Más al sur, mucho más al sur: por interestatales y tortuosas carreteras, dejando atrás ciudades y pueblos, aldeas y casas dispersas, ríos y campos abiertos, hasta llegar a un coche en un tramo oscuro y solitario, hasta una mujer que se marchaba de casa, una mujer que, de haber oído el relato narrado en un bar tranquilo de Port City, quizás habría dicho: «Yo sé algo de eso…».
Barbara Kelly acababa de salir de su casa cuando vio el todoterreno rojo. Una mujer unos diez años más joven que ella, encorvada sobre la rueda delantera derecha, forcejeaba con una llave de cruz. Cuando los faros la iluminaron, pareció asustarse, y con razón. Aquello era un tramo oscuro y relativamente poco transitado, para uso sobre todo de los ocupantes de las casas situadas en lo alto de las estrechas cuestas que desembocaban en la carretera de Buck Run como afluentes en un río. En una noche como ésa, con nubosidad creciente y una cortante brisa que aumentaba la sensación de frío, circularían por allí aún menos coches que de costumbre. Las noches de los domingos, incluso en el mejor de los casos, había poco movimiento en los alrededores, ya que los vecinos se resignaban a dar por concluido el fin de semana y asumían la inminente reanudación de sus desplazamientos diarios de entre semana.
Todos aquellos empinados caminos tenían nombres inspirados en la naturaleza —Camino del Mapache, Camino del Salto de la Cierva, Camino de la Rana Toro—, una decisión tomada por los promotores inmobiliarios sin aparente correlación con la realidad de su entorno. Barbara nunca había visto allí una cierva, ni saltando ni de ninguna otra manera; nunca había oído el croar de una rana toro, y los únicos mapaches que había alcanzado a ver estaban muertos. En último extremo eso no tenía gran importancia. No había planteado el tema a sus vecinos ni a nadie. Se había acostumbrado a pasar inadvertida. Así podía ocuparse de sus asuntos con mayor facilidad.
Y ahora aparecía allí un todoterreno con un neumático pinchado, y una mujer en apuros. A su lado había un niño de unos cinco o seis años. Éste vestía vaqueros y zapatillas negras, y un cortavientos azul con la cremallera subida hasta la barbilla.
Empezó a llover. Cayó la primera gota en el parabrisas de Barbara con un sonoro chasquido, y cuando encendió el limpiaparabrisas ya casi había perdido toda visibilidad. Vio que el niño se acurrucaba bajo un árbol para escapar del aguacero y ponerse la capucha del cortavientos mientras la mujer seguía empeñada en cambiar la rueda. Al parecer, había conseguido aflojar uno de los tornillos, y no estaba dispuesta a dejarlo en ese momento. Barbara admiró sus agallas, pese a advertir la torpeza con que manejaba la llave. La propia Barbara lo habría hecho mejor. Se le daban bien los trabajos manuales.
Aminoró la marcha en el preciso instante en que el gato resbalaba, y cuando el todoterreno se desplomó pesadamente sobre el neumático dañado, la mujer retrocedió a trompicones y cayó de espaldas. Echó las manos atrás para no golpearse la cabeza. A Barbara le pareció oír que maldecía, incluso por encima del ruido de la lluvia y el motor. El niño corrió hacia ella. Tenía el rostro contraído, y Barbara supuso que lloraba.
En circunstancias normales habría pasado de largo. No era propensa a ayudar a los demás. No formaba parte de su manera de ser. De hecho, era todo lo contrario. Hasta hacía poco había dedicado su vida a causar la lenta destrucción del prójimo. Barbara era experta en la letra pequeña concebida para desposeer, la jerga legal que permitía manipular un contrato a favor del acreedor pero no del deudor. Eso en el supuesto, claro está, de que los contratos que negociaba pudieran leerse y examinarse, cosa que sólo ocurría a veces. Los contratos concretos en los que intervenía Barbara Kelly eran casi todos de carácter verbal, salvo cuando resultaba ventajoso tener constancia de ellos de otra manera. A veces implicaban dinero, o propiedades. Esporádicamente implicaban a personas. En su mayor parte eran promesas de ayuda expresadas y aceptadas, favores que reclamar en el momento oportuno. Cada uno era una pequeña incisión en el alma, un paso más en el camino a la perdición.
Su trabajo la había enriquecido, pero también la había despojado de casi toda humanidad. Cierto que en ocasiones decidía participar en alguna que otra acción filantrópica, a veces minúscula, a veces destacada, pero sólo porque existía cierto poder en la compasión. Ahora, cuando se paró junto a la mujer y el niño, experimentó algo de ese poder, mezclado con un elemento de excitación sexual. Incluso cansada y mojada, la mujer era, sin duda, hermosa.
Ese súbito deseo fue imprevisto y bien recibido a la vez. Hacía mucho tiempo que Barbara no sentía algo así, no desde que le apareció el bulto en la axila. Al principio ni siquiera le dolía, y le quitó importancia, al considerar que era una de esas cosas menores. No era hipocondriaca por naturaleza. Para cuando se le diagnosticó el linfoma, su esperanza de vida se contaba ya en semanas y meses. Con el diagnóstico llegó el miedo: miedo al dolor, miedo a los efectos del tratamiento, miedo a la mortalidad.
Y miedo a la condenación, ya que comprendía mejor que nadie el carácter del acuerdo al que se había atado. Unas voces empezaron a susurrarle por las noches, sembrando la semilla de la duda en su mente. Hablaban de la posibilidad de redención, incluso para una persona como ella. Ahora allí estaba, reduciendo la velocidad en atención a una mujer y un niño en apuros, sintiendo un calor que se propagaba desde su entrepierna, y aún no sabía si paraba por buena voluntad o por interés personal, o eso pensó.
Barbara bajó la ventanilla.
—Parece que estás en apuros —dijo.
La mujer ya se había puesto en pie. A causa de los faros y la lluvia, no había visto si al volante del vehículo que se aproximaba iba un hombre o una mujer, pero en ese momento mostró alivio. Se acercó, su rostro bañado en lluvia. Se le había corrido el rímel. Si a eso se unían el vestido y el abrigo oscuros, parecía un deudo al final de un funeral especialmente difícil, pero un deudo radiante en su dolor. El niño se quedó atrás, esperando a que su madre le diera permiso para acercarse. No, no era sólo eso: a Barbara se le daba muy bien captar las reacciones de los demás, y se advertía algo en la actitud del niño que iba más allá de la obediencia a su madre, o de la innata cautela infantil. Recelaba de Barbara.
«Un chico listo», pensó. «Un chico listo y sensible».
—Esta maldita rueda ha reventado —explicó la mujer—. Y el gato es una mierda. ¿Puedes dejarme el tuyo?
—No —mintió Barbara—. Se me estropeó hace unos meses, y no he encontrado el momento de sustituirlo. Cuando me veo en un apuro, espero a que aparezca un policía servicial o sencillamente llamo al Triple A.
—Yo no soy del Triple A, y no he visto policías, ni serviciales ni de ningún tipo.
—Se funden bajo la lluvia, ¿es que no lo sabías?
La mujer intentó sonreír. Estaba empapada.
—Puede que no sean los únicos.
—En fin, va a llover durante un rato, y no es buena idea esperar en el coche —sugirió Barbara—. Ha habido muchos accidentes en la curva un poco más adelante. La gente la toma demasiado deprisa, sobre todo cuando hace mal tiempo. Si alguien os embiste, tendrás mayores preocupaciones que una rueda pinchada.
La mujer se encogió de hombros.
—¿Qué me aconsejas?
—Vivo a un paso de aquí. Casi se ve mi casa desde ese gran pino de allí. Venid, secaos, y cuando pare de llover, avisaré a Roy, mi vecino. —Después de mentir acerca de su propio gato, no podía ofrecerse a cambiar la rueda ella misma—. Se desvive por ayudar a las damiselas en apuros. Cambiará esa rueda en un santiamén. Entretanto, tú y tu hijo podéis tomar algo caliente y esperar cómodamente. El niño es tu hijo, ¿verdad?
La mujer contestó después de una extraña pausa.
—Sí, claro. Es William. Billy para mí, y para sus amigos.
«Esa pausa ha sido interesante», pensó Barbara.
—Yo me llamo Barbara —se presentó—. Barbara Kelly.
—Y yo Caroline. Hola, encantada de conocerte.
Las dos mujeres se dieron la mano, un poco incómodas, a través de la ventanilla abierta. Caroline le hizo una seña al niño.
—Ven, Billy. Saluda a esta señora tan amable.
De mala gana, o esa impresión tuvo Barbara, el niño se acercó. No era guapo. Tenía la piel muy clara, y Barbara se preguntó si no estaría enfermo. Si esa mujer era realmente su madre, y Barbara abrigaba ya ciertas dudas al respecto, no se le parecía. En el chico se advertía ya que estaba destinado a ser un hombre feo, y algo la indujo a pensar que era un niño con poco amigos.
—Te presento a Barbara —dijo Caroline—. Va a ayudarnos.
El niño no habló. Se limitó a mirar a Barbara con aquellos ojos oscuros, como pasas insertadas en la masa de su cara.
—Bien, pues —dijo ella—. Subid.
—¿Seguro que no abusamos de tu hospitalidad?
—Ni mucho menos. Me preocuparía si insistierais en quedaros aquí, así que me sentiré mejor si sé que estáis a salvo. ¿Necesitáis algo del coche?
—Sólo el bolso —respondió Caroline. Se volvió y dejó a Barbara y al niño solos. Con la capucha puesta y la cremallera del cortavientos subida, el pequeño aparentaba más edad. Barbara tuvo la desagradable sensación de encontrarse ante un muñeco que había cobrado vida, o un homúnculo. El niño la observaba con semblante torvo. Barbara no permitió que le vacilara la sonrisa. Tenía toda clase de medicamentos en su casa, y podía dormir fácilmente a un niño.
También a su madre, si hacía falta, porque casi sentía ya el sabor de Caroline, y la sensación de calidez palpitaba en ella de manera lenta e insistente.
El arrepentimiento podía esperar.
Las dos mujeres charlaron mientras se dirigían en coche a la casa. Por lo visto, al pinchar, Caroline y William iban de camino a Providence, en Rhode Island, para visitar a unos amigos. Barbara se preguntó cuál sería su lugar de procedencia para ir a dar a esa parte del bosque. Cuando lo preguntó, Caroline contestó que se había equivocado en algún desvío, y Barbara no insistió.
—¿Has estado alguna vez en Providence? —quiso saber Barbara.
—Un par de veces cuando era estudiante. Era una admiradora de Lovecraft.
—¿Ah, sí? A mí nunca me ha entusiasmado Lovecraft. Demasiado histérico para mi gusto, demasiado rimbombante.
—Eso no es una crítica injusta, supongo —dijo Caroline—. Pero tal vez era así porque entendía la verdadera naturaleza del universo, o eso creía él.
—¿Te refieres a antiguos demonios verdes con cosas raras tapándoles la boca?
—¡Ja! No en ese sentido, aunque vete a saber. No, me refiero a su crudeza, su frialdad, su ausencia de misericordia.
La palabra «misericordia» traspasó a Barbara como la hoja de un cuchillo. Casi sintió los nódulos linfáticos afectados responder al estímulo de la palabra, un doloroso contrapunto a las exigencias de la mitad inferior de su cuerpo. «Soy como una metáfora andante», pensó.
—Qué alegre —comentó Barbara, y la mujer sentada junto a ella se echó a reír.
—Son los efectos que tiene en una chica un pinchazo bajo la lluvia.
Barbara puso el intermitente para indicar que giraba a la derecha, y tomaron por el corto camino de acceso que llevaba a su casa. Las luces estaban encendidas. Parecía cálida y acogedora.
—No te lo he preguntado —dijo Caroline—, pero ¿adónde ibas cuando nos has encontrado? Espero no haberte apartado de algo urgente.
A una iglesia, estuvo a punto de contestar Barbara. Iba a una iglesia.
—No —respondió Barbara—. No era nada importante. Puede esperar.
Los acompañó al salón. Les dio toallas para que se secaran y los invitó a descalzarse. Ellos así lo hicieron, aunque el niño parecía reacio. Con todo, se empeñó en dejarse la cremallera del cortavientos cerrada y la capucha puesta. Eso acentuaba su apariencia de enano malévolo. Barbara advirtió que era obeso. Quizá lo avergonzaba su físico. Caroline le sonrió con expresión indulgente; luego siguió a Barbara al recibidor cuando ésta salió a colgar el abrigo para que se secara.
—Es muy suyo —explicó—. A veces me pregunto quién manda en casa.
Barbara lanzó una ojeada hacia el dedo anular de la mujer. No llevaba alianza. Caroline advirtió su mirada, y agitó la mano izquierda.
—Todavía soltera y sin compromiso —dijo.
—¿Y el padre?
—Ya no está —contestó Caroline, y aunque habló con desenfado, cierto tonillo dejó claro que no recibiría con agrado ninguna otra pregunta sobre el tema—. ¿Y tú? ¿Estás casada?
—Sólo con mi trabajo.
—¿A qué te dedicas?
—Soy consultora. —Era su respuesta habitual a esa pregunta.
—Eso es muy vago.
—Asesoro sobre contratos y negociaciones.
—¿Eres abogada?
—Tengo formación jurídica.
Caroline se rió.
—Lo dejaré estar —dijo.
—Perdona —se disculpó Barbara, y también se echó a reír—. Mi trabajo no tiene gran interés.
—Bah, seguro que eso no es verdad. Se te ve demasiado inteligente para acabar en un empleo aburrido.
—Otra que se ha dejado engañar —comentó Barbara.
—Cuánta modestia. En fin, puede que estés casada con tu trabajo, pero ¿tienes algún lío aparte?
Barbara se miró brevemente en el espejo del recibidor. No se consideraba atractiva. Tenía el pelo lacio, sin brillo, una cara del montón. Podía contar a sus parejas sexuales con los dedos de una mano y aún le sobraba alguno.
—No —respondió—. No tengo ningún lío.
Caroline la miró con afectada extrañeza.
—¿Te gustan más las mujeres que los hombres?
Barbara se sorprendió ante una pregunta tan directa.
—¿Por qué lo dices?
—Pura intuición. No estoy juzgándote ni nada.
Barbara dejó pasar un par de segundos.
—Sí —respondió—. Me gustan más las mujeres. De hecho, sólo he salido con un hombre. Yo era joven. No acabó bien. Siempre me han atraído sexualmente las mujeres.
Caroline se encogió de hombros.
—Bueno, yo he estado con mujeres. Prefiero a los hombres, pero tuve una juventud muy alocada.
Le guiñó un ojo a Barbara. «Dios mío», pensó Barbara, «ésta es de lo que no hay. Es perfecta. Casi parecía una…».
Una ofrenda. La palabra era tan inesperada como idónea. ¿Acaso sabían ellos hacia dónde se dirigían sus pensamientos? ¿Acaso habían percibido las dudas que la acuciaban? ¿Era ésa su manera de retenerla: un obsequio, como una mosca envuelta en seda presentada a la araña que acechaba en su tela? Era una posibilidad que no podía descartarse. Al fin y al cabo, así actuaban ellos. Así actuaba ella misma. Comoquiera que fuese, la idea la inquietaba. Necesitaba un par de minutos a solas para reflexionar. La presencia de esa mujer en cierto modo la abrumaba, y el niño era un enigma. Las observaba a las dos como si lo supiera todo, sin el menor parpadeo en el rostro desolado y blanquecino.
—¿Te apetece algo para entrar en calor? —preguntó Barbara—. ¿Un café o un té?
—Un café me vendría bien.
—¿Y William, o Billy?
—Ah, él ya está bien así. Tiene el estómago delicado. Ha sentido molestias durante el viaje. Mejor dejarlo a su aire.
Barbara fue a la cocina. Al cabo de un minuto, durante el cual la oyó hablar en voz baja al niño, Caroline la siguió. Ésta se reclinó contra la encimera mientras Barbara echaba agua en la cafetera y se iniciaba el lento goteo. Su presencia empezaba a poner nerviosa a Barbara. Quizás había sido un error invitarla a entrar, pero si la habían enviado ellos, ¿por qué no había ido directamente a la casa?
A no ser que pinchara cuando iba de camino allí.
—Tienes una casa preciosa —dijo Caroline.
—Gracias. —Barbara se dio cuenta de que había contestado con excesiva brusquedad—. Quería decir que es un comentario muy amable de tu parte. La decoré yo misma.
—Tienes muy buen gusto. Por cierto, no era mi intención mostrarme insensible…, o sea, con lo de tu sexualidad. Sólo pienso que es mejor plantear estas cosas a las claras, antes de llegar más lejos.
—¿Es que vamos a llegar más lejos? —preguntó Barbara.
—¿A ti te gustaría?
Barbara miró por la ventana de la cocina. La lluvia semejaba interferencia estática en la pantalla de un televisor, ocultando la imagen de tal modo que ella no podía seguir el desarrollo de la narración. Sólo veía con claridad a esa tal Caroline, su reflejo visible en el cristal como una luna menguante.
«Mis sospechas sobre ella son ciertas», pensó Barbara; «lo presiento». A esas alturas había desaparecido ya todo rastro de deseo, de lujuria. Ese tropiezo era fruto de la enfermedad, comprendió Barbara. La había debilitado más de lo que pensaba. En otro tiempo no habría caído en una trampa como ésa, después de haber tendido ella tantas. Habían estado vigilándola, esperándola. Lo sabían. Ellos lo sabían.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Barbara.
—Ya te lo he dicho: me llamo Caroline.
—No —dijo Barbara—. ¿Cómo te llamas de verdad?
El reflejo del rostro de la mujer parpadeó en el cristal, como una imagen proyectada por un instrumento defectuoso. Durante unos segundos dio incluso la impresión de que desaparecía, y sólo quedó oscuridad donde antes se la veía a ella.
—Tengo muchos nombres —respondió mientras su cara volvía a adquirir forma lentamente, iluminada desde dentro, sólo que ahora era distinta. Incluso en el cristal salpicado por la lluvia, Barbara advirtió que la mujer había cambiado. Ahora era más hermosa, aunque también más aterradora.
—Pero ¿cómo te llamas realmente? ¿Cuál es el nombre que más se acerca a lo que eres de verdad?
—Darina —contestó ella—. Puedes llamarme Darina.
Barbara se estremeció. Le flojearon las piernas, y se alegró de tener a mano el fregadero de la cocina para apoyarse. De repente deseó sentir agua fresca en la cara. Como mínimo, ocultaría sus lágrimas si empezaba a llorar.
—He oído hablar de ti —dijo—. Te mandan a por aquellos que reniegan. Eres la sombra en el rincón, la sangre en el cristal.
Otro rostro, éste menor, se sumó al de la mujer. El niño se había acercado.
—¿A qué has venido? —preguntó Barbara—. ¿Te han enviado para tentarme? ¿A modo de recompensa?
—No, no soy ni lo uno ni lo otro.
—¿Por qué estás aquí, pues?
—Porque ya has sido tentada, y mucho nos tememos que has sucumbido.
—¿Tentada? ¿Cómo?
—Por la promesa de salvación.
—No sé a qué te refieres. ¿Quién es el niño? ¿De verdad es tu hijo?
En las historias que había oído Barbara sobre esa mujer, no se mencionaba a ningún niño. A veces, cuando le convenía, trabajaba en colaboración con otros, pero éstos eran de naturaleza similar a la suya. Barbara había coincidido con uno de ellos hacía muchos años, una especie de demonio abotargado con un bulto en el cuello a causa de un bocio inmundo, una manifestación externa de su contaminación espiritual. Al verlo, al oler su hedor, había tenido la primera auténtica percepción de la esencia de aquellos a quienes servía, y del precio que en última instancia debería pagar. Quizá, pensaba ahora, fue ése el momento en que quedó sembrada en ella la semilla de la duda, y el linfoma representó el estímulo definitivo que la indujo a actuar, un recordatorio del tormento mayor que se avecinaba.
Pero ahora ese hombre había muerto, o eso decían aquellos que, como Barbara, cuchicheaban a espaldas de sus señores, sin haber llegado nunca tan lejos como ella, sin haber incurrido nunca en la traición.
—Sí, es mi hijo —respondió Darina, aproximándose a Barbara por detrás—. Mi hijo, y mucho más.
Alargó el brazo y apoyó la mano en el hombro de Barbara, obligándola a volverse, a mirarla a la cara. Sus ojos se habían ennegrecido por completo, no se diferenciaba ahora la pupila del iris, como soles eclipsados idénticos suspendidos en una blancura inmaculada. A su lado, el niño miraba a Barbara sin pestañear. Algo en él le resultaba familiar, pensó, pero en ese momento la mujer apartó la mano del hombro de Barbara y la desplazó hacia la axila, rozándole de paso lánguidamente el pecho izquierdo. Palpó con los dedos los nódulos hinchados, y Barbara percibió una sensación de frialdad en su organismo.
—¿Cómo se te ocurrió pensar que podías ocultarnos una cosa así? —preguntó.
—Se lo he ocultado a todo el mundo. ¿Por qué no a vosotros? —repuso Barbara, y por un instante se asombró de su propio atrevimiento. Incluso Darina pareció sorprenderse, y el niño frunció el entrecejo en un gesto de desaprobación. Darina hundió más los dedos en la carne de Barbara, y ésta sintió una punzada de dolor distinta de cualquier otra experimentada antes. Fue como si aquella mujer hubiese accedido a cada una de sus células cancerosas, y éstas hubieran respondido al contacto. Al cabo de un momento le flaquearon las piernas y se desplomó. La mujer y el niño permanecieron allí de pie mientras ella, con lágrimas en los ojos, sentía aplacarse lentamente el dolor que se había expandido por todo su organismo hasta quedar reducido a un rescoldo mate y horrendo.
—Porque nosotros somos distintos —respondió Darina—. Habríamos podido ayudarte.
—¿Cómo? ¿Cómo habríais podido ayudarme? Me estoy muriendo. ¿Podéis curar el cáncer? —Se rió—. Eso sí que os parecería gracioso: disponer de la capacidad de prevenir el dolor y el sufrimiento de la que carecen quienes la necesitan.
—No —dijo Darina—, pero podríamos haber puesto fin a tu dolor. Habría sido como si te durmieras, y al despertar el dolor habría desaparecido. Te esperaría un mundo nuevo, la recompensa a todo lo que has hecho por nosotros.
Y en la negrura de los ojos de aquella mujer, Barbara vio las llamas de la caldera, y en su aliento olió el humo, y percibió el sabor de la carne quemada. Mentiras, todo mentiras: cualquier recompensa se recibía en esta vida, no en la otra, y se pagaba muy cara. El precio era la pérdida de la paz espiritual. El precio era la culpabilidad infinita. El precio era la traición a amigos y desconocidos, a amantes e hijos. Barbara lo sabía: a fin de cuentas, ella misma les había buscado a personas susceptibles de ser explotadas, y formulado los contratos que éstas suscribían, renunciando a su futuro en este mundo y en el más allá.
—Pero tú, en cambio —continuó la mujer—, empezaste a dudar. Te asustaste y buscaste una escapatoria. Eso lo comprendo. No puedo perdonarlo, pero lo comprendo. Sentiste miedo y angustia, y quisiste encontrar una manera de aliviarlos. Pero ¿confesar? ¿Arrepentirte? ¿Traicionar? —Agarró el rostro de Barbara entre sus manos, hincando los dedos en la piel bajo las mejillas—. ¿Y todo para qué? ¿Por la promesa de salvación? Óyeme: te lo diré en un susurro. Escucha mi verdad. No existe salvación. No existe Dios. Dios es una mentira. Dios es el nombre dado a una falsa esperanza. La entidad que dio existencia a este mundo desapareció hace mucho tiempo. Nosotros somos lo único que queda, aquí y en cualquier parte.
—No —dijo Barbara—. No te creo.
Guardaba un arma junto a la mesilla de noche, pero nunca había tenido motivo para usarla. Pensó cómo llegar a ella, pero enseguida comprendió que esa mujer no caería en ninguna trampa. Si planeaba algo, debía ser allí, en la cocina. Empezó a buscar con la mirada posibles armas: los cuchillos en el soporte magnético, los cazos colgados de sus ganchos ornamentales por encima de la isla de la cocina…
Detrás de ella, la cafetera burbujeaba. La placa había empezado a calentar en exceso hacía una semana. Tenía previsto llevarla a arreglar o sustituirla a los primeros síntomas de que no funcionaba bien, pero no había encontrado el momento. Entretanto se había limitado a usar café instantáneo por miedo a que, en un descuido, el cristal de la jarra se agrietara.
—Somos la única esperanza de inmortalidad —dijo Darina—. Observa y te lo demostraré.
Pero Barbara no tenía la intención de observar nada. Las llaves del coche estaban en la mesa del recibidor. Si llegaba a su coche, encontraría la manera de ponerse a salvo. Ya había acudido a quienes tal vez estuvieran en situación de ayudarla. Podían ocultarla, darle cobijo. Tal vez incluso le hallaran un lugar donde descansar, una cama donde morir en paz cuando la enfermedad la invadiera por completo.
Refugio: ésa era la palabra. Buscaría refugio.
Darina percibió la amenaza en cuanto Barbara se puso en pie, pero no localizó el origen. Sólo supo que la presa acorralada se disponía a contraatacar. Se movió deprisa, pero no tanto como su víctima.
Barbara cogió la cafetera y arrojó el contenido al rostro de la mujer.