65

Remlinger llamó a la pequeña puerta del interior del recibidor, un vestíbulo de tierra con una ventana en la puerta. Yo estaba detrás de él. La puerta se abrió casi al instante. El hombre mayor, Jepps, estaba allí delante, sonriendo, con el peluquín puesto y una camisa verde de cuadros y unos pantalones de lana que parecían nuevos. Crosley estaba sentado en uno de los dos catres, en penumbra, con un pesado abrigo de lana; hacía frío allí dentro, como de costumbre. Nos miró fija, intensamente. Parecían dos hombres distintos de los estadounidenses que se registraron en el hotel el día anterior, y a los que luego vi hablando con Arthur Remlinger en el bar. Ahora parecían poseer una determinación que la exigua estancia apenas era capaz de contener, como si hubiera empequeñecido. Aunque era la misma cocina donde yo había dormido. Y todo seguía igual. Aquel olor que daba la sensación de que debajo del linóleo estaba directamente la tierra fría, mezclado con el aroma a vela de espliego que yo había logrado dejar en el ambiente. Uno de los estadounidenses había estado fumando un cigarro.

Las placas eléctricas estaban encendidas (se habían puesto al rojo) para caldear la cocina. La luz fluorescente circular del techo emitía un tenue fulgor, de una luminosidad muy pobre. El coyote disecado seguía encima del congelador, y la puerta del cuarto del fondo —adonde yo había trasladado las cajas de cartón— estaba cerrada. (Podría haber una tercera persona en aquel cuarto, pensé. No sabía quién). Las maletas de los estadounidenses eran lo único distinto de cuando yo vivía allí. De pie detrás de Remlinger, me preguntaba qué estarían pensando hacer los estadounidenses, cómo sacarían a colación el asunto que habían venido a tratar, después de tan largo viaje. Creían que Arthur Remlinger era el hombre que buscaban. ¿Dónde tenían las pistolas?

—He pensado en traer a mi hijo conmigo —dijo Remlinger en voz muy alta. Tanto su voz como su acento eran ahora diferentes, más relajados. Había tenido que agacharse para pasar por la puerta baja. Se puso la mano encima del sombrero Fedora para evitar que diera con algo y se le cayera al suelo. La cocina, en cuanto entramos, se llenó con los presentes, y se me hizo difícil respirar con normalidad.

Jepps miró a Crosley, que seguía sentado en el catre, con las rodillas juntas. Crosley sacudió la cabeza.

—No sabíamos que tuviera un hijo.

Remlinger alargó el brazo para pasármelo por el hombro; yo estaba de pie, a su espalda, más cerca de la puerta.

—Quizá no lo parezca al principio, pero es un buen sitio para que crezca un chico, este pueblo —dijo—. Es seguro y limpio.

—Ya veo —dijo Jepps.

Al hablar se le descolgaba la mandíbula y ello producía la impresión de que siempre estaba sonriendo.

Remlinger dejó que transcurrieran unos segundos. Parecía sentirse a sus anchas.

Jepps se metió las manos en los bolsillos del pantalón y movió los dedos dentro de ellos.

—Tenemos que hablar de un asunto, Arthur.

—Eso es lo que me dijo antes —dijo Remlinger—. Por eso estamos aquí esta noche.

—Sería preferible que lo habláramos a solas —dijo Jepps—. ¿Sabe a lo que me refiero?

—¿No vamos a hablar de la caza de gansos? —dijo Remlinger, fingiendo sorpresa—. Pensaba que era eso lo que querían hacer. Aunque posiblemente hay otras cosas que quizá quieren que les arregle.

—No —dijo Crosley.

El catre estaba en sombras, junto a la ventana fría en la que podía verse mi vela de lavanda.

—No queremos causarle ningún problema, Arthur —dijo Jepps, y se sentó en la vieja silla de respaldo recto en la que yo solía colgar la camisa y los pantalones. Se inclinó hacia delante y se puso las manos sobre las rodillas. Tenía la panza tensa y dura bajo la camisa verde. Debajo del catre estaban algunas de las fotografías de mujeres desnudas que había dejado en la casucha. Nadie las encontraría.

—Se lo agradezco de veras —dijo Remlinger—. Lo digo en serio.

—Creemos… —dijo Crosley. Calló, como si lo siguiente que iba a decir fuera de suma importancia y quisiera pensarlo una vez más. Alzó la vista hacia Remlinger y parpadeó varias veces—. Creemos —volvió a decir, y volvió a callar unos instantes.

—Yo fui policía —dijo Jepps, interrumpiéndole—. Detuve a montones de gente. Imagínese, en Detroit. —Jepps esbozó una sonrisa de su mandíbula floja, que no era propiamente una sonrisa—. Muchos de los tipos que detuve y que fueron a la cárcel, a veces durante años, no tenían que haber sido encarcelados, en realidad. No habían hecho nada de suma gravedad. Y, como los detuve por ello, y como me pudieron explicar lo que habían hecho, supe que nunca habrían vuelto a cruzar esa línea. ¿Sabe a lo que me refiero, señor Remlinger? —Por primera vez, Jepps parecía presentarnos su rostro serio. Miró directamente a Remlinger, como si él, Jepps, estuviera acostumbrado a que le prestaran atención y quisiera que le prestaran atención ahora. Su viaje desde tan lejos obedecía a motivos muy graves y tenía un propósito concreto.

—Sí —dijo Arthur Remlinger—. Tiene sentido lo que dice. Debe de ser algo que sucede normalmente.

(Cuando pienso en ello ahora, cincuenta años más tarde, desde un siglo distinto, veo que tal vez percibí entonces que Remlinger podía pegarles un tiro a Jepps y a Crosley, pero que aún no lo había decidido totalmente y que iba a seguir actuando como si fuera a limitarse a negarlo todo. Pero les estaba escuchando. Las personas a veces hablan y equivocadamente creen que ellas son las únicas que están oyendo lo que dicen. Hablan para su propio oído, y olvidan que los demás también les oyen. Jepps y Crosley estaban siguiendo una senda que ellos juzgaban acorde a la razón, y que servía bien al propósito que tenían en mente. Creían que era así como tendrían éxito en su empresa. No sabían que Remlinger había dejado a un lado la razón hacía mucho tiempo).

—Lo que nosotros pensamos, señor Remlinger —empezó a decir Crosley en tono pausado—, es que lo único que podemos sacar en limpio de esta conversación es dejar las cosas claras. Aquí no podemos esgrimir ninguna autoridad contra usted. Es otro país. Entendemos muy bien eso.

—Quizá podría decirme de qué está usted hablando. ¿No le parece? —dijo Arthur Remlinger, asentando bien una bota sobre el agrietado linóleo. La cazadora volvió a rozarse con ella misma. Remlinger seguía con el sombrero sobre su hermoso pelo rubio. En la cocina faltaba el aire y hacía demasiado calor.

—Creo que podría poner su vida en orden sincerándose con nosotros —dijo Crosley, y asintió en dirección a Remlinger—. Hemos venido aquí sin saber lo que haríamos. Y ahora no queremos causar problemas. Si volviéramos a Detroit sabiendo los hechos, habríamos conseguido mucho.

Arthur Remlinger me atrajo hacia sí.

—¿Y a qué tendría que acceder? —dijo—. ¿O qué tendría que contarles? Pueden ver bien a las claras que no lo sé. No soy una persona misteriosa. No me estoy haciendo pasar por nadie. Los datos de mi partida de nacimiento están en el Berrien County Court House de Michigan.

—Lo sabemos —dijo Crosley. Volvió a sacudir la cabeza. Parecía frustrado—. Esto no debería oírlo su hijo.

—No veo por qué no —dijo Remlinger.

Estaba poniéndoles en ridículo. Y ellos lo sabían. Hasta yo lo sabía. Seguramente sabían que no era su hijo.

—Puede airear su mala conciencia —dijo Jepps. Ésa fue la palabra que empleó: «airear»—. La gente que detengo (que solía detener, mejor dicho) siempre se sentía mejor después de haber hecho su declaración, por mucho miedo que sintieran. A veces muchos años después de los hechos, como usted. Nos iremos a casa y no volverá a vernos nunca, señor Remlinger.

—Sentiré no volver a verles —dijo Arthur Remlinger, y sonrió—. Pero ¿qué tendría necesidad de declarar?

Hasta entonces nadie había mencionado con palabras el motivo que nos había reunido allí. Nadie quería hacerlo, creo. Los estadounidenses, según Charley, carecían de convicción para llevar a cabo su misión, y probablemente no llegarían a decir esas palabras nunca. Remlinger no iba a hacerlo. Podríamos habernos marchado en ese momento y nada habría ido más lejos. Estábamos en un punto muerto. Nadie tenía agallas para decir esas palabras.

—Que hizo estallar un explosivo… —dijo Crosley de pronto, y tuvo que aclararse la garganta en la mitad de lo que yo pensaba que no iba a decir nunca y tal vez lamentaría al instante haber dicho— y murió un hombre. Fue hace mucho tiempo. Y nosotros…

Aquí perdió el resuello, como si todo aquello fuera excesivo para él. Odié oír aquellas palabras, pero al mismo tiempo quise oírlas. El exiguo recinto estaba cargado de ellas. Crosley parecía un pelele a causa del miedo que sentía.

—¿Y nosotros…, decía usted? —dijo Remlinger. Su actitud era altiva, como si les llevara mucha ventaja y ellos no estuvieran a la altura del hecho de haberse delatado—. Es ridículo —dijo Remlinger—. Yo no hice tal cosa.

En aquel momento yo estaba pensando, y sintiendo el peso de esas palabras: «¿Conocían ellos siquiera al hombre que había muerto?». Habían venido allí sin otra cosa que una idea, y ahora, sin convicción, habían acusado a un hombre de homicidio; a un hombre a quien tampoco conocían y cuya única relación con el crimen era que lo había cometido. Aunque —de gran importancia, para él— no había querido hacerlo. Remlinger, sin embargo, no tenía intención alguna de «airear» su conciencia. Antes bien todo lo contrario.

Jepps y Crosley se habían olvidado de no decir aquello delante de mí. Aunque yo lo sabía todo y no estaba conmocionado por haberlo oído y sabía que mi semblante no mostraba estarlo. Remlinger no se comportaba como un hombre que no supiera nada de un homicidio, sino como un hombre que aseguraba no saberlo. Eso habría sido todo lo que ellos habrían visto hasta el momento. Remlinger casi había reconocido haberlo hecho al decir «Yo no hice tal cosa». Ambas partes estaban sacrificando algo, cierta fuerza, para ganar ventaja hacia su objetivo. Remlinger había dicho la verdad al decirme que aprendería algo muy valioso yendo a ver a aquellos dos estadounidenses. Aprendí que las cosas hechas sólo de palabras y pensamientos pueden convertirse en actos físicos.

—Pensamos que lo mejor sería llegar a una forma decorosa de hacer esto —dijo Jepps—. Darle la oportunidad de liberar su corazón.

—¿Y si no tengo nada que decirles? ¿Nada que liberar? —dijo Remlinger con sorna—. ¿Y si esa idea es infundada?

—No creemos que lo sea —dijo Crosley, después de recuperar el resuello pero aún con tono de faltarle las fuerzas. Se había sacado un pañuelo del bolsillo del pantalón y escupió algo en él; luego lo dobló y se lo guardó. Tenía mucho miedo.

—Sí —dijo Remlinger—. Pero si yo digo que lo es, será porque así es. Y si ustedes dos no son capaces de volverse satisfechos adondequiera que vivan, entonces… ¿qué va a pasar?

Ahora era sólo una cuestión de voluntades. No había hechos en disputa.

—Bien, tendremos que hablar de ello —dijo Jepps.

Se puso en pie. Pensé en las pistolas, probablemente ya listas, cargadas y dejadas al alcance. Nadie estaba diciendo mucho sobre la verdad de aquel instante: que Jepps y Crosley no tenían intención de marcharse sin más después de haber ido hasta allí; que tenían más determinación de lo que hubiera podido pensarse. Era sólo cuestión de decidir con qué justificación iban a hacer lo que tenían intención de hacer. Mi presencia era posiblemente la única razón por la que no lo hicieron en aquel mismo momento. Ése era mi cometido, mantener las cosas en su sitio, y proporcionar una pausa a Remlinger para que pudiera ver con claridad su situación. Yo era su punto de referencia.

—Admito que tengo algo que sí puedo decirles —dijo Remlinger. Suspiró profundamente, de un modo calculado para que Jepps y Crosley pudieran oírle—. Tal vez les deje satisfechos.

—Nos agradará oírlo.

Jepps miró con gesto aprobador a Crosley, que asintió con la cabeza.

—Tienen razón en que Dell no tiene por qué oír esto. Lo llevaré al coche.

Arthur Remlinger hablaba de mí sin dar la más mínima muestra de que yo estuviera allí mismo, a su lado. Fuera lo que fuera lo que no hubiera concebido por completo antes (yo había intuido que no tardaría en hacerlo), lo había concebido ya. Su decisión ya se había formulado en su mente. Y a mí me iba a asignar un cometido más.

—Muy bien —dijo Jepps—. Le esperaremos aquí.

—Sólo será un momento —dijo Remlinger—. ¿Te parece bien a ti, Dell? ¿Me podrás esperar en el coche?

—Me parece bien —dije.

—No tardaré —dijo Remlinger.

Arthur Remlinger me sacó al exterior frío y me condujo hacia el Buick silencioso, agarrándome con fuerza el hombro, como si me fuera a castigar por algo. La nieve caía en copos más grandes. El viento había cesado y el frío era más intenso. La camioneta de Charley estaba aparcada delante del remolque. La luz se filtraba por debajo de las rendijas. El perro blanco de la señora Gedins estaba sentado sobre el capó, para calentarse.

—Esos dos tipos son ridículos —dijo Remlinger. Parecía enfadado, de un modo en que no lo había estado en la cocina. En ella parecía resignado y antes de eso altivo. Abrió la portezuela del coche y me empujó al interior, frente al volante—. Ponlo en marcha —dijo—. Y enciende la calefacción. No quiero que te congeles.

Metió la mano y encendió las luces, que proyectaron sus haces a través de la nieve, hacia las casas derruidas de South Alberta Street.

—¿Qué va a contarles?

Por un instante pensé que iba a subir al coche, y me desplacé hacia el asiento del acompañante.

—Lo que necesitan oír —dijo—. Ahora ya nunca me dejarán en paz. —Alargó una mano hasta la visera del asiento del conductor y sacó de debajo de ella la pequeña pistola plateada que yo había visto tiempo atrás en sus habitaciones. No iba metida en su funda; era sólo la pistola—. Trataré de dejárselo muy claro. —Inspiró, espiró. Fue casi un jadeo—. Tú quédate donde estás —dijo—. Volveré enseguida. Luego iremos a cenar.

Cerró la portezuela y me dejó en el coche frío. El aire caliente salía de debajo del salpicadero. A través de la ventanilla del lado del conductor —la nieve se convertía en agua sobre el cristal— vi cómo su sombrero avanzaba en la oscuridad en dirección a la puerta de la casucha, que estaba entreabierta. No miraba a su alrededor, ni parecía en modo alguno vacilante. Llevaba la pistola en la mano caída, pegada al costado izquierdo, sin ocultarla, para que, aun siendo lo pequeña que era, nadie pudiera no verla. Pensé que Jepps y Crosley tal vez habían sacado ya sus pistolas, y las esgrimían hacia la puerta para cuando Remlinger entrara. Lo lógico era que —si sabían lo que estaban haciendo— no le hubieran creído y supieran lo que iba a suceder.

Arthur Remlinger entró en el vestíbulo embarrado —a la ventana de la puerta le faltaban los cristales—. Fue hasta la puerta y la empujó con una de sus botas.

Vi que Jepps seguía de pie a la luz mortecina de la lámpara del techo, en idéntica posición que antes. A Crosley, desde donde yo estaba, sólo le veía las piernas. Seguía sentado en el catre. Lo único que aquellos hombres se esperaban era que Remlinger les hablara. Eran los hombres sencillos que ya se ha descrito que eran. Remlinger había juzgado mal la clase de hombres que eran. Avanzó a través del umbral iluminado. Vi la cara de Jepps al verle entrar. Arthur Remlinger levantó la pistola plateada, la dirigió hacia Jepps y disparó. No le vi caer. Pero cuando Remlinger siguió avanzando en la cocina —para disparar contra Crosley— vi a Jepps tendido sobre el linóleo, con las grandes piernas separadas. El sonido que emitió la pistola fue pam. No era de gran calibre. Una pistola de mujer; he oído que las llamaban así. No oí gritos ni voces. Mi ventanilla estaba cerrada, y la calefacción funcionando. Pero también oí los disparos que mataron a Crosley. Se oyó un pam, y vi cómo Crosley se movía torpemente hacia la derecha, tratando de meterse debajo del catre. Remlinger se acercó a él. Vi claramente cómo apuntaba con la pistola hacia abajo, hacia el hueco de debajo del catre donde Crosley se había metido para protegerse. Remlinger disparó dos veces más. Pam. Pam. Luego se dio la vuelta para mirar, casi despreocupadamente, el suelo donde yacía Jepps, cuyo pie izquierdo temblequeaba arriba y abajo, muy rápidamente. Dirigió el cañón —casi con consideración— hacia su cabeza o su cara y disparó una vez más. Pam. Cinco tiros en total. Cinco pams. Los vi y los oí todos a través de la puerta abierta de la cocina, desde el habitáculo del Buick. Remlinger miró el cuerpo de Jepps mientras se guardaba la pistola en el bolsillo lateral de la cazadora. Dijo algo con gran animación. Le dirigió a Jepps una especie de mueca, y le apuntó con un dedo, y le enseñó un dedo central tres veces, y le habló; para mí no fueron sino palabras sin sonido (aunque Jepps, seguramente, no fue consciente de nada de ello). Eran palabras de recriminación que expresaban lo que sentía. Luego se volvió y miró a través de la puerta abierta, a través del espacio oscuro y nevado que nos separaba, mientras mi cara, enmarcada en la ventanilla del coche, mostraba una expresión que no alcanzo a imaginar. Luego dijo algo más, dirigido a mí, moviendo los labios, vociferante, con el gran Fedora aún sobre la cabeza, como si sus palabras pudieran enmendar lo que acababa de hacer. Creí saber lo que aquellas palabras significaban, pese a que jamás llegaron a mis oídos. Significaban: «Ya está. Solucionado, ¿no? De una vez por todas».