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—Decir que algo está fundado en una mentira no es afirmar nada realmente importante —dijo Arthur Remlinger mientras avanzábamos en el coche. Gruesos copos de nieve bailaban frente a los faros, y la carretera que tenían delante era como un túnel. Remlinger hablaba animadamente, como si estuviéramos manteniendo una conversación estimulante—. ¿Sabes?, estoy mucho más interesado en cómo esas mentiras enraízan. —Me miró, con las grandes manos en las que exhibía el anillo de oro encima del volante. Yo sabía que él quería seguir hablando. El piloto de la radio estaba encendido, pero había bajado el sonido al mínimo—. Si se afianzan durante toda tu vida. En fin… —Sacó hacia delante la barbilla—. ¿Cuál es la diferencia? Yo no veo ninguna. —Volvió a mirarme. Quería que estuviera de acuerdo con él. Bajo el ala del sombrero de fieltro sus facciones estaban en penumbra y no se veían con nitidez.

—Sí, señor —dije. No tenía necesidad de estar de acuerdo en mi corazón.

No íbamos tan rápido como de costumbre. Parecía que quería hablar, no llegar a Partreau.

—No puedes dejarlo todo atrás —continuó—. En un tiempo pensé que se podía. El hecho de cruzar una frontera no cambia nada en realidad. Más vale que te vuelvas. Yo lo haría, si fuera tú. Todo el mundo debería tener una segunda oportunidad. Yo he cometido algunos errores. Los dos lo hemos hecho.

No podía seguirle. Daba por sentado que yo había cometido errores porque mi padre solía decir: «El hombre se mete en problemas lo mismo que las chispas saltan hacia arriba», frase que se refería a los errores. Pero no sabía qué errores míos conocía Remlinger. Y casi dije: No he cometido ningún error que usted conozca. Pero no quería mostrarme polémico.

—Por supuesto que me preocupa morirme a este lado de la frontera —dijo—. Puedes estar seguro. —Seguía hablando de aquella forma declamatoria suya—. Te preguntas a ti mismo: ¿para qué vivo? ¿Para hacerme viejo y morir?

—No lo sé —dije.

Pasamos por delante de dos gamas que estaban a un lado de la carretera. Su piel, su cara y sus ojos brillaban en medio de la nieve que azotaba la carretera. No se movieron cuando pasamos; era como si no hubieran visto u oído el Buick. Remlinger seguía en el estado de ánimo de intensa concentración en que se había sumido desde que salimos de Fort Royal, bastante diferente del que venía mostrando en relación conmigo hasta entonces. Me hizo preguntarme cómo se sentiría. Yo no había dedicado mucho tiempo a pensar en cómo se sentía la gente, salvo en el caso de Berner, que siempre me lo contaba. Remlinger no había mencionado a los estadounidenses desde que habíamos montado en el coche. Era como si la reunión que íbamos a tener no fuera importante y no hubiera necesidad de decir nada al respecto.

Volvió a mirarme mientras se abría paso entre la ventisca.

—Eres un agente secreto, ¿verdad? —Parecía a punto de sonreírme bajo el ala del sombrero, pero no lo hizo—. No hablas de ello, pero lo eres.

—Yo hablo —dije—. Pero nadie me pregunta nada.

—Los loros también hablan, sólo que por desesperación —dijo—. ¿Por eso hablas tú? Siento interés por ti. Lo sabes, ¿no?

—Sí, señor —dije, aunque no sabía lo que quería decir «agente secreto».

—Bien… —Estiró los brazos y agarró con mayor firmeza el volante, y miró fijamente el torbellino de nieve que tenía delante—. Puede que esta noche oigas cosas, ya sabes, cuando lleguemos allí, que quizá te sorprendan. Esos dos puede que digan que he hecho cosas que no he hecho. ¿Lo entiendes? Seguramente a ti ya te ha pasado algo parecido antes. Alguien que pensaba que habías hecho algo que no habías hecho. Es algo con lo que tienen que vivir todos los agentes secretos. Yo soy uno de ellos.

Sentí que tenía que decir que sí, o sospecharía que sabía lo que había hecho, lo cual no me convenía en absoluto. Aunque iba a escuchar la historia, de todas formas. Llegados a este punto, saberla de antemano no supondría diferencia alguna. Pero dije:

—Sí, señor. —Aunque no era cierto. A mí nunca me habían acusado injustamente de nada.

—Bien, pues si me oyes decirles a esos dos que eres hijo mío —dijo Remlinger—, no me contradigas. ¿Me entiendes? ¿Estás de acuerdo? ¿Aunque no te parezca bien?

Divisábamos ya el elevador de grano de Partreau, que descollaba en la oscuridad nevada; los edificios vacíos, tan familiares, eran casi invisibles a lo largo del frente de la carretera. El remolque de Charley estaba al lado del Quonset, y en el interior la luz se filtraba a través de las rendijas de las cortinas de papel. La camioneta no estaba. En la Casa Auxiliar también había luz. El Chrysler —con la nieve amontonada sobre el capó y el parabrisas— estaba aparcado en la calle ruinosa. Estábamos ya entrando en ella.

Pero que Arthur Remlinger fuera a decir que yo era su hijo me dejó conmocionado. Yo había albergado mis propios pensamientos en ese sentido, pero los había desechado cuando Charley me dijo lo que me dijo el día anterior en la camioneta. Que Remlinger fuera a decir aquello era algo realmente estrafalario, y empecé a sentir náuseas, y a no poder concentrarme en lo que me estaba preguntando a continuación. Poco importaba lo que yo hubiera fantaseado a ese respecto, Arthur Remlinger no era en absoluto mi padre. Mi padre estaba en la cárcel en Dakota del Norte. Y no era el hombre del sombrero en la oscuridad de aquel coche.

—No hablas mucho. Charley lo dice. —Remlinger me miró con severidad. Enfilamos South Alberta Street, y el Buick daba tumbos y se bamboleaba sobre los charcos y los trozos de calzada levantados por la intemperie. Teníamos las casas vacías enfrente de los faros; los restos herrumbrosos de las atracciones de feria, las hileras de caraganas—. ¿Han hablado contigo esos hombres?

Estábamos parándonos detrás del coche de los estadounidenses, cuya placa de la matrícula estaba cubierta de nieve y hielo. Ya no llovía, sólo nevaba.

—No, señor —dije.

Yo no había dicho que para él fuera agradable decir que era su hijo. Todo en él era un engaño. Y no entendía por qué tenía yo que tomar parte en él. A él, por supuesto, no le importaba si yo estaba de acuerdo o no.

—Mira esto —dijo Remlinger, apagando el motor, y luego los faros, y dando un aspecto imponente a su imagen bajo el sombrero. Inspiró profundamente. La cazadora, al restregarse contra sí misma, hizo que el aire se llenara de un olor a cuero—. No tienes por qué estar tan disgustado. Déjame que les enseñe a esos paletos la clase de hombre que soy. Tú no tienes que decir nada.

Ya no fingía que estábamos allí por algo relacionado con la caza, o el juego, o las chicas. No me había dicho nada, pero estaba admitiendo que yo lo sabía, dado que él lo sabía.

Inspiré también yo profundamente y traté de zafarme de las náuseas. El aleteo de debajo de las costillas no había cesado. Yo quería decir que no quería entrar en la casucha. No quería tener que aspirar los olores rancios y el polvo del yeso podrido, sentir la presión del techo sobre mí, el mortecino, trémulo círculo de luz fluorescente, como la de la celda de una cárcel. Me costaba entender cómo una cosa podía «significar» otra. Pero la casucha, con aquellos dos estadounidenses esperándonos dentro, significaba algo malo, algo a lo que yo no quería volver a acercarme.

Pero si no entraba se armaría un buen lío. Remlinger tenía un temperamento violento, Charley me lo había dicho, fruto de sus propias frustraciones. Y si bien no me había hecho nunca nada malo, podría volverse en mi contra si yo insistía en no entrar con él. Yo no le interesaba en absoluto. Así es como son los seres humanos, pensé; desapegados de la mayoría de las cosas que decían o sentían.

Todo sería más fácil si entraba con él. Los estadounidenses le explicarían su posición de la forma razonable que yo suponía propia a su naturaleza. Remlinger podría negarlo todo y engañarles. Y entonces ellos podrían irse. Al día siguiente le diría a Florence que estaba preparado para viajar a Winnipeg. Arthur Remlinger, pensé, no haría nada por detenerme. Aquello, en suma, me libraría de que me sucediera algo peor.

—No estoy disgustado —dije.

La náusea se me había ido por la garganta; había sido expulsada por la conciencia de que todo iba a ser más fácil si entraba en la casucha con Remlinger.

—Creí que estabas teniendo un momento de inseguridad —dijo Remlinger.

Su cara estaba en penumbra. Se movió en el asiento del conductor y restregó el suelo con las botas.

—No he tenido eso —dije yo.

—Bien, estupendo. Porque no hay nada que temer de esos dos de ahí dentro. No saben nada de nada. Y no tendremos que estar mucho tiempo. Luego podemos ir a cenar con Flo.

—De acuerdo —dije.

Pensé en lo feliz que me haría que Florence estuviera allí en aquel momento. Diría algo para que me quedara en el coche con ella. Pero estaba solo y no había otra opción. Arthur Remlinger se bajó del coche; me bajé yo también, y echamos a andar juntos hacia la casucha.