuvo ocasión de ahondar en el asunto. Murió el mismo año que abordó a su padre.

De nuevo me miró con suspicacia. No era tonta. Quizás a Ernie Scollay lo inquietaba principalmente la policía, o que alguien le reclamara un dinero que no tenía, pero las preocupaciones de Marielle Vetters eran más profundas.

—Los ha llamado «Creyentes», en plural. Aunque la mujer no fuera una de ellos, eso induce a pensar que hay otros por ahí, otros como él.

—No —contesté—. Nunca ha habido otros como él. Era desagradable hasta límites que ni siquiera puede usted imaginar. En cuanto a los Creyentes, yo diría que han sido eliminados. Pero tal vez esa Flores sea algo distinto. Por eso es mejor que el señor Scollay y usted mantengan la boca cerrada. Si esa mujer aún ronda por ahí, no les conviene atraer su atención.

Se oyó un claxon en el aparcamiento. Ernie Scollay se impacientaba.

—La furgoneta ya está aquí —dije.

—Ernie se enteró de lo del avión antes que yo —explicó Marielle—. Su hermano se lo contó antes de morir, y sólo cuando yo acudí a él con el resto de la historia, sintió la necesidad de pedir consejo. Ahora guardará silencio. Es un buen hombre, pero no es tonto. También intentaré convencer a mi hermano. Puede que sea un idiota, pero es un idiota muy consciente de sus intereses. No querrá poner en peligro un dinero fácil.

—Y usted tampoco hablará.

—No —respondió—. Por lo tanto, sólo queda usted.

—El secreto profesional no me obliga a callar, ya que, en rigor, usted no es una clienta, pero conozco a esa gente. No voy a ponerlos en peligro, ni a usted, ni a su familia ni al señor Scollay.

Marielle asintió en un gesto de comprensión, tanto por lo que yo acababa de decir como por el subtexto, y se puso en pie.

—Una última pregunta —dijo—. ¿Cree usted en los ángeles caídos?

No le mentí.

—Sí, me parece que sí.

Extrajo una hoja de su bolso. Parecía antigua, y era obvio que la habían desplegado y vuelto a plegar muchas veces. La colocó junto a mi mano derecha.

—¿Qué es? —pregunté.

—Mi padre dejó la cartera en el avión, pero se quedó con una hoja, parte de la lista de nombres. No supo decir por qué. Imagino que la consideró una forma de protección añadida. Si algo les pasaba a él o a Paul, esto podía proporcionar una pista sobre la identidad de los responsables.

Apoyó la mano en mi hombro al pasar junto a mí.

—Pero no mencione nuestros nombres —dijo, y se marchó.

En la cocina inmaculada de una casa de Connecticut, Barbara Kelly luchaba por la poca vida que le quedaba.

Darina Flores tardó un instante en reaccionar al dolor cuando el café la alcanzó en la cara. Soltó un alarido y levantó las manos, como si pudiera quitarse el líquido del rostro sin más. Enseguida empezó a quemarle, y sus gritos subieron de volumen a la vez que retrocedía a trompicones y chocaba contra la isla de la cocina. Dio un traspié y cayó. En los labios del niño se formó una «o» muda de asombro. Se quedó inmóvil, y Barbara lo apartó de un empujón con tal fuerza que el niño se golpeó la parte de atrás de la cabeza contra la encimera de mármol; el impacto produjo un sonido hueco, nauseabundo, que a ella le dio dentera. No volvió la vista atrás, ni siquiera cuando sintió las uñas de Darina clavándosele en el tobillo. Barbara casi perdió el equilibrio, pero conservó la calma y mantuvo la mirada fija en el mueble del recibidor, en las llaves de su coche y en la puerta de la calle.

Cogió las llaves al pasar, abrió la puerta de un tirón y se encontró bajo la lluvia torrencial, el coche estaba aparcado a unos pasos en el camino de acceso. Pulsó el botón de apertura del mando, se encendieron las luces, y el coche emitió su pitido de bienvenida. Ya había abierto del todo la puerta del conductor cuando algo cayó sobre su espalda, algo que le rodeó el vientre con las piernas a la vez que le tiraba del pelo y le hundía los dedos en los ojos. Volvió la cabeza y vio el rostro del crío a su izquierda. Éste abrió la boca y dejó a la vista unos repulsivos dientes de roedor, la mordió en la mejilla con saña, desgarrándole la carne hasta desprenderle un trozo. Esta vez fue Barbara quien chilló. Echando las manos atrás agarró al niño por el cortavientos en un intento de quitárselo de encima. Él se aferró con firmeza, y se disponía ya a asestar un segundo mordisco, ahora en el cuello.

Barbara lo estampó violentamente contra la carrocería del coche. Sintió que al niño se le cortaba la respiración, y repitió la maniobra, en esta ocasión arremetiendo también con la parte de atrás del cráneo. Le rompió la nariz del cabezazo, y el crío la soltó, pero, al descolgarse de su espalda, le golpeó la mano, y a ella se le cayeron las llaves. Protegiéndose la nariz destrozada con una mano, el niño se desplomó en el suelo. Barbara se abalanzó hacia él y le asestó un puntapié seco en las costillas. ¡Dios, cómo le dolía la cara! Vio su reflejo en el cristal, un boquete rojo, irregular, del tamaño de un dólar de plata en la mejilla.

Buscó en la grava y encontró las llaves. Se agachó para cogerlas y, cuando volvió a erguirse, Darina se hallaba detrás de ella. Antes de que Barbara pudiera reaccionar, tenía ya el cuchillo clavado en la pierna izquierda, seccionándole los tendones de la corva. Cayó bruscamente, y la mujer se echó sobre ella con todo su peso. A eso le siguió una nueva punzada de dolor, un segundo tajo que le incapacitó la pierna derecha. Ahora fue ella quien recibió los puntapiés: la mujer, a patadas, la obligó a volverse cara arriba, a contemplar cómo le había desgraciado el rostro.

Darina ya nunca más sería hermosa. Casi toda su cara, ahora escaldada, presentaba una intensa coloración cárdena. Tenía el ojo izquierdo enrojecido e hinchado. Por su manera de ladear la cabeza, Barbara adivinó que estaba ciega de ese ojo.

«Me alegro», pensó Barbara, pese a estar retorciéndose de dolor en la dura grava, las piernas ardiéndole.

—¿Qué me has hecho? —dijo Darina. Sólo movía el lado izquierdo de la boca, y a duras penas, deformando las palabras.

—Te he jodido, mala zorra —respondió Barbara—. Te he jodido bien.

Darina alzó su rostro maltrecho hacia el cielo, para que la refrescante lluvia la mojara. El niño apareció junto a ella, con la nariz hinchada, sangrando a chorro.

—¿Y ahora dónde está tu dios de tres cabezas? —preguntó Darina—. ¿Dónde está tu salvación? —Señaló al niño—. Enséñaselo —le dijo—. Enséñale el significado de la verdadera resurrección.

El niño se echó atrás la capucha y dejó a la vista un cráneo desigual, ya un tanto calvo, con mechones de pelo adheridos a la piel como liquen a la roca. Lentamente se bajó la cremallera del cortavientos y le mostró el cuello, el bocio amoratado que comenzaba a hincharse.

—No —dijo Barbara—. No, no…

Tendió las manos, como si tuvieran el poder de ahuyentarlo, y entonces la mujer y el niño la agarraron por los brazos y la llevaron a rastras a la casa, y sus gritos quedaron ahogados por los truenos y la lluvia, su sangre se derramó y luego desapareció y se perdió como sin duda ella perdería pronto la esperanza y la vida.

Empezó a musitar un acto de contrición.