Enterramos a los dos estadounidenses la noche misma de su muerte. Una medida de la clase de hombre que era Arthur Remlinger la da el hecho de que me obligara a ayudar a Charley Quarters y a Ollie Gedins (el hijo de la señora Gedins; el hombre alto con el gorro y el impermeable que había visto en el aparcamiento del Leonard) en el traslado de los cadáveres hasta las fosas abiertas en la pradera donde —de haber seguido vivos— los estadounidenses habrían disparado contra los gansos a la mañana siguiente, conmigo de «guía». Otra medida la da el que no se ocupara lo más mínimo de mí, ni mostrara interés alguno por mi persona, ni tuviera un plan mejor para mí que lo que iba improvisando a cada momento; y ciertamente no para ampliar mi educación sino en el sentido de tener que ser yo mismo quien descubriera (otra vez, y de forma mucho peor) cuántas más cosas eran posibles que las que una mente de quince años podría haber imaginado. Cuando pensó en aquellos acontecimientos más tarde, si alguna vez lo hizo, seguramente no me dedicó ni un solo pensamiento, e incluso habría olvidado que yo había estado allí, como un martillo que se deja en una fotografía, cuya única finalidad es proporcionar la escala, un punto de referencia, algo que pierde todo su valor una vez que se ha tomado la instantánea. Después de todo, había renunciado a cualquier escala que pudiera haberse fijado para sí mismo, lo mismo que había renunciado a la razón. Había únicamente lo que quería hacer, dentro de unos límites que sólo él conocía. Si alguien le dijera que no debería haberme llevado con él a ver a los estadounidenses aquel día —que con ello cambió, si no el curso de mi vida, sí la clase de vida que era; que arriesgó mi vida (podrían haberme pegado un tiro a poco que hubieran tomado otro sesgo las cosas)—; si alguien le dijera algo así estaría diciendo algo muy cierto. Y a él le hubiera traído absolutamente al fresco. Las cosas suceden cuando la gente no está en el lugar al que pertenece, y el mundo se mueve hacia delante y hacia atrás según ese principio. Hubo otra gente que —para él, en gran parte— era como si estuviera muerta, tan muerta como los estadounidenses que cargamos en la camioneta de Charley aquella noche, mientras Arthur Remlinger, de pie en las sombras nevadas, fumaba un cigarrillo y nos observaba. Pónganse estos elementos juntos y se entenderá todo esto tan cabalmente como cabe entenderse.