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Podría pensarse que sacar aquellos dos cuerpos muertos de la Casa Auxiliar y cargarlos en la camioneta de Charley fue el acto más memorable de aquella noche: su súbito peso, cuando en vida su cuerpo parecía no tener peso; lo espeluznante del acto en sí; la conciencia del cambio que opera la muerte. Como ya he dicho, fui yo quien recogí el peluquín del suelo de linóleo, donde había caído y podía verse sobre la sangre densa, que empezaba a secarse. Y eso fue lo que yo recuerdo más vívidamente: la ligereza frágil de aquel pequeño, extraño peluquín empapado en sangre. No recuerdo cuál era el aspecto de los cuerpos, ni cómo olían, ni si estaban fláccidos o rígidos, ni qué muestras había en ellos de que hubieran recibido disparos, ni el olor de la pólvora (que debió de llenar la cocina), ni siquiera de cómo los trasladamos como fardos, ni cómo los arrastramos por las manos o los talones como los cadáveres que ya eran.

Recuerdo muy bien la rapidez con que tuvieron lugar los disparos mortíferos. No hubo la menor teatralidad en ellos, como la hay en las películas. Todo sucedió muy rápidamente, como si no hubiera sucedido. Sólo que instantes después había alguien muerto. A veces creo que estuve en la cocina cuando sucedió todo y no en el coche. Pero no es verdad.

Recuerdo —una vez que hubo tenido lugar el tiroteo— el semblante de Arthur Remlinger hablándoles a los dos hombres muertos —la expresión de reprobación—, y luego la mirada que me dirigió a mí a través de la puerta por donde yo estaba viéndolo todo, absolutamente atónito. Era una mirada, creí entonces, que significaba que me mataría también si le venía al ánimo hacerlo. Y que debía saberlo. En su cara se leía «Asesinato», lo que buscaban escrito en ella Jepps y Crosley y que sólo vieron en sus últimos instantes.

Recuerdo que cuando se produjeron los disparos y Remlinger me miró, mientras decía lo que en ese momento estuviera diciendo, yo, por instinto, aparté la mirada. Volví el cuerpo entero de la ventanilla y, por la otra ventanilla, vi a Charley Quarters de pie en la puerta del remolque, con la luz a su espalda. Allí en el frío, en camiseta y calzoncillos. Apoyado en el marco de la puerta, mirando. Quizá sabía lo que había pasado, y sólo aguardaba a tener que empezar a encargarse de todo.

Lo último que recuerdo es que cuando enterramos los cuerpos —desnudos; las maletas y las pertenencias arderían en el bidón de Charley, y las pistolas, los anillos y las escopetas irían a parar al South Saskatchewan— los doblamos en sus fosas, lo bastante hondas para evitar que estuvieran al alcance de coyotes y tejones. Fue una tarea relativamente fácil. Yo los miraba desde arriba —estaban en la tierra en fosas separadas, a varios metros una de otra—, y luego miré hacia la pradera oscura, y oí a un ganso en el cielo nevoso, lanzando los graznidos que lanzaban. Y pude ver —para mi sorpresa, pero lo vi— el rótulo rojo del Leonard a lo lejos en la noche, en la dirección donde estaba Fort Royal, más cerca de lo que hubiera imaginado, con la figura del mayordomo ofreciendo una copa de martini. Por unos segundos fue como si nada hubiera pasado.

¿Puedo siquiera hablar del efecto que causó en mí presenciar el asesinato de los dos estadounidenses? Tendré que fabricar las palabras, porque el efecto verdadero fue el silencio.

Podría pensarse que a lo largo de los años he pensado mucho en Arthur Remlinger, un hombre que era un enigma, un personaje merecedor de una reflexión detenida. Pero no es así. No era en absoluto un enigma. Durante un tiempo pensé que era una persona de una gran importancia, alguien con un rico trasfondo, alguien más que meramente real. Pero no era así; no era sino el causante de la muerte de tres hombres. Él deseaba poseer esa importancia, no hay duda (Harvard, por ejemplo, y el primer homicidio que cometió). Pero no pudo superar esa carencia; su compañera en la vida, la que le llevaba a todas partes. El pensamiento inverso, el hábito que me hacía creer que había importancia donde no había más que carencia, puede constituir un buen rasgo en abstracto. (Me hacía parecer más interesante para mi madre de lo que realmente era). Pero el pensamiento inverso puede implicar ignorar lo obvio; un error grave que puede llevar a más errores y a todo tipo de alevosos peligros, y a la muerte, tal como descubrirían los dos estadounidenses.

Mucho más que haber conservado a Arthur Remlinger en la memoria, sin embargo, he tratado con todas mis fuerzas de mantener a los dos estadounidenses —Jepps y Crosley— vivos en ella; ya que, en la medida en que han desaparecido para siempre y sin dejar ningún rastro, mi recuerdo es la sola vida después de la muerte que probablemente tengan. Como he dicho, pensé también que sus muertes parecían conectadas con la ruinosa decisión de mis padres de atracar un banco; conmigo como una constante, como conector, como corazón de la lógica. Y antes de que alguien diga que esto no es más que una fruslería, como remover hojas de té con el dedo para inventar una lógica, que piense en lo cerca que está el mal de los acontecimientos normales que nada tienen que ver con el mal. A través de todos estos sucesos memorables, lo que yo buscaba preservar para mí mismo era una vida normal. Cuando pienso en aquel tiempo —inaugurado con mi deseo de que llegara el día de empezar el instituto en Great Falls, y que siguió con el atraco al banco de nuestros padres, y con la marcha de Berner, y con mi traslado a Canadá, y con la muerte de los estadounidenses, y con mi partida para Winnipeg, y con el sitio donde hoy estoy— veo que todo es uno, como la partitura musical con movimientos, o como un rompecabezas, en el que trato de restaurar y mantener mi vida en un estado continuo y aceptable, con independencia de las fronteras que he cruzado. Sé que sólo soy yo el que establece estas conexiones. Pero no tratar de establecerlas es entregarse a uno mismo a las olas que te derriban y te estrellan contra las rocas de la desesperación. Hay mucho que aprender aquí del juego del ajedrez, cuyas batallas individuales son todas parte de una batalla larga que busca un estado no de adversidad o conflicto o derrota o incluso victoria, sino la armonía que subyace en todo ello.

Por qué Arthur Remlinger mató a tiros a los dos estadounidenses es algo que sólo puedo aventurar tratando de no alejarme de lo obvio. Nada se zanjó con ello, sólo consiguió ganar cierto tiempo, posponer hasta más tarde su desaparición en una oscuridad aún mayor que la de Saskatchewan: el «viaje al extranjero» de que me habló.

Es posible que lo hubiera estudiado todo detenidamente. No de la forma en que lo hubiera hecho otra persona, que mediría los pros y los contras y dejaría que su juicio y sus pensamientos guiasen sus actos, siempre con la condición de que aquéllos pudieran finalmente apartarle de tales actos. Posiblemente creyó que los estadounidenses acabarían matándolo a él; y, si no, que no lo iban a dejar en paz nunca, no le iban a permitir irse nunca, ni regresar nunca; que estaban más comprometidos con su misión de lo que le habían dado a entender. Estudiarlo detenidamente, para él, era más bien una cuestión de disparar contra ellos a menos que algo inesperado le hiciera no hacerlo. ¿Quién sabe lo que podría ser ese algo? ¿Quién lo sabe, si jamás llegó a ocurrir? Es probable que la concepción que tiene mucha gente de «pensar detenidamente» algo es de este tipo: hacer justamente lo que uno quiere hacer, si puede. Es posible que sencillamente quisiera matarles: porque habían llegado hasta él, en primer lugar, y porque habían tratado de razonar con él; porque la idea de hablar le había puesto furioso, después de años de frustración callada, de anhelos, de decepción, de aislamiento, de espera; tal vez también porque el hecho de que se dirigieran a él dos don nadie, llegados de ninguna parte, que además albergaban malas intenciones, le enfureciera, ya que tenía un elevado concepto de su propia inteligencia; tal vez también porque al oír palabras como «airear» y «liberar», con su sentido implícito de que los estadounidenses se solidarizaban con él… Todo ello quizá lo había hecho accesible, primero, y letal después. Puede que supiera desde mucho tiempo atrás que la sinrazón era su gran fallo. Y simplemente había dejado de preocuparse, y había aceptado que no podía hacer otra cosa; que la sinrazón era su naturaleza, y que merecía todo lo que pudiera obtener de ella. Era un asesino, como, en menor medida, mis padres eran atracadores de bancos. ¿Por qué ocultarlo?, pudo haberse dicho. Disfruta de ello. Cuando uno mata a dos personas tiene que haber por medio algún porcentaje de demencia.

¿Cuál fue el resultado de todo ello, de los dos asesinatos? Poca cosa, que yo sepa. El Chrysler de los estadounidenses se ocultó en el Quonset de Charley, y luego Ollie Gedins y uno de sus primos lo llevaron a los Estados Unidos, utilizando la documentación de los estadounidenses, que nadie en la frontera de los Estados Unidos se preocupó de comprobar debidamente (era Canadá; era 1960). Estos dos canadienses se alojaron en el motel Hi-line de Harre, Montana, con los nombres de Jepps y Crosley; luego desaparecieron calladamente en la noche de Montana, dejando el coche aparcado frente a la habitación. Y quienes habían enviado a los dos estadounidenses creyeron que éstos habían dejado Canadá, habían cruzado la frontera y bajado hasta Havre y habían desaparecido misteriosamente. Es posible que la Real Policía Montada de Canadá se presentara en el Leonard más tarde, e hiciera preguntas, y mostrara fotos. Nadie relacionaba a Arthur Remlinger con los muertos, lo mismo que no lo habían relacionado con la colocación de la bomba años atrás. En el caso Jepps-Crosley, enterrados en la pradera, que pronto se helaría (la tierra había sido apenas lo bastante blanda para poder cavar las fosas), no hubo nunca prueba alguna de que siquiera estuvieran muertos. Si alguien viajó a Fort Royal a investigar más detenidamente —una esposa, un pariente de Detroit—, hubo de ser mucho después del día en que yo subí al autobús de Winnipeg.

Sin duda algo tuvo que fraguarse de forma soterrada en el Leonard en los días siguientes a los asesinatos. Pero Charley Quarters siguió llevando a los Sports a los campos cada mañana. Arthur Remlinger siguió pasándose animadamente por el comedor y por el bar por las noches. A mí se me prohibió tomar parte en nada, como si ya no fuera digno de confianza. Pero se me permitía aún comer en la cocina, estar en mi cuarto, moverme libremente por el Leonard o vagar por las calles ventosas de Fort Royal como solía hacer antes, en los días cálidos de septiembre. Veía la camioneta «media tonelada» de Charley en la calle, o en el aparcamiento de la trasera del hotel. Una vez me encontré con Arthur Remlinger en el vestíbulo, donde se habían registrado los estadounidenses. Estaba leyendo una carta. Levantó los ojos para mirarme de un modo en que nunca me había mirado. Parecía lleno de energía, como si en aquel momento deseara expresarme algo que tampoco me hubiera expresando antes. Pero su cara cambió con rapidez y adquirió una expresión casi adusta. «A veces, Dell, tienes que causar problemas para que las cosas queden claras», dijo. «Todos merecemos una segunda oportunidad». Era lo que me había dicho la noche de los asesinatos. Aquello no tenía ningún sentido, y yo no supe qué contestar. Le había visto matar a dos personas. Me hallaba más allá de las palabras. Se metió la carta en el bolsillo del abrigo y se fue. Creo que así es como él entendía el haber matado a tiros a dos hombres y haberlos enterrado en fosas como las de la caza de gansos en la pradera: lo había hecho en nombre de cierta claridad que buscaba, y para aliviar su sufrimiento. Traté de entenderlo, de conciliarlo con cómo me sentía: mortificado y avergonzado, como si se hubiera hecho realidad en mí una parte de la carencia de Arthur Remlinger. Pero no pude.

No sé lo que Florence sabía o no sabía de los asesinatos. Mi opinión personal es que ella sabía que habían tenido lugar, y que al mismo tiempo no lo sabía. Era una artista. Albergaba cosas opuestas en la mente. Muchas cosas de la vida entran en la categoría de esos contrarios. El matrimonio, por ejemplo. Y el que lo hiciera era coherente con lo poco que sabía de ella.

Al cuarto día de los asesinatos —el 18 de octubre—, Florence vino a mi cuarto y me despertó. Traía una maleta de cartón con correas de cuero para los cierres, y adhesivos en los que ponía PARÍS, NUEVA ORLEANS, LAS VEGAS y CATARATAS DEL NIÁGARA. La dejó encima de la cómoda y dijo que no podía seguir el resto de mi vida con mis pertenencias en una funda de almohada. Podía devolvérsela cuando volviera a verla. Tenía un billete de autobús, que me tendió, y una pequeña pintura al óleo —obra suya— que mostraba la hilera de caraganas al fondo de Partreau, y más allá las colmenas blancas, la pradera y el cielo azul. «Ésta está mejor que las anteriores», dijo, en tono comercial. «Te hará recordar las cosas con más optimismo. Partreau queda fuera de la vista». (Ésta fue una de las razones que me llevaron a pensar que sabía lo de los asesinatos). Le dije que me gustaba el cuadro, me gustaba mucho, de verdad, y me asombraba saber que era mío. Era lo que le debía haber dicho de la otra pintura, y confié en que esto compensase mi anterior silencio. Metí en la maleta la poca ropa que tenía, las piezas del ajedrez, el tablero enrollable, el libro Los fundamentos del ajedrez, mis dos tomos del World Book y La construcción de la nación canadiense que me había regalado ella, pero no La apicultura, pues había abandonado mi afición a las abejas. La maleta, llena, pesaba. Bajamos juntos, salimos del hotel y recorrimos la calle principal de Fort Royal ventosa hacia la barbería donde me había cortado el pelo en aquellas fechas, como si supiera que algo iba a sucederme. Nos quedamos de pie dentro de la puerta de cristal, y Florence me dijo que tenía que subir al autobús, y que no debía bajarme hasta llegar a Winnipeg —un trayecto de unos ochocientos kilómetros; no llegaríamos hasta la mañana siguiente temprano—, donde me esperaría su hijo Roland. Viviría con él e iría a un colegio de monjas, hasta que las cosas «se arreglaran de la forma más conveniente». Cuando llegó el autobús me abrazó y me besó, algo que nunca había hecho, y que hizo únicamente porque le daba lástima. Volvería a verme, dijo. No le dije adiós a nadie más que a ella. Era como si ya hubiera partido hacía un rato y me estuviera acostumbrando de nuevo a estar conmigo mismo. Las ideas sobre las separaciones en las que todo el mundo guarda las formas que dicta la cortesía, reflejan una excepción en la vida, más que una regla general.

Me sentía muy, muy feliz de marcharme, por supuesto. Cuando estaba sentado en el coche después de los asesinatos, y antes de que trasladáramos los cuerpos de los estadounidenses, miré a través de las ventanillas del coche de Arthur Remlinger y vi el coche de los estadounidenses, y Partreau, allí en medio de la oscuridad y la nieve, y concluí que era un lugar hecho para el asesinato, un lugar de carencia y de promesas abandonadas. Casi había logrado evadirme de él, pensé, pero al final no había podido hacerlo. Aquélla, sentí —sentado en mi asiento del autobús, alejándome de Fort Royal y de Saskatchewan—, parecía ser mi última oportunidad.

Tuve muy pocos pensamientos retrospectivos mientras el autobús se desplazaba hacia el este. Nunca he sido muy bueno en eso. Los acontecimientos han de hundirse en la tierra y aflorar luego naturalmente para que yo les preste la atención debida. O se sumirán en el olvido. No pensé ni por un instante que nada de lo que me había sucedido fuera a desvirtuar lo que pensaba de mi padres y de su mucho más leve delito. Ni reforzar mi creencia de que algún día volvería a verlos, aunque yo quería. Los usos que Arthur Remlinger había asignado a mi persona —ser su auditorio, su supuesta fuente de interés, desempeñar el papel de hijo suyo, ser su garantía, su testigo y cómplice— no me habían agradado en absoluto, como es lógico. Pero no me habían impedido, pese a todo, subir los escalones de aquel autobús, ni me habían vedado el futuro que deseaba tener.

¿No pensaba Remlinger que iba a contar lo que había visto? Estoy seguro de que en ningún momento pensó que yo hablaría de lo que había visto y en lo que había participado, no mucho más que los dos estadounidenses en sus míseras tumbas. Hay cosas que uno sencillamente no cuenta. De hecho siento una pequeña satisfacción al darme cuenta de que al menos me conocía así de bien, y de que al final me había prestado un poco de atención.

Mildred Remlinger me había aconsejado tratar de albergar en mi pensamiento todo lo que fuera capaz de albergar, y no dejar que mi mente se centrase de un modo malsano en una sola cosa, y tener siempre algo a lo que poder renunciar. Mis padres, por su parte, me habían hablado uno y otro en favor de la aceptación. («Ductilidad» era la palabra que empleaba mi madre). Algún día, en alguna parte, sería capaz de explicarme todo aquello a mí mismo. De algún modo. Y posiblemente también a mi hermana Berner, a quien sabía que volvería a ver antes de morirme. Hasta ese día, trataría de conciliar todos los buenos consejos que había recibido: generosidad, aceptación, renuncia, buscar la longevidad, dejar que el mundo venga a ti, y, con todos ellos, labrarme una vida que vivir.