Ernie Scollay se disculpó y fue al lavabo. Entretanto, me acerqué a la barra para coger la cafetera y rellenar nuestras tazas. Jackie Garner entró mientras yo esperaba a que el café estuviera listo. Jackie trabajaba para mí de vez en cuando, y era amigo íntimo de los Fulci, que lo respetaban tanto como al puñado de personas a quienes consideraban más cuerdas que ellos sin ser convencionales. Llevaba un ramo de flores y una caja de dulce de azúcar de Old Port Candy Company, en Fore Street.
—¿Para la señora Fulci?
—Sí. Le gusta el dulce de azúcar. Pero sin almendras. Tiene alergia.
—No nos conviene matarla —comenté—. Podría empañar las celebraciones. ¿Todo bien?
Jackie parecía nervioso, alterado.
—Mi madre —dijo.
La madre de Jackie era una fuerza de la naturaleza. A su lado, la señora Fulci parecía June Cleaver.
—¿Otra vez con sus achaques?
—No, está enferma.
—Nada grave, espero.
Jackie torció el gesto.
—No quiere que la gente lo sepa.
—¿Está muy mal?
—¿Podemos hablar de eso en otro momento?
—Claro.
Pasó a mi lado y se oyeron gritos de júbilo en la mesa de los Fulci. Fueron tan estridentes que Dave Evans dejó caer un vaso y tendió la mano hacia el teléfono para avisar a la policía.
—No pasa nada —le dije—. Es el ruido que hacen cuando están contentos.
—¿Cómo lo sabes?
—Nadie ha recibido un golpe.
—Ah, bueno, gracias a Dios. Cupcake Cathy le ha hecho cupcakes para su cumpleaños. Le gustan los cupcakes, ¿no?
Cupcake Cathy era camarera del Bear. Complementaba sus ingresos preparando unos cupcakes que inducían a hombres de voluntad férrea a proponerle matrimonio con la esperanza de asegurarse un suministro regular, aunque ya estuvieran casados. E imaginándose que probablemente sus mujeres lo comprenderían.
—Le gusta la repostería en general, por lo que yo sé. Pero cuidado, si lleva frutos secos, podría matarla. Por lo visto es alérgica.
Dave palideció.
—Dios mío, será mejor que lo compruebe.
—No estará de más. Ya le he dicho a Jackie Garner que no será fácil que la velada no decaiga si muere la cumpleañera.
Llevé la cafetera a la mesa, llené las tazas y luego se la devolví a una camarera. Marielle Vetters tomó un sorbo de su café con delicadeza. El carmín no dejó señal.
—Es un bar agradable —comentó.
—Lo es.
—¿Cómo es que le dejan usarlo para… esto?
Dejó flotar la mano ingrávidamente en el aire, con el dedo índice en alto, gesto que traslucía elegancia y humor. Parte de eso se advertía también en su rostro: un levísimo asomo de sonrisa pese al cariz del relato que estaba contando.
—A veces trabajo en la barra.
—¿O sea que es investigador privado a tiempo parcial?
—Prefiero considerarme camarero a tiempo parcial. En todo caso, este sitio me gusta. Me gusta el personal. Incluso me gustan, en su mayoría, los clientes.
—Y supongo que es todo un cambio, ¿no? Todo un cambio respecto a eso de «no cazar animales».
—Exacto.
—Porque eso no lo ha dicho en broma.
—Pues no.
La sonrisa se dibujó otra vez en sus labios, ahora con cierta inquietud.
—He leído sobre usted en los periódicos y en Internet. Lo que les pasó a su mujer y su hija…, no sé qué decir.
Susan y Jennifer ya no estaban conmigo, me las había arrebatado un hombre convencido de que, derramando su sangre, llenaría su propio vacío interior. Ese tema a menudo salía a la conversación con los clientes nuevos. Con el tiempo me había dado cuenta de que hacían sus comentarios con la mejor intención, y de que necesitaban mencionarlo, más por ellos que por mí.
—Gracias —dije.
—He oído…, no sé si es verdad…, que ahora tiene otra hija.
—Así es.
—¿Vive con usted? Es decir, ¿sigue usted…? Ya sabe…
—No, vive con su madre en Vermont. La veo siempre que puedo.
—No vaya a pensar que soy una entrometida. No me dedico a acosar a la gente. Sólo quería averiguar todo lo posible sobre usted antes de darle a conocer los secretos de mi padre. Conozco a unos cuantos policías del Condado —en Maine nadie lo llamaba condado de Aroostook, sino «el Condado» a secas—, y estuve tentada de preguntarles también a ellos sobre usted. Supuse que quizá dispusieran de más información de la que podía encontrar en la red. Al final, decidí que era mejor no decir nada y ver cómo era usted en persona.
—¿Y qué le parece lo que ve?
—Bien, creo. Me lo imaginaba más alto.
—Eso me lo dicen mucho. Es preferible a «Me lo imaginaba más delgado» o «Me lo imaginaba con más pelo».
Ella alzó la mirada al techo.
—Y dicen que las mujeres son presumidas. ¿Anda a la caza de halagos, señor Parker?
—No, me temo que en ese coto ya no queda caza. —Dejé pasar unos segundos—. ¿Por qué decidió no preguntar por mí a la policía?
—Ya sabe la respuesta, creo.
—¿Porque no quería que nadie se preguntara para qué podía necesitar los servicios de un investigador privado?
—Exacto.
—Mucha gente contrata a investigadores, por muchas razones. Maridos infieles…
—Yo ya no estoy casada. Y para que conste, le fui infiel.
Enarqué una ceja.
—¿Se escandaliza? —preguntó.
—No, sólo lamento que él no tuviera mi tarjeta. El trabajo es el trabajo.
Se echó a reír.
—Era un gilipollas. Peor que un gilipollas. Se lo merecía. ¿Y para qué más lo contratan?
—Fraude a las compañías de seguros, personas desaparecidas, verificación de antecedentes.
—Todo eso suena un poco aburrido.
—Está exento de peligro en la mayoría de los casos.
—Pero no en todos. No en la clase de investigaciones en las que al final su nombre llega a los periódicos, en las que al final hay muertos.
—No, pero a veces las investigaciones empiezan de una manera y luego se convierten en otra cosa, en general porque alguien miente ya de entrada.
—¿El cliente?
—No sería la primera vez.
—Yo no le mentiré, señor Parker.
—Me tranquiliza oírlo, a menos que eso mismo sea mentira.
—Vaya, el mundo ha hecho mella en su idealismo, ¿eh?
—Sigo siendo idealista. Sólo que lo protejo tras un caparazón de escepticismo.
—Tampoco quiero que dé caza a nadie. Al menos, en principio. En todo caso, no en ese otro sentido. Es posible que Ernie no esté de acuerdo conmigo en eso.
—¿El señor Scollay ha intentado disuadirla de venir aquí? —pregunté.
—¿Y eso cómo lo sabe?
—Trucos del oficio. No se le da muy bien disimular sus sentimientos. Le pasa a la mayoría de los hombres honrados.
—En opinión de Ernie, deberíamos mantener en secreto lo que sabemos. El daño ya está hecho, a su manera de ver. No querría empañar el recuerdo de su hermano, ni el de mi padre.
—Pero usted no está de acuerdo.
—Se ha cometido un delito, señor Parker. Posiblemente más de uno.
—Repito: ¿por qué no ha acudido a la policía?
—Si todo el mundo acudiese a la policía, usted sería camarero a jornada completa e investigador privado a tiempo parcial.
—O ni siquiera sería investigador privado.
Ernie Scollay volvía del lavabo. Se quitó la gorra de béisbol por el camino y se peinó con los dedos el espeso cabello blanco. Si yo percibía cierta tensión entre Marielle y él, veía aún más claro que Ernie estaba asustado. También lo estaba Marielle, pero ella lo disimulaba mejor. Ernie Scollay: el último hombre honrado, pero no tan honrado para no desear mantener ocultos los secretos de su hermano. Nos lanzó una mirada a Marielle y a mí, para comprobar si habíamos hablado de algo indebido en su ausencia.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó.
—Por el claro en el bosque —respondí.
Paul y Harlan escrutaron el claro. El ciervo muerto yacía a sus pies, pero el miedo que había emanado de él seguía presente. Harlan empuñó el rifle con mayor firmeza; le quedaban cuatro balas en el cargador, y a Paul también. Algo había espantado al ciervo, quizás atraído por el olor de su sangre, y no querían enfrentarse desprevenidos a un oso o, Dios no lo quisiera, a un puma, porque los dos habían oído hablar del posible regreso de los grandes felinos al estado. Nadie tenía la certeza total de haber visto uno desde hacía casi veinte años, pero no deseaban ser ellos los primeros en constatarlo.
Rodearon el cadáver del ciervo y avanzaron por el espacio abierto. Sólo lo olieron cuando ya estaban cerca: humedad, vegetación descompuesta. Ante ellos se extendía una masa de agua negra y quieta, tan oscura que era más brea que líquido, a simple vista se adivinaba su viscosidad. Tras fijar la mirada en ella, Harlan advirtió sólo un mínimo reflejo de su propio rostro. El agua parecía absorber más protones de los que debería, succionando los haces de las linternas y la poca claridad que se filtraba a través de las ramas, sin permitir que escapara casi nada. Harlan dio un paso atrás al notar que le fallaba el equilibrio y chocó con Paul, que se hallaba justo detrás de él. Con el sobresalto se tambaleó, y por un momento estuvo a punto de caer en la charca. La tierra pareció ladearse bajo sus pies. El rifle se le escapó de las manos e instintivamente levantó los brazos y los agitó en el aire, como un ave que intenta huir de un depredador. De repente, las manos de Paul le rodearon el torso y tiraron de él hacia atrás; Harlan encontró entonces un árbol en el que apoyarse y rodeó el tronco en un abrazo desesperado de amante.
—Pensé que me iba al agua —dijo—. Pensé que iba a ahogarme.
No, ahogarse no: asfixiarse, o algo peor. Porque si bien estaba seguro de que ningún ser vivo surcaba sus profundidades, eso no significaba que la charca estuviera vacía. (¿Y por qué estaba tan seguro? Seguro, ¿en qué sentido? ¿Seguro como de que el norte era el norte y el este era el este? Pero esas certidumbres no eran aplicables a aquel lugar; eso al menos lo tenía claro.) Apestaba a maldad, a la posibilidad de que algo más que el poder absorbente de su masa pudiese arrastrarlo a uno hacia abajo si caía en ella. Harlan tomó de pronto conciencia del silencio reinante. También advirtió que la noche se les echaba encima: no veía estrellas en el cielo, y la maldita brújula había enloquecido por completo. Podían quedarse allí atrapados, y por nada del mundo deseaba algo así.
—Deberíamos marcharnos —sugirió Harlan—. Este lugar me da mala espina.
Se dio cuenta de que Paul no hablaba desde que habían encontrado la charca. Su amigo permanecía de espaldas a él, con el cañón del arma apuntando hacia el suelo.
—¿Me oyes? —dijo Harlan—. Creo que deberíamos marcharnos de aquí. Es mal sitio. Este condenado…
—Mira —le interrumpió Paul. Se hizo a un lado y enfocó la orilla opuesta con la linterna, y Harlan lo vio.
Fue su forma lo que permitió identificarlo, pese a que el bosque había hecho lo posible por enmascarar sus contornos. A simple vista sólo parecía el tronco de un árbol caído, más grande que los circundantes, pero una parte del ala sobresalía del follaje y el haz de la linterna destelló en algunos puntos del fuselaje. Ninguno de los dos sabía gran cosa de aviones, pero vieron que se trataba de un pequeño bimotor, ahora sin el motor de estribor, perdido en el accidente junto con casi toda esa ala. Descansaba sobre la panza al norte de la charca, su morro empotrado contra un pino enorme. El bosque había invadido el surco que el aparato debía de haber abierto a través de los árboles cuando descendió, aunque eso en sí mismo no tenía nada de particular. Lo extraño, y lo que dio que pensar a los dos hombres, fue que el avión se hallaba cubierto de vegetación casi por completo. Las enredaderas lo envolvían con sus zarcillos, los helechos proyectaban su sombra sobre él, los arbustos lo camuflaban. La propia tierra parecía absorberlo lentamente, ya que parte del aparato se había hundido y la sección inferior del motor de babor ya no estaba a la vista. Ese avión debía de llevar allí décadas, pensó Harlan, y sin embargo lo que asomaba de él entre el follaje no parecía tan viejo. No presentaba herrumbre ni un deterioro manifiesto. Como explicaría a su familia más tarde, en sus últimos días, daba la impresión de que el bosque estuviera absorbiendo el avión y hubiese acelerado su crecimiento en consonancia para alcanzar más rápidamente su objetivo.
Paul se encaminó hacia los restos del aparato. Harlan se soltó del tronco del árbol y siguió a su amigo bordeando la charca a cierta distancia. Paul, valiéndose de la culata del rifle, tanteó el terreno alrededor del avión en lento proceso de hundimiento, pero era tierra dura, no húmeda.
—Se ablandará durante el deshielo de primavera —pronosticó Harlan—. Quizás eso explique por qué el avión está medio enterrado.
—Supongo —dijo Paul, no muy convencido.
La hiedra cubría todas las ventanillas del bimotor, incluidas las de la cabina de mando. Harlan concibió por primera vez la posibilidad de que aún hubiera cadáveres dentro. Se estremeció sólo de pensarlo.
Tardaron un rato en encontrar la puerta, de tan espesa como era la capa de vegetación. Utilizaron sus machetes para cortar la hiedra. Se desprendió con dificultad, impregnándoles los guantes de un residuo pegajoso que despedía un olor penetrante y cáustico. A Paul le cayó un poco en el antebrazo desnudo, y la cicatriz de la quemadura le duraría hasta el día que se quitó la vida.
Cuando dejaron al descubierto el contorno de la puerta, se encontraron con que, debido al hundimiento del avión, dos o tres centímetros quedaban bajo tierra, así que tuvieron que escarbar para crear un hueco que les permitiera abrirla un poco. Para entonces los envolvía la negrura de la noche.
—Tal vez deberíamos volver de día —sugirió Harlan.
—¿Crees que seríamos capaces de regresar aquí otra vez? —preguntó Paul—. No se parece a ninguna otra parte del bosque que yo haya visto.
Harlan observó el entorno. Allí los árboles, una mezcla de altas coníferas y caducifolios deformes y gigantescos, eran más viejos. Esa zona jamás se había talado. Paul tenía razón: Harlan ni siquiera sabía dónde estaban exactamente. Al norte: sólo sabía eso, pero aquello era Maine, y había mucho norte que recorrer.
—En todo caso no encontraremos el camino de vuelta a oscuras —señaló Paul—, no con la brújula estropeada y sin estrellas para orientarnos. Supongo que tendremos que quedarnos aquí hasta que amanezca.
—¿Quedarnos aquí? —A Harlan no le gustó la idea en absoluto. Echó una ojeada a la charca negra, su superficie lisa semejaba una lámina de obsidiana. Lo asaltaron vagos recuerdos de antiguas películas de terror, largometrajes de serie B en los que ciertas criaturas surgían de estanques como ése, pero cuando intentó dar título a esas películas se encontró con que no podía, y se preguntó si no se habría inventado él esas imágenes.
—¿Se te ocurre una idea mejor? —preguntó Paul—. Tenemos provisiones. Podemos encender una hoguera. No será la primera vez que pasamos una noche en el bosque.
Pero no en un sitio como éste, deseó decir Harlan, no con una charca de algo que no era exactamente agua intentando atraerlos, y los restos de un avión que bien podrían ser una tumba para todo aquel que siguiese dentro. Si pudiesen alejarse lo suficiente de allí, tal vez la brújula funcionara otra vez debidamente, o si se despejaba el cielo, podrían encontrar el camino con la ayuda de las estrellas. Trató de localizar la luna, pero las nubes lo tapaban todo y no se atisbaba el menor resplandor.
Harlan volvió a mirar el avión. Paul tenía la mano en la palanca exterior de la puerta.
—¿Estás preparado para esto? —preguntó.
—No —respondió Harlan—, pero será mejor que sigamos adelante, supongo. Si hemos llegado hasta aquí, bien podemos averiguar si queda alguien ahí dentro.
Paul accionó la palanca y tiró de la puerta. No ocurrió nada. Estaba firmemente atascada o cerrada por dentro. Paul volvió a probar, contrayendo el rostro por el esfuerzo. Se oyó un chirrido, y la puerta cedió. Harlan se llevó la mano a la cara, en previsión del hedor a muerto, pero sólo les llegó el olor a moho de la moqueta húmeda.
Paul asomó la cabeza y recorrió el interior con el haz de la linterna. Al cabo de unos segundos entró.
—Ven a ver esto —le dijo a Harlan, levantando la voz.
Harlan se armó de valor y siguió a su amigo al interior del avión.
El avión vacío.
—¿Vacío? —repetí.
—Vacío —confirmó Marielle Vetters—. No había cadáveres, nada. Creo que eso contribuyó. Por eso les fue más fácil quedarse con el dinero.