El otoño había quedado atrás, se había marchado en forma de jirones de nubosidad blanca que surcaron los cielos despejados y azules como pañuelos de seda arrebatados por la brisa. Pronto sería Acción de Gracias, aunque, con el año ya cerca de su final, daba la sensación de que eran pocas las cosas por las que se podían dar las gracias. La gente con la que me cruzaba en las calles de Portland me hablaba de la necesidad de buscar un segundo empleo para llegar a fin de mes, de alimentar a sus familias con los cortes de carne más baratos mientras sus ahorros menguaban y sus redes de seguridad desaparecían. Escuchaban mientras los candidatos a altos cargos les decían que la respuesta a los problemas del país era enriquecer más a los ricos para que de su mesa cayeran más migajas en las bocas de los pobres, y algunos, al pensar en tamaña injusticia, se preguntaban si eso era mejor que no recibir siquiera las migajas.
Por Commercial Street deambulaban aún unos cuantos turistas. Detrás de ellos, un gran crucero, quizás el último de la temporada, se alzaba a una altura inverosímil por encima de los muelles y los tinglados, rozando casi con su proa los edificios situados frente al mar, y como el agua que lo sostenía no se veía desde la calle, semejaba un objeto desechado, embarrancado allí después de un tsunami.
A cierta distancia del paseo marítimo apenas quedaban turistas, y en el Great Lost Bear no había ni uno solo a esas horas, cuando la tarde se diluía en la noche. Ese día sólo cruzó las puertas del Bear un reducido pero uniforme desfile de lugareños, aquellos rostros familiares que permitían a los bares seguir abiertos durante las épocas de menor actividad; y mientras la luz se apagaba y el azul del cielo comenzaba a oscurecerse, el Bear se preparaba para entrar poco a poco en ese ambiente cálido y relajado en el que las conversaciones se desarrollaban en voz baja y la música era suave, donde había rincones entre las sombras para amantes y amigos, y rincones también para conversaciones más sombrías.
Era una mujer menuda, y su cabello corto, negro con un único mechón de cabello blanco, recordaba el plumaje de una urraca. Una cicatriz con forma de ese le surcaba el cuello como la huella de una serpiente en la arena clara. Tenía los ojos de un verde muy vivo, y unas patas de gallo que, en lugar de restarle atractivo, encauzaban la atención hacia los iris, realzando su belleza cuando sonreía. Aparentaba su edad, ni más ni menos, e iba discretamente maquillada. Supuse que en general se conformaba con mostrarse tal como Dios la había hecho, y sólo en las raras ocasiones en que visitaba las ciudades por trabajo o por placer, sentía la necesidad de «emperifollarse», como decía mi abuelo. Iba sin alianza, y la única joya que lucía era un pequeño crucifijo de plata colgado del cuello con una cadena barata. Llevaba las uñas tan cortas que cabría pensar que se las mordía, salvo porque las puntas se le veían demasiado pulidas, demasiado regulares. En su pantalón negro de vestir, a la altura del muslo derecho, tenía un roto remendado con un pequeño triángulo de tela, tan expertamente cosido que apenas se notaba. La prenda le sentaba bien, y con toda seguridad le había costado caro. No era de las que tiraban algo por un pequeño rasgón. Me imaginé que lo había remendado ella misma, sin confiar la tarea a otro, porque no estaba dispuesta a gastar dinero en lo que, como bien sabía, ella podía hacer mejor con sus propias manos. Una camisa de hombre entallada, blanca e impecable, le caía suelta sobre la cinturilla del pantalón. Tenía los pechos pequeños, y el dibujo del sujetador se transparentaba ligeramente.
El hombre sentado a su lado le doblaba la edad, como poco. Para la ocasión, vestía un traje marrón de sarga, acompañado de una camisa amarilla y una corbata amarilla y marrón a juego, comprado todo ello, quizá, junto con un pañuelo para el bolsillo de la chaqueta del que había prescindido hacía tiempo por considerarlo demasiado ostentoso. «Trajes de funeral», los llamaba mi abuelo, aunque, con un cambio de corbata, servían igualmente para los bautizos, e incluso las bodas si quien lo llevaba no pertenecía al grupo más allegado.
Y a pesar de que había sacado el traje para un acontecimiento que no guardaba relación con ninguna celebración eclesiástica, con ninguna llegada o partida de este mundo, y había lustrado sus zapatos de color marrón rojizo hasta tal punto que las pálidas rozaduras de las punteras parecían más bien el reflejo de la luz, lucía además una maltrecha gorra con el anuncio: SCOLLAY: GUÍA Y TAXIDERMISTA, escrito con letra tan recargada y llena de florituras que uno tardaba un rato en descifrar el mensaje, y para entonces él, muy probablemente, ya había conseguido endilgarle una tarjeta de visita, y preguntarle si no tenía tal vez un animal que hubiera que disecar y montar, o, en caso contrario, si no le apetecía enmendar esa situación mediante un recorrido por los bosques de Maine. Me inspiró ternura, allí sentado ante mí, entrelazando y separando los dedos de las manos, esbozando sonrisas parcas e incómodas que se borraban casi tan pronto como aparecían, al igual que pequeñas olas de emoción rompiendo en su rostro. Era un hombre ya mayor, y buena persona, eso me constaba pese a conocerlo desde hacía sólo una hora. Su honradez resplandecía intensamente desde su interior, y pensé que, cuando abandonara este mundo, sería muy llorado, y la comunidad de la que formaba parte se empobrecería con su pérdida.
Pero asimismo comprendí que parte de mi aprecio por él se debía a las asociaciones concretas que ese día tenía para mí. Era el aniversario de la muerte de mi abuelo, y esa mañana había colocado flores en su tumba y me había quedado un rato allí sentado, observando cómo pasaban los coches que iban y venían de Prouts Neck, Higgins Beach y Ferry Beach: todos de gente de la zona.
Era extraño, pero junto a la sepultura de mi padre, que visitaba a menudo, nunca percibía su presencia; lo mismo me sucedía ante la de mi madre, que había vivido sólo unos años más que él. Se hallaban en otra parte desde hacía tiempo. En cambio, algo de mi abuelo flotaba aún entre el bosque y las marismas de Scarborough, ya que él adoraba ese lugar, y siempre le había aportado paz. Yo sabía que su dios —porque cada hombre tiene su propio dios— le permitía rondar a veces por allí, quizá con el fantasma de alguno de los muchos perros que le habían hecho compañía a lo largo de su vida gañendo tras sus talones, espantando a las aves de los juncos y persiguiéndolas por pura diversión. Mi abuelo acostumbraba decir que si Dios no permitía a un hombre reunirse con sus perros en la otra vida, no era un Dios digno de devoción; que si un perro no tenía alma, nada la tenía.
—Disculpe —dije—. ¿Cómo decía?
—Un avión, señor Parker —repitió Marielle Vetters—. Encontraron un avión.
Ocupábamos un reservado al fondo del Bear, sin nadie cerca. Detrás de la barra, Dave Evans, el dueño y encargado, pugnaba con un surtidor de cerveza que le estaba dando problemas, y, en la cocina, los cocineros preparaban los pedidos de la cena. Yo había acordonado la zona en la que nos hallábamos con un par de sillas para que no nos molestaran. Dave nunca se oponía a esos cambios provisionales. Además, esa noche debía de tener preocupaciones más importantes: los hermanos Fulci estaban sentados a una mesa cerca de la puerta en compañía de su madre, que celebraba su cumpleaños.
Los Fulci eran casi tan anchos como altos, habían monopolizado el mercado del poliéster con prendas que siempre parecían quedarles pequeñas, y se medicaban para evitar cambios de humor excesivos, lo cual significaba, sólo, que todo daño causado por cambios de humor no excesivos se restringiría posiblemente a bienes materiales, excluyendo a las personas. Su madre era una mujer diminuta, de pelo plateado, y resultaba inverosímil que aquellas estrechas caderas pudieran haber dado a luz a unos hijos tan descomunales, que habían necesitado, según contaban, unas cunas construidas expresamente para que cupiesen. Fuera cual fuese la mecánica del parto, los Fulci querían mucho a su madre y deseaban verla feliz siempre, pero sobre todo el día de su cumpleaños. Razón por la que estaban nerviosos ante la inminente celebración, lo cual a su vez ponía nervioso a Dave, y a su vez ponía nerviosos a los cocineros. Uno de ellos ya se había cortado con un cuchillo de trinchar cuando se le comunicó que sería el único responsable de atender los pedidos de la familia Fulci esa noche, y había pedido permiso para tumbarse un rato y tranquilizarse.
«Bienvenido», pensé, «a otra noche más en el Bear».
—¿Le importa que le pregunte una cosa? —me había dicho Ernie Scollay al poco de llegar él y Marielle y de ofrecerles yo una copa, que rechazaron, y luego un café, que aceptaron.
—En absoluto —contesté.
—Tiene tarjeta de visita, ¿no?
—Sí.
Saqué una de mi cartera, sólo para convencerlo de mi autenticidad. La tarjeta era muy sencilla, negro sobre blanco, con mi nombre, Charlie Parker, en negrita, junto con un número de móvil, una dirección segura de correo electrónico y la nebulosa expresión «Servicios de investigación».
—Así pues, ¿tiene una empresa?
—Más o menos.
Señaló alrededor.
—¿Y por qué no tiene un despacho como es debido?
—Eso me lo preguntan muy a menudo.
—Bueno, quizá si tuviera un despacho no se lo preguntarían tanto —dijo, y desde luego su razonamiento era de una lógica difícil de rebatir.
—Los despachos son caros de mantener. Si tuviera uno, me vería obligado a pasar un tiempo allí para justificar el alquiler. Eso sería en cierto modo como poner el arado delante de los bueyes.
Él se detuvo a pensarlo y por fin asintió. Quizá por mi sagaz utilización de una metáfora agrícola, aunque lo dudaba. Se debía, más probablemente, a mi reticencia a gastar dinero en un despacho que no necesitaba, y que me habría empujado a cargar a mis clientes, incluido el señor don Ernest Scollay, los costes asociados.
Pero ahora, después de ese inciso, hablábamos ya del motivo de nuestro encuentro. Marielle me había contado cómo habían transcurrido los últimos días de su padre, y la historia que éste le refirió acerca del rescate de un niño, un tal Barney Shore; y si bien había titubeado un poco al referirse a la niña muerta que pretendía atraer a Barney a lo más hondo del bosque, no había eludido en ningún momento mi mirada, ni se había disculpado por la rareza de esa historia. Y yo, por mi parte, no había expresado el menor escepticismo, porque había oído hablar de la niña de los Bosques del Norte a otra persona muchos años antes, y no dudaba de su veracidad.
Al fin y al cabo, yo mismo había presenciado cosas más raras.
Pero ahora Marielle había llegado al episodio del avión, y la tensión que venía creciendo entre ella y Ernie Scollay, hermano del mejor amigo del padre de Marielle, se hizo palpable como la electricidad estática en el aire. Ése, presentí, había sido motivo de muchas conversaciones, incluso discusiones, entre ellos. Scollay parecía echarse atrás ligeramente en el reservado, distanciándose a todas luces de lo que estaba a punto de ser revelado. La había acompañado porque no le quedaba más remedio. Marielle Vetters planeaba exponer parte de lo que le había contado su padre, si no todo, y Scollay había llegado a la conclusión de que era mejor estar allí presente y ver qué ocurría en lugar de quedarse cruzado de brazos en casa, sufriendo por lo que pudiera decirse en su ausencia.
—¿Tenía algún tipo de marca? —pregunté.
—¿De marca?
—Números y letras para reconocerlo. Aquí se llama «número N», y suele ir en el fuselaje, y si el avión está registrado en Estados Unidos, siempre empieza por la letra «N».
—Ah. No, mi padre no vio ninguna marca de identificación, y además casi todo el avión estaba oculto.
Eso era extraño. Nadie podía pilotar un avión sin marcas de identificación.
—¿Seguro?
—Totalmente. Aunque dijo que había perdido parte de un ala al caer, y casi toda la cola había desaparecido.
—¿Le describió el avión?
—Se dedicó a buscar fotos de aparatos similares, y pensó que podía tratarse de un Piper Cheyenne o algo así. Era un bimotor, con cuatro o cinco ventanillas a cada lado.
Utilicé el teléfono móvil para obtener una imagen del avión en cuestión, y lo que vi pareció confirmar la declaración de Marielle acerca de la ausencia de identificación. El avión tenía el número de matrícula en el estabilizador de dirección de la cola: si esa parte había desaparecido, y cualquier otra marca estaba debajo del ala, no se habría podido identificar el avión desde el exterior.
—¿Qué ha querido decir con eso de que casi todo el avión quedaba oculto? —pregunté—. ¿Alguien había intentado esconderlo?
Marielle miró a Ernie Scollay. Éste se encogió de hombros.
—Será mejor que se lo digas, Mari —instó—. No es más raro que lo que ya ha oído.
—No lo escondieron ni una persona ni varias —dijo ella—. Según mi padre, fue el propio bosque. Sostenía que el bosque conspiraba para engullir el avión.