5

El dinero estaba en una gran bolsa de piel detrás de lo que Harlan supuso que era el asiento del piloto. En todas las películas que había visto, el piloto se sentaba a la izquierda y el copiloto a la derecha, y no tenía ningún motivo para creer que en ese avión fuese distinto.

Harlan y Paul se quedaron mirando el dinero durante largo rato.

Junto a la bolsa había una cartera de lona que contenía un fajo de papeles metido en un sobre de plástico para mayor protección. Era una lista de nombres, casi todos mecanografiados, aunque algunos se habían añadido a mano. Aquí y allá se incluían cantidades de dinero, algunas pequeñas, otras muy grandes. Habían agregado asimismo notas a algunas entradas, también mecanografiadas unas veces y a mano otras, en su mayoría palabras como «aceptado» y «rechazado», pero de vez en cuando una sola letra: «E».

Como Harlan no le vio mucho sentido, volvió a depositar su atención en el dinero. Eran sobre todo billetes de cincuenta, usados y no consecutivos, con alguno que otro de veinte intercalado para diversificar. Unos fajos estaban sujetos con bandas de papel; otros, con gomas elásticas. Paul cogió uno de los de cincuenta y contó rápidamente.

—Aquí hay cinco mil dólares, calculo —dijo. La linterna mostró el resto del dinero. Allí debía de haber unos cuarenta fajos similares, sin contar los de veinte—. Doscientos mil, poco más o menos —concluyó—. Dios santo, en mi vida había visto tanto dinero.

Ninguno de los dos había visto nunca semejante suma. Lo máximo que Harlan había tenido en sus manos eran tres mil trescientos dólares, que recibió por la venta de una furgoneta, unos años antes, a Perry Reed, de Vehículos de Segunda Mano Perry. Perry le había jugado una mala pasada con esa furgoneta, pero, claro está, nadie acudía jamás a Perry «el Pervertido» si aspiraba a un trato justo: acudían a él los que estaban desesperados y necesitaban dinero rápidamente. Disponer de esa cantidad fue lo más cerca que estuvo Harlan de sentirse rico. Aunque la sensación de abundancia no duró mucho, porque el dinero fue derecho a saldar deudas. Ahora Harlan sabía que tanto Paul como él pensaban lo mismo:

¿Quién se enteraría?

Ninguno de los dos se habría considerado un ladrón. Bueno, habían escamoteado algún que otro dólar a Hacienda, pero eso era el deber de todo contribuyente y buen norteamericano. Alguien le había dicho una vez a Harlan que Hacienda tenía en cuenta el fraude en sus cálculos, así que en cierto modo preveían que uno defraudara, y si uno no se quedaba nada, les alborotaba el sistema. Causaba más problemas no defraudando en el pago de impuestos que manipulando la declaración, explicó el hombre, y si uno parecía demasiado honrado, Hacienda podría pensar que tal vez escondía algo, y a la primera de cambio le echarían las garras encima y tendría que revolver el desván en busca de recibos por valor de noventa y nueve centavos sólo para librarse de la cárcel.

Pero ahora no se trataba de cien dólares detraídos de las arcas del Estado aquí y allá; esto otro era una posible acción delictiva grave, lo cual planteaba la segunda pregunta:

¿De dónde había salido aquello?

—¿Crees que puede ser dinero de la droga? —preguntó Paul. Veía muchas series de polis en la televisión, e inmediatamente asociaba con el narcotráfico cualquier cantidad de dinero demasiado grande para guardarla en un billetero. Tampoco puede decirse que en esa zona la droga fuera algo raro: cruzaba la frontera como la nieve impulsada por el viento, pero entraba sobre todo en camiones, coches y barcos, no en avión.

—Puede ser —respondió Harlan—, pero yo aquí no veo ninguna droga.

—Quizá la habían vendido ya y éstas son las ganancias —sugirió Paul. Deslizó el dedo índice por el borde de los billetes y pareció gustarle mucho el sonido que producían.

Un objeto más grande en el interior de la bolsa del dinero captó la atención de Harlan, y lo sacó. Era un ejemplar del Gazette de Montreal, con fecha del 14 de julio de 2001, hacía poco más de un año.

—Mira esto —le dijo a Harlan.

—No es posible —contestó Harlan—. Este avión lleva aquí mucho más tiempo. Casi forma parte del bosque.

—Pues a menos que el reparto del Gazette llegue hasta aviones siniestrados, éste cayó a tierra en algún momento alrededor del 14 de julio —dijo Paul.

—No recuerdo haber oído nada al respecto —comentó Harlan—. Si un avión cae, lo lógico es que alguien se dé cuenta y haga preguntas, sobre todo si ha caído con un par de cientos de miles de dólares a bordo. O sea…

—¡Calla! —ordenó Paul. Intentaba recordar. Algo de una periodista, sólo que…—. Creo que alguien sí hizo preguntas —dijo por fin.

Poco después Harlan cayó en la cuenta.

—La mujer de la revista —dijo.

Torció el gesto cuando Paul añadió:

—Y el hombre que la acompañaba.

Ernie Scollay cambió de postura en su asiento. Ahora su desasosiego era más evidente, y se debía a la mención de aquella mujer y aquel hombre.

—¿Esa mujer dejó su nombre? —pregunté.

—Dio un nombre —respondió Marielle—, pero si era el suyo, nunca escribió para un periódico o revista según las averiguaciones de mi padre. Se hacía llamar Darina Flores.

—¿Y el hombre que ha mencionado?

—No era de los que dan nombres —contestó Ernie—. Vinieron por separado e iban cada uno por su lado, pero Harlan los vio hablar frente al motel de la mujer. Era ya muy entrada la noche, y estaban en el coche de ella. Tenían la luz interior encendida, y Harlan pensó que quizás habían discutido, pero no lo sabía con certeza. Harlan ya se olía algo raro en ellos. Aquello sólo se lo confirmó. Al día siguiente se marcharon, y la mujer no volvió nunca más.

La mujer no volvió nunca más.

—Pero ¿el hombre sí? —pregunté.

A su lado, Marielle tembló ligeramente, como si un insecto hubiese correteado por su piel.

—Uf, sí —contestó por fin—. Y tanto que volvió.

Darina Flores era la mujer más guapa que Harlan había visto en la vida. Nunca le había sido infiel a su mujer, y ambos se habían entregado mutuamente la virginidad la noche de bodas, pero si Darina Flores se hubiese ofrecido a Harlan —una posibilidad tan inverosímil que Harlan no habría podido imaginar nada más descabellado, como no fuera su propia inmortalidad—, se habría sentido muy tentado, y acaso hubiera encontrado la manera de convivir con la culpabilidad. Darina Flores tenía el pelo castaño, la tez aceitunada y cierto sesgo asiático en los ojos, los iris tan marrones que tiraban a negro según la luz. Este rasgo debería haber resultado desconcertante, incluso siniestro, pero a Harlan lo atraía, y no era el único: no había un solo hombre en Falls End que, después de conocerla, no se fuera a la cama por la noche sin concebir pensamientos impuros con Darina Flores, y quizá lo mismo podía decirse de un par de mujeres. Fue la comidilla del Pickled Pike desde el momento de su llegada, y probablemente también del Lester’s, aunque Harlan y Paul no frecuentaban el Lester’s, porque Lester LeForge era un gilipollas de cuidado que se había tomado libertades con la prima de Paul, Angela, cuando ambos tenían diecinueve años, y nunca se lo habían perdonado, pese a que el hijo de Harlan, Grady, bebía en el Lester’s siempre que regresaba a Falls End, sólo por despecho a su padre.

Darina Flores ocupó una habitación en el motel Northern Gateway, en las afueras del pueblo. Explicó a la gente que estaba preparando un artículo para una revista sobre los Grandes Bosques del Norte, un intento de capturar algo de su grandeza y misterio para la gente que no sólo se suscribía a las revistas de viajes, sino que tenía el dinero para visitar los lugares allí descritos. Le interesaban especialmente, dijo, las historias de desapariciones, recientes y no tan recientes: los primeros pobladores, y los equivalentes en Maine a la expedición Donner, excursionistas que quizás hubieran desaparecido…

Incluso aviones, añadió, porque contaban que el bosque era tan espeso que habían caído en él aviones y nunca más se había sabido de ellos.

Harlan no entendía cómo las historias de personas que desaparecían o recurrían al canibalismo podían atraer a viajeros acaudalados con mucha renta disponible, pero él no era periodista y, en todo caso, la estupidez de la gente ya no le sorprendía desde hacía mucho tiempo. Así que él, Paul, Ernie y unos cuantos más reciclaron todas las anécdotas del pasado que les vinieron a la memoria para deleite de Darina Flores, embelleciendo los detalles donde convenía, o inventándoselos sin más cuando era necesario. Darina Flores lo anotó todo con la debida diligencia, y los invitó a varias rondas, y coqueteó descaradamente con hombres que habrían podido ser no ya sus padres sino incluso sus abuelos, y conforme avanzaba la noche, desvió poco a poco la conversación de nuevo hacia los aviones.

—¿Crees que tendrá…, ya me entiendes…, debilidad por los aviones? —había preguntado Jackie Strauss, uno de los tres judíos residentes en el pueblo, mientras Harlan y él, uno al lado del otro en el lavabo de hombres, dejaban hueco en la vejiga para más cerveza y, por extensión, más tiempo con la divina Darina Flores.

—¿Por qué? ¿Acaso tienes escondido un avión del que no sé nada? —preguntó Harlan.

—He pensado que a lo mejor puedo pedir uno prestado y ofrecerme a darle un paseo.

—Podrías unirte al Club del Aerosexo —dijo Harlan.

—Me da miedo volar —señaló Jackie—. Tenía la esperanza de que nos quedáramos en tierra e hiciéramos allí nuestras cosas.

—Jackie, ¿qué edad tienes?

—Cumpliré setenta y dos.

—Tienes el corazón delicado. Cualquier cosa que hicieras con esa mujer seguramente te mataría.

—Ya lo sé, pero es así como me gustaría irme. Si sobreviviera, mi mujer me mataría de todos modos. Mejor irme en los brazos de una mujer como ésa que darle a mi Lois la satisfacción de liquidarme a palos después.

Y, por lo tanto, los hombres proporcionaron a Darina Flores material tanto real como fantástico para su artículo, y ella a su vez les proporcionó material para sus fantasías, y todos disfrutaron de una noche agradable, excepto Ernie Scollay, quien por entonces no bebía porque estaba medicándose, y había advertido que Darina Flores apenas probaba su vodka con tónica, y que su sonrisa no iba más allá del labio superior, sin acercarse siquiera a aquellos extraordinarios ojos que se oscurecían conforme anochecía, y que había dejado de escribir hacía rato y ahora escuchaba y a la vez no escuchaba, del mismo modo que sonreía y a la vez no sonreía, y bebía y a la vez no bebía.

Así que Ernie se cansó del juego antes que los demás, se disculpó y se fue. Se dirigía a su furgoneta cuando vio a April Schmitt, la dueña del otro motel del pueblo, el Vacationland Repose, de pie frente a la recepción de su establecimiento, fumando un cigarrillo en lo que sólo podía describirse como un estado de alteración. April no fumaba mucho, como Ernie sabía por el hecho de que April y él compartían cama gustosamente cuando les venía en gana, propensos ambos a la soledad en general pero necesitados a veces de un poco de compañía. April sólo fumaba cuando se deprimía, y Ernie prefería a April contenta, ya que ese ánimo era más propicio para compartir cama, y Darina Flores, falsamente afable o no, le había despertado el deseo de compañía femenina.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó, y colocó la mano con delicadeza en la parte inferior de su espalda, abarcando parcialmente la curva de sus nalgas todavía atractivas.

—No es nada —contestó ella.

—Estás fumando. Cuando fumas, siempre te pasa algo.

—Ha venido un hombre a pedir una habitación. Como no me ha gustado su aspecto, le he dicho que el motel estaba lleno.

Dio una calada al cigarrillo, luego lo miró con repugnancia antes de tirarlo al suelo, aún a medio fumar, y pisarlo. Se rodeó el pecho con los brazos y se estremeció, pese a que no hacía frío. A modo de tanteo, Ernie le echó un brazo por los hombros, y ella se inclinó hacia él. Temblaba, y April no era mujer que se atemorizara fácilmente. Su miedo apartó todo pensamiento carnal de la cabeza de Ernie. En ese momento April era una mujer asustada. A su manera discreta, él la quería, y no deseaba verla asustada.

—Me ha preguntado por qué tenía encendido el rótulo de HABITACIONES LIBRES si estaba completo —explicó April—. Le he contestado que me había olvidado de apagarlo, sencillamente. He visto que miraba el aparcamiento. Sólo hay cuatro coches, o sea, que se ha dado cuenta de que mentía. No ha hecho nada más que sonreír, ese tipejo repugnante. Ha sonreído y ha movido los dedos, y ha sido como si me arrancara la ropa del cuerpo y la carne de los huesos. Te lo juro, he sentido sus dedos en mí, dentro de mí, en mis…, en mis partes íntimas. Me hacía daño, y ni siquiera me tocaba. ¡Dios mío!

Se echó a llorar. Ernie nunca la había visto llorar. Eso lo inquietó más que sus palabras, incluido el juramento, porque April tampoco era dada a jurar. La estrechó aún más y sintió sus sollozos contra él.

—Ese hijo de puta gordo y calvo —dijo, soltando las palabras entre exhalaciones—. Ese cabrón de mierda, mira que tocarme así, hacerme daño así, y todo por una puta habitación de motel.

—¿Quieres que llame a la policía?

—Para decirles ¿qué? ¿Que un hombre me ha mirado raro? ¿Que me ha agredido sin ponerme la mano encima?

—No lo sé. Ese individuo…, ¿cómo era?

—Gordo. Gordo y feo. Tenía algo en la garganta, hinchado como el cuello de un sapo, y un tatuaje en la muñeca. Lo he visto cuando ha señalado el rótulo. Era un tenedor, un tenedor con tres púas, como si se pensara que era el mismísimo demonio. Ese cabrón. Ese miserable violador…

—¿Qué? —Ernie había dejado de hablar—. ¿Qué pasa?

Había visto la expresión en mi cara. No pude ocultarlo.

Yo sé quién era. Sé su nombre.

Al fin y al cabo, lo maté yo.

—Nada —dije, y él percibió la mentira, pero prefirió dejarla de lado por el momento.

Brightwell. Brightwell el Creyente.

—Siga —insté—. Acabe la historia.

Darina Flores se marchó al cabo de dos días sin más resultado por sus esfuerzos que un agujero en la cuenta de gastos, real o imaginada, y una colección de viejas anécdotas que apenas rozaban la realidad. Si estaba decepcionada, no lo demostró. Al contrario, repartió tarjetas con su número de teléfono e invitó a llamarla a cualquiera que recordase algo útil o pertinente para su artículo. Algunos de los hombres más optimistas del pueblo, animados por una cerveza o tres, intentaron llamar al número en los días y semanas posteriores a su marcha, pero siempre saltó un contestador automático en el que la dulce voz de Darina Flores los invitaba a dejar nombre, número de teléfono y mensaje, con la promesa de devolver la llamada lo antes posible.

Pero Darina Flores no telefoneó a nadie y, con el paso del tiempo, los hombres se cansaron del juego.

Ahora, en cuclillas junto a un avión siniestrado en los Grandes Bosques del Norte, Harlan y Paul recordaron a Darina Flores por primera vez en muchos años; y en cuanto se abrieron las compuertas de la memoria, siguió un aluvión de incidentes relacionados, todos intrascendentes en sí mismos pero súbitamente significativos vistos en su conjunto a la luz de lo que acababan de descubrir: hombres y mujeres de ciudad que contrataban a guías para cazar o ir de excursión o, en un caso insólito, observar aves, pero que parecían mostrar escaso interés en la naturaleza a la vez que tenían muy claras las zonas que querían explorar, hasta el punto de señalarlas con mucho cuidado en forma de cuadrícula en los mapas. Harlan recordó que Matthew Risen, un guía ya fallecido, le había hablado de una mujer cuya piel era prácticamente una galería de tatuajes, que casi parecían moverse en la luz del bosque. No le había dirigido la palabra ni una sola vez durante las largas horas de una cacería de ciervos que terminó con un único y desganado disparo a un ciervo lejano, disparo que habría podido asustar a una ardilla si ésta iba subiendo por el árbol alcanzado por la bala pero que no supuso ningún peligro para el propio ciervo. Su compañero, en cambio, no paró de hablar, un hombre locuaz de labios rojos y rostro como la cera que a Risen le recordó a un payaso demacrado y que en ningún momento empuñó el rifle que llevaba al hombro; parloteando y bromeando, impuso sutilmente al guía la elección del rumbo, apartándolos de cualquier ciervo y llevándolos hacia…

¿Qué? Risen no había podido averiguarlo, pero ahora Harlan y Paul creían saberlo.

—Buscaban el avión —dijo Paul—. Todos ellos buscaban el avión, y el dinero.

Pero mientras Paul Scollay y Harlan se hallaban sentados junto al fuego que habían encendido, reflejado apenas en el agua negra de aquella charca, fue Harlan quien se preguntó si lo que interesaba a aquellos desconocidos no sería acaso, más que el dinero, los nombres y los números incluidos en el listado de la cartera. Una y otra vez se le iba el pensamiento a esa lista de nombres, a la vez que Paul y él hablaban del dinero y de quienes habían ido a buscarlo. Esa lista lo inquietaba, pero no sabía por qué.

—A ti el dinero no te vendría mal —comentó Paul—. Ya me entiendes, con la enfermedad de Angeline y tal.

La mujer de Harlan presentaba los primeros síntomas de párkinson. Estaba ya en la fase intermedia del alzhéimer, y a Harlan le resultaba cada vez más difícil atender sus necesidades. A Paul, por su parte, siempre lo perseguía una deuda u otra. Les esperaban tiempos difíciles conforme la vejez se apoderaba de ellos y sus mujeres, y ninguno de los dos disponía de los fondos que les permitirían afrontar las dificultades con tranquilidad. «Sí», pensó Harlan, «el dinero no me vendría mal. Ni a mí ni a Paul». Pero no por eso era correcto llevárselo.

—Yo voto por quedárnoslo —propuso Paul—. Si lo dejamos aquí mucho más tiempo, se hundirá en la tierra junto con el avión, o lo encontrará alguien aún menos digno de él que nosotros.

Quería plantearlo en broma, pero no le quedó del todo convincente.

—No tenemos derecho a quedárnoslo —respondió Harlan—. Debemos comunicárselo a la policía.

—¿Por qué? Si esto fuese dinero ganado honradamente, habrían venido a buscarlo hombres honrados. El accidente del avión habría salido en todos los noticiarios. Habrían peinado el bosque en busca de los restos del aparato o de posibles supervivientes. Y en cambio no se presentó más que una mujer haciéndose pasar por periodista, y un enjambre de bichos raros que eran igual de cazadores u ornitólogos que mi abuela…

La bolsa se hallaba entre los dos. Paul la había dejado abierta, probablemente con toda la intención, para que Harlan viera el dinero dentro.

—¿Y si se enteran? —preguntó Harlan, y casi se le quebró la voz.

«¿Es así como acaba cometiéndose una mala acción?», se preguntó. Paso a paso, primero un pie, luego el otro, muy gradualmente, hasta que logras persuadirte a ti mismo de que lo incorrecto es correcto, y lo correcto es incorrecto, porque tú no eres mala persona y no haces cosas indebidas.

—Lo usaremos sólo cuando sea necesario —propuso Paul—. Ya somos muy viejos para andar comprando coches deportivos y ropa elegante. Únicamente recurriremos a él para hacernos un poco más llevaderos los años que nos quedan, a nosotros y a nuestras familias. Si vamos con cuidado, nadie se enterará.

Eso, Harlan no se lo creía. Deseaba creérselo, claro, pero en el fondo no se lo creía. Así pues, al final, aunque se llevaron el dinero, optó por dejar la cartera donde estaba, con su lista de nombres intacta. Harlan intuía su importancia. Esperaba que, si con el tiempo, quienes andaban buscando el avión lo encontraban, aceptaran esa ofrenda como una forma de compensación por el robo, un reconocimiento de lo verdaderamente importante. Tal vez si les dejaban los papeles, no irían en busca del dinero.

Aquélla fue una noche muy, muy larga. Cuando no hablaban del dinero, hablaban del piloto o los pilotos. ¿Adónde habían ido? Si sobrevivieron al accidente, ¿por qué no se llevaron el dinero y la cartera al ir en busca de ayuda? ¿Por qué los dejaron en el avión?

Fue Paul quien volvió a entrar, Paul quien examinó un asiento del pasaje y vio que tenía los reposabrazos rotos, Paul quien encontró dos pares de esposas tiradas bajo el asiento del piloto. Enseñó a Harlan todo lo que había descubierto.

—¿Cómo crees que sucedió?

Y Harlan, sentándose en el asiento, recogió los reposabrazos rotos. Luego examinó las esposas, ambas todavía con sus respectivas llaves en las cerraduras.

—Creo que alguien estuvo esposado a este asiento —dijo.

—¿Y se soltó después del accidente?

—O antes. Es posible que incluso lo provocara.

Los dos salieron del avión, y la negrura de la charca se reflejaba en la negrura del bosque, y ambas engulleron los haces de sus linternas. De algún modo lograron conciliar el sueño, pero fue un descanso inquieto, y cuando aún no clareaba, Harlan se despertó y vio a Paul de pie ante los rescoldos del fuego, rifle en mano, su cuerpo envejecido recortándose, tenso, contra la noche.

—¿Qué pasa? —preguntó Harlan.

—Me ha parecido oír algo. A alguien.

Harlan aguzó el oído. No se percibía el menor ruido. Aun así, echó mano del rifle.

—Yo no oigo nada.

—Ahí hay alguien, te lo aseguro.

Y, en ese momento, Harlan sintió que se le erizaba todo el vello del cuerpo, y se puso en pie con la celeridad de un hombre tres veces más joven, porque él también lo percibió. Paul tenía razón: había una presencia entre los árboles, y los observaba. Lo sabía con la misma certeza que sabía que aún le latía el corazón, y que la sangre corría aún por sus venas.

—Dios mío —susurró Harlan. Se le cortó la respiración. Lo invadió una sensación de profunda vulnerabilidad seguida de una desesperación atroz. Sintió la voracidad de aquello, su necesidad. Si ahí había un animal, no se parecía en nada a los que él conocía.

—¿Lo ves? —preguntó Paul.

—No veo nada, pero lo siento.

Se quedaron así, Paul y Harlan, con las armas a punto, dos viejos asustados enfrentándose a una presencia implacable en la oscuridad, hasta que los dos percibieron que aquello que estaba allí se había marchado. No obstante, acordaron montar guardia por turno hasta el amanecer. Paul dormitó primero mientras Harlan permanecía en vela. Pero Harlan estaba más cansado de lo que creía. Los ojos empezaron a cerrársele y los hombros a encorvársele. Lo asaltaban ensoñaciones hasta que despertaba con una sacudida, y en esos lapsos soñaba con una niña bailando en el bosque, aunque no llegaba a verle la cara con claridad. Acercándose al fuego, la niña escrutaba a los dos hombres a través del humo y las llamas, cada vez más osada en sus aproximaciones, hasta que, en el último sueño, tendió una mano para tocar el rostro de Harlan, y él vio sus uñas, algunas rotas, otras sucias de tierra, y olió la podredumbre en ella.

Después de eso permaneció despierto. Se puso en pie para mantener a raya el sopor.

El sopor, y a la niña.

Porque ese hedor seguía en el aire cuando se despertó.

Era real.

Pero se llevaron el dinero. A la postre, a eso se redujo todo. Se llevaron el dinero, y lo emplearon para facilitarse la vida un poco. Paul, cuando el cáncer empezó a voltear sus células como fichas en un tablero de reversi, pasándolas del blanco al negro, se sometió discretamente a diversos tratamientos, algunos ortodoxos, otros no, y nunca perdió la esperanza, ni siquiera cuando por fin se metió el cañón del arma en la boca, porque para él eso no fue un acto de desesperación extrema, sino acogerse a su última, mayor y más fiable esperanza.

Y la mujer de Harlan Vetters fue atendida en su propia casa cuando el párkinson se alió rápidamente con el alzhéimer y alcanzó la masa crítica, hasta que él tuvo que trasladarla a una residencia. Era el mejor centro que encontró cerca de Falls End. Ella disponía de una habitación individual con mucha luz natural y una vista del bosque, porque le gustaba el bosque tanto como a su marido. Harlan la visitaba todos los días, y en verano la sentaba en una silla de ruedas y, juntos, se iban a tomar un helado al pueblo, y algunos días ella recordaba por un momento quién era él y le cogía la mano, y la fuerza de él parecía detener el temblor. Sin embargo, la mayor parte del tiempo tenía la mirada perdida, y Harlan no sabía si esa ausencia era mejor o peor que el miedo que a veces animaba sus facciones, cuando todo le resultaba extraño y aterrador: el pueblo, su marido, incluso ella misma.

Cuando la hermana de Paul Scollay descubrió que su marido había perdido sus ahorros en el juego, su hermano intervino, y el dinero fue ingresado en una cuenta de alto rendimiento a la que sólo ella tenía acceso. Entretanto alentaron al marido a buscar tratamiento para su adicción, y Paul, para mayor acicate, mantuvo una conversación con él durante la cual su escopeta estuvo muy presente.

Y como vivían en un pueblo pequeño, se enteraban cuando algún vecino lo pasaba mal —alguien que perdía el empleo, padecía una lesión, un niño dejado al cuidado de los abuelos porque la madre no podía hacer frente—, y entonces aparecía un sobre ante la puerta de la casa por la noche, y disminuía así anónimamente parte de la presión. Si bien de ese modo acallaban en parte la mala conciencia, a los dos les siguieron asaltando esos sueños extraños, visiones en las que un ser invisible los perseguía por el bosque hasta que iban a parar a la charca negra, donde algo se elevaba de las profundidades, amenazando siempre con aflorar a la superficie pero sin asomar nunca antes de que despertaran.

También era raro el día, durante esos años, en que Harlan y Paul no temieran que se descubriera el avión y saliera a la luz algún rastro de su presencia en el lugar del accidente. No sabían qué temían más: si la acción de la justicia o a aquellos con un interés personal en el avión y su contenido. Pero esos temores se desvanecieron, y las pesadillas fueron cada vez menos frecuentes. Gastaron el dinero paulatinamente hasta que sólo quedó un poco, y Harlan y Paul empezaban a creer que quizá sólo habían cometido un delito sin víctimas cuando, un día, el hombre del cuello distendido regresó a Falls End.