Nunca habrían encontrado el avión si no fuera por el ciervo; el ciervo, y el peor tiro de Paul Scollay en toda su vida.
Como cazador con arco, Scollay apenas tenía rival. Harlan Vetters jamás había conocido a un hombre como él. Ya de niño poseía gran destreza con el arco, y le habría bastado un poco de preparación rigurosa para competir en los Juegos Olímpicos. Tenía un don con esa arma, que se transformaba en una prolongación de su brazo, de sí mismo. Para él, la puntería no era sólo una cuestión de orgullo. Si bien le apasionaba cazar, nunca abatía una pieza que no pudiera comerse, y su objetivo era liquidar a la presa con el mínimo dolor posible. Harlan compartía su actitud, y por esa razón siempre había preferido cazar provisto de un buen rifle; con el arco no se sentía seguro. En octubre, durante la temporada de caza con arco, optaba por acompañar a su amigo como espectador, admirando su pericia sin sentir siquiera la necesidad de participar.
Pero con el paso de los años, Paul acabó decantándose por el rifle. Sufría de artritis en el hombro derecho, y también en otra media docena de articulaciones. Paul decía que la única parte importante de su cuerpo donde no tenía artritis era aquella donde habría agradecido un poco más de rigidez, en el supuesto de que el buen Dios se hubiera prestado a atender esa clase de plegarias. Cosa que, como Paul sabía por experiencia, el buen Dios no hacía, ya que, por lo visto, asuntos más importantes requerían su atención, y no iba a andar preocupándose por la disfunción eréctil masculina.
Por lo tanto, si Paul era el mejor tirador con arco, Harlan le superaba en caza con rifle. Años después, Harlan se preguntaría si acaso nada de aquello habría sucedido, para bien o para mal, si él hubiese disparado al ciervo primero.
Pero el hecho era que aquellos dos hombres siempre habían sido polos opuestos en muchos sentidos. Harlan hablaba en voz baja y su amigo con estridencia; el primero poseía una fina ironía y el segundo era poco sutil; el uno era resuelto y concienzudo, el otro carecía de objetivo y motivación.
Harlan era delgado y fibroso, circunstancia que en ocasiones había inducido a borrachos y necios a infravalorar su fuerza, pese a que sólo un hombre fuerte habría sido capaz de acarrear a un niño afligido kilómetros y kilómetros por un terreno fragoso y nevado sin tropezar ni quejarse, ya cumplidos los setenta años. Paul Scollay era más fofo y gordo, pero eso era el acolchado que cubría los músculos, porque se movía con rapidez para ser un hombre de notable corpulencia. Aquellos que no los conocían bien los tenían por una extraña pareja, dos hombres de personalidad y físico tan dispares que constituían un todo único, como dos piezas de un puzzle. Sin embargo, su relación era mucho más compleja que eso, y sus semejanzas más acusadas que sus diferencias, como ocurre siempre con hombres que mantienen amistades de por vida, casi sin cruzar jamás una mala palabra y perdonándose siempre cuando eso pasaba. Compartían una misma visión del mundo, una idea análoga acerca de sus congéneres y sus propias obligaciones para con ellos. Cuando Harlan Vetters llevó a Barney Shore a cuestas, dejándose guiar ya al final por los haces de las linternas y las voces hacia la principal partida de búsqueda, lo hizo acompañado del fantasma de su amigo, una presencia invisible que velaba por el niño y el viejo, y quizá mantenía a raya a la niña del bosque.
Porque, después de hablar Barney Shore de ella, Harlan percibió movimiento entre los árboles a su derecha, una oscuridad errátil, oculta por la nevada, como si, de algún modo, la sola mención de su existencia hubiese atraído a la niña hacia ellos. No obstante, decidió no mirar; temía que eso fuera lo que la niña quería, porque si miraba podía tropezar, y si tropezaba, podía venirse abajo, y si se venía abajo, ella se abalanzaría sobre ambos, niño y hombre, y quedarían en su poder. Fue entonces cuando llamó a su viejo amigo, y no habría sabido decir si Paul acudió realmente en su auxilio o si él creó la ilusión de su presencia a fin de reconfortarse y disciplinarse. Lo único que sabía era que lo invadió una especie de solaz, y aquello que los seguía por el bosque, fuera lo que fuese, se retiró con lo que quizá fuera un silbido de frustración o sólo el chasquido de una rama al troncharse bajo el peso de la nieve, hasta que por fin se alejó de ellos.
Y mientras Harlan yacía en su lecho de muerte, se preguntó si la niña se acordaba de él, si lo llevaba en la memoria desde aquel primer día, el día del ciervo, el día del avión…
Habían salido ya tarde. La furgoneta de Harlan venía dando problemas y la de Paul estaba en el taller. Se plantearon no salir, pero hacía un día magnífico y ya lo tenían todo preparado: la ropa —los chaquetones a cuadros Woolrich, los pantalones de lana de Reny’s, los «marianos» (las prendas de ropa interior de una sola pieza que los mantendrían bien abrigados, incluso si se mojaban)— había pasado toda la noche en bolsas de cierre hermético junto con ramitas de cedro para camuflar el olor humano, y para el desayuno se habían conformado con copos de avena, renunciando al beicon y las hamburguesas de cerdo. Llevaban la comida en recipientes herméticos, y cada uno iba provisto de una botella en la que orinar así como una petaca de la que beber. («No conviene andar mezclando esas dos cosas», decía siempre Paul, y Harlan se reía oportunamente.)
Así las cosas, habían rogado como niños a la hija de Harlan que les prestara su coche, y ella finalmente había cedido. Ésta vivía otra vez en casa de sus padres desde hacía un tiempo, a raíz de la ruptura de su matrimonio, y por lo que Paul sabía, se pasaba casi todo el tiempo deambulando por la casa sin hacer nada. Aun así, él siempre había tenido un buen concepto de ella, que mejoró en cuanto les entregó las llaves de su coche.
Eran las tres pasadas cuando estacionaron el vehículo y se adentraron en el bosque.
Anduvieron la primera hora de palique, animándose mutuamente, camino de una antigua zona de tala que conocían, donde crecía ahora un renoval muy apreciado por los ciervos: alisos, abedules y chopos, que era como la gente de su generación llamaba a los álamos. Portaban sendos Winchester 30-06 y avanzaban en silencio con sus botas L. L. Bean de suela de goma. Harlan disponía de una brújula, pero rara vez la consultaba. Sabían adónde iban. Paul llevaba cerillas, una cuerda para arrastrar la pieza cobrada y dos pares de guantes de goma de uso doméstico para ponérselos en el momento de desollar y vaciar al animal y protegerse así de las garrapatas. Harlan cargaba los cuchillos y las tijeras en su mochila.
Harlan y Paul practicaban lo que se llamaba «caza sigilosa»: a ellos no les iba el uso de paranzas, canoas o grupos de hombres para conducir al ciervo hacia sus armas. Cuando buscaban el rastro de un ciervo, confiaban exclusivamente en sus ojos y su experiencia: las señales de frotación allí donde los animales se sentían atraídos por árboles aromáticos de corteza suave como el pino, el abeto y la pícea; los lechos donde yacían; y los senderos de paso empleados por los ciervos para recorrer la distancia más corta entre dos puntos en el bosque, preservando así su energía. Como ya era primera hora de la tarde, sabían que los ciervos estarían desplazándose a zonas más bajas donde el aire frío impulsaría los rastros olfativos hacia abajo, así que avanzaron en paralelo a las cumbres, Harlan buscando huellas en el suelo mientras Paul permanecía atento a los árboles circundantes por si se advertía algún movimiento.
Cuando Harlan descubrió unos mechones de pelo rojo prendidos de unos tallos de hierba e indicios de fricción de un ciervo grande en un abeto maduro, los dos se quedaron en silencio. La cacería continuó y el apremio fue mayor conforme decrecía la luz, pero fue Paul quien primero avistó el ciervo: un macho grande con una cornamenta de nueve puntas, cercano a los cien kilos probablemente. Para cuando Paul lo localizó, el ciervo ya tenía el rabo levantado en actitud alerta y se disponía a echarse a correr, pero se hallaba a sólo diez metros de él, como mucho.
Paul probó suerte, pero se precipitó. El ciervo, alcanzado por la bala, vaciló y se tambaleó, pero de pronto se volvió y huyó.
Fue un fallo tan espectacular que apenas se lo habría creído si no lo hubiese visto con sus propios ojos, la clase de pifia que normalmente atribuía a cazadores neófitos llegados de fuera, esos que se las daban de hombres de la naturaleza pese a que sus dedos presentaban aún las manchas de tinta de sus trabajos de oficina. Sabía de más de un guía que se había visto obligado a rematar a un animal herido cuando su cliente, o «deportista», tras errar el tiro, carecía de la energía, las agallas o la elemental decencia para seguir el rastro del animal herido a fin de acabar con su sufrimiento. En su día tuvieron una lista negra de «deportistas» de esa calaña, y se advertía discretamente a los guías de los riesgos de acompañarlos al bosque. Demonios, el propio Paul Scollay se hallaba entre aquellos que no habían tenido más remedio que seguir el rastro de un ciervo herido y rematarlo, lamentando los padecimientos del animal, el derroche de esa fuerza vital, y la mancha que la lentitud de esa muerte forzosamente dejaría en su propia alma.
Pero ahora se había convertido en uno de esos hombres, y mientras veía desaparecer en el bosque oscuro al macho agonizante, era incapaz de articular palabra.
—Dios mío —dijo por fin—. ¿Qué diantres ha sido eso?
—Un tiro en el anca —respondió Harlan—. No es seguro, pero puede llegar lejos.
Paul miró alternativamente el rifle y las yemas de sus dedos, con la esperanza de que la culpa de lo ocurrido pudiese achacarse a algún desperfecto en la mira, o a alguna forma de debilidad visible en su propia mano. No había nada a la vista, y más adelante se preguntaría con frecuencia si ésa fue la señal, el momento en que su cuerpo empezó a fallar, cuando se inició el proceso de contaminación y deterioro, como si el cáncer hubiese brotado en él en esos segundos, después de apretar el gatillo y antes de salir la bala, y el error se debiese a ese mínimo espasmo de su cuerpo al tomar conciencia repentinamente de que la primera célula se volvía contra sí misma.
Pero todo eso sucedió más tarde; de momento, lo único que sabían con certeza Harlan y Paul era que habían causado una herida mortal a un animal y tenían la obligación de poner fin a su sufrimiento. El día se había visto empañado, y Harlan se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que Paul saliera a cazar de nuevo. Esa temporada no, desde luego. No habría sido propio de Paul regresar al bosque para demostrar que el fallo fue un hecho excepcional. No, se quedaría cavilando acerca de lo sucedido y se plantearía si acaso la culpa era del arma, y practicaría el tiro detrás de su casa. Sólo cuando hubiese dado en el blanco una y otra vez, contemplaría la posibilidad de volver a apuntar a un animal vivo.
El macho dejó un rastro claro, sangre roja y excrementos fruto del pánico esparcidos por los arbustos y las hojas. Apretaron el paso, pero los dos eran ya hombres de cierta edad, y a ese ritmo enseguida se cansaron. El ciervo, desorientado y moribundo, no se ceñía a un sendero establecido, ni parecía pretender atajar por detrás de ellos para llegar a un terreno conocido. Harlan y Paul aflojaron el paso. Pronto estuvieron bañados en sudor, y una rama baja arañó seriamente a Harlan en la mejilla izquierda y le manchó de sangre el cuello de la camisa. Tendrían que darle unos puntos, pero Paul sacó un par de tiras adhesivas del botiquín para cerrar el corte, y al final la sangre empezó a coagularse y se restañó la hemorragia; aun así, Harlan tenía los ojos empañados por el dolor, y pensó que quizá se le había clavado una astilla en la herida.
En el bosque la oscuridad era cada vez mayor por efecto de las ramas, que, entrelazadas por encima de sus cabezas, impedían el paso del sol. Y al cabo de un rato el cielo se nubló y la poca luz que quedaba se extinguió de pronto y el aire se enfrió a su alrededor, el calor se esfumó tan súbitamente que Harlan sintió que se le helaba el sudor. Examinó la brújula. Les indicó que se dirigían hacia el oeste, pero la última posición conocida del sol lo desmentía, y cuando golpeteó el cristal, la aguja cambió de posición, y el oeste se convirtió en este, y después la aguja, si bien no entró exactamente en una rotación enloquecida, como en esas películas de fantasía que ponían en los cines en verano, sí se negó a permanecer inmóvil.
—¿La guardas al lado del cuchillo? —preguntó Paul. Un cuchillo podía anular el magnetismo de una brújula.
—No, nunca. —Como si él fuera a cometer un error de aficionado como ése.
—Bueno, pues algo le pasa.
—Sí.
Con todo, Harlan y Paul sabían que se dirigían al norte. Ninguno de los dos propuso dar media vuelta y abandonar al ciervo a su suerte, ni siquiera cuando el día tocaba a su fin y el follaje se espesaba, cuando los árboles empezaban a ser más antiguos y la luz más tenue. Pronto se impuso la oscuridad y recurrieron a las linternas para iluminarse, pero no desistieron y continuaron tras el animal. Seguían viéndose manchas de sangre, lo que significaba que la herida era mortal, y que el ciervo aún sufría.
No permitirían que muriese con dolor.
Ernie Scollay interrumpió el relato.
—Así hacía las cosas mi hermano —dijo—. Y Harlan también —añadió, aunque era evidente que centraba la atención en su difunto hermano—. No iban a desistir y dejar de perseguir al ciervo. No eran hombres crueles. Eso debe comprenderlo. ¿Usted caza?
—No —contesté, y observé mientras él intentaba disimular cierto aire de suficiencia, como si le hubiese confirmado sus sospechas sobre mí y mi innata blandenguería urbana. Y entonces me tocó a mí añadir algo—: Animales no. —Y quizá fuera mezquino por mi parte, pero obtuve cierto placer al ver el cambio en su expresión.
—Bueno —prosiguió—, el caso es que mi hermano nunca quiso ver sufrir a un ser vivo, fuera animal o humano. —Tragó saliva y se le quebró la voz al pronunciar las siguientes palabras—: Ni siquiera a sí mismo, al final.
Marielle, con ternura, colocó la mano derecha sobre los dedos entrelazados de Ernie Scollay.
—Es verdad lo que dice Ernie —confirmó—. Debe saber, señor Parker, que los dos eran buenas personas. Creo que no actuaron como debían, y las razones que pudieran tener para ello no estaban del todo justificadas, ni siquiera ante sí mismos, pero no era propio de ellos.
Callé, porque no había nada que decir, y ellos se adelantaban a los acontecimientos. Ya no hablaban del ciervo, sino de lo que vino después. Lo único que yo tendría para juzgar a esos dos hombres muertos era el propio relato, y éste no había terminado aún.
—Estaba contándome lo del ciervo —apunté.
Se hallaba en el borde de un claro, tambaleándose, con sangre y espuma en la boca, la parte inferior del pelaje empapada de sangre. Harlan y Paul no entendieron cómo había aguantado tanto, y sin embargo apenas había reducido la marcha hasta los dos últimos kilómetros más o menos, cuando por fin empezaron a darle alcance, y ahora allí estaba, aparentemente moribundo. Pero cuando se acercaron, el animal inclinó la cabeza hacia ellos, y luego otra vez en dirección al claro. El bosque era tan espeso a ambos lados que el ciervo, de haber tenido fuerzas, sólo habría podido seguir adelante o desandar el camino en dirección a ellos, y parecía debatirse entre las dos opciones. Puso los ojos en blanco, suspiró hondo y cabeceó en lo que a Harlan le pareció casi un gesto de resignación.
Con la vida que le quedaba, el ciervo se volvió y corrió hacia ellos. Harlan levantó el rifle y disparó al animal en el pecho. Pese a fallarle las patas anteriores, aún avanzó un poco más por inercia y fue a quedar a unos centímetros de los causantes de su muerte. Harlan pensó que nunca se había sentido peor por un animal, y eso que él ni siquiera había disparado el primer tiro. La fuerza del ciervo, su deseo de sobrevivir, habían sido enormes. Se merecía vivir, o al menos tener una muerte mejor. Miró a su amigo, y vio que tenía los ojos empañados.
—Venía derecho hacia nosotros —comentó Harlan.
—Pero no para embestirnos —dijo Paul—. Creo que pretendía escapar.
—¿De qué? —preguntó Harlan. Al fin y al cabo, ¿qué podía haber peor que unos hombres que intentaban matarlo?
—No lo sé —respondió Paul—, pero es francamente raro.
—Francamente raro —coincidió Harlan.
Pero no era tan raro.
No lo era en absoluto.