Arthur Remlinger se encontró conmigo en la cocina del Leonard, donde yo estaba esperando a Charley para nuestro reconocimiento vespertino de los campos de los gansos. Me estaba tomando una taza de café con leche y azúcar, un hábito nuevo en mí que me permitía combatir el frío de madrugada en la camioneta de Charley. Iba vestido con la ropa de abrigo: los guantes, mi chaqueta de cuadros y mi gorra, además de los pantalones de lana y las botas Dayton. Tenía demasiado calor en aquella cocina llena de vapor, con los hornillos funcionando. No era mucho más grande que la cocina de una casa: un viejo Servel, una cocina de leña, una pila de astillas, una mesa para preparar la comida y una despensa. La señora Gedins toleraba mi presencia porque no tenía ningún otro sitio adonde ir a menos que me quedara a solas en mi cuarto. Pero nunca me dirigía la palabra. Estaba hirviendo verduras y rellenando los moldes para los rollos de carne al horno. Frunció el ceño al ver a Remlinger, como si hubieran tenido una pelea o algo parecido; lo cual posiblemente era verdad.
—Quiero que vengas conmigo —me dijo Arthur Remlinger. Parecía muy resuelto, y muy seguro de sí mismo acerca de algo; su actitud era distinta a la que yo acostumbraba verle. No se había afeitado y sus ojos parecían cansados. Su aliento despedía un tufo avinagrado. Llevaba su cazadora de cuero con cuello de piel, y su sombrero Fedora de fieltro marrón. Venía de la calle, y tenía las mejillas enrojecidas—. Vamos a darnos una vuelta en coche.
—Estoy esperando a Charley.
Sudaba dentro de la ropa. No quería ir con él.
—Charley ya se ha marchado. He hablado con él. Hará el trabajo con los otros chicos.
—¿Adónde vamos?
Lo sabía, más o menos, así que en rigor no era una pregunta. Íbamos a hacer algo relacionado con los estadounidenses, que para entonces sin duda ya se habían decidido. Yo habría preferido con mucho seguir allí en la cocina, esperando a Charley. Me había acostumbrado a ello y me gustaba. Pero Charley no iba a venir, y no creo que me quedara otra opción que hacer lo que me decía Arthur Remlinger.
—Esos dos Sports tienen que hablar conmigo —dijo Remlinger, con los ojos parpadeantes. Parecía en una especie de ademán de movimiento, aunque seguía allí en la cocina con nosotros. Nunca hablaba con los Sports más que cuando se paseaba por el bar y entre las mesas del comedor. Charley se ocupaba de todo—. Seguramente los viste anoche —dijo. De pronto sonrió, y desvió la sonrisa hacia la señora Gedins, que se limitó a darle la espalda y a atender a sus pucheros—. Será bueno para ti venir a verlos. Ampliará tu perspectiva. Contribuirá a tu educación. Son estadounidenses. Aprenderás algo muy valioso.
Hablaba en su tono declamatorio, como si le estuvieran escuchando otras personas, no sólo la señora Gedins y yo, o como si necesitara oírse a sí mismo. Nadie le decía nunca que no, salvo Florence, que, con una sola palabra, habría podido evitar que yo me fuera con Arthur Remlinger. Florence era mayor que él. Pero no estaba allí. En la cocina, de pronto, todo adquirió una mayor intensidad: el calor, el aleteo bajo mis costillas, la luz, el borboteo de las verduras hirviendo. No podía decirle que no sin apoyo de ninguna clase.
—¿Esos dos hombres son de Detroit? —dije.
Remlinger levantó la cabeza hacia un lado, y me miró desde su altura, mientras su sonrisa desaparecía como si acabara de oír algo sorprendente. Yo no había revelado nada que no hubiera debido revelar. Había estado presente cuando los estadounidenses llegaron al hotel, y sabía lo que sabía gracias a esa circunstancia. Pero Arthur Remlinger no lo sabía. Y ello pareció alarmarlo. Me miró de una forma extraña. Lo que había dicho lo había dicho por decir algo.
—¿Qué sabes tú de eso? —dijo Remlinger—. ¿A quién se lo has oído decir?
—Estaba allí cuando llegaron —dijo la señora Gedins, de espaldas a nosotros—. Les oyó hablar.
Removía el puchero.
—¿Fue así? —Remlinger se irguió todo lo alto que era y echó hacia atrás su hermosa cabeza, como si con ello fuera a lograr averiguar la verdad—. ¿Estabas allí?
—Sí, señor —dije.
—Bien —dijo él. Volvió a mirar a la señora Gedins—. Si tú lo dices.
—Tengo que ir al cuarto de baño —dije.
En apenas un instante me había puesto extremadamente nervioso.
—Ve, entonces —dijo Remlinger, pasando por mi lado—. Te espero en el aparcamiento. El coche está en marcha. Date prisa.
Salió por la puerta trasera de la cocina, por la que entró el aire frío de la calle, y la cerró de golpe, dejándome solo con la señora Gedins, que no volvió a decir ni una palabra.
No tenía que ir al cuarto de baño. Necesitaba pensar en algo sin apremios, cosa que, había caído en la cuenta de pronto, no podría haber hecho en presencia de Arthur Remlinger. Había tenido mucho tiempo desde el día anterior para ir encarrilando todo aquello en mi cabeza, y observar las cosas que debía saber, y contentarme con no saber toda la verdad, y pensar que probablemente la situación no era la peor de las posibles, y que lo más seguro era que no fuera a pasar nada malo por culpa de los estadounidenses. «Nuestras experiencias más profundas son acontecimientos físicos», solía decir mi padre cuando a mi madre, o a Berner o a mí, nos preocupaba algo hasta el punto de sentirnos atormentados. Yo siempre lo tomé como algo cierto, aunque nunca supe muy bien qué quería decir. Pero, en mi sentido de la normalidad, había llegado a afincarse esa creencia de que los acontecimientos físicos, los importantes, los que cambiaban las vidas y el curso de los destinos, eran muy raros, y de hecho no se daban casi nunca. La detención de mis padres —con lo terrible que había sido— era una prueba de ello, si la comparábamos con mi vida de antes, en la que había habido muy poca actividad física, tan sólo esperar y anticipar acontecimientos. Y a pesar de creer en lo que mi padre decía sobre la importancia de los acontecimientos físicos, yo había llegado a la conclusión (mi creencia protectora de la niñez) de que, mucho más que ello, importaba cómo se sentía uno respecto de las cosas: lo que uno daba por sentado; lo que uno pensaba y temía y recordaba. Eso era principalmente lo que la vida era para mí: acontecimientos que tenían lugar en el interior de mi cerebro. Lo cual no era nada extraño, dadas las semanas recientes; solo en Canadá, sin un futuro respecto del que obrar en consecuencia.
Por tanto, el último día había tratado de hacer que fuera mi pensamiento la fuerza que determinaría lo que iba a suceder —como consecuencia de la llegada de los estadounidenses—, y de concluir que no iba a suceder nada en absoluto. Pensé, por ejemplo, que el hecho de que Arthur Remlinger hubiera estado esperándoles (a «esos dos», como había dado en llamarles) y supiera todo lo relativo a ellos con minucioso detalle —nombres y edades, el coche que conducían, el hecho de que fueran armados y que no parecieran muy comprometidos con su misión—, permitía augurar que se haría con el control total de la situación hasta el punto de conseguir que todo terminara según su deseo. Yo había llegado asimismo a la conclusión de que los dos estadounidenses nunca serían capaces de decidir nada importante respecto de Arthur Remlinger; no por el mero hecho de mirarlo a la cara, en todo caso. Remlinger no llevaba escrita en la cara la palabra «asesino», ni él ni nadie. Yo había estado pensando en cómo podía ser posible acercarse a un total desconocido con la idea de que tal sujeto era un asesino, y había decidido que tendría que ser algo muy difícil. Que era precisamente de lo que los estadounidenses se habían dado cuenta cuando les estuve entreoyendo furtivamente en el comedor. A mí me daba la impresión de que los estadounidenses actuarían en relación con Remlinger de un modo coherente con su carácter. Sencillo. Sincero. De buena voluntad. Tendrían que dirigirse a él, exponerle sus razones, explicarle sus conclusiones, y presentarle un plan; ante ello, Arthur Remlinger negaría saber nada al respecto, les diría que estaban completamente equivocados, que es lo que las gentes «interesadas» del otro lado de la frontera creían que era lo que debía decir. De ese modo, todo quedaría arreglado. Creyeran o no a Remlinger, los estadounidenses se verían obligados a aceptar su negativa a admitir algún tipo de relación con el asunto y, de nuevo en consonancia con su carácter y con el poco entusiasmo que sentían por su misión, volverse a Detroit. ¿Qué otra cosa podían hacer? No eran del tipo de personas capaces de pegarle un tiro a Remlinger. Probablemente vendrían de caza con Charley y conmigo a la mañana siguiente.
Yo incluso había pensado en cómo abordarían los estadounidenses a Remlinger (dado que él no iba a abordarlos a ellos). Le dirigirían la palabra al pasar junto a él en el vestíbulo del hotel; se acercarían a él cuando lo vieran salir hacia su coche. «¿Podríamos hablar con usted un momento en privado? Tenemos algo que decirle». (O «pedirle», o «preguntarle»). Como si los dos hombres estuvieran concertando la visita de una chica a la casucha donde se hospedaban, o saber más acerca del tugurio de juego. Arthur Remlinger se habría mostrado seguro de sí mismo, y evasivo. «No aquí en mi negocio. En donde se alojan ustedes. En la Casa Auxiliar. Allí podremos hablar en privado».
Me lo había imaginado todo: la fuerza del pensamiento trabajando contra los acontecimientos físicos. Pero ahora, al parecer, los acontecimientos físicos empezaban a producirse. La pregunta sobre si mis pensamientos eran acertados o no ya no merecía la pena planteársela. Mi padre, me daba la impresión, tenía razón en lo que decía.
Miré por la ventana del cuarto de baño de la segunda planta. Seguía sintiendo aquel aleteo en el corazón. Abajo, en el aparcamiento, en medio de un remolino de nieve y lluvia simultáneas, Remlinger estaba de pie al lado de su Buick, que tenía los faros encendidos y los limpiaparabrisas funcionando, y el motor escupiendo hacia la noche un humo blanco. Estaba hablando con un hombre que yo nunca había visto, un tipo alto y delgado, con una gorra de lana y un impermeable de color marrón claro y calzado de paseo. Se abrazaba los hombros como si tuviera mucho frío. En su gorro se iban prendiendo los copos de nieve traídos por el viento. Remlinger le hablaba con seriedad, con el brazo izquierdo señalando la dirección del Leonard, y luego la de la carretera que llevaba a Partreau, como si le estuviera dando instrucciones. No levantaron la vista, y no me vieron. En un momento dado Remlinger puso una mano sobre el hombro del hombre alto —que, según calculé, tendría treinta y tantos años y era de la misma altura de Remlinger, aunque más delgado—, y con la mano libre apuntó hacia la carretera principal. Ambos asentían. Deduje que sobre algo relacionado con los estadounidenses que estábamos a punto de ir a ver.
Lo cual me hizo preguntarme por qué tenía yo que verme envuelto en todo aquello; por qué Arthur Remlinger quería que fuera con ellos; qué podría significar el hecho de que yo tomara parte en el asunto, como un punto de referencia, había dicho Charley. Remlinger, en ese momento, se volvió y alzó una mirada ceñuda hacia la ventana del cuarto de baño. Los grandes copos de nieve y la lluvia fría se desvanecieron durante ese instante, como para abrir un hueco en la tormenta que permitiera verme. Su boca empezó a moverse, diciendo algo de una forma que me pareció airada. Me hizo un amplio gesto de llamada con el brazo —algo que no era habitual en él—, y luego le dijo algo más al hombre del gorro, que levantó la mirada hacia mí sin hacer el menor gesto, y luego se volvió y echó a andar hacia el exterior del aparcamiento y se perdió en la oscuridad. Todo aquello a lo que tendría que haber prestado atención durante semanas y sin embargo no lo había hecho me gritaba ahora a la cara. Deseé que apareciera allí Florence. Deseé haber cogido el dinero que tenía ahorrado, y que guardaba dentro de la funda de la almohada; subiría a un autobús y me iría lejos de Fort Royal y de Arthur Remlinger, como me había aconsejado Charley. Incluso deseé haberme quedado con veinte dólares más del dinero que le había dado a Berner. Me sentía atrapado, e incapaz de resistirme. Me aparté de la ventana y empecé a bajar las escaleras hacia donde me esperaba Arthur Remlinger.