—Te he traído este buen libro. —Florence estaba de pie en el pasillo en penumbra que daba a mi cuartito, en el extremo opuesto del apartamento de Arthur Remlinger. Acababa de despertar de mi sueño y, un tanto sobresaltado, había ido a abrir la puerta en calzoncillos. En cuanto la vi pensé que venía de las habitaciones de Remlinger—. Trae unos mapas estupendos aquí dentro —dijo—. Hemos hablado de ello… y…
Miró el pesado libro; luego me lo puso en la mano y sonrió.
Una única bombilla iluminaba el pasillo, a su espalda. Hasta mi puerta nunca venía nadie más que Charley Quarters, y para despertarme a aquellas horas tempranas. A él no le hubiera abierto nunca desvestido.
—Deberías ponerte algo encima —dijo Florence, dándose la vuelta como con embarazo.
Me había dicho que quería traerme un libro sobre la historia de Canadá. Y allí estaba. Tenía unas marcas indicadoras blancas de la biblioteca en los lomos. Y en la cubierta se leía «Biblioteca Pública de Medicine Hat». El título era La construcción de la nación canadiense y el autor, un tal George Brown. Ya habíamos hablado de que me iría a vivir a Winnipeg con su hijo, y que muy probablemente me haría canadiense. Yo había reflexionado sobre ello. Sería mejor para mí, me había dicho ella. Aunque no llevara mucho tiempo en Canadá —apenas seis semanas— y no supiera casi nada del país. Tendría que aprender las nociones básicas: el himno nacional y el juramento de lealtad (si es que ellos también tenían uno), los nombres de las provincias y quién era el presidente. Pensaba que, en muchos aspectos, seguía sin poder decir que todo aquello me gustara, ya que yo no había elegido estar allí. Pero ser canadiense no parecía ser muy diferente de cuando Berner y yo decíamos que «vivíamos» en cualquiera de las ciudades adonde nos habíamos mudado y donde habíamos ido al colegio, para mudarnos poco después una vez más. Había vivido cuatro años en Great Falls, y nunca me había sentido de aquella ciudad. La duración de la estancia en un lugar no parecía significar gran cosa.
—Devuélvemelo cuando lo termines —dijo Florence. Retrocedió, y la luz del pasillo desdibujó sus facciones suaves y redondeadas—. Lo siento, no quería pillarte desprevenido.
—Gracias —dije yo, con el libro pegado al pecho. Tenía la impresión de que todo mi cuerpo era visible.
—Tengo hijos varones —dijo Florence, e hizo un gesto con la mano—. Sois todos iguales.
Se alejó por el pasillo. Cerré la puerta con llave. Me llegó el sonido de su peso sobre los escalones en su descenso hasta la planta baja.