El pasado otoño, antes de que mi hermana muriera, fui a visitarla a las Ciudades Gemelas[21]. Están a sólo una hora de vuelo del aeropuerto Detroit Metro, que todos los canadienses utilizamos como si fuera nuestro. Hasta entonces no sabía que Berner estaba allí. Mientras organizaban una fiesta para mi retiro, mis alumnos «me miraron» en el ordenador para averiguar todo lo que pudieran sobre mi persona; algo embarazoso, o conmovedor; el que alguien pudiera haber estado buscándome: una antigua novia, un camarada del ejército, una orden de detención. Uno ya no puede tener secretos (aunque a mí me vaya en ese sentido mejor que a otros). Encontraron un mensaje de «busco a» en una página web. Decía, sencillamente: «Busco a Dell Parsons. Profesor. Posiblemente residente en Canadá. Su hermana está enferma y le gustaría ponerse en contacto con él. El tiempo apremia. Bev Parsons». Y se añadía un número de teléfono.
Fue un fuerte shock para mí ver el nombre de mi padre en la hoja de papel que los alumnos me entregaron con mucha solemnidad, queriendo que supiera que lo habían hecho con intenciones más festivas, pero obviamente comprendiendo que debía ver aquel mensaje.
No había vuelto a ver a mi padre, ni a mi madre, desde que se lo llevaron a la cárcel. La última vez que lo vi fue el día en la celda de Great Falls. Hubo cartas —una o dos de Mildred— que me llegaron. Una decía —también fue un shock para mí— que mi madre se había suicidado en la cárcel de mujeres de Dakota del Norte. (Entonces yo estaba en el instituto de Saint Paul, en Winnipeg, y no me acuerdo mucho de lo que sentí). Pero no hubo noticia alguna de él desde que salió de la cárcel, si es que había sobrevivido a ella. Pensé que debió de sentir que yo estaba mucho mejor donde estaba, y que nada ganaría volviendo a una vida que hacía mucho tiempo que se había clausurado. Y yo acabé estando de acuerdo con él, aunque no porque lo hubiera olvidado. En una visita que le hice a Reno, Nevada, en 1978, mi hermana me contó que creía haber reconocido a nuestro padre en el casino de una estación de servicio de Jackpot, Nevada, sentado en un taburete, metiendo cuartos de dólar en una máquina tragaperras, con una chica a la que Berner definió como «mexicana» sentada a su lado. Llevaba bigote. Reconoció que a veces confundía aquella vez con la de un hombre que había visto en un bar de Baker, Oregón, que estaba solo. «Pero las dos veces seguía siendo guapo», dijo. «En ninguna le hablé». Berner era bebedora, y esas historias no eran raras en ella.
Pero el pensamiento de que mi padre —a los noventa años— pudiera estar al lado de mi hermana, asistiéndola en un mal trance, y buscándome en el mundo para pedir ayuda, equivalía, sorprendentemente, a sentir que mi vida entera estaba no sólo amenazada sino en peligro de no haber sido vivida nunca. Todos ellos estaban aún allí, esperándome, con la mirada fija, numinosos, obstinados, imborrables. Aquello me hizo caer en la cuenta de lo mucho que había querido borrarlos de mi vida, lo mucho que mi felicidad se hallaba condicionada al hecho de que desaparecieran.
Berner y yo nos habíamos visto sólo tres veces en aquellos cincuenta años. Estas relaciones familiares elípticas se dan primordialmente en Estados Unidos. No puedo hacerlas extensibles a Canadá y los canadienses; siento que soy escasamente canadiense. Pero vimos mucho a los padres de mi mujer antes de morir. Y seguimos viendo bastante a su hermana, en Barrie. Los canadienses y los estadounidenses, sin embargo, son tan parecidos en tantos aspectos que no resulta justo hacer hincapié en esta diferencia.
Siempre he sentido que debería haber visto más a mi hermana, y si me hubieran preguntado al respecto habría dicho que he sido de esa clase de hermano. No sucedió así, eso es todo. Su vida resultó ser muy diferente de la mía. He tenido una esposa y he sido profesor de instituto y patrocinador de clubs de ajedrez durante toda mi vida laboral. Berner ha tenido como mínimo tres maridos y, por desdicha, parece que sólo se gustaba a sí misma al margen de la vida convencional. He perdido el rastro de la mayoría de las cosas que ha sido. Fue hippie mientras duró el movimiento. Luego la esposa de un policía que la maltrataba. Luego una universitaria tardía que no acabó los estudios. Luego camarera en un casino. Luego camarera en un restaurante. Luego ayudante de enfermería en un hospital para enfermos terminales. Otro de sus maridos era mecánico de motos de Grass Valley, California. Nunca tuvo hijos. Y hubo más cosas que hicieron que su vida no pareciera ser una buena vida, aunque ella nunca lo dijese.
Cuando la visitamos en Reno estaba con un hombre llamado Wynne Reuther, que decía que estaba emparentado con Walter Reuther. Los dos estaban borrachos. Cenamos en el restaurante de un casino. Berner, cuya piel pecosa estaba hinchada —lo que hacía que sus rasgos planos parecieran demasiado pronunciados—, había adquirido una risa burlona, rasposa, que le dejaba al descubierto gran parte de la lengua. Sus estrechos ojos verde gris eran fríos y como de halcón. Trató a mi mujer sarcásticamente, y no parecía recordar o aceptar el hecho de que éramos canadienses. Seguía poseyendo la misma rareza belicosa que siempre me había fascinado —«altanería», la llamaba mi padre—. De niños fuimos siempre las dos caras de una moneda. Pero ahora, en aquella cena, hablándole ruidosamente al tal Reuther, me parecía simplemente un ser humano más, pese a su amaneramiento y a sus gestos de manos y a alguna ocasional vuelta fantasmal a las facciones faciales que yo le conocía. Al final dijo que yo —no Clare— hablaba como un canadiense. A mí no me molestó. Dijo que Canadá era «anodino», lo cual molestó a Clare. Y luego me dijo a mí que había dejado mi país atrás para que se las arreglara como pudiera. Después de eso tuve una discusión fuera de lugar con Wynne Reuther —sobre algo relativo a Irán— que zanjó la velada de forma brusca. Lo último que me dijo Berner, mientras estábamos en el aparcamiento oscuro, sofocante, vacío —era la interestatal 80, llena de camiones atronando encima de nosotros a las luces de sodio naranja y el vivo fulgor del casino—, fue: «Has renunciado a mucho. Sólo espero que lo sepas». No sabía lo que estaba diciendo. Había bebido demasiado, y sentía amargura por la «vida sucedánea» que había llevado en lugar de la vida mejor que habría tenido si las cosas hubieran ido como es debido, si nuestros padres no hubieran hecho lo que hicieron, etcétera. Tenía razón, por supuesto. Había renunciado a muchas cosas, como Mildred me había dicho que tendría que hacer. Y estaba satisfecho de haberlo hecho, y de lo que había recibido a cambio. «Es tan raro lo que hace diferente a la gente», dijo Clare, de forma casi enigmática, cuando estábamos en el coche y todo había quedado atrás. «La naturaleza no rima a sus hijos», dije, contento de recordar el verso de Emerson, y de haber encontrado el momento en que encajaba a la perfección. Aunque lo que sentí aquella noche fue efímero, incompleto y triste. Pensé que muy posiblemente no volvería a ver a Berner nunca más.
Quedamos en encontrarnos en el Comfort Inn que hay junto al enorme centro comercial cercano al aeropuerto de las Ciudades Gemelas. Hubo un cortés desacuerdo al teléfono acerca de quién iría a ver a quién, y una vez solucionado éste, si yo iría a su casa en un coche alquilado o ella vendría a recogerme al aeropuerto.
—Tengo que poder irme a casa en cuanto me canse —dijo al otro lado de la línea, con voz gastada pero firme, como si yo no fuera capaz de llevarla a casa cuando me lo pidiera. Tenía una tos breve, áspera, y estaba ronca—. Tengo quimio los martes —dijo—, así que me canso enseguida.
—¿Está papá allí? —dije. Tenía a «Bev Parsons» grabado en mi cerebro. No quería verle. Pero si estaba vivo y la estaba cuidando, no veía cómo podía rechazarle.
—¿Papá? —Su voz sonaba incrédula—. ¿Nuestro padre?
—Bev Parsons —dije.
—Oh, por el amor de Dios —dijo—. Se me olvidó. No. Al final decidí deshacerme de ese nombre horrible, Berner —dijo como arrepentida—. Todos esos años con él a cuestas. Como una mala suerte. El nombre de papá me venía mucho mejor. Siempre me dio envidia. Podría guardar mi propio equipaje, si tenía alguno.
—A mí siempre me gustó tu nombre —dije—. Me parecía muy personal.
—Muy bien. Entonces quédatelo. Esta libre. Te lo dejaré en el testamento.
Se echo a reír de nuevo.
—¿Estás muy grave?
De pronto, por estar al teléfono y no frente a frente, ya no éramos jóvenes sino dos adultos que pueden preguntarse esas cosas. Mellizos de un tipo diferente, y mejor.
—Dios mío —dijo—. Sólo voy a quimio por hacer algo. Me quedan dos meses. Tal vez. Un linfoma que no le deseo a nadie. De verdad. —Oía claramente su respiración. Un suspiro. Siempre suspiraba, aunque no con resignación.
—Lo siento —dije.
Volvíamos a ser casi unos desconocidos. Lo sentía de veras, por supuesto.
—Bueno, yo también —dijo, y parecía animada—. La cura es lo que realmente duele. Y la cura no es una cura. Pero será mejor que vengas, ¿de acuerdo? Quiero verte. Y darte algo.
—De acuerdo —dije—. Iré el fin de semana que viene.
—¿Sigues siendo el señor Profesor?
—Hasta junio —dije—. Y luego me retiro.
—Tendré que perderme tu graduación, me temo. —Volvió a lanzar la risa áspera y burlona, y recordé la última vez que nos habíamos visto, cuando me dijo que había renunciado a muchas cosas.
—Lo que quiere ver es si vas. —Clare sacudió la cabeza con firmeza. Me estaba ayudando a preparar una bolsa pequeña de viaje. Pensaba estar tan solo un día y una noche—. Y por supuesto vas.
Dije:
—Si tu hermana estuviera enferma, moribunda, tú irías.
Nuestra casa de Monmouth Street está al lado de un pequeño parque con olmos vestigiales, enfrente y a un costado. En ambas vistas mostraban su vivo y exuberante color dorado. Era octubre, la estación para la que vivimos los de estas latitudes.
—Sí, iría —dijo ella, y me dio unos golpecitos en la espalda, y un beso en la mejilla—. Te quiero —dijo—. Cualquier cosa que quiera, dásela.
—Sólo quiere que vaya —dije—. Quiere darme algo.
—Veremos —dijo. Mi mujer es una contable diplomada y tiende a ver el mundo de más allá de su pequeño círculo de íntimos y de su familia cercana como una voluntariosa negociación, pros frente a contras, ganancia frente a pérdida, dar frente a recibir; aunque no mal frente a bien. Tal concepción del mundo no ha hecho que se vuelva cínica, aunque sí escéptica. De corazón, es generosa—. Aceptarás lo que vaya a darte, sea lo que sea —dijo—. Dile que le mando mis mejores deseos…, si es que me recuerda.
—Te recuerda —dije—. Y lo apreciará mucho. Se lo diré.
Hacía frío en Minneapolis, una ciudad que siempre me ha gustado de lejos por su optimismo equilibrado, sólido y refinado. Solíamos pasar por Minneapolis cuando íbamos a visitar a la madre de Clare en Portage la Prairie y cruzábamos el lago en el ferry a Wisconsin.
Estaba junto a la entrada del Comfort Inn, con el abrigo puesto, contemplando unas cuantas bandadas de patos que volaban hacia el sur, cuando Berner llegó en un Probe azul abollado, con adherencias de herrumbre en la parte de abajo de los parachoques, en el capó y en el techo. Bajó la ventanilla de su lado y dijo:
—Eh, chico grande. ¿Tienes tiempo para un polvo rápido? No me queda tiempo más que para eso.
Estaba horrible. Su cara, sonriente al otro lado de la ventanilla, era de color mostaza amarillenta. La hinchazón de treinta años atrás había desaparecido, lo mismo que la pelusilla de la mandíbula. Sus ojos parecían consumidos tras unas gafas de montura roja que le quedaban demasiado grandes, el tipo de gafas que se ponen las mujeres mayores para parecer más jóvenes. Estaba delgada, casi como cuando era joven. Era como esas mujeres mayores con dentadura demasiado grande para la boca. El maquillaje le ocultaba gran parte de las pecas de la cara plana. Su pelo crespo de antaño estaba gris y ralo.
—Tengo que pasar por casa —dijo, cuando ya reemprendía la marcha—. No está lejos. Me he olvidado el oxi… lo que sea. Luego podríamos ir a Applebee’s. Se está bien allí, ¿sabes?
—Estupendo —dije.
Llevaba una vía pegada al dorso de la mano derecha, para la quimioterapia. Todo lo que hacía le resultaba difícil y le costaba un gran esfuerzo, incluido aquel encuentro conmigo. El interior del coche era un puro desorden. Una colcha de felpilla cubría los asientos. Faltaba la radio. Un trozo de cinta ancha plateada tapaba un hueco en el salpicadero de vinilo. En el asiento trasero había un neumático y los accesorios de un gato. Berner llevaba un abrigo morado acolchado, largo y muy usado, y botas blancas de una textura lanosa. Despedía un olor fuerte a hospital, de alcohol de frotar y de algo dulce. Era evidente que estaba muy enferma, como me había dicho.
—Me tomaré la pastilla después de comer. —Trataba de sortear el tráfico del sábado por la mañana próximo al centro comercial—. Luego dispondré de una media hora, y tendré que volver a casa. Antes te llevaré al hotel. O empezaré a conducir marcha atrás y de cabeza. Soy una adicta ahora. Nunca lo había sido. Me ha curado las alergias. Es muy bueno. —Sonrió—. ¿Me has reconocido? El amarillo es mi nuevo tono de otoño. Es el hígado, que lo tengo hecho polvo. Se supone que es lo que va a acabar conmigo. No será demasiado malo.
—Te he reconocido —dije. No quería estar demasiado serio, si ella no lo estaba—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Esto. —Se echó hacia atrás en el asiento, como si algo la hubiera mordido dentro, a la altura de la cintura. Aspiró profundamente y espiró con igual hondura—. A menos que quieras enseñarme matemáticas. Pensé que estaría bien aprender matemáticas antes de morir. Era buena en matemáticas, ¿te acuerdas? Ahora todo es diferente. Morir debe de hacer que te entre sed de conocimiento. Y de otras cosas. —Sonrió—. Te he echado de menos. A veces.
—Sí, me acuerdo —dije—. Yo también te he echado de menos.
—Por supuesto, tienes memoria. Yo no encuentro la mía. —Se volvió y me miró con seriedad, como si yo hubiera dicho algo que no debería haber dicho. Su expresión quería ser cálida conmigo. Quería darme la bienvenida y hacerme saber que me echaba de menos—. Yo también me acuerdo de ti —dijo, y levantó la barbilla de un modo que era más de nuestro padre que de ella. Un gesto mío, también. Entonces sentí una súbita punzada de añoranza… de ser joven, de que la vida que había vivido fuera un sueño del que habría de despertar en un tren rumbo a Seattle.
—¿Así que te gusta ser Bev?
Aún no la había tocado, pero alargué la mano torpemente y le di unas palmaditas en el hombro, que noté muy delgado bajo el abrigo acolchado.
Tosió con aspereza y se dio aire a la cara con la mano.
—Oh, sí —dijo, y tragó lo que había tosido—. Llevo quince años siendo Bev. Es mi nombre normal. Al pobre Berner lo dejé tirado en alguna parte. No pudo seguir mi ritmo.
—A mí me gusta —dije.
—A papá no le fue tan bien con Bev. Y pensé probar yo. Ellos no eran más que unos chiquillos, ¿sabes? Los dos.
—No, no lo eran —dije. Me sorprendió verme respondiendo con tanta brusquedad—. No lo eran en absoluto. Eran nuestros padres. Nosotros éramos los chiquillos.
—Muy bien. Touché —dijo. Sus manos, al volante, estaban rojas y tenían un aspecto descarnado—. ¿No decís vosotros eso? ¿Touché? ¿Touche, bravo?
—A veces.
—Tocada —dijo Berner; asintió con la cabeza y sonrió, tolerante—. Estoy tocada de la cabeza. Igual que tú. Somos mellizos. El cigoto no olvida.
—Eso es cierto —dije—. Somos mellizos.
Berner vivía en una casa rodante de doble remolque, bastante nueva, anclada en una calle recta y estrecha llena de otras casas rodantes —la mayoría bastante nuevas—, con diminutos jardines y árboles jóvenes sujetos con alambre a la tierra, y coches deportivos aparcados frente a la calle en pendiente sin bordillo, y antenas parabólicas en todos los tejados. Había niños fuera; era sábado por la mañana. Enormes reactores plateados se alzaban en el cielo del otoño, a un par de kilómetros al norte de nosotros. Sus motores emitían un ruido no muy estruendoso y desaparecían.
Berner enfiló un camino de entrada pavimentado. Un hombre menudo estaba de pie junto al otro extremo del remolque, dándoles hojas de lechuga a varios conejos gordos grises y blancos que había dentro de una conejera de alambre y que se apretaban contra la pequeña entrada.
—Ahí tienes al hombre blanco más paciente del mundo, y campeón mundial de Scrabble. Está cuidando de su «rebaño». —Abrió la portezuela y movió trabajosamente las piernas de debajo del volante—. Dame un empujoncito, cariño. —Parecía sentir dolor a causa del esfuerzo—. Me cuesta ponerme en movimiento una vez que me he parado. No será ni un minuto. —Al acercarnos a su casa se había puesto a hablar con un suave acento del sur—. No estamos casados —dijo, hablando hacia el interior del coche—. Pero es el mejor marido que he tenido en mi vida. Es tímido. —Se puso recta, con rigidez, y miró hacia el hombre que estaba cerrando la puerta de la conejera. Llevaba botas de cowboy, tejanos, un impermeable de nailon y una gorra de un rojo brillante de las que llevaban mis alumnos, aunque él la llevaba derecha—. Se me ha olvidado una cosa —dijo en dirección a él. Ella miró, pero no dijo nada—. Mi «chute» —dijo, y echó a andar con dificultad hacia los escalones de la entrada para ir a buscar su medicina.
En la calle, al sol frío de la mañana, muchos de los otros convecinos de las casas rodantes, dispuestas a lo largo y cara a la calle, tenían banderas estadounidenses ondeando en astas de aluminio levantadas en los jardines, como si alguien les hubiera vendido a todos la misma bandera. En el de Berner no había ninguna bandera. En algunos céspedes podían verse pancartas de papel en las que se proclamaban las creencias de los residentes. EL ABORTO MATA. EL MATRIMONIO ES UN SACRAMENTO. NO A LOS IMPUESTOS. Algo que se estaba extendiendo a Canadá, con el gobierno: la nerviosa intensidad estadounidense en favor de algo más. El inevitable desplazamiento hacia el norte de todas las cosas.
El hombre menudo de la gorra roja y las botas de cowboy fue hasta una segunda conejera y se puso a darles a los conejos más hojas de lechuga de un gran cuenco plateado que había dejado en el césped, a sus pies. Su impermeable llevaba una bandera confederada cosida en la espalda, con una leyenda debajo que no pude leer. Era un hombre encogido, fuerte, anguloso y seco, y mucho mayor que Berner. Una persona religiosa, redimido mucho tiempo atrás, imaginé, mirándole a través del fulgor del sol que daba en el parabrisas. En alguna parte habría una moto. Un televisor gigante. Una Biblia. Todos habían dejado de beber hacía tiempo, y ahora esperaban. Es lo que les sucedió, pensé. Acabar aquí, de este modo. Yo había dado en el hábito de abanderar el rumbo que decidí emprender en la vida, como si mi vida pudiera enseñarle algo a alguien. No era tan admirable, dado que no podía hacerlo. Y menos que nadie a mi hermana, que había tomado su vida en sus manos y la había aceptado. Caí en la cuenta de que no sabía cómo definirla.
El hombre menudo cerró la segunda conejera, y le echó el cerrojo con minuciosidad. Se agachó, cogió el cuenco plateado y miró hacia el coche cuando se estaba agachando. Luego se irguió y se quedó mirando fijamente el parabrisas y sus reflejos. Posiblemente podía verme en el asiento del acompañante, esperando a Berner; esperando a Bev. Alzó el cuenco a modo de saludo y sonrió con una sonrisa agradable que yo no me esperaba. Se volvió y caminó de un modo tieso, digno hacia la esquina del remolque, y desapareció. No vio cómo le contesté al saludo con otro gesto. No quería encontrarse conmigo. Lo comprendía perfectamente. Había aparecido en escena demasiado tarde.
En el coche, camino de Applebee’s, Berner tenía mejor aspecto. Se había maquillado un poco más, emitía un aroma a cereza y mascaba chicle. Había traído una bolsa de plástico de los supermercados Cub Foods, en cuyo interior, supuse, iría lo que tenía intención de darme.
Encendió la calefacción y me informó de que siempre tenía frío. No conseguía entrar en calor aunque le fuera la vida en ello. Se rascó la cinta adhesiva que le fijaba la vía al dorso de la mano y sacudió la cabeza cuando vio que me había dado cuenta. Parecía querer sacar la ancha lengua por entre los labios —lo tomé por una manifestación de los fármacos—. Ahora que estaba lejos de su casa rodante hablaba con menos acento del sur. «Es de Virginia Occidental», dijo. Se refería al hombre que no era su marido; le divertía pensar en él. Se llamaba Ray. Era un encanto. Lo sabía todo sobre ella, y no le importaba. Había estado en el ejército de los Estados Unidos durante mucho tiempo, pero después se había licenciado. Lo había conocido en Reno, y se había ido con él a las Ciudades Gemelas hacía una década. Allí tenía un hermano. La casa rodante era su «casi» regalo de boda. Criaba conejos «para la mesa», y lloraba cada vez que tenía que matar uno. Iban a la iglesia.
—Yo no creo en nada, por supuesto. Pero voy para que esté contento y ser amable con él. Sabe que oficialmente soy judía por parte de madre. Aunque no practico.
Dijo que le preocupaba China y su dominación creciente; que le preocupaban los «ilegales», los impuestos, el 11-S, la «amenaza». Se acordaba del nombre de Clare y de que era contable. Dijo que le encantaría poder visitarnos, y que sabía que Windsor no estaba lejos de las Ciudades Gemelas. Dijo que ella y Ray habían votado a Obama.
—¿Por qué no? ¿Eh? Es algo diferente. —Me preguntó si yo había votado a Obama. Le dije que le habría votado si hubieran dejado votar a los canadienses. Lo cual la hizo reír, y luego toser, y luego decir—: Está bien. Tienes razón. Eso es cierto. Me había olvidado de que te fuiste de este país. No te culpo.
Una vez más, no sabía nada de mi vida, y poco le habría apetecido saberlo, a aquellas alturas de la suya. Trataba denodadamente de aferrarse a una imagen de sí misma que quería darme. Todo lo que teníamos en común era a nuestros padres, hacía cincuenta años, y a nosotros mismos, hermano y hermana, que ahora trataban de sacar el mayor partido posible de… al menos una mañana. Berner, en el rato que estuvimos en el coche, logró no parecer enferma, no parecer amargada porque nuestras vidas hubieran tenido un rumbo tan diferente y para ella tan injusto (ahora, especialmente). Parecía haber localizado un viejo «yo» con el que mirarme con su antiguo escepticismo, y ello me hacía sentirme joven e ingenuo comparado con ella, vieja y sabia. Y eso me gustaba. Me alegraba que Clare no hubiera venido. Aunque no era aquello lo que me esperaba. Me había imaginado un remolque, sí, pero luego un cuarto de enfermo con las luces tenues, un televisor sin sonido, el tablero de la cómoda lleno de medicinas, y oxígeno, y todo alrededor la neblina y el aroma de la muerte. Esto era mejor. En otras circunstancias distintas, más propicias, podríamos haber pasado el día entero juntos. Era la indulgencia de la muerte.
—¿Sabes? —Estábamos entrando en el aparcamiento de Applebee’s, atestado de clientes de sábado del centro comercial cercano, que subían y bajaban de grandes todoterrenos, motos y furgonetas—. Siempre me digo a mí misma: «Recuerda eso. Puede que las cosas no sean así dentro de seis meses».
—No soy tan diferente a ti en eso —dije—. Seguimos teniendo la misma edad.
—Pero tú no sabes la de veces que lo que digo ha resultado ser verdad. En mi vida. Seis meses ha sido toda una vida.
Me miró con frialdad; los músculos de la mandíbula se le tensaban y destensaban bajo la piel color beige, y su lengua no paraba de moverse dentro de la boca.
—Lo sé —dije.
—Bien —dijo ella, y volvió a suspirar de forma resignada. En un tiempo sus suspiros habían sido siempre de impaciencia—. Intento resistirme con todas mis fuerzas a esta muerte lenta. Puede que no lo parezca, pero es cierto. Siento que… —Miró hacia abajo, hacia las llaves de contacto, acercó un dedo y les dio un absurdo golpecito que las hizo tintinear—. Siento, a veces, que mi vida de verdad no ha empezado aún. Ésta no ha estado a la altura, podrías decir. Y no fuiste tú quien hizo que así fuera. Me fui por aquella calle, sola, aquel verano. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo —dije—. Me acuerdo perfectamente.
Me acordaba.
—¿Lamentas no haber tenido hijos?
Había empezado a mirar fijamente el tráfico en la carretera de acceso. Pasó un gran autobús que iba al centro comercial, y sus ventanillas estaban llenas de caras de mujeres, todas con el pelo corto. Berner paró el motor y la calefacción. El ruido del exterior sonaba amortiguado, pero constante.
—No —dije—. Nunca he pensado en ello. Supongo que ya veo a bastantes jovencitos.
—Es el final de la estirpe, entonces —dijo, triunfante—. El linaje de los Parsons acaba aquí en el aparcamiento de Applebee’s. O casi.
—Clare y yo decimos lo mismo.
—¿Sientes que has tenido una vida maravillosa? ¿Ahora que yo te he contado cómo me siento? Está bien que digas que sí. Me alegro. —Volvió la cara hacia mí y, por un instante, no mostró señal alguna de tensión, sólo de alivio. Su cara, para mí, conservaría esa expresión para siempre.
—La acepto —dije—. La acepto por completo. Me casé con la chica adecuada.
—Todos la aceptamos. Ésa no es una respuesta. —Sus labios secos se fruncieron, y volvió a mirar con desagrado hacia el autobús que acababa de pasar—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Entonces, sí —dije—. La he tenido.
Aunque no estaba seguro de que lo pensara.
—Soy tu hermana mayor. —Aspiró el aire por la nariz, con cuidado—. Tienes que decirme toda la verdad. O volveré de la tumba y no te dejaré en paz. —Se sonrió para sí misma, tiró de la manilla de la portezuela e inició de nuevo los movimientos dolientes para apearse—. Ahora puedo hacerlo yo sola —dijo.
Dejamos la conversación en ese punto, y ya no volvimos a retomarla.
En Applebee’s, nos sentamos al lado de un gran ventanal que daba al aparcamiento. Podíamos ver su coche oxidado, que estaba más deteriorado de lo que pensaba, con su matrícula de Minnesota doblada y su parachoques trasero partido. Ningún otro coche del aparcamiento tenía un aspecto tan desvencijado como el de mi hermana.
Berner parecía alegre, recuperada de nuestra charla grave, como si aquel rumor clamoroso, lleno de cursilerías, distraído por la televisión, fuera justo lo que necesitaba, y supiera que su misión era hacer olvidar sus congojas a los enfermos terminales. Se dejó puesto el abrigo morado que necesitaba pasar por la tintorería.
Se sacó el chicle de la boca, lo envolvió en la esquina de una servilleta de papel y lo dejó sobre el alféizar de la ventana. Pidió un martini y me animó a que pidiera otro, pero dijo que no podía tomar alcohol con su medicación. Le gustaba tenerlo enfrente, como en los viejos tiempos, listo para obrar su pequeña magia. Yo pedí una copa de vino para relajarme y cobrar ánimos.
—¿Te he dicho —dijo, tenía a su lado la bolsa de plástico— que no voy a suicidarme? Se me ha olvidado lo que te dije. La quimio es una mierda absoluta.
—No, no lo has dicho —dije—. Pero me alegra oírtelo decir.
Levanté la copa de vino para brindar por ella.
—En una familia de cuatro, con un suicidio es suficiente —dijo. Entonces sólo teníamos dieciséis años y no estábamos en posición de tomar las riendas de nada. Saber el lugar donde descansaba nuestra madre era otra de las cosas a las que había renunciado—. Yo no me aferré a ellos demasiado, la verdad —dijo, mientras con un dedo (en el que podía verse el tatuaje diminuto y muy desvaído de una cruz) acariciaba el pie de su copa, y estudiaba con detenimiento la carta, que ofrecía fotografías de colores vivos de las cosas que podían pedirse—. A veces pienso en ellos y en su gran atraco al banco —dijo esta palabra con énfasis—. No puedo hacer otra cosa que reírme. Y todos nosotros venimos de eso. Fue el acontecimiento de nuestra vida, ¿no te parece? Un puto desastre, sobre el que todo fue amontonándose después.
Entornó los ojos detrás de las gafas, se apoyó sobre los codos y se quedó mirándome con fijeza para hacerme saber qué significaba precisamente para ella el hecho de estar ya en el camino hacia la liberación de todos sus problemas. Me sentí muy mal —a causa de ella, y por ella—, y no podía hacer nada para remediarlo.
—Pensar en ello no te lleva a ninguna parte —dije, lo cual era la verdad en su mínima expresión.
Todas las jóvenes camareras habían empezado a cantar «Cumpleaños feliz» a cierto cliente anciano que estaba al otro lado del restaurante. Otros clientes se habían unido a ellas dando palmadas al ritmo de la canción. El equipo de fútbol americano de la Universidad de Minnesota jugaba en veinte televisores. De cuando en cuando había habido vítores y lamentaciones.
—No —dijo Berner—. No te lleva a ninguna parte, es cierto. —Apartó la vista de su martini, como si acabara de oír la canción de cumpleaños y los aplausos—. Es un secreto que compartimos, ¿no? Con el mundo entero. Dejar que las cosas pasen. Te conecta con el resto de la humanidad. Es lo que pienso. —Sonrió, sin motivo aparente. Recuerdo lo que me había escrito cuando su vida comenzaba: Sentimos lo mismo y vemos las cosas de la misma manera. Ella ya había empezado a compartir el mundo y yo no. Yo había sido abandonado en él. Me pregunté si ahora la estaba engañando de algún modo, de algún modo importante. ¿Le estaba ofreciendo mi ser real, mi más genuino ser? ¿Era verdad lo que le había dicho sobre mi vida? No quería engañarla. Era todo lo que tenía para darle, y siempre había sido una preocupación mía, dado mi pasado, y dado que soy profesor y siempre tengo que estar actuando, aunque tratando de no hacerlo. La cosa nunca está clara, puesto que todos somos varios entre los que elegir—. Puede que tengas una vena loca, oculta —dijo Berner—. Y puede que yo tenga una vena normal. Una vena dócil.
Había dejado que su mente se extraviara en alguna conversación interior que no estábamos manteniendo exactamente.
—Probablemente —dije, y tomé un sorbo de vino, que estaba picado—. Al menos la mitad de eso tal vez sea verdad.
—De acuerdo. —Bajó los ojos. Se había sorprendido extraviándose. El pelo castaño y gris lo tenía muy ralo en el frente, y muy peinado hacia atrás. Se había puesto colorete en el rato que había estado en el remolque. Tenía perforadas las orejas, pero no llevaba pendientes. Sus lóbulos estaban pálidos y blandos—. ¿Y sigues siendo el hombre del ajedrez? —dijo, y me sonrió para que me diera cuenta de que ahora me estaba haciendo caso.
—No —dije yo—. Lo enseño. Nunca fui bueno jugando.
Volvió la cabeza de pronto como si nos estuvieran trayendo la comida en ese momento. Su sopa. Mi ensalada. Pero no era así.
—Hablando del rey de Roma… —dijo, y levantó del suelo la bolsa de Cub Foods y la puso encima de la mesa—. Aquí está. —Suspiró y sacó de la bolsa un fajo de hojas de cuaderno blancas, secas y con unos agujeros y atadas con lo que parecían cabos endurecidos de cordón de zapatos de un color no muy diferente del de la piel de Berner—. No quería mandártelo. —Puso las manos sobre el montoncito de hojas, para mantenerlas juntas, y luego me miró y sonrió—. No sabía si ibas a gustarme. O si yo te iba a gustar a ti. O ni siquiera si ibas a quererlo. —Volvió a suspirar, esta vez muy profundamente, como si algo la hubiera derrotado.
—¿Qué es? —pregunté.
En la primera hoja vi una letra desvaída escrita con tinta.
—Su «crónica». La llama así. O la llamaba. La escribió en la cárcel, al principio de llegar a ella, por las fechas. Se la mandó a Mildred, a cuyo hijo conocí un día. En el oeste. Mildred me la mandó a mí. Hace mucho tiempo, signifique lo largo que esto signifique. Tendría que habértela mandado a ti. Pero lo de madre-hija debió de tener gran importancia para ella. Supongo. No hay nada en su crónica que pueda molestar a nadie. No hay grandes revelaciones. Pero se la puede oír, lo cual es bonito. Tendrías que quedártela tú.
Con las dos manos amoratadas empujó las hojas sobre el tablero de la mesa, apartando el martini unos centímetros hacia un lado, y humedeciendo un poco la última hoja.
—Gracias —dije, y tomé posesión del fajo.
—Lo llama «la crónica de una persona débil». Que es lo que ella era. —Berner se quitó una piel seca del labio inferior con los dientes, como si el contenido de aquellas hojas volviera a interesarle, ahora que me las acababa de regalar. Ahora que yo había recorrido toda aquella distancia para recibirlas—. Dice cosas como ésta: «Uno es bueno si puede hacer algo malo y decide no hacerlo». Y: «Fuimos un desastre de matrimonio», con lo cual estamos todos de acuerdo. «¿Qué es lo que hace la vida mejor?, ésa es la pregunta esencial». Y: «No puedes saber que tu vida es insufrible hasta que no ves una vía de escape». Le daba vueltas a la cabeza a la idea de dejar a papá mucho antes de todo aquello, y luego a lo del atraco. Nos escribe cartas. Hay algunos versos suyos que le gustaban. En un tiempo me los aprendí de memoria. «¿… A través de qué delito? ¿A través de qué falta he merecido mi debilidad de ahora…?». Siempre quiso ser escritora. Lo he seguido leyendo a lo largo de los años. Podía hacerme llorar. Él no podía remediar ser como era. Pero ella tenía mucho más juicio. Al menos es así como la recuerdo. —Berner sacudió la cabeza y miró de nuevo hacia el ajetreado aparcamiento de Applebee’s—. Me gustaría no estar enfadada con ella. Ahora, sobre todo. Me gustaría ser como tú. Tú lo aceptas todo. Eso haría que todo tuviera más sentido.
—Yo también estoy enfadado con ella —dije.
No era la respuesta que Berner quería oír. Yo estaba contemplando las palabras delgadas, precisas, desvaídas que discurrían minuciosamente por la pálida línea azul; no estaban escritas con tinta castaña, su preferida.
Berner se había puesto a tamborilear con los dedos sobre la mesa. Cuando miré su cara llana, expectante, la encontré sin expresión, aunque se le seguían agitando los músculos de la mandíbula. Tenía los ojos brillantes. Ahora seguíamos sin parecernos en nada, pero de un modo diferente.
—¿Te acuerdas de Rudy?
Frunció los labios hacia dentro.
—Sí —dije.
—Rudy el pelirrojo. Rudy Papá-Rojo. Mi primer gran amor. ¿No es curioso?
—Bailé con él —dije.
—¿Sí? —Su expresión se iluminó fugazmente—. ¿Dónde estaba yo?
—Allí. Bailamos los tres. Fue el día en que se los llevaron a la cárcel.
Quería decir su nombre. Por mi propio bien. Su nombre real.
—Berner —dije con voz suave.
—Ése es mi nombre —dijo ella con voz áspera y ronca, como si alguien de la mesa de al lado lo hubiera susurrado.
—¿Necesitas algo? —dije—. ¿Hay algo, cualquier cosa, que pueda hacer por ti?
La multitud que se veía en la televisión emitió un bramido creciente. La gente del restaurante aplaudió de forma insulsa. Berner, durante unos instantes, no dijo nada, como si la otra conversación que tenía lugar incesantemente en su cabeza, la que todos mantendremos al final, se hubiera vuelto irresistible.
—Has hecho todo lo que podías —dijo—. Todos lo intentamos. Tú lo intentas. Yo lo intento. Todos lo hacemos. ¿Qué más hay?
—No sé —dije—. Puede que tengas razón.
Pero mis palabras no parecían ser suficientes.
Comimos algo de lo que habíamos pedido cuando por fin llegó, pero no demasiado. Berner no tenía hambre y yo había desayunado en el hotel. En un momento dado, cuando ya llevábamos un rato sin mucho de que hablar, Berner dijo:
—No me siento muy bien.
Estaba inquieta en su silla. Había tomado su pastilla. Metí las hojas en la bolsa de plástico. Habíamos terminado.
Fui a la barra, pagué la cuenta y ayudé a mi hermana a levantarse y a salir por la puerta principal. No la veía en condiciones de seguir conduciendo y yo no sabía el camino de vuelta a su casa. Le pedí a la camarera que llamase a un taxi, que llegó mucho más rápido de lo que creí que fuera posible. Fuimos en silencio, juntos, en el asiento trasero, Berner mirando el tráfico por la ventanilla de su lado y yo mirando por la ventanilla del mío un lugar para mí desconocido. A Berner no le había importado dejar el coche en el aparcamiento: Ray iría a recogerlo más tarde.
Finalmente llegamos a la calle pavimentada de las casas rodantes, con sus banderas ondeando al viento y sus árboles jóvenes y sus coches caprichosos y sus niños, y los reactores alzándose en el cielo no muy lejos. Ray estaba dentro. Pareció alegrarse de ver de vuelta a mi hermana. Nos dimos la mano y nos dijimos cómo nos llamábamos. Mencioné que habíamos dejado el coche en Applebee’s. Parecía un poco azorado, y se echó a reír por alguna razón que probablemente lamentaría más tarde. Pero sabía lo que tenía que hacer. Berner parecía no sentirse bien en absoluto y necesitó ayuda para subir los escalones. Ray me preguntó si quería entrar, que siempre había café preparado. Dije que no, pero que se lo agradecía igualmente. Dije que llamaría al día siguiente. Cuando dije adiós a través de la puerta abierta —dentro había un gran televisor en el que retransmitían el partido de fútbol—, Berner se volvió y sonrió y dijo, ensoñadoramente:
—Adiós, querido. Adiós. Ha sido estupendo volver a verte. Diles a todos que les mando saludos, ¿lo harás?
—Sí, lo haré —dije—. Te quiero. No te preocupes.
No tenía la expresión de insatisfacción en la cara que nuestra madre había confiado en que no tuviera.
Volví al hotel en el taxi, que me había esperado. A la mañana siguiente volé de regreso a Detroit.
Poco más hay que decir. Y eso me satisface. Yo he tenido la bendición de la memoria, lo mismo que mi hermana Berner, al final, tuvo la bendición de tener menos. Aunque ella tenía razón; fue el acontecimiento de nuestra vida, pues empezó en nuestra familia, y, aunque sus consecuencias llegaron lejos, nunca fueron más allá de su fuente. La semana que siguió a la muerte de Berner, que fue la semana después del Día de Acción de Gracias estadounidense del año pasado, 2010, les dije a mis alumnos, de forma bastante inesperada: «¿Habéis tenido alguna vez la extraña sensación de que de alguna forma os habéis librado de un castigo?». Hablábamos, de nuevo, de Hardy, de El alcalde de Casterbridge. Mis alumnos se limitaron a mirarme fijamente, perplejos, conscientes de que me había distraído y estaba hablando de mí mismo. Caí en la cuenta de inmediato de que lo que les acababa de decir era algo alarmante. Y sin embargo uno de ellos, cuya familia es kosovar, dijo: «Sí». Él la había tenido.
No vi a mi hermana muerta. Aunque Ray me telefoneó muy cortésmente el día en que murió, y me llamó Dell, y a Berner «Bev». Dijo que se habían casado la semana anterior. Le dije que eso era maravilloso y le di las gracias por ello. El hecho de que yo no estuviera allí no importaba, porque no creo que la engañara en mi visita y ella entendió que no la había engañado. Aunque en los días siguientes a su muerte tuve la extraña sensación —una sensación que nunca había sentido— de que nuestro padre seguía vivo en alguna parte, ya muy anciano, y que habría querido saber de Berner, e incluso de mí. Traté resueltamente de olvidar tal pensamiento y pronto lo logré. No era más que una fantasía, que tenía que ver con haber sido abandonado otra vez. Aunque ahora yo mismo, a veces, tengo el mismo sueño que había soñado Berner, el sueño que me contó en su carta de San Francisco, cincuenta años atrás; sólo que ahora el protagonista soy yo: he matado a alguien, y lo he olvidado; y entonces el crimen se revela y se alza, como un terrible espectro, y se divulga y llega a todos aquellos a quienes conozco. Mis alumnos. Mis colegas. Mi mujer. Todos se horrorizan al saberlo y me odian por ello.
Pero yo no había matado a nadie. Ni en mi sueño ni fuera de él (aunque había ayudado a enterrar los cuerpos de los dos estadounidenses, y hay una deuda por ello en alguna parte, y debo pagarla).
La crónica de nuestra madre era en gran medida como Berner me había dicho: trozos, pensamientos incompletos dejados para más adelante —momento que nunca llegaría—, su versión del atraco, opiniones, racionalizaciones, trivialidades, palabras muy duras sobre nuestro padre. Alguien tal vez podría armar una historia con todo ello. Ruskin, al que ya he citado, dice que la composición es la disposición de cosas desiguales. Y el contenido de la crónica de nuestra madre podría definirse justamente como «cosas desiguales». Pero a mi edad no me interesa tal tarea, porque ninguna de esas cosas es ya igual a la materia de la vida que me queda, por mucho que lamente que eso sea verdad.
Aunque había una cosa que escribió que debió de ser lo que Berner más quería que yo leyera y la razón por la que me dio la hojas manuscritas de mi madre.
«Creo», escribió mi madre con su letra delicada, con la tinta azul que le facilitaron en prisión y que se había hecho invisible en algunos pasajes, «que cuando te estás muriendo, probablemente deseas morirte. No luchas contra ello. Es como soñar. Es bueno. ¿No te imaginas que es una sensación buena? ¿Ceder y entregarte a algo? No más lucha, lucha, lucha. Me preocuparé por ello al final, y lo sentiré. Pero ahora me siento bien. Se me ha quitado un peso de encima. Un gran peso. Resulta que la naturaleza no aborrece el vacío».
Estaba fechado en la primavera de 1961. Berner había puesto una marca a lápiz en un costado. Significaba algo para ella. Y posiblemente significará algo para mí algún día, algo más que lo obvio.
Algunos días cruzo en coche el túnel a Detroit, la ciudad que en un tiempo estuvo allí, hoy sólo hectáreas y hectáreas de solares vacíos, con sus grandes y relucientes edificios de la orilla del río, que son como falsas fachadas, una cara valiente que se muestra a nuestro mundo del otro lado. Subo por Jefferson a lo largo del río y al final salgo a los extrarradios en dirección a Thumb y Port Huron. Siempre pienso que me dirigiré hacia el norte, hacia Oscoda, donde nací, para ver cómo es hoy, y ver los restos de la base aérea, de la que no recuerdo nada. Pero cuando veo el gran arco del puente Blue Water dándome la bienvenida —a unos doscientos sesenta metros de distancia de Sarnia—, dejo de sentir la necesidad, como si hubiera estado tratando de poseer algo que nunca tuve. «Tienes que ir algún día», me dice mi mujer. «Será interesante. Te ayudará; hará que las cosas se serenen». Como si no lo hubiera hecho ya.
Por supuesto, no pierdo de vista el hecho de que vivo al otro lado de la frontera del lugar —no lejano— de mi nacimiento, y del lugar donde Arthur Remlinger empezó a cometer sus fechorías, y del lugar donde los dos estadounidenses partieron en busca de su destino. En cierto sentido, tal importancia gravita sobre mi persona, y he pensando a menudo que el lugar donde vivo, aquí y ahora —según el disparatado modo de las cosas—, tiene un sentido, y que ese peso que gravita sobre mí es el peso de la trascendencia. Como si hubiera pretendido presidir los dos lados de algo. Pero no creo en esas ideas, sencillamente. Creo en que lo que uno ve es más o menos lo que hay, como les he enseñado a mis alumnos, y que la vida se nos entrega vacía. Así, si bien la importancia pesa mucho, es lo máximo que hace. El sentido oculto casi no existe.
Mi madre me dijo que tendría miles de mañanas para despertar y pensar en todo esto cuando ya no hubiera nadie para decirme cómo sentirme. He tenido ya varios miles. Lo que sé es que tendrás una oportunidad mejor en la vida —de sobrevivirla— si toleras bien la pérdida; si te las arreglas para no ser un cínico en todo aquello que ella implica; si te supeditas, como sugirió Ruskin, al mantenimiento de las proporciones, a enlazar las cosas desiguales en un todo capaz de preservar lo bueno, aun cuando haya que admitir que lo bueno no es a menudo fácil de encontrar. Lo intentamos, como mi hermana dijo. Lo intentamos. Todos nosotros. Lo intentamos.