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Siempre he aconsejado a mis alumnos pensar en la larga vida de Thomas Hardy. Nacido en 1840, muerto en 1928. Pensar en todo lo que vio, en los cambios que se operaron en su vida en tal período de tiempo. Trato de animarles a desarrollar un «concepto de vida»; a enrolar a su imaginación; a considerar su existencia en el planeta no un mero catálogo de acontecimientos aleatorios que van desenrollándose sin fin, sino una vida, a un tiempo abstracta y finita. Lo que digo es una forma de tener en cuenta esto.

Les enseño libros que a mí se me antojan secretamente sobre mi vida de joven: El corazón de las tinieblas, El gran Gatsby, El cielo protector, Las historias de Nick Adams, El alcalde de Casterbridge. Una misión al vacío. Abandono. Una figura, posiblemente misteriosa, pero al final no lo es. (Estos libros ya no se enseñan en el instituto en Canadá. Quién sabe por qué). Mi idea es siempre «cruzar una frontera»; la adaptación, el paso de una forma de vivir que no funciona a otra que sí funciona. También podría referirse a cruzar una línea y no poder volver jamás.

Y al tiempo que les enseño estos libros les hablo de mi larga vida, si no de los hechos, sí al menos de algunas de las lecciones aprendidas: que conocerme ahora a los sesenta y seis años es no poder imaginarme con quince años (lo cual es muy cierto en el caso de ellos); que no hay que buscar con demasiado denuedo sentidos opuestos u ocultos —ni siquiera en los libros que leen—, sino mirar todo lo de frente que puedan a las cosas que pueden ver a la luz del día. En el proceso de articular para uno mismo las cosas que uno ve, siempre se encontrará sentido y se aprenderá a aceptar el mundo.

Hacer lo que digo tal vez no les parezca a ellos algo natural precisamente. Uno de ellos dirá un montón de veces: «No veo qué tiene que ver esto con nosotros». Y yo diré: «¿Tiene todo que tratar siempre de tu persona? ¿No puedes proyectarte fuera de ti mismo? ¿No puedes ponerte en la piel de otro para tu propio beneficio?». Es entonces cuando me siento tentado de contarles mi vida de joven en su integridad; decirles que la enseñanza es un gesto de «no abandono en serie» (de ellos), la vocación de un chico que amaba la escuela. Siempre siento que tengo mucho que enseñarles y no mucho tiempo; una mala señal. La jubilación me llega en un buen momento.

Se me acepta bien y desde hace mucho tiempo el hecho de ser estadounidense, aunque llevo ya treinta años nacionalizado y con pasaporte canadiense. Hace décadas me casé con una chica canadiense, recién salida de la universidad, en Manitoba. Poseo mi propia casa en Monmouth Street, Windsor, Ontario, he enseñado lengua y literatura inglesas en el Walkerville Collegiate Institute desde 1981. Mis colegas son corteses sobre mi condición de estadounidense que ha renunciado a su nacionalidad. De cuando en cuando alguien me pregunta si no anhelo «regresar». Y yo digo: en absoluto. Está ahí, al otro lado del río. Lo veo. Ellos parecen apoyar mi decisión (los canadienses se consideran a sí mismos aceptadores natos, tolerantes, comprensivos), pero al mismo tiempo se muestran irritados hasta el punto del resentimiento por el hecho mismo de que haya tenido que hacer esa elección. A mis alumnos, que tienen de diecisiete a dieciocho años, suelo hacerles gracia. Me dicen que hablo como un «yanqui», aunque no es cierto, y les digo que no hay ninguna diferencia. Les digo que no es nada difícil ser canadiense. Los keniatas, los indios y los alemanes lo son con toda comodidad. Y yo tuve tan poco adiestramiento para ser estadounidense, además. Quieren saber si en el pasado fui un prófugo del ejército. (Por qué lo han pensado siquiera, no tengo la menor idea, pues no es historia lo que estudian). Les digo que fui un «recluta canadiense», y que Canadá me salvó de un destino peor que la muerte, que ellos entienden que quiero decir de Estados Unidos. A veces me preguntan en broma si me he cambiado el nombre. Les aseguro que no. La suplantación de personalidad y el engaño, les digo, son los grandes temas de la literatura estadounidense. Pero no lo son tanto en la canadiense.

Al cabo de un rato ya no interrumpo a nadie. Canadá no me salvó; les digo que lo hizo porque les gusta creerlo. Si mis padres no hubieran hecho lo que hicieron, si hubieran seguido ejerciendo su papel de padres, mi hermana y yo habríamos acabado llevando sendas buenas vidas estadounidenses y seríamos felices. Pero no lo hicieron, y nosotros no pudimos hacerlo.

A lo largo de los años mi mujer y yo hemos pasado algunas vacaciones «allá abajo». No tenemos hijos, y somos —en cierto sentido— el final de nuestro árbol genealógico respectivo. Así que hemos ido donde hemos querido: hemos evitado Orlando, Orange County y Yellowstone, y hemos tendido en cambio a lugares de importancia histórica y cultural: Chautauqua, el Puente Pettus, Concord y el Distrito de Columbia; lo cual a Clare le pareció «un tanto excesivo», por mucho que a mí me pareciera bien. Me he inscrito en cursos de verano dictados por catedráticos de Harvard, he visitado la Clínica Mayo una vez, y mi mujer y yo hemos viajado extensamente en coche de regreso a Manitoba.

No he vuelto nunca a Great Falls, pero me han contado que hoy es una ciudad más acogedora —aún no es una ciudad grande—, un lugar mucho mejor que aquel donde vivimos en 1960 y de donde me vi obligado a partir hacia Canadá para no volver jamás. Nada de ello —llevarme al otro lado de la frontera— podría haber ocurrido hoy, desde la instalación de las torres, y con la frontera cerrada. Ha pasado mucho tiempo. Mis padres ocupan un lugar menor en mi memoria. A menudo recuerdo a Charley Quarters diciéndome, mientras estábamos sentados en tumbonas localizando gansos, que algo «se apagaba» en él cuando volvía a Canadá de los Estados Unidos. Yo sentía lo contrario. Algo en mí se sentía siempre en paz cuando volvía a Canadá. Si algo se apaga en uno, es algo que se desea que se apague.

Una vez, en un viaje en coche a Vancouver, nos detuvimos en Fort Royal, Saskatchewan. Mi mujer lo sabe todo de aquellos días, y se siente solidaria conmigo, y también ligeramente intrigada, ya que no suelo repetir mis historias una y otra vez. Le había contado aquélla sólo una vez, cuando éramos jóvenes, porque consideré que ella tenía que saberla, y desde entonces hemos vuelto sobre ella escasísimas veces.

La propia Fort Royal apenas seguía allí. El drugstore, la biblioteca vacía, la escuela de ladrillo vacía…, todo había desaparecido. Ni rastro de ellas. Dos hileras de edificios vacíos, una gasolinera cooperativa, una oficina de correos, el elevador de grano abandonado. El depósito del ferrocarril aún se hallaba operativo, pero parecía más pequeño. Extrañamente, el matadero (ahora llamado «Carnes de la Pradera») seguía en funcionamiento. Como el pequeño Queen of Snow Hotel, con su letrero desmontable de la fachada donde se leía CAZADORES DE GANSOS: SE ACERCA EL OTOÑO. ¡RESERVEN SUS PARTIDAS DE CAZA! Entre los edificios que faltaban estaba el Leonard; en el solar vacío del extremo de la ciudad no había ni rastro de él. Era verano, principios de julio, y la cosecha aún no había comenzado. La mayoría de las residencias urbanas seguían en pie, en las breves calles cuadriculadas; en muchas de ellas ondeaba la hoja de arce de la bandera de Canadá; no había ninguna cincuenta años atrás. Pero no parecía haber lugares de trabajo. Todo el mundo viajaba en coche, supuse, hacia Swift Current o aún más allá.

Partreau, por donde pasamos más tarde, había desaparecido por completo. Incluso el armazón del elevador de grano. Era como si una gran máquina vengadora lo hubiera arrasado todo y hubiera cubierto la tierra con sal. Me adentré en el coche por los trigales ondulantes, cuya cosecha iba a ser pródiga. El cielo estaba alto y de color azul claro; el viento caliente y polvoriento soplaba sobre los campos, moteado de saltamontes chasqueantes. Los halcones patrullaban el aire, haraganeando por la gran bóveda caliente o haciendo guardia aquí y allá, cada uno en su árbol. No lo dije, pero me dirigí hacia el lugar —hasta donde la memoria me podía guiar— donde habíamos enterrado a los estadounidenses. Es curioso cómo un trozo de tierra puede conservar tan cicateramente su significado; aunque está bien, porque si pudiera conservarlo cabalmente haría a los lugares sagrados pero impenetrables, cuando de lo contrario no serían ni una cosa ni la otra. En lugar de ello, todo acaba siendo parte de nuestra mente compleja, a la que (si tenemos suerte) podemos dar finalmente nuestro asentimiento. Los grandes campos de trigo se mecían, silbaban, cambiaban de color y se abatían frente al viento en el punto donde nos detuvimos con el coche. Me bajé y aspiré los ricos olores del polvo y del trigo y de algo vagamente podrido, no mucho. Los dos estadounidenses yacían bajo la tierra, como ahora yacerían ya de todos modos, por mucho que hubieran vivido a partir de entonces. Seguí allí de pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, con los pies en el polvo, y traté de hacer que todo aquello tuviera un significado, fuera revelador, como si yo lo necesitase. Pero no pude. Así que volví al coche, donde mi mujer me esperaba en pleno calor, mirándome, curiosa. Volvimos a tomar la dirección oeste, hacia las montañas lejanas e invisibles, y dejé aquel lugar para siempre, una vez más.