60

Cumplí con mis obligaciones cotidianas. Dormí menos que de costumbre porque me había quedado un buen rato en el vestíbulo, y luego había ido al aparcamiento a inspeccionar el coche de los estadounidenses. Los días eran ahora menos luminosos, y Charley y yo salíamos más tarde, hacia las cinco, para recorrer los campos de lo alto del río y encontrar los sitios donde estarían los gansos y decirles a los chicos ucranianos dónde cavar los fosos. Los chicos eran granjeros; dos de ellos, fornidos y de miembros largos, eran hermanos y parientes políticos del difunto marido de la señora Gedins, y silenciosos y adustos como ella. No me dijeron nada cuando Charley les dijo dónde tenían que cavar los fosos. Me miraron con desdén, como si yo fuera un chico estadounidense privilegiado al que no le iba ni le venía conocerles. Yo pensé que no era privilegiado en absoluto, si exceptuábamos el extraño privilegio de no tener ningún lugar ni asidero al que aferrarme y poder irme cuando quisiera, algo que ellos creían que no podían hacer.

Arthur Remlinger no hizo acto de presencia durante el día. Normalmente lo veía pasar por el hotel en algún momento. Y de cuando en cuando, como he dicho, me agarraba del brazo y me hacía montar en el Buick con cualquier plan que acabara de ocurrírsele, y salíamos a la carretera rumbo a Current Swift o en dirección oeste, mientras me hablaba animadamente de sus asuntos. Aquel día no sucedió nada de esto. Y, a pesar de lo que había «decidido», empleando el pensamiento inverso, mientras estaba de pie en el frío de la trasera del hotel (que Arthur Remlinger no era un homicida, etcétera), pensé que el hecho de que él no hubiera aparecido estaba relacionado con la presencia de los estadounidenses en Fort Royal. Supongo que sabía que mi pensamiento inverso en relación con los estadounidenses era erróneo.

Sabía que Charley Quarters había llevado a los estadounidenses a la Casa Auxiliar. Cuando bajé, sus maletas ya no estaban, y tampoco su coche en el aparcamiento. Pensé que Charley haría algún comentario en el sentido de que estaba en lo cierto en todo lo que me había contado sobre el asunto. Pero se mostró hermético e irritable, y ni siquiera dijo las cosas desdeñosas que solía decir rutinariamente: que yo no sabía nada; que era débil; que la vida allí era demasiado difícil para mí; que nunca volvería al colegio. Lo poco que habló en la camioneta aquel día tuvo que ver exclusivamente con los gansos y su caza desde los fosos; las cosas que ya me había dicho muchas veces: que los gansos vuelan alto, con el viento, pero que a veces vuelan por debajo de él; que eran más inteligentes que los patos, aunque no era verdadera inteligencia sino instinto muy afinado; que a los gansos de vientre moteado les gustaba el trigo y a los ánsares de la nieve no; que un ganso podía volar ciento cincuenta kilómetros en una noche; y que en realidad no se necesitaban los señuelos: una «joven granjera gorda vestida de negro» serviría perfectamente vista desde el aire. Me daba la impresión de que, cuando Charley repetía estas cosas, lo que decía no tenía ninguna relación conmigo sino que lo hacía para quitarse de la cabeza algo en lo que no quería pensar. Y ese algo, pensaba yo, tenía que ver con los estadounidenses recién llegados.

Cené, como de costumbre, en la cocina. Luego, a las siete, salí al bar a mezclarme con los Sports, como me había dicho Charley que hiciera, y a oír canciones de la máquina de discos y a hablar con el barman, y con Betty Arcenault sobre California, donde estaba Berner, y a escuchar lo que contaba de su novio, que, según ella, la trataba cruelmente. Los Sports bebían y reían y se contaban historias y fumaban cigarrillos y cigarros. Dos de los grupos eran de Toronto, y otro de estadounidenses de Georgia. Éstos tenían acentos parecidos al de mi padre cuando «hablaba dixie». Los dos estadounidenses de Detroit estaban ya en el bar, sentados en una mesa, a un costado de la sala, bajo una gran pintura al óleo de dos alces peleando, con las cornamentas enganchadas de tal modo que les resultaría muy difícil separarse. Su lucha a muerte, se titulaba el cuadro. Sobre él había un letrero negro y blanco que rezaba: DIOS SALVE A LA REINA, en el que la gente había escrito encima groserías y obscenidades. La pintura de los alces era mi preferida; me gustaba mucho más que la del oso bailando del comedor. Una vez, años después, vi esta misma pintura de los alces, o una casi idéntica, en una pared del Macdonald Hotel, en Edmonton, Alberta, y me quedé extasiado ante ella durante horas, contemplando su misterio.

Los dos estadounidenses descollaban en el recinto humoso y lleno de cazadores, empleados del ferrocarril y cuadrillas de operarios. Bebían cerveza, una cada uno, que dejaron a un lado durante todo el tiempo que estuvieron en el bar. Llevaban camisas limpias y pantalones de buen gusto y botas cortas de cordones, mientras que los Sports vestían ropa de caza, como si planearan salir directamente del bar para ir a disparar contra los gansos. Los estadounidenses parecían incómodos, como si el nerviosismo de Crosley, el más joven, se le hubiera contagiado a su compañero. Sólo hablaban entre ellos, y miraban continuamente a su alrededor: al techo de lámina metálica, hacia la puerta que daba al vestíbulo, en dirección a la cocina, a la puerta cerrada del garito de juego. Esperaban a Arthur Remlinger. Habían dejado aviso a la señora Gedins de que los buscara en el bar para hablar de la caza de gansos. Pero no había aparecido, y ello podía significar algo importante: que Arthur Remlinger no quería que lo investigaran y había puesto tierra de por medio, lo cual probaba que era el hombre que buscaban.

Yo, por supuesto, no sabía lo que los estadounidenses tenían planeado hacer cuando echaran la vista encima a Arthur Remlinger y tuvieran que decidir si era o no culpable. Posiblemente lo verían y —quería creer yo— se darían cuenta de que se habían equivocado y de que no era el hombre que había puesto aquella bomba que había matado a una persona. En cuyo caso podrían volver satisfechos a Detroit, y olvidarse del asunto. Pero si decidían que sí era el homicida, ¿cuál era su plan de acción? Era emocionante estar en aquel bar ruidoso, en el que bullían los cerebros de aquellos dos estadounidenses, y saber quiénes eran ellos mientras ellos no sabían que yo y quizá alguien más de los presentes sabíamos, y tener esa ventaja sobre ellos. Pero tendría que haber también un desenlace de todo aquello. Charley no lo había dicho, pero era obvio que lo pensaba, y que tal desenlace podría no ser bueno.

Me quedé cerca de la máquina de discos, observando, esperando que Remlinger entrara y empezara a dar vueltas como solía hacer, bromeando, invitando a unos y otros y prometiendo a todos que la cacería sería buena; un comportamiento que nunca había parecido natural en él. No había visto el coche de Florence en el aparcamiento. Supuse que estaba cuidando de su madre y ocupándose de la tienda. Aunque posiblemente Remlinger no quería que ella estuviera donde estaban los estadounidenses.

Sentí de nuevo un imperioso impulso de hablar con aquellos dos hombres, aunque no era nada propio de mí hacer algo semejante. Era como si deseara acercarme a algo arriesgado y emocionante. Quería decirles que había nacido en Oscoda, lo que para ellos tal vez tuviera algún significado. Fuera lo que fuere lo que había sentido cuando estuve junto a su coche en el aparcamiento y toqué el metal caliente —la sensación de solidez satisfactoria, e incluso de que me gustaban aquellos hombres (a quienes ni siquiera conocía), de compartir con ellos algo secreto…—, quería volver a sentirlo, y creía que podría hacerlo sin que ello supusiera ninguna amenaza para nadie. Seguía pensando que tal vez podrían revelar algo importante relativo a su misión involuntariamente: lo que pensaban de Arthur Remlinger, lo que planeaban hacer en función de lo que les aconsejaran sus indagaciones.

Pero justo en ese momento, antes de que pudiera hacer acopio de valor para acercarme a hablar con ellos, apareció en el bar Arthur Remlinger, a través de la puerta del vestíbulo, y los dos estadounidenses parecieron saber al instante quién era, como si hubieran tenido una imagen precisa de él en la cabeza, y ésta se ajustara exactamente a la de su persona.

El hombre de cara redonda y mejillas rojas, con peluquín —el antiguo policía—, le dijo de inmediato algo al más joven, Crosley, y asintió con la cabeza, y miró a Remlinger, que hablaba ruidosamente con unos Sports en una mesa. Crosley se volvió para mirarlo y de pronto pareció ponerse muy serio. Asintió con la cabeza él también y dijo algo muy breve. Luego los dos hombres se quedaron sentados el uno frente al otro, a la luz mortecina del bar, bajo el cuadro de la pelea a muerte de los alces, sin decirse nada.

Remlinger llevaba puesto el sombrero Fedora de fieltro marrón que usaba a menudo, y uno de aquellos caros trajes de tweed de Boston, que le daban un aire un tanto insólito en el bar. Las gafas de leer le colgaban del cuello. Su corbata era de un rojo vivo, y los bajos de los pantalones de tweed los llevaba metidos en las botas de cuero. Yo entonces no lo sabía, pero más tarde entendí que venía vestido como un duque o un barón inglés que volviera de pasearse por sus tierras y entrara en un pub para tomar un whisky. Era el tipo de disfraz idóneo para impedir que aquellos a quienes llevaba quince años esperando pudieran reconocerle, pese a no haberse cambiado el nombre, y a que todo el mundo que quisiera encontrarlo podía hacerlo. Posiblemente ni siquiera se escondía; posiblemente se distraía mientras esperaba a que llegara el día.

Crosley observó cómo Remlinger se acercaba a la barra. Jepps no se volvió para mirar; siguió sentado, mirando a Crosley, como si hubiera empezado a calibrar algo. Como si hubiera vuelto a ser policía, amistoso al principio, luego hostil. Me pregunté si llevarían pistola; Charley me había dicho que venían armados.

Arthur Remlinger me vio cerca de la máquina de discos.

—Mira. Ahí está el señor Dell —dijo, sonrió y me dirigió un gesto de la mano, indiferente.

Pronto se acercaría a la mesa de los estadounidenses. Deseé poder estar cerca, para observar la escena. Deseé saber qué sucedería cuando los tres se encontraran frente a frente: Arthur Remlinger sabiendo perfectamente quiénes eran y ellos no sabiendo que él sabía, y teniendo que dilucidar si era o no el homicida que estaban buscando. Cualquiera habría deseado presenciar la escena. Entrañaba una posibilidad de peligro, si los tres llevaban pistola y decidían que la situación no podía continuar.

Vi que la mirada de Remlinger se posaba en los dos hombres y se detenía en ellos unos instantes. Siguió hablando en la mesa de los Sports de Toronto. Uno de los hombres de la mesa se llevó la mano a un costado de la boca para decir algo, como si quisiera susurrar un secreto. Remlinger me miró rápidamente, y se inclinó sobre el hombre que había hablado con sigilo, que volvió a decirle algo que les hizo reír a ambos. Remlinger me miró por tercera vez, como si estuvieran hablando de mí; yo no pensaba que lo hicieran. Y al final Arthur Remlinger se volvió hacia los dos estadounidenses y echó a andar hacia ellos.

Crosley, el nervioso, se puso en pie de inmediato, se pasó la mano por el costado del pantalón, sonrió abiertamente y le tendió la mano limpia a Arthur Remlinger, como si se sintiera aliviado al comprobar que aquel momento había llegado al fin. Oí que Arthur Remlinger decía su nombre, y vi cómo se estrechaban la mano. Oí que se mencionaba el apellido Crosley. El hombre de más edad, Jepps, se levantó y le dio la mano a Remlinger y se presentó y dijo algo que les hizo reír a ambos. Oí que Jepps decía «Columbia Británica» y «Michigan». Y luego a Remlinger decir: «Michigan», y rieron los tres. Remlinger era como un actor que interpretara al personaje menos sospechoso de hacer explotar una carga de dinamita y ser un asesino. En muchos sentidos no creo que este tipo de cosas sean ciertas, pero toda su vida en Canadá debía de haber sido un ensayo para aquel momento preciso. Si salía con bien de él —como pensaba que haría, dado que creía que había sufrido lo bastante—, todo sería estupendo y la vida seguiría. Si no, si lo identificaban como el homicida de la bomba y había de afrontar el pensamiento de volver a Michigan, nadie sabía lo que podía suceder. Pronto lo veríamos.

No pude oír lo que hablaban. Los estadounidenses se sentaron. Arthur Remlinger empujó una silla hasta la mesa, se tiró de los pantalones y se sentó a horcajadas de un modo muy poco natural, pero no se quitó el sombrero. Yo estaba somnoliento de llevar despierto casi todo el día, y a causa de la aprensión que sentía por los estadounidenses. Pero me quedé donde estaba. Remlinger siguió sentado y habló animadamente con los dos hombres durante un cuarto de hora. Pidió que les trajeran unas cervezas, que ellos no bebieron. Mientras hablaba miró hacia mí, y más allá de mí, varias veces. Los estadounidenses no paraban de sonreír, estuvieran lo que estuvieran diciendo. En determinado momento Remlinger —de un modo muy poco propio de él— dijo, riendo:

—Oh, sí, sí, sí. ¡Siií! ¡Tienen razón en eso!

Los tres asentían con la cabeza. Luego Remlinger se incorporó en la silla, tendió los brazos y pareció poner la espalda muy tiesa, y dijo:

—Se lo dejaremos arreglado para mañana.

Lo cual, me pareció, se refería a la caza de gansos y no tenía nada que ver con que lo hubieran reconocido como el autor del atentado en Detroit. Me dio la impresión de que los dos estadounidenses habían llegado a la conclusión de que Arthur Remlinger no era el hombre que andaban buscando. O, si lo era, se había vuelto tan irreconocible que lo que debían hacer era dejarlo en paz allí en la pradera. (Ya he dicho que me sentía muy confuso acerca de lo que estaba sucediendo, ya que no había tenido ninguna experiencia semejante en toda mi vida. Nadie debería culparme por no haber entendido lo que estaba viendo).

Estos últimos pensamientos me reconfortaban cuando subía las escaleras hacia mi cuarto bajo los aleros. Cerré la puerta con llave y me metí en la cama fría, con el rótulo rojo del Leonard tiñendo el aire sobre el edificio. Mi casucha de Partreau no tenía cerrojos, y me hacía feliz tenerlos ahora, con toda aquella gente pululando por los pasillos durante la noche. Pensé que todo iba a salir bien. Arthur Remlinger parecía sentir alivio por haberse encontrado finalmente con los estadounidenses. Se había mostrado hospitalario, como si los estadounidenses no fueran quienes eran sino los cazadores de gansos que simulaban ser, y siguieran viaje a la Columbia Británica una vez cumplida su mañana de disparar contra los gansos desde los fosos que Charley y yo les hubiéramos asignado. Entendí por qué Charley había dicho que Remlinger era «falaz». Había engañado a los estadounidenses al no reconocer quién era. Pero yo había concluido que ser falaz era algo necesario en este mundo. Aunque uno no cometiera crímenes, todo el mundo engañaba a los demás. Yo había sido falaz al no alertar a los estadounidenses de que sabía quiénes eran. Había ocultado a la policía el dinero del atraco de mis padres. Había falseado mi identidad desde el momento en que había cruzado la frontera en el coche de Mildred sin decir media palabra. La persona que yo era ahora no era la persona que habría sido en Great Falls, por mucho que mi nombre fuera el mismo. No estaba claro que algún día volviera a ser aquel chico que fui, pero sí que seguiría engañando durante el resto de mi vida, ya que sentía que pronto iría a Winnipeg y empezaría una vida completamente nueva y mejor, y en la que estaría incluida la verdad que dejaba atrás.

Mientras me acercaba al sueño, traté de imaginar al joven alto, rubio y torpe Arthur Remlinger poniendo la bomba en el cubo de basura, en un lugar que en mi imaginación era Detroit. Pero no lograba que el pensamiento permaneciera en mi cabeza, que era la forma que tenía de determinar si algo era o no importante. (No conseguía imaginar, por ejemplo, cómo podía ser una bomba). Traté de imaginar una conversación entre los estadounidenses y yo. Nos imaginé caminando por la calle principal de Fort Royal, no al azote del viento frío de octubre sino en un día soleado y de cielo azul de finales de agosto, el día en que llegué a Partreau. Jepps me había puesto su mano grande en el hombro. Los dos querían saber la relación que me unía con Arthur Remlinger. Y si era estadounidense; y por qué estaba en Canadá y no en el colegio, donde debía estar; y dónde estaban mis padres; qué era de la vida del tal Remlinger; ¿estaba casado?; ¿conocía su pasado?; ¿tenía pistola?

En los últimos minutos de vigilia, no pensé saber las respuestas a aquellas preguntas —salvo la de la pistola—, y no me preocupé por ellas. Y, como me sucedía a menudo, estuve dormido sin saber que lo estaba durante un buen rato. Aunque, avanzada la noche, me desperté de pronto y oí a las vacas en el matadero, gimiendo a la espera de la mañana, y un camión que gruñía y cambiaba de marcha ante el semáforo del hotel. Todo parecía estar como debía. Volví a dormirme durante las escasas horas que me quedaban.