Yo estaba en el pequeño vestíbulo del Leonard —el mismo día por la tarde en el que Charley me había hablado de Arthur Remlinger por la mañana— cuando llegaron los dos estadounidenses. El Leonard no tenía un vestíbulo propiamente dicho; no era más que un recibidor cuadrado en penumbra al pie de la escalera central, donde estaba la recepción: un timbre y una lámpara, y en la pared una hilera de ganchos de donde colgaban las llaves de las habitaciones. Acababa de comer y me dirigía a mi cuarto para dormir. Me había levantado a las cuatro de la mañana y tendría que localizar gansos al anochecer. Charley me había llevado a pensar que los estadounidenses llegarían pronto, así que los tenía presentes en mi cabeza, y me había hecho una idea de qué aspecto tendrían, y me pasaba por el vestíbulo todas las veces que podía por si llegaban. Pero no pensaba que fueran a llegar ese mismo día.
Estaban registrándose en el hotel. Les atendía la señora Gedins, que había estado trabajando en la cocina y había oído el timbre del mostrador. Apenas habló con los dos hombres. Aunque al oírles pronunciar sus respectivos nombres —Raymond Jepps, Louis Crosley— levantó la vista del libro de registro, con los vacilantes ojos suecos severos y recelosos, como si hubiera algo de sospechoso en los estadounidenses y a ella nadie pudiera engañarla.
Traían sendas maletas de cuero. Y, como a veces se me requería para subir el equipaje a los Sports —por lo que recibía un cuarto de dólar—, me quedé junto a la pared de la fotografía de la reina Isabel y esperé. La señora Gedins les dijo que tendrían que dormir en la Casa Auxiliar, porque el hotel estaba lleno. (No lo estaba). Había quedado con Charley en llevarles a ella cuando estuvieran listos. Fue la primera señal de que lo que me había contado Charley era cierto: que los dos hombres venían de los Estados Unidos, que se les había identificado y que se les esperaba de un momento a otro. Yo me había creído la historia a medias; pensaba que se la había inventado Charley, quién sabe por qué motivos fantásticos, para asustarme. Pero los dos estadounidenses habían dado unos apellidos que coincidían con los que había mencionado Charley: Jepps y Crosley. Dijeron que eran de la «ciudad de los automóviles», en los Estados Unidos. Estaban de buen talante y no hicieron intento alguno de ocultar quiénes eran. Parecían no recelar en absoluto que alguien pudiera reconocerles o pudiera saber por qué estaban en Fort Royal. Es posible que hasta la señora Gedins supiera quiénes eran, en cuyo caso todos lo sabían, salvo los propios estadounidenses.
«Nos dirigimos hacia la costa oeste de Canadá», dijo Jepps, el de más edad (el policía retirado), con una sonrisa. Era de cara rubicunda y llevaba un peluquín hecho de un material que simulaba un pelo negro brillante y lacio, que se asentaba en lo alto de la cabeza redonda y que no podía parecer menos natural. Le confería un aire de necedad, porque era un hombre bajo y rollizo y llevaba unos pantalones subidos por encima de la panza, y unos zapatos marrones tipo inglés, de cordones, tan grandes como los de un payaso. No dijo lo que pensaban hacer en la costa oeste de Canadá. Crosley era más joven, de aspecto acicalado, de facciones precisas y bien marcadas, y pelo corto, negro, bien cortado. Sonreía mucho; pero sus ojos estaban alerta y miraban aquí y allá, y su tez era más oscura. Llevaba un anillo de oro en el meñique, al cual daba vueltas con nerviosismo, como si su jovialidad fuera fingida. Más tarde, cuando Jepps recibió el disparo y cayó muerto en el piso de mi casucha, y yo, aunque aterrorizado, me vi implicado en el hecho de moverlo, tuve que recoger el peluquín, algo terrible. (Al caer muerto se le desprendió de la cabeza). Yo no había visto nunca ninguno, pero sabía que era un peluquín. Me sorprendió lo ligero y lo pequeño que era. Acabó en el bidón de quemar, con las tripas y las plumas de los gansos.
Crosley le preguntó a la señora Gedins si podían comer algo; no habían comido nada desde el desayuno, en Estavan. La señora Gedins frunció el ceño y dijo que el almuerzo (que ella llamó «comida») se había servido hacía horas (eran casi las tres de la tarde), pero que el chino de un poco más abajo de la calle podría prepararles algo. Y añadió que yo podía enseñarles dónde era, lo cual les hizo reparar en mi presencia. Ellos dijeron que Fort Royal no era un sitio muy grande («ciudad», lo llamó Jepps, con una voz nasal parecida a la de Arthur Remlinger). Podrían comer en el único «comedor» chino de la ciudad. En Detroit había un barrio chino entero, dijeron ellos. A menudo iban allí a comer con sus mujeres. Estaban deseando comparar la comida china de Canadá con la del estado de Michigan.
Preguntaron si podían dejar las maletas en el vestíbulo y si había alguna partida de caza de gansos en la que pudieran participar. En el viaje hacia allí habían visto miles de gansos en el cielo, y en una ocasión habían visto cómo uno de ellos caía a tierra, obviamente a causa de un disparo. Llevaban escopetas, dijo Crosley, aunque su actitud pareció un tanto vacilante al respecto. Seguramente podrían participar en alguna partida de caza de gansos en los dos días siguientes. Además, querían ver las vistas de interés y hacer las excursiones pertinentes, como si los visitantes vinieran a Fort Royal, Saskatchewan, en el frío ventoso de principios de octubre a disfrutar de sus atractivos turísticos. Era algo que no resultaba creíble, e hizo que con más razón dieran la impresión de ser quienes Charley había dicho que eran.
La señora Gedins le dijo que tendrían que hablar con «el señor Remlinger», el propietario del hotel, pues era él quien organizaba las partidas de caza de gansos. Lo encontrarían por la noche, en el comedor y en el bar. Había otros cazadores en el hotel, dijo. Y seguramente no habría plazas libres, a menos que alguno de ellos amaneciera borracho o enfermo.
De pie detrás de ellos, en el vestíbulo umbrío, yo me mantenía alerta a su reacción ante el nombre que la señora Gedins acababa de pronunciar: «señor Remlinger». Era al señor Remlinger a quien habían venido a observar después de un viaje de tres mil kilómetros, y sobre el que debían decidir si era o no un asesino, y qué hacer en caso de que lo fuera. ¿Cómo iban a decidir tal cosa?, me pregunté. No tenía la menor idea, ya que Arthur Remlinger, como dijo Charley, jamás reconocería haber puesto la bomba, y había muy pocas personas con vida que pudieran saber sobre el asunto. Ya me había preguntado aquel mismo día qué aspecto tendría un homicida. Una vez cometido un homicidio, voluntario o no, ¿lo llevará el autor escrito en su cara de por vida? ¿Pensaban Jepps y Crosley que era algo fácil de detectar? ¿Y llevaba el criminal la palabra «homicida» escrita en la cara antes de cometer su crimen? Había visto fotografías de asesinos en los noticiarios de los cines. Mi padre sentía fascinación por ellos y sus andanzas. Alvin Karpis y Pretty Boy Lloyd, el propio Clyde Barrow y John Dillinger. Todos, para mí, tenían aspecto de asesinos. Aunque para entonces ya habían cometido sus asesinatos, de eso no había duda. Además, estaban muertos. A tiros, muchos de ellos, y expuestos para las fotografías. A mis padres, había decidido, se les podría haber identificado como atracadores de bancos mucho antes de que mi padre hubiera entrado en un banco para atracarlo. Y mi hermana y yo habíamos sido los únicos que no lo sabían.
Pero el sonido del nombre de Remlinger, pronunciado en la quietud del vestíbulo demasiado caldeado del Leonard, no tuvo ningún efecto sobre el semblante de Jepps o de Crosley. Fue como si no significara nada para ellos.
—Quizá —dijo Jepps, subiéndose el pantalón por encima de la panza con los pulgares rollizos— pueda usted pedirle al tal señor Remlinger que hable con mi amigo y conmigo. Nos gustaría dispararles a unos gansos, si pudiera arreglarse. Vendremos al bar esta noche. Dígale que se acerque y se presente. Somos unos estadounidenses simpáticos.
Los dos rieron con el comentario. Pero no la señora Gedins.
Salieron a la pequeña calle principal azotada por el viento en busca del restaurante chino. Y yo rodeé deprisa el edificio del Leonard para ver si había un Chrysler New Yorker con matrícula de Michigan aparcado en la trasera. Si me hubieran pedido que comiera con ellos, habría ido, aunque ya había comido. Se me antojaba una aventura estar muy cerca de ellos y saber quiénes eran, sin que ellos tuvieran la menor idea de que yo sabía. Como si fuera yo quien estuviera de incógnito. Me sentía presa de la excitación. Podría haber averiguado cosas sobre ellos; sus planes, por ejemplo; aunque se me había prohibido hablar de ello, y en realidad ni siquiera sabía qué era lo que yo podía decir, o a quién. Se entiende fácilmente que un chico de quince años se sienta atraído por estas cosas.
Los dos estadounidenses, sin embargo, apenas se percataron de mi presencia y echaron a andar por la acera hacia el cartel rojo en el que se leía WU-LU. Salí del Leonard para observarlos. Jepps rodeó con el brazo el hombro de su compañero, y se pusieron a hablar en serio.
—Así queremos que sea —me pareció oír a Jepps, con la voz nasal en el aire frío.
—De acuerdo, de acuerdo. Lo sé —dijo Crosley—. Pero…
No alcancé a oír el resto de la frase, aunque creía saber de qué hablaban. Y no me equivocaba.
Cuando llegué a la trasera de tierra del Leonard, vi los coches de los cazadores y de los otros clientes del hotel, junto al gran Buick granate de Arthur Remlinger, aparcado y frío. Hacía viento, y en el aire había copos de nieve. El depósito de la Canadian Pacific estaba a unos cincuenta metros de un largo solar vacío. Una máquina auxiliar remolcaba un vagón rojo por una vía vacía, mientras los guardagujas corrían en el frío con sus linternas, cambiando las agujas y subiéndose al vagón al pasar. He ahí un trabajo que haría, pensé —me gustaba trabajar—, si no volvía a estudiar, y si no iba a Winnipeg, como Florence quería que hiciera. Los planes no siempre salían bien, como Arthur Remlinger me había dicho. Estaba descubriendo que era verdad.
Al final de la hilera de coches aparcados estaba el Chrysler New Yorker negro: un dos puertas sucio, lleno de arenilla de la carretera, con su matrícula de Michigan verde y amarilla. «País de las Maravillas del Agua». Imaginé bosques tapizados de verde, con vastos lagos en los cuales alguien —yo— podría remar en una canoa. Algo que nunca había hecho. Había dado por sentado que en el instituto de Great Falls habría un club náutico y que tendría la oportunidad de remar en el río Missouri. Puse la mano en el capó del Chrysler y aún estaba caliente, aunque empezaba ya a enfriarse. Aquel coche venía de Estados Unidos, del lugar donde lo habían construido. Representaba aquello que mi padre (y yo) asociábamos con Estados Unidos. El crisol. El mundo, cada vez más cercano. Yo defendía esos valores. Mis padres los habían inculcado en Berner y en mí. Me hizo volver a sentir que Jepps y Crosley, al venir a Canadá para cumplir su misión, actuaban rectamente, con justicia, aunque no quería que tuvieran éxito y Arthur Remlinger tuviera que volver a los Estados Unidos para ingresar en prisión. Ya he dicho que es un misterio por qué nos asociamos con quienes nos asociamos, cuando todo indica que es un error.
Sin embargo, allí de pie en el aparcamiento, experimenté una gran confusión. Puede que yo mismo me encontrara al borde de una crisis nerviosa. Las sienes se me tensaron, y me dolían, y la nariz y la barbilla se me entumecieron, por el frío, posiblemente. Las manos me hormigueaban. Los pies se negaban a moverse. Por extraño que pudiera ser, y a pesar de lo que sabía de él, Arthur Remlinger no parecía un hombre capaz de transportar una bomba y de ponerla en un lugar determinado para que matara a alguien. Parecía más bien la última persona capaz de hacerlo. Incluso Charley Quarters parecía un hombre más proclive a hacerlo. O los asesinos de los viejos noticiarios de los cines. En mi opinión, Arthur Remlinger no llevaba la palabra «homicida» escrita en la cara.
Lo que llevaba escrito era «excéntrico», «solitario», «frustrado». Y también «inteligente», «observador», «mundano», «bien vestido». Virtudes éstas que yo admiraba (aunque lo negara). Así que lo que decidí —y ello hizo que pudiera volver a moverme, que la sensibilidad volviera a mi cara y que las manos dejaran de hormiguearme— fue que Arthur Remlinger no era un homicida. Cabía la posibilidad de que aquellos dos estadounidenses, pese a sus nombres y al coche y a que eran de Detroit, no fueran quienes Charley decía que eran. Ése era mi hábito mental. Mi madre dejó escrito en su crónica que, para mí, aquello que se oponía a lo obvio siempre merecía estudiarse detenidamente. Pues podía resultar ser la verdad. Dadas mis recientes experiencias personales con la verdad, no hubiera sido extraño que me pareciera obvio que tarde o temprano todo el mundo comete crímenes, con independencia de lo inclinado a cometerlos que pueda parecer una persona. Pero no estaba dispuesto a admitirlo. En caso de ser cierto, no sabía dónde podía encajar yo en este mundo; no quería cometer crímenes, y encajar en él era mi mayor deseo. Así que intenté creer con todas mis fuerzas que Arthur Remlinger era inocente del crimen que se le imputaba; era la mejor opción, lo mirara por donde lo mirara.