6

Era una fría tarde de enero de 2004 cuando reapareció el hombre conocido como Brightwell, si es que de verdad era un hombre. Harlan Vetters siempre había aborrecido esos meses invernales: ya le pesaban lo suyo cuando era un joven vigoroso y con buen tono muscular y huesos fuertes, pero ahora disponía de mucho menos de las tres cosas, y con el tiempo había acabado temiendo las primeras nevadas. Antes, su mujer se reía de él cuando lo oía despotricar contra las fotografías de los catálogos de invierno que empezaban a aparecer en el buzón ya en agosto, o los lustrosos folletos de las tiendas insertados en el Maine Sunday Telegram a finales del verano, mostrando siempre a personas risueñas y felices con ropa de abrigo y palas para la nieve, como si tres o cuatro meses de crudo invierno fuesen lo mejor que cupiese imaginar, más divertido incluso que ir a Disneylandia.

—Nadie en este estado ha posado para esas fotos, te lo aseguro —decía—. Deberían llenar las páginas de imágenes de algún pobre desdichado con nieve hasta las rodillas desenterrando la furgoneta con una cuchara.

Y Angeline le daba unas palmadas en el hombro y respondía:

—Bueno, así no venderían muchos jerséis, ¿no crees?

Y Harlan mascullaba algo a su vez, y ella lo besaba en la coronilla y lo dejaba allí con sus cosas, sabiendo que más tarde lo encontraría en el garaje, verificando si el acoplamiento quitanieves de la furgoneta se conservaba en buen estado, si las luces de emergencia funcionaban, si quedaban baterías de repuesto, si el generador de reserva seguía operativo y si el cobertizo estaba seco, eso incluso antes de que cayeran las primeras hojas de los árboles.

A lo largo de las semanas siguientes elaboraba una lista de todo lo que iban a necesitar, tanto comida como equipamiento, y una mañana partía temprano rumbo a los grandes proveedores de Bangor o, si le apetecía ir un poco más lejos, hasta Portland, y volvía esa misma noche hablando de malos conductores, cafés de dos dólares y dónuts que no eran tan buenos como los que servía Laurie Boden en el Falls End Diner, cosa que no se explicaba porque, al fin y al cabo, tampoco era tan difícil hacer un dónut, ¿no? Ella lo ayudaba a guardar las compras, y siempre incluían chocolate a la taza en polvo, más de lo que podría tomar un pueblo entero en el invierno más largo imaginable, porque sabía que a ella le encantaba el chocolate a la taza y no quería que le faltara.

Y siempre había una pequeña sorpresa para Angeline en el fondo de la caja, algo que él había elegido en una tienda y no en unos grandes almacenes. Era la verdadera razón por la que viajaba tan lejos, como ella sabía, para poder encontrarle algo que no hubiera en el pueblo: un pañuelo, un sombrero o una pequeña joya, a lo que tal vez añadía unos bombones o unas galletas, y a menudo un libro, una gran novela en tapa dura que la tendría ocupada durante una semana cuando llegaran las nieves. A ella le divertía y le conmovía imaginárselo en una elegante tienda de ropa de mujer, palpando distintas sedas y lanas e interrogando a la dependienta sobre la calidad y el precio, o recorriendo los pasillos de una librería con el cuaderno abierto por una página llena de títulos que había anotado en los meses precedentes, una lista de libros que ella había mencionado de pasada, o novelas acerca de las cuales él mismo había leído algo y pensaba que a ella podían gustarle. Angeline sabía que él había destinado tanto tiempo, si no más, a la elección de los regalos para ella como a la compra de todas las provisiones para el invierno, y él se deleitaba en el placer que a ella le producía descubrir lo que le había llevado.

Porque ésa era la cuestión: mientras sus amigas a veces se quejaban del mal gusto de sus maridos y su aparente incapacidad para comprar algo adecuado en Navidad o para los cumpleaños, Harlan siempre elegía bien. Incluso el menor de sus regalos traslucía lo mucho que había pensado sobre su idoneidad y, durante sus largos años juntos, Angeline llegó a comprender que Harlan pensaba mucho en ella, y que ella estaba siempre con él, y esos pequeños detalles eran sencillamente expresiones físicas esporádicas de su profunda y perdurable presencia en la vida de él.

El día de la gran expedición, pues, ella tendría preparada a su vez una comida caliente para él, y una tarta que había hecho ese mismo día: de melocotón o manzana, no demasiado dulce, la masa ligeramente tostada, como a él le gustaba. Los dos comerían y hablarían, y después harían el amor, porque él nunca había dejado de amarla.

Y la amaba todavía, aunque ella ya no siempre sabía quién era aquel hombre que la amaba.

Ese día había hielo en la carretera, negra y traicionera, y Harlan se vio obligado a conducir hasta la residencia de ancianos casi a paso de peatón, pese a ser un conductor experto. Sintió un profundo alivio cuando vio perfilarse el edificio de obra vista contra el nítido azul del cielo, las luces de colores todavía encendidas en los arbustos y los árboles, las huellas de los pájaros y los pequeños mamíferos entrecruzándose en la nieve compacta. Desde hacía algún tiempo, la inminencia de su propia mortalidad había empezado a pesarle, y ahora, sin darse cuenta, conducía con más cautela. No quería fallecer antes que su mujer. Estaba seguro de que su hija se ocuparía de ella si eso sucedía, porque Marielle era buena chica, pero sabía que su mujer, en sus escasos momentos de lucidez, encontraba cierta paz en la rutina de sus visitas, y él no deseaba agravar sus temores con su ausencia. Debía ir con cuidado, tanto por ella como por sí mismo.

A pisotones, se sacudió la nieve de las botas antes de entrar en la recepción, y saludó a Evelyn, la bonita y joven enfermera negra que atendía el mostrador de lunes a jueves, y un sábado de cada dos. Se sabía de memoria los horarios de todo el personal, y ellos, a su vez, podían ajustar sus relojes por las horas de llegada y salida de él.

—Buenas tardes, señor Vetters. ¿Cómo va?

—Todavía luchando por una buena causa, señorita Evelyn —contestó Harlan, como siempre—. Hace frío, ¿eh?

—Tremendo. ¡Brrr!

Harlan a veces tenía curiosidad por saber si los negros sentían el frío más que los blancos, pero por cortesía no lo preguntaba. Suponía que era una de esas dudas destinadas a quedar sin respuesta.

—¿Cómo está mi chica?

—Ha pasado mala noche, señor Vetters —respondió Evelyn—. Clancy le ha hecho compañía un rato y la ha calmado, pero ha dormido poco. Aunque la última vez que he ido a verla daba cabezadas, y eso es bueno.

Clancy trabajaba sólo por la noche. Era un hombre enorme de raza indefinida, con los ojos hundidos y una cabeza que parecía demasiado pequeña para su cuerpo. Cuando Harlan conoció a Clancy, éste salía de la residencia con su ropa de calle, y en un primer momento Harlan temió por su vida. Clancy parecía un fugitivo de una cárcel de máxima seguridad, pero Harlan, a medida que lo fue conociendo, descubrió un alma de una gentileza inconmensurable, un hombre de una paciencia aparentemente infinita con los ancianos bajo sus cuidados, incluso aquellos que, como la mujer de Harlan, a menudo tenían miedo de sus propios cónyuges e hijos. La presencia de Clancy actuaba como un calmante, con menos efectos secundarios.

—Gracias por informarme —dijo Harlan—. Iré a verla ahora si no hay inconveniente.

—Claro, señor Vetters. Llevaré té caliente y galletas dentro de un rato, por si les apetece a usted y a su mujer.

—Seguro que nos apetecerá —respondió Harlan, y la sincera solicitud de la joven le produjo un cosquilleo en la garganta, como le sucedía siempre cuando alguien del personal tenía un detalle como ése. Sabía que pagaba por sus servicios, pero agradecía el hecho de que fueran un poco más allá de sus obligaciones. Había oído historias de terror incluso sobre las residencias más caras, pero allí nadie le había dado jamás el menor motivo de queja.

Avanzó a buen paso por el corredor caldeado, consciente del dolor en las articulaciones y la humedad en el zapato izquierdo. El cuero de la parte superior empezaba a descosérsele de la suela. No se había fijado antes. Pero bastaría un par de puntos para repararlo. Vivía frugalmente, más que nada por costumbre, pero también para asegurarse de que su mujer pasaría el resto de sus días en aquel centro. No había malgastado ni un centavo del dinero del avión, y, aun así, al pensar en él, siempre se le hacía un nudo en el estómago. Muchos años después todavía esperaba sentir una mano en el hombro, o una llamada a la puerta, y la voz de la autoridad, flanqueada de uniformes, anunciándole que quería hablar con él sobre un avión…

Al parecer, esa tarde era el único visitante. Supuso que, debido al estado de las carreteras, la gente se había quedado en casa, así que pasó por delante de pacientes que echaban la siesta, veían la televisión o simplemente miraban por la ventana. No se oían conversaciones. Reinaba el silencio propio de un claustro. Disponían de una sección independiente con mayores medidas de seguridad, a la que se accedía a través de un panel instalado junto a la puerta, para aquellos internos en peor estado que los demás, aquellos con más probabilidades de extraviarse cuando se confundían o asustaban. Su mujer había pasado allí unos dos años, pero ahora, tras agravarse el párkinson, tenía una movilidad muy reducida y ya ni siquiera podía abandonar la cama sin ayuda. En cierto modo, Harlan se alegraba de que ella estuviera ahora en la zona general: la sección de seguridad, pese a todas sus comodidades, se parecía mucho a una cárcel.

La puerta de la habitación de su mujer estaba entornada. Llamó suavemente antes de entrar, pese a que le habían dicho que dormía. Ahora era más consciente que nunca de la necesidad de respetar su intimidad y su dignidad. Conocía la angustia que podía ocasionarle una repentina invasión de su espacio, sobre todo en esos días malos en que no lo reconocía en absoluto.

Cuando entró, su mujer tenía los ojos cerrados, el rostro vuelto hacia la puerta. Notó la habitación fría, cosa que lo sorprendió. Ponían gran empeño en que los pacientes no se enfriaran en invierno ni pasaran calor en verano. Las ventanas principales estaban cerradas y sólo podían abrirse con llaves especiales, básicamente para impedir que los pacientes más trastornados saltaran por allí y se hicieran daño o escaparan. Las ventanas más pequeñas, a cierta altura, podían abrirse un poco para dejar entrar el aire, pero Harlan vio que estaban todas bien cerradas.

Dio unos pasos en la habitación y la puerta se cerró ruidosamente a sus espaldas. Sólo entonces olió a aquel hombre. Cuando Harlan se volvió, estaba de pie contra la pared, esbozando una sonrisa muerta, el bocio hinchado y amoratado de su garganta como una enorme ampolla de sangre a punto de reventar.

—Tome asiento, señor Vetters —dijo—. Ya es hora de que hablemos.

Era extraño, pero Harlan, ahora que lo peor había sucedido, descubrió que no tenía miedo. Aun albergando la esperanza de que no ocurriese, siempre había sabido que se presentaría alguien, y a veces, en esos sueños oscuros, aparecía un hombre en la periferia de la persecución, un hombre de perfil deformado por la obesidad, con una espantosa excrecencia que desfiguraba su cuello ya de por sí tumefacto. Ésa era la forma que cobraría la venganza cuando llegara.

Pero Harlan no estaba dispuesto a confesar, no a menos que no le quedara más remedio. Adoptó el papel que tenía decidido desempeñar si llegaba la hora: el del inocente. Lo había ensayado bien. No habría sabido decir por qué, pero consideraba importante que ese hombre no descubriera el paradero del avión en los Grandes Bosques del Norte, y no sólo por el dinero que Harlan y Paul se habían llevado. Todos aquellos que habían ido a buscar el avión en el transcurso de los años —porque tan pronto como Paul y él comprendieron su objetivo fueron más capaces de distinguirlos, de reconocerlos a partir de los relatos que contaban los guías perplejos— no se parecían en nada entre sí: algunos, como Darina Flores, eran hermosos, y otros, como ese hombre, eran de una fealdad profunda. Algunos parecían hombres de negocios o maestros de escuela; otros, cazadores y asesinos. Pero un rasgo común los caracterizaba a todos: la sensación de que no tenían buenas intenciones ni para con Dios ni para con el hombre. Si querían algo de ese avión (y Harlan conservaba un claro recuerdo de aquellos papeles, aquella lista de nombres), era el deber de cualquier hombre de principios asegurarse de que no lo encontraran, o eso se decían Harlan y Paul en un esfuerzo por obtener una mínima compensación tras su hurto.

Pero ninguno de los dos era tan ingenuo para creer que el robo del dinero quedaría impune, que si revelaban el paradero del avión a Darina Flores o a alguien como ella, la verdad bastaría para garantizarles la paz hasta el día de su muerte. El mero hecho de conocer la existencia del avión podía ser suficiente para condenarlos, porque los dos habían examinado esa lista, y algunos de esos nombres habían quedado grabados a fuego en el cerebro de Harlan. Habría podido recitarlos si hubiese sido necesario. No muchos, pero sí suficientes. Suficientes para que le costara la vida.

Por otro lado, si ese hombre estaba allí, era probablemente por el dinero. Debía de haberlo atraído el dinero. Tal vez Harlan y Paul no habían sido tan cuidadosos como creían.

—¿Qué hace en la habitación de mi mujer? —preguntó—. Usted no debería estar aquí. Sólo pueden entrar familiares y amigos.

El hombre se acercó a la cama donde yacía la mujer de Harlan y le acarició la cara y el pelo. Le recorrió los labios con las yemas de los dedos y se los separó obscenamente. Angeline masculló en sueños e intentó mover la cabeza. Un par de dedos pálidos se introdujeron en su boca, y Harlan vio flexionarse los tendones en la mano de aquel hombre.

—Le he dicho que se siente, señor Vetters. Si no lo hace, le arrancaré la lengua a su mujer.

Harlan se sentó.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Me llamo Brightwell.

—¿Qué quiere de nosotros?

—Creo que ya lo sabe.

—Pues no, no lo sé. Quiero que se marche de aquí, así que haré cuanto esté en mis manos por contestar a sus preguntas, pero al final descubrirá que ha malgastado el tiempo con su viaje.

Mientras Brightwell seguía acariciando el pelo de Angeline, su brazo asomó por debajo de la manga del abrigo y Harlan vio la marca en su muñeca. Semejaba un tridente.

—Según tengo entendido, su mujer padece párkinson y alzhéimer.

—Así es.

—Debe de ser muy duro para usted.

No se advertía la menor compasión en su voz.

—Más duro es para ella.

—Bah, no lo creo.

Brightwell lanzó una ojeada a la mujer dormida. Retiró los dedos de la boca, se los olfateó y luego se lamió las yemas con la lengua, casi puntiaguda. Por su textura y color, a Harlan le recordaron un trozo de hígado crudo. El hombre apoyó la otra mano en la frente de Angeline. La voz susurrante de ella subió de volumen, como si la presión de esa mano le causara agitación, y sin embargo no se despertó.

—Mírela, ya no sabe quién es, y supongo que la mayor parte del tiempo tampoco sabe quién es usted. Lo que sea que usted amó en ella en otro tiempo ha desaparecido hace ya mucho. No es más que un cascarón, una carga vacía. Sería un acto de misericordia para ustedes dos que ella sencillamente… se apagara.

—Eso no es verdad —replicó Harlan.

Brightwell sonrió, y posó sus oscuros y severos ojos en Harlan y dentro de él, y encontraron el lugar donde ocultaba sus peores pensamientos, y a pesar de que Brightwell no movió los labios, Harlan oyó un murmullo: «embustero». No pudo sostener su mirada y, avergonzado, agachó la cabeza.

—Yo podría hacerlo realidad —dijo Brightwell—. Una almohada en la cara, un poco de presión en la nariz y la boca. Nadie lo sabría jamás, y usted quedaría libre.

—Deje de hablar así. No se atreva a repetir eso.

Brightwell soltó una risita, un sonido extrañamente afeminado. Incluso se tapó la boca con la mano libre.

—Sólo estoy jugando con usted, señor Vetters. Si le soy sincero, alguien se enteraría si ella muriera en circunstancias…, mmm…, anómalas. Es fácil asesinar, pero quedar impune de un asesinato ya no lo es tanto. Eso puede afirmarse de la mayoría de los delitos, claro está, pero sobre todo en el caso del homicidio. ¿Y sabe por qué?

Harlan mantenía la cabeza gacha, la vista fija en sus zapatos. Le daba miedo que ese hombre lo mirara otra vez a los ojos y viera su culpabilidad. Entonces empezó a temer que eso pudiera interpretarse como la actitud de una persona culpable, que de hecho estuviera admitiendo el delito incluso antes de ser acusado. Recobrando la compostura, se obligó a levantar la vista y mirar a ese intruso abominable.

—No —respondió Harlan—. No lo sé.

—Es porque el asesinato es uno de los pocos delitos que rara vez comete un delincuente experto —explicó Brightwell—. Es un crimen fruto de la ira o la pasión, y por lo tanto no suele planearse. Los asesinos incurren en errores porque no lo han hecho nunca antes. No tienen experiencia como homicidas. Por eso es fácil descubrirlos y fácil castigarlos. De eso hay que extraer una lección: todo delito debe dejarse en manos de profesionales.

Harlan esperó. Se esforzaba en mantener la respiración bajo control. Agradecía el frío de la habitación. Así no sudaba.

—Son tantos los sacrificios que ha hecho por ella… —dijo Brightwell, y volvió a acariciar el pelo de Angeline—. Ni siquiera puede comprarse unos zapatos nuevos.

—Éstos me gustan —afirmó Harlan—. Son unos buenos zapatos.

—¿Lo enterrarán con ellos puestos, señor Vetters? —preguntó Brightwell—. ¿Son los zapatos que quiere que asomen de su ataúd cuando la gente vaya a su velatorio? Lo dudo. Sospecho que tendrá un par en una caja dentro del armario en previsión de esa contingencia. Es usted un hombre previsor. Es de esos que lo planean todo por adelantado: la vejez, la enfermedad, la muerte.

—Dudo que, cuando esté muerto, la indumentaria me vaya a importar mucho —dijo Harlan—. Por mí, pueden ponerme un vestido. Y ahora, ¿tendría inconveniente en apartar la mano de mi mujer? No me gusta, y creo que a ella tampoco.

Brightwell retiró la mano de la piel de Angeline, y Harlan se alegró. Ella se tranquilizó y su respiración se volvió más profunda.

—Éste es un sitio agradable —comentó Brightwell—. Cómodo, limpio. Seguro que aquí el personal es muy amable. No hay empleados con el salario mínimo, ¿verdad que no?

—Supongo que no.

—No hay enfermeras degeneradas que roban la calderilla de los armarios, que se llevan las exquisiteces que le dejan los niños a su abuela —continuó Brightwell—. No hay pervertidos que, por aburrimiento, se cuelan en las habitaciones en plena noche para manosear a los pacientes, ofrecerles algo que puedan recordar, un vestigio de los buenos tiempos. Aunque nunca se sabe, ¿verdad? No me gusta el aspecto de ese Clancy. No me gusta su aspecto en absoluto. Huelo la maldad en él. Los seres afines se reconocen. En lo que se refiere a perversiones, siempre me he dejado guiar por la intuición.

Harlan no contestó. Estaba tendiéndole un anzuelo, y lo sabía. Mejor guardar silencio, no dejarse arrastrar por la ira. Si se enfurecía, podía delatarse.

—Así y todo, no pasaría nada, ¿verdad? Su mujer tampoco lo recordaría. A lo mejor incluso disfrutaba. Al fin y al cabo, hace ya mucho tiempo. No obstante, concedamos a Clancy el beneficio de la duda. Las apariencias engañan, por lo que sé.

Sonrió y se tocó la excrecencia de la garganta, explorándose las arrugas y las abrasiones.

—Volviendo al tema que nos atañe, lo que digo es que esta clase de atención permanente no debe de ser barata. Uno tendría que trabajar muchas horas para hacer frente a los pagos. Muchiiísimas horas. Usted, en cambio, está jubilado, ¿no es así, señor Vetters?

—Sí, así es.

—Imagino que guardó unos ahorrillos para los tiempos difíciles. Un hombre previsor, como he dicho.

—Lo era. Aún lo soy.

—Trabajó usted en el Servicio Forestal, ¿no?

Harlan no se molestó en preguntar a aquel hombre cómo sabía tanto sobre él. El hecho era que estaba allí y había llevado a cabo sus indagaciones. Harlan no tenía por qué sorprenderse, y por tanto no se sorprendía.

—Así es.

—¿Tenía un buen sueldo, como guardabosques?

—Era suficiente, y aún sobraba algo. Suficiente para mí, al menos.

—He tenido acceso a los datos de su cuenta bancaria, señor Vetters. Por lo que parece, nunca ha tenido más que calderilla, en términos relativos.

—Nunca me he fiado de los bancos. Guardaba todo mi dinero a mano.

—¿Todo su dinero? —Brightwell abrió mucho los ojos en una expresión de falso asombro—. Vaya. ¿Y eso cuánto era? Todo: eso podría ser mucho. Podrían ser miles, incluso decenas de miles. ¿Era tanto, señor Vetters? ¿Eran decenas de miles? ¿Era más?

Harlan se humedeció la boca y la garganta. No quería que se le quebrara la voz. Nada de debilidades: no podía mostrar fragilidad delante de ese hombre.

—No, nunca fue mucho. Aparte de lo que saqué con la venta de la casa de mis padres al morir mi madre, que me dejó un colchón, por así decirlo.

Algo asomó fugazmente al rostro de Brightwell, acaso una expresión de duda.

—¿Una casa?

—Vivían en Calais —contestó Harlan. Lo pronunció «Callas», como la cantante, igual que todo el mundo en el estado—. Como era hijo único, quedó en mis manos. Por suerte, teniendo en cuenta lo que le ha pasado a Angeline.

—Una verdadera suerte, desde luego.

Harlan miró a Brightwell a los ojos.

—Ya se lo he dicho desde el comienzo: no sé qué ha venido a buscar aquí, pero le he advertido que no lo encontraría. Le agradecería que se marchara. Ya me he cansado de su compañía.

En ese momento Angeline abrió los ojos. Miró a Brightwell, y Harlan pensó que gritaría. Rogó que no lo hiciera porque no sabía cómo reaccionaría el intruso. Era capaz de matar para protegerse, de eso Harlan estaba seguro. Olía la muerte en ese hombre.

Pero Angeline no gritó: habló, y a Harlan se le saltaron las lágrimas al oírla. De ella salió una voz que no oía desde hacía mucho tiempo, con el timbre suave y hermoso de la mediana edad; sin embargo, se percibía otra detrás de la suya, una más grave.

—Sé qué es usted —dijo, y Brightwell la miró sorprendido—. Sé qué es usted —repitió ella—, y sé qué hay apresado dentro de usted, guardián de almas, que confina a los hombres perdidos, cazador de un ángel oculto.

Ahora le tocó a ella sonreír, y a Harlan su sonrisa le pareció incluso más aterradora que cualquier expresión que hubiese visto hasta el momento en el rostro de Brightwell. Angeline, con un brillo en los ojos, empleaba un tono burlón, casi triunfal.

—Tiene los días contados. Él viene a por usted. Usted creerá que lo ha encontrado, pero es él quien lo encontrará a usted. Márchese de aquí. Escóndase ahora que aún está a tiempo. Cave un agujero y cúbrase la cabeza con tierra, y quizás él pase de largo. Quizá…

—Zorra —dijo Brightwell, pero con incertidumbre en la voz—. Su mente moribunda escupe estupideces.

—Criatura vieja y abominable, atrapada en un cuerpo en descomposición —prosiguió Angeline, como si él no hubiese hablado—. Triste ser sin alma, que roba las almas de otros para tener compañía. Huya, pero no le servirá de nada. Él lo encontrará. Él lo encontrará, y los destruirá a todos, a usted y a los otros como usted. Témalo.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció la enfermera Evelyn con dos tazas y un plato de galletas en una bandeja. Se detuvo en seco al ver a Brightwell.

—¿Y usted quién es? —preguntó.

—Vaya a pedir ayuda —indicó Harlan a la vez que se levantaba de la silla—. ¡Deprisa!

Evelyn dejó la bandeja y salió corriendo. Pocos segundos después sonó una alarma. Brightwell se volvió hacia Harlan.

—Esto no acaba aquí —dijo—. No me creo lo que ha dicho sobre el dinero. Volveré, y puede que robe lo que quede de su mujer y me lo lleve dentro de mí después de terminar con usted.

Dicho esto, pasó rozando a Harlan, seguido por la risa cristalina de Angeline. Pese a que cerraron al instante la residencia, no se encontró ni rastro de él en el edificio, ni en el jardín, ni en el pueblo.

—La policía se presentó allí —contó Marielle—, pero mi padre dijo que no sabía qué quería aquel hombre. Él había entrado en la habitación de mi madre y allí estaba ese tal Brightwell, inclinado sobre ella. Cuando la policía trató de interrogar a mi madre, ella ya se había refugiado en su mundo, y nunca más volvió a hablar. Después de eso, no tardó en llegarle el final. Mi padre le contó a Paul lo ocurrido, y los dos esperaron el regreso de Brightwell. Luego murió Paul y sólo quedó mi padre para hacerle frente. Pero Brightwell no volvió.

—¿Por qué me cuenta eso?

—Porque la última palabra que mi madre le susurró a mi padre después de huir aquel hombre fue su nombre: «Cuando llegue el momento, avisa al detective. Avisa a Charlie Parker». Y eso fue, a su vez, lo último que él me susurró a mí al contarnos la historia de ese avión en el bosque. Quería que usted estuviese al corriente. Por eso hemos venido. Y ahora ya lo sabe.

Alrededor sonaba la música, y la gente hablaba, comía y bebía, pero nosotros estábamos al margen, aislados en nuestro rincón, rodeados de las formas amortajadas de los muertos.

—Usted sabe quién era ese Brightwell, ¿verdad? —dijo Ernie—. Lo he visto en su cara cuando se lo hemos descrito.

—Sí, lo conozco.

—¿Volverá, señor Parker? —preguntó Marielle.

—No —contesté.

—Se lo ve muy seguro.

—Lo estoy, porque yo mismo lo maté.

—Bien —dijo Marielle—. ¿Y la mujer? ¿Qué hay de la mujer?

—No lo sé —respondí—. Con un poco de suerte, quizás alguien la haya matado también a ella.