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Charley Quarters me dijo que la historia de Arthur Remlinger era la más extraña que me sería dado oír en toda mi vida, pero que debía oírla porque los chicos de mi edad necesitaban oír la verdad desnuda (contrariamente a lo que prefería la mayoría de la gente), porque eso me ayudaría a fijarme unos límites estrictos. Unos buenos límites me mantendrían en mi sitio en el mundo. Él había sabido la verdad desnuda, dijo, pero había fracasado en fijarse de forma eficaz los límites. El estar donde ahora estaba, viviendo solo en el destartalado remolque de Partreau, era el resultado de ello. Charley siempre hablaba así, refiriéndose a hechos oscuros que concernían a su persona y que nunca relataba con detalle, pero que se sobrentendía que eran vergonzosos y horribles para alguien que quisiera llevar una vida recta y sana, que era mi caso. Charley era un ser muy poco recomendable y violento y posiblemente pervertido, y no me gustaba, como ya he dicho. Pero era inteligente. Había alardeado ante mí de haber intentado entrar en la universidad. Pero no le habían admitido por ser métis, y por ser demasiado inteligente. Me preguntaba si, debajo de todo aquello, no habría sido alguna vez, siquiera una, un chico como yo, y si algo de aquel buen chico alentaba aún en él en alguna parte, como aquel deseo suyo de aleccionarme sobre los límites y la verdad desnuda.

Estábamos limpiando los gansos abatidos aquella mañana; había un gran montón de ellos, lleno de plumas, tirados en tierra, junto a la traviesa de ferrocarril que utilizábamos de madero para limpiarlos, justo en el interior de la puerta arqueada del Quonset, abierta de par en par. Algunos de los gansos aún meneaban las patas; otros tenían los picos ensangrentados abiertos, y en movimiento, mientras usábamos el hacha para golpearles en la cabeza y otras partes del cuerpo antes de abrirlos en canal con el cuchillo, de destriparlos y hacerlos pasar por la máquina desplumadora de fabricación casera de Charley. Fue el día en que por primera y última vez entré en su remolque.

Lo que vi dentro, diría, no se parecía en nada a lo que había visto hasta entonces. En algunos aspectos era como mi casucha, por la estrechez del espacio, la mala ventilación y la pestilencia. Pero en su caso contenía asimismo la acumulación total de la vida de Charley, o eso me pareció al menos. Era un espacio rectangular demasiado caldeado, con las ventanas tapadas con cartones y selladas con cinta adhesiva. En un rincón había una estufa Delmar de hierro negro, embadurnada de brea, cuyo conducto de humos salía al exterior horadando el techo bajo. Un sofá azul mugriento, cubierto de mantas, hacía de cama. Había un increíble batiburrillo de sillas y maletas de cartón rotas, y montones de pieles secas de animales que Charley guardaba para vender, además de sus palos de golf y una guitarra y un televisor pequeño que no estaba enchufado, y varias cajas de alpiste saqueadas por las ratas y latas de comida amontonadas en un rincón —maíz en grano, pescado enlatado, té Co-Op, salchichas de Viena y cilindros de galletas saladas—, y platos sucios y utensilios, y la caja de los cosméticos de Charley y un diminuto espejo enmarcado y algunos de sus móviles colgantes plateados, con las hélices rotas —pendientes de arreglo—, su caja de las astillas y un ventilador de mesa, un frasco de encurtidos con un líquido amarillo dentro y unos guantes de boxeo colgados de la pared. Había también un frigorífico viejo y una cómoda vertical con los cajones fuera y el barniz desconchado. Encima estaban los libros que leía Charley. Uno era La rebelión del Río Rojo. La Federación Cooperativa de la Commonwealth y los métis y La vida de Louis Riel eran otros dos. Había montones de papeles sueltos en los que se veía escritos, eso me pareció, los poemas de Charley, que no miré de cerca. De las paredes colgaban fotografías enmarcadas. Hitler. Stalin. Rocky Marciano. Un hombre que caminaba por la cuerda floja en las alturas, con una larga pértiga en las manos, sobre un río. Eleanor Roosevelt. Benito Mussolini con la mandíbula saliente, y, al lado, Mussolini colgado cabeza abajo de una farola, con la camisa fuera de los pantalones, junto a su amante, colgada a su lado. Había una fotografía de Charley de chico, desnudo de cintura para arriba, con las piernas arqueadas, en posición de lanzar la jabalina, otra de una anciana que miraba con fijeza a la cámara y otra de Charley con uniforme militar, bigote hitleriano y la mano alzada al frente en el saludo nazi. No supe entender todo esto entonces. Aunque sabía quién era Mussolini porque había visto fotografías de él en periódicos viejos, tanto vivo como muerto; eran cosas que mi padre conservaba de la guerra.

Había entrado en el remolque para buscar la piedra de afilar curva de Charley, para sacarle filo al hacha y así poder cortarles más fácilmente el cuello, las patas y las alas a los gansos. Pero se me ocurrió que lo que quería era que viera cómo era una vida cuando no se le ponían límites. Allí dentro había olor a huevos podridos mezclado con algo dulce y químico y relacionado con la comida: sus disolventes para curtir, y el olor del propio Charley. Olía mucho peor que fuera, por el calor y por ser un recinto estanco. El hedor era casi visible, y palpable —como un muro—, incluso con la puerta metálica abierta y con el viento frío que entró durante los dos minutos que estuve dentro. Quería salir cuanto antes. A veces, si me acercaba mucho a él o el viento soplaba hacia mí, me llegaba una vaharada fétida procedente del propio Charley. Parecía emanar de su ropa grasienta, o de su pelo teñido. Cualquiera pensaría que era algo a lo que nadie podría acostumbrarse nunca, y contra lo que yo trataría de blindarme. Y sin embargo era algo a lo que llegué a acostumbrarme, de forma que cada vez que me acercaba a Charley era consciente de que lo estaba oliendo, y luego seguía percibiendo ese olor suyo sin darme cuenta siquiera, como si ese olor ejerciera sobre mí un atractivo irresistible. Activaba en mí —durante el rato que seguía— la necesidad de oler lo que no debía oler, gustar el sabor que sabía que me repugnaba, abrir los ojos a cosas de las que cualquier otra persona apartaría la mirada; dicho de otro modo, me hacía hacer caso omiso de los límites. Ese tipo de atracciones, por supuesto, cesan cuando te haces mayor y te hartas de ellas. Pero son parte del proceso de crecer, como aprender que una llama te quema, o que el agua puede ser demasiado profunda, o que puedes caerte de una altura tal que no vivas para contarlo.

Charley tenía una mala opinión de Arthur Remlinger, aunque siempre se la había guardado para sí mismo. No obstante, me dijo que Remlinger era un tipo peligroso, falaz, despiadado, caótico, sinvergüenza, y respecto del cual una persona como yo debía mostrarse cauteloso, e incluso tener miedo, porque además era inteligente y podía mostrarse adulador y llevarte a situaciones peligrosas; Charley dejaba entrever que le había sucedido a él mismo, aunque, como de costumbre, no me dijo cómo. Estábamos limpiando los gansos. Levantó la vista de la traviesa de tren donde manipulábamos los cuerpos y se puso a contemplar la ciudad desierta de Partreau, como si se le acabara de ocurrir algo relacionado con ella. Aspiró el humo del cigarrillo hasta muy adentro de los pulmones, lo mantuvo en ellos unos segundos y lo expelió en dos ráfagas por los orificios de la nariz. Había «gente» que se dirigía hacia allí en aquel momento, dijo. «Él lo sabe. Y trata de planear una estrategia para salvarse». Con «él» se refería a Arthur Remlinger. Yo debía haberme dado cuenta de que se comportaba de forma más extraña de lo habitual, dijo. Y por eso debía mostrarme cauteloso y no acercarme mucho a él, ya que tal comportamiento extraño podría desencadenar acontecimientos aciagos que ni por asomo yo desearía que se hicieran realidad, y contra los que debía fijar unos límites. Todo era ridículo, dijo. Pero era así como a menudo se hacían realidad en el mundo ciertas cosas muy malas. (Por supuesto, lo supiera explicar o no, yo ya lo sabía por mi propia vida: que con frecuencia lo sumamente improbable se hace tan cierto como que el sol sale cada mañana).

Cuando Arthur Remlinger estaba en la universidad, me contó Charley, sus ideas no eran del agrado de la gente; algunas de ellas yo ya las conocía. Detestaba al gobierno. Odiaba a los partidos políticos. Odiaba a los sindicatos y a la Iglesia católica, y más cosas. No gustaba a sus compañeros de estudios. Escribió panfletos en revistas no intervencionistas, contrarias a la guerra (según algunos), proalemanas, lo que hizo que sus profesores recelaran de él y desearan que se volviera a Michigan, el lugar de donde provenía. Su padre —cuando Arthur era joven— había sido injustamente despedido de su trabajo de operario de maquinaria, y el sindicato no le había defendido a causa de sus creencias adventistas y pacifistas. Ello había desencadenado una terrible crisis familiar, y había dejado huella en el joven Arthur, que dio en adoptar ideas radicales en sus años de instituto. Su familia no las compartía. Dejaron atrás su mala suerte y se trasladaron a un medio rural y rehicieron su vida cultivando remolacha. No entendían a su hijo —Artie, lo llamaban—, guapo e inteligente, con facilidad de palabra, destinado a una vida de éxito como abogado o quizá político, y que ingresó en Harvard gracias a su brillantez. (Charley dijo Harvard como si conociera bien la institución, como si hubiera estudiado en ella. Remlinger, dijo, le había contado todo esto años atrás).

Arthur volvía de la universidad a casa cada verano y siempre encontraba trabajo en alguna fábrica de automóviles de Detroit, donde vivía en un piso paupérrimo para ahorrar lo suficiente para pagarse sus gastos cuando la facultad reanudara las clases. Su familia apenas lo veía durante este tiempo, pero pensaba que su disposición para costearse la universidad era una señal prometedora para su futuro.

Pero durante el verano de su tercer año, 1943, trabajando en el personal de limpieza de la Chevrolet, con un buen salario, Arthur tuvo una agria discusión con un representante sindical que supervisaba el trabajo de la fábrica a fin de cerciorarse de que todos los empleados —incluidos los eventuales del verano— estaban sindicados. Las palabras subieron de tono al negarse Arthur a afiliarse al sindicato. El representante sindical, según le había contado Remlinger a Charley, sabía que Arthur era autor de encendidos panfletos antisindicales. (Los sindicatos estaban muy atentos a estos detalles y mantenían fuertes lazos con Harvard). El resultado de la disputa fue que Arthur fue despedido de la Chevrolet, con la advertencia de que no volvería a encontrar trabajo en la ciudad, por lo que tendría que abandonarla.

Eso llevó aparejada otra calamidad, ya que la pérdida del trabajo hizo que Arthur no tuviera el dinero suficiente para pagar las tasas universitarias. Su familia no podía ayudarle. Estaba prácticamente sin blanca, y no podía pagar la renta, y se enfrentaba al brusco final de sus aspiraciones universitarias. Fue a ver a los administradores de Harvard y les suplicó que le concedieran una beca. Pero éstos conocían sus opiniones y las reprobaban, así que rechazaron su petición. Se le cerraron las puertas de Harvard, le contó a Charley, y su juventud tomó un sesgo turbulento.

En este punto le sobrevino un trastorno. Una «enajenación mental», en palabras del propio Remlinger. Se sintió abatido, se alejó de su familia. Sólo ocasionalmente hablaba con su hermana Mildred, que no le hacía preguntas, ni siquiera acerca de cómo se ganaba la vida. Desesperado, Arthur había empezado a encontrar consuelo en otra parte y en otras gentes. Gentes de Chicago y del norte del estado de Nueva York, que compartían sus para entonces extremistas ideas antisindicales, anticlericales, no intervencionistas. Gentes que se consideraban defensores de la filosofía del «derecho a trabajar», y se habían visto envueltas durante décadas en confrontaciones con los sindicatos. Arthur abandonó Chicago y fue a vivir con una familia en Elmira, Nueva York, y trabajó en una granja lechera mientras recuperaba la estabilidad mental. Aquellos granjeros eran gente violenta, llena de odios y resentimientos por el daño que les habían infligido tanto los sindicatos como el gobierno. Arthur se vio más y más inmerso en las ideas de aquellas gentes. Y no tardó en compartir su resentimiento y su necesidad de venganza. Y se vio envuelto en sus tramas y planes, como el de poner una bomba en un salón sindical de Detroit, con intención no de causar daños físicos a nadie sino de poner de relieve la filosofía del «derecho a trabajar», que ellos consideraban la correcta.

Arthur, aún en un estado de agitación mental causado por la imposibilidad de volver a la universidad, se dejó convencer para ser él quien colocara la bomba en un cubo de basura que había al pie del edificio del sindicato. Le contó a Charley que debería de haber estado internado en un hospital mental, y que así habría sido si su familia hubiera podido seguir en contacto con él. Su hermana era enfermera. Pero las cosas no fueron de ese modo.

Arthur condujo desde Elmira hasta Detroit, con la dinamita en el maletero de un coche prestado. Dejó la bomba en el sitio planeado, puso en marcha el tosco mecanismo de relojería y se alejó del edificio del sindicato. Pero antes de que estallara la bomba, a las diez de la noche, el señor Vincent, vicepresidente del sindicato, volvió al edificio a recuperar su sombrero, que creía haber dejado olvidado en el salón del sindicato. Al entrar por la puerta trasera, la bomba explotó, y el señor Vincent sufrió gravísimas quemaduras, a consecuencia de las cuales murió transcurrida una semana.

Se dispuso de inmediato una gran caza del hombre para localizar a quien había puesto la bomba; nadie lo había visto, pero se presumía que era un miembro de los grupos violentos que no reparaban en medios para acabar con los sindicatos de Estados Unidos.

Arthur quedó conmocionado al saber que había matado a una persona —a quien jamás quiso hacer daño—, y aterrorizado ante la perspectiva de que lo detuvieran y lo metieran en la cárcel. Se creía que el terrorista era de Detroit, pero nadie sospechaba del joven de veintitrés años Arthur Remlinger. La policía, defensora de los sindicatos, conocía su nombre, pero éste nunca llegó a sacarse a colación. Cuando se emprendió la búsqueda del terrorista de la bomba, Arthur estaba ya de vuelta en la granja de Elmira, y, si bien no renunció públicamente a sus creencias —nunca lo haría del todo—, al menos recuperó el juicio suficiente para saber que era un criminal en busca y captura y que había arruinado su vida.

Podía optar entre entregarse a la policía y afrontar su responsabilidad por lo que había hecho, e ir a la cárcel, o, según le contó a Charley, dado que no se le imputaba el atentado y que ni siquiera se le consideraba sospechoso, irse tan lejos como le fuera posible, y tratar de pensar que nadie le encontraría nunca y que con el paso del tiempo podría sobrevivir a su crimen.

Charley me miró para ver si le estaba escuchando. Yo estaba a su lado, y había dejado de limpiar los gansos para poder prestarle una atención más estrecha; la historia me estaba impresionando mucho. Charley se puso otro cigarrillo entre los labios. La mancha de sangre del blanco de su ojo izquierdo se desplazó y pareció nadar y lanzar destellos. No llevaba pintalabios; no se pintaba los labios cuando había Sports de por medio. Pero en sus mejillas picadas de viruela había huellas de colorete —se lo había puesto en los fosos de tiro—, y sus ojos seguían con la orla negra en torno. Llevaba un delantal negro de soldador manchado de sangre en la parte delantera, tenía sangre en brazos y manos, y olía a entrañas de ganso. Habría sido una visión chocante para cualquiera. A nuestro alrededor —trabajábamos junto a la entrada del Quonset— surcaban el aire partículas de nieve dura, y los copos que se derretían en el pelo de Charley hacían que se le corriera el tinte negro. Yo tenía las manos y las mejillas irritadas, y me escocían. Las plumas de los gansos habían volado hasta las malas hierbas rígidas y flotaban en torno a los móviles colgantes. El perro blanco de la señora Gedins se había acercado a la caja de las tripas de los gansos y lamía sus lados manchados de ellas. Quemábamos las entrañas todos los días en el bidón de petróleo, y luego Charley esparcía aquí y allá las patas y las alas y las cabezas, para atraer a las urracas y los coyotes contra las que le gustaba disparar.

Charley levantó las gruesas cejas y se le frunció la frente carnosa. «¿A que le estás oyendo hablar así? Ya sabes, lo de “enajenación mental”, “conmocionado”, “aspiraciones universitarias”. Una forma de hablar siempre por encima de todo y de todos». En los labios de Charley se dibujó una mueca de desagrado. «Y es cuando se vino aquí a toda velocidad. En el 45. Nada más terminar la guerra. Pensó (él o la gente que lo había protegido y lo seguía protegiendo) que éste era el sitio más inaccesible de la tierra. Hoy se han dado cuenta de que eso no es exacto». Los grandes dientes frontales de Charley quedaron al descubierto detrás de los labios. Hizo brincar el cigarrillo de un lado a otro de la boca, en la punta de la lengua ancha, como si aquella parte lo complaciera especialmente. «Ahora tiene que enfrentarse a su destino, ¿no? El de hasta aquí sólo ha sido su primer destino. Y, por supuesto, está muerto de miedo». Charley miró el cuerpo del ganso que tenía delante, sobre la traviesa de tren, un cuerpo que ganaba rigidez por momentos, alzó el hacha recién afilada y la dejó caer sobre el cuello del ganso. Luego barrió la cabeza con la mano y la dejó caer al suelo para el perro.

Algunos de los adeptos al «derecho a trabajar» que habían urdido el plan de la bomba contra el sindicato empezaron a buscar un lugar en el que Arthur pudiera esconderse. Nadie le buscaba, pero Arthur pensó que tarde o temprano lo harían, y no podía soportar la idea de que acabaran encontrándole. Tampoco parecía que fuera a servir bien a los intereses de la causa, pues era de personalidad errática y suponía una amenaza; podía dar al traste con la organización. Según Charley, Remlinger había admitido que no entendía por qué no le habían liquidado y enterrado en la granja de Elmira tras el atentado de la bomba. «Que es lo que yo habría hecho, sin volver a pensar en el asunto», dijo Charley. En lugar de ello, le contó Remlinger, contactaron con el propietario del Leonard, un hombre menudo, taimado y turbulento llamado Herschel Box, para quien Charley había trabajado como chico para todo, y le pidieron que escondiera a Arthur en Saskatchewan. Box era un inmigrante austriaco ya mayor, que compartía las peligrosas inclinaciones de los maquinadores de Elmira y Chicago y se había prestado para llevar a cabo numerosas operaciones de castigo al otro lado de la frontera: el incendio de una casa en Spokane, en el que una persona había resultado lisiada; algún saqueo, alguna paliza. Box se avino a acoger a Arthur porque tenía un apellido alemán, y porque había estudiado en Harvard y Box lo consideraba inteligente.

Remlinger viajó en tren desde Ottawa hasta Regina en el otoño de 1945, y allí Box lo recogió y lo llevó a la casucha de Partreau; en aquel tiempo aún vivía gente en la ciudad, como él mismo me había dicho. Y empezó una nueva vida en Canadá.

Remlinger había trabajado en lo mismo que yo; iba en bicicleta a Fort Royal, fregaba suelos y hacía recados para los Sports que Box alojaba en el hotel y a los que cobraba una tarifa por disparar contra los gansos. Sin embargo, no llegó a trabajar en los campos de los gansos ni limpiando sus cuerpos ni cavando fosos de tiro. Box creía que no era lo bastante fuerte para realizar tareas rudas, y le asignó el puesto de recepcionista, luego el de contable y luego el de gerente nocturno, hasta que finalmente Box se volvió a Halifax, donde tenía una hija y una esposa abandonada. Arthur se quedó de gerente único en el Leonard. Le contó a Charley que le había enviado las recaudaciones a Box cada semana, durante tres años, hasta que Box murió y, sorprendentemente, le dejó el Leonard en el testamento, ya que le había cogido cariño y quería protegerle, además de haberle tratado como a un hijo. «No un hijo normal», dijo Charley. «No un hijo que yo quisiera tener».

Arthur Remlinger, sin embargo, nunca estuvo contento con el lugar donde vivía: aquellas habitaciones angostas que daban a la pradera, el loro verde de Box, Samson, encaramado en una percha, en la sala. Se sentía desgajado de toda vida con que se hubiera sentido familiarizado hasta entonces, y anhelaba volver a Harvard, y temía constantemente que un día llegaran unos desconocidos para castigarle por el «acto irreparable» que había cometido y por sus «opiniones». Sus opiniones habían sido concebidas, al igual que sus escritos, le explicó a Charley, con el solo propósito de descollar y hacerse notar entre sus profesores. Pensaba que debería haber sido capaz de superar todo aquello y haber seguido estudiando hasta convertirse en abogado. «Un hombre había saltado hecho añicos por su culpa, por supuesto», dijo Charley. Pero eso no parecía importar gran cosa.

Charley dijo que Arthur Remlinger había empezado a padecer accesos de una ira oscura y depresiones causadas por el hecho de que su vida girase en torno a una única cosa: su corta carrera como homicida. Cuando había mucho más que eso en él, por mucho que no pudiera cambiar nada, ni hacer que las cosas malas se convirtieran en buenas. Tenía la impresión de haber madurado desde aquellos días de antaño. Pero con tal madurez no se le permitía hacer nada. Habría sido mejor, dijo Charley, que lo hubieran detenido y lo hubieran metido en la cárcel y hubiera pagado el precio de sus actos. Ahora sería libre y viviría en Estados Unidos, su patria, en lugar de estar varado en una pequeña ciudad baldía de la pradera donde la gente recelaba de él y lo miraba con disgusto y lo consideraba un «raro» (en palabra de Charley, la misma que utilizaba nuestro padre). Los vecinos hacían circular el rumor de que era un millonario excéntrico, o un homosexual, o un proscrito infiltrado en aquel lado de la frontera cumpliendo las órdenes de alguien (lo cual no era cierto); o que lo protegían intereses extranjeros (que sí lo era); o que era un criminal que buscaba refugio de un misterioso delito. («Los rumores siempre tienen algo de cierto, ¿no?», dijo Charley). Aunque nadie en Fort Royal se preocupó lo bastante para indagar más hasta dar con la verdad. Eran preferibles los rumores. La ciudad nunca había aceptado al viejo Box; ofrecía jóvenes indias lascivas, una sala de juego y barras para beber y gritar a voz en cuello, y los granjeros casados entraban sigilosamente en el hotel a disfrutar de juergas, y había forasteros que iban y venían en la noche. Pero toleraban todo esto porque no querían líos, y porque una ciudad como Fort Royal lo que quería era ignorar aquello que no aprobaba. Y cuando Box volvió a las Provincias Marítimas —nadie parecía entender que eran parte de Canadá; «Nadie ha ido nunca allí», dijo Charley—, la ciudad no cambió de actitud y siguió tolerando a Arthur Remlinger, que no pretendía imperar en ninguno de sus barrios.

Pero se sentía «anquilosado», me contó Charley que le había dicho Remlinger, una palabra que yo no conocía y que a Charley le hizo reír con sorna. E «incomodado y no aceptado» por gentes que él nunca había querido que lo aceptaran. Lo cual le hacía odiarse a sí mismo y sentirse desolado e indefenso, y con un enorme pesar por haber sido tan joven y haber sentido aquel pánico en 1945, que lo había forzado a huir al otro lado de la frontera. Ahora había cambiado por completo, pero se sentía incapaz de marcharse a causa del miedo a que lo detuvieran, que lo «anquilosaba» y no le permitía moverse. Volver para enfrentarse a la justicia sería algo excesivo, le dijo Remlinger a Charley. No le cabía en la cabeza cómo iba a hacer algo semejante, lo mismo que no entendía por qué no podía volver a la universidad; sus profesores, entonces, habían aprovechado la ocasión para desposeerlo de sus certificaciones de aptitud. Era un inadaptado en todas partes, y ansiaba irse más lejos aún. (El «viaje al extranjero» del que me había hablado a mí. Italia. Alemania. Irlanda). Tenía casi treinta y nueve años, aunque parecía diez años más joven, con su fino pelo rubio, su piel sin arrugas, sus ojos claros y su apostura física. Era como si el tiempo se hubiera detenido para él, y él hubiera dejado de envejecer y se hubiera convertido en una única cosa: Arthur Remlinger en un presente perpetuo. Le contó a Charley que a menudo pensaba en suicidarse, y que era presa de rabiosas iras nocturnas, un estado mental caótico que estallaba sin previo aviso (el atropello de los faisanes en la carretera) y ponía de manifiesto su auténtica naturaleza. Había empezado a vestir con elegancia y esmero (algo que no había hecho nunca hasta entonces), y compraba y se hacía enviar trajes de dandy de un sastre de Boston, que entregaba a Florence para que los arreglara y planchara en Medicine Hat. A veces, me contó Charley, aunque él nunca lo había presenciado, se refería a sí mismo como un «abogado» (y «asesor legal»), y otras como un importante escritor. Charley decía que Remlinger influía en todo lo que le rodeaba (y nunca positivamente), pero que no era una persona que dejara una impronta en nadie. Es lo que a mí me había parecido incoherente. Él sabía esto, y sufría por saberlo, y deseaba cambiarlo, pero no podía.

Charley dijo que habría dejado a su jefe hacía tiempo, para no volver a verlo jamás, pero que el viejo Box, aquel maldito teutón del infierno, le había transmitido a Remlinger cierta información íntima sobre su persona, cosas del pasado que (como en el caso del propio Arthur Remlinger, o de mis padres, o de mí mismo), de saberse, le habrían causado un gran quebranto. Charley dijo que, por tanto, estaba «enrolado» a su servicio hasta que a Remlinger le viniera en gana: como criado, como empleado, como forzado confidente, blanco de bromas, factótum y antagonista secreto. Llevaban así quince años, los mismos que yo tenía.

—Ahora estás en su punto de mira, lo sé —dijo Charley. Fue agrupando montones de cuerpos de gansos de piel erizada, limpios, y empezó a llevarlos al umbrío Quonset—. Tiene un plan para ti en su estrategia de supervivencia. A menos que esté muy equivocado. Pero no estoy equivocado.

La cámara frigorífica se alzaba entre las pieles de animales estiradas y puestas a secar, las latas de sales, los montones de señuelos que debía reparar, la motocicleta y las herramientas para cavar, en medio de un olor a disolventes y productos químicos para curtir.

—Yo no le admiro —dije, cargando con los gansos que había limpiado y desplumado yo mismo, y echándolos en el interior de la cámara, junto a los suyos.

Aunque casi lo admiraba.

—Un hombre que quiere que su merecido castigo termine de una vez por todas es un hombre desesperado —dijo Charley, dándome la ancha espalda; en medio de las sombras, yo veía el brillo de su pasador de pelo—. Tú no lo sabes —dijo, en tono bronco—. Tú no sabes nada de nada.

Hacía un frío muy intenso en aquel rincón del Quonset; todo estaba rígido y era doloroso tocarlo.

—¿Qué tendría que saber? —le pregunté—. ¿Qué me importa a mí el señor Remlinger?

Charley Quarters se dio la vuelta, con los brazos llenos de cuerpos grises de gansos desplumados, y sonrió de la forma desalmada con que había sonreído la primera noche en la camioneta, en la oscura carretera, al norte de Maple Creek, cuando me agarró la mano y me la apretó, y yo tuve ganas de saltar de la cabina y salir corriendo.

—Te lo he dicho. Vienen unos hombres a buscarle. Ahora mismo. Y él comprende su situación. Él se comprende a sí mismo mejor que yo. Pero es débil. Y no le culpo.

Charley levantó con el codo la pesada tapa de la cámara. En su interior había gansos congelados blanquecinos, duros como lingotes. Echó dentro su carga, que cayó sobre ellos, y se apartó. Hice lo mismo con los míos, y me volví rápidamente hacia la luz de la puerta del Quonset. No me gustaba estar a solas con él. No sabía lo que podía hacer de repente.

Los hombres —dos de ellos, dijo Charley cuando me llevaba a Fort Royal en la camioneta— eran de Detroit, en los Estados Unidos, el escenario del crimen de Remlinger quince años atrás. Remlinger le había hablado de ellos a finales del verano, cuando las personas del grupo del «derecho al trabajo» con quienes se mantenía en contacto le advirtieron para que fuera preparándose. (Seguían considerándole un tipo errático, había reconocido Remlinger). El caso policial lo habían cerrado hacía tiempo. Pero había gente que aún seguía pendiente de él y mantenía los ojos y los oídos bien abiertos. E, inesperadamente, el nombre de Arthur Remlinger había vuelto a oírse. «Por casualidad pura y simple», le había contado Remlinger a Charley. No existían sospechas que lo relacionaran con el crimen, ni razones para considerarlo una persona con quien hubiera que hablar oficialmente. Habrían de tratarlo como un asunto privado. La familia de la víctima y los miembros del sindicato habían envejecido, y, por otra parte, nunca habían considerado a Arthur Remlinger capaz de aquel asesinato. Pero cuando se enteraron de su paradero —Saskatchewan, una ciudad minúscula y remota, donde vivía solo y sin ningún motivo lógico que lo explicara, en un hotel—, y de que se hallaba relacionado con el hacía tiempo fallecido Herschel Box, un nombre conocido en aquel medio, las cosas empezaron a encajar con lo que se sabía de su pasado (la reyerta con el representante sindical, los panfletos, su fama de alborotador en Harvard), y empezó a parecer verosímil que aquel Arthur Remlinger, un estadounidense extrañamente nacionalizado canadiense, pudiera ser una persona a la que había que ir a ver en carne y hueso. Si alguien podía observarlo sin que él se diera cuenta —entrar en su vida inadvertidamente—, podría calibrarse la probabilidad de que fuera un criminal. Tras lo cual —en caso de que lo consideraran culpable, o cuando menos cómplice— darían comienzo las deliberaciones sobre qué hacer con él. «Debe de pensar que yo he vivido a fondo su vida echada a perder», dijo Charley, al volante.

Remlinger le había dicho que sentía que no tenía por qué preocuparse al respecto; eran dos hombres enviados para observarle. No tenía que hacer nada fuera de lo normal: huir, confesar algo, o actuar de alguna forma incriminatoria que diese a aquellos hombres razones para sospechar que fue él quien puso la bomba en el edificio del sindicato. (La había puesto, dijo Charley, «porque si no no la hubiera puesto nadie»).

Se creía que los dos hombres que se dirigían a Saskatchewan —a través del Medio Oeste en un Chrysler New Yorker, rumbo al norte hasta más arriba de la frontera de Canadá— no dedicaban demasiada entrega a su misión. Se conocían sus nombres. Crosley, joven yerno de Vincent, el hombre destrozado por la bomba; y Jepps, policía retirado sin ninguna vinculación a la familia, pero con el cometido de hacer que prevaleciera el buen juicio en todo momento. Los dos hombres no pensaban que Remlinger fuera el hombre que andaban buscando. Hacían aquel viaje a Saskatchewan tanto a modo de aventura como de caza del hombre. Podrían disfrutar de una cacería de gansos si todo lo demás fallaba y lograban enrolarse en una. No habían prestado la más mínima atención a la cuestión de qué hacer en caso de que Arthur Remlinger fuera realmente el hombre que buscaban, y tuvieran que enfrentarse a él —en un país extranjero del que nada sabían salvo el idioma—, y se vieran forzados a hacer algo. Pedirle que volviera a Detroit (¿para hacer qué?); volver ellos y convencer a la policía para que retomara de nuevo el caso (¿con qué pruebas?); secuestrarle, a él, todo un ciudadano canadiense, y trasladarle a los Estados Unidos a través de la frontera. (¿Cómo, y luego qué hacer con él? ¿Pegarle un tiro? Llevaban pistolas; eso se sabía; ése fue su error fatal). Eran hombres normales y corrientes, trabajadores nada complicados, más parecidos a los Sports que se reunían en el bar por la noche que a hombres movidos por la justicia o la venganza. Lo más probable, se informó a Remlinger, era que estuvieran ya pensando en llegar al Leonard, ver que no había nada extraño en Remlinger (a pesar de haberlo), volver a montar en el Chrysler y partir de regreso a Detroit. Más de tres mil kilómetros.

El problema, según dijo Charley, y la razón por la que yo tenía que tener mucho cuidado (si no lo tenía era un idiota), era que Remlinger se había vuelto amargado y malhumorado y de sentimientos siniestros, y si cabe aún más mentalmente caótico ante la idea de que unos desconocidos se presentasen allí sabiendo quién era y lo que había hecho, y con la intención de llevarlo a la fuerza al otro lado de la frontera para enfrentarlo a todos los fracasos que había dejado atrás. Su padre aún vivía. Y él había malgastado su futuro. Su mala cabeza pasada le estaba esperando. Su estado anímico no era apacible, me dijo Charley. Carecía de la capacidad mental para no incriminarse. La incriminación se había convertido en su vida entera. Tales eran los cambios de conducta que yo tendría que haber percibido en él, pero no lo hice.

Él había estado allí todos aquellos años, dijo Charley, a la espera de que alguien llegara y lo encontrara, sufriente, expectante. Una vida vivida en una ciudad asolada por el viento, de vistas vacías, desterrado, remoto, sin familia; con la sola compañía de Box, luego Charley y luego Florence. Y ahora yo. ¿Cómo había sido capaz de quedarse en ella? Me lo pregunté tiempo después. El clima riguroso, el calendario sin fin, los días indiferenciados, lo «no familiar» hecho norma. Imposible, diría cualquier observador. Era la «pregunta mejor» a la que Arthur Remlinger no había respondido cuando estuvimos en el Modern Café. Se había adaptado, como me dijo.

Pero aquella vida lo había convertido en lo que ahora era. Un hombre excéntrico. Impaciente. Pesaroso. Ligeramente trastornado. Violento y frustrado. Viviendo una etapa de vida que no era capaz de dejar. (La habría dejado si hubiera tenido el valor o la imaginación necesaria para viajar a algún lugar aún más extranjero donde esconderse de nuevo). Charley, a modo de rechazo de su persona, dijo que Remlinger seguía viéndose como el joven estudiante inteligente e ingenuo que nunca quiso matar a nadie, y que sufría por haberlo hecho —por accidente, estúpidamente—, pero que quería que el castigo se acabara de una vez por todas, porque el castigo se había convertido en su vida.

«Y tú», dijo Charley. Estábamos dejando atrás el cartel del límite de Fort Royal, y veíamos los edificios bajos, y el Leonard (un punto que iba creciendo en la pradera), y la calle principal polvorienta y aún sin tráfico (ahora que había empezado el frío), con camionetas al ralentí en los bordillos, y las banderas de la oficina de correos y del banco ondeando y crujiendo al viento, y la gente de Fort Royal, bien abrigada, manteniéndose más cerca de las fachadas de los edificios que de los bordillos de las aceras. «Tú no vayas largando nada de esto. Ni a Arthur Remlinger ni a Flo. Si lo haces te despellejo». Lo que me estaba diciendo, me repitió, era una advertencia para que me fijara unos «límites» y me «protegiera» de lo que podía suceder si «ciertos acontecimientos» tenían desenlaces que no eran los que se suponía que tenían que tener. Charley, como es lógico, había pensado en tales acontecimientos; pero como no me explicó cuáles eran yo no me tomé la molestia de imaginarlos.

En lo que pensaba mientras recorríamos Main Street era en los dos estadounidenses que venían de Detroit. Mi padre decía que en Detroit todo el mundo tenía un buen empleo bien pagado y seguro médico. Era el crisol de Estados Unidos. El centro de poder. El manto de muchos colores. Atraía el mundo entero hacia sí, dijo Charley. «Detroit hace, el mundo toma». Etcétera. Aquellos hombres que se acercaban en coche a Saskatchewan eran de allí, y venían a encontrar verdades y a abanderarlas. Yo nunca había estado en Detroit, pero era un lugar que me interesaba porque había nacido en Oscoda, no lejos de allí, al norte. Una persona puede tener este tipo de ideas y opiniones, pero no tiene una experiencia real asociada a ellas.

—¿Por qué iba yo a verme mezclado en esto? —dije.

Para entonces me había vuelto más osado y había dejado de horrorizarme constantemente. Nos estábamos deteniendo ante la pequeña puerta principal del Leonard, sobre la que se leía, pintado en negro, VESTÍBULO. El viento azotaba los cristales de las ventanillas de las camionetas. Me quedé mirando el perfil peculiar, nudoso, aún maquillado con colorete. Una cara de enano, pero con un cuerpo más grande, y vigoroso.

—Si tienes suerte, no te verás envuelto —dijo. Sus labios grandes y carnosos se fruncieron como en un amago de beso, lo que indicaba que estaba pensando—. Si fueras inteligente, cogerías el dinero que has estado ahorrando y te montarías en un autobús. Te bajarías cerca de la frontera y la pasarías furtivamente, y no volverías a dejarte ver por aquí jamás. Si te quedas, serás sólo un punto de referencia para él, parte de su estrategia. A él le importa un pimiento lo que pueda pasarte. Lo que está tratando de hacer es demostrar algo.

—Me cogerán y me meterán en un centro de menores —dije.

—A mí me habría ido mejor en uno de esos sitios —dijo Charley—. Tú siempre piensas que sabes qué es lo peor. Pero eso nunca es lo peor posible.

Se refería a que lo mejor que podía hacer era volver a Great Falls, entrar en la comisaría de policía y reconocer que era el desaparecido Dell Parsons, y dejar que toda la atención se centrara en mí: me meterían en un recinto cerrado con llave, con rejas en las ventanas, desde donde miraría fijamente el paisaje helado, y esperaría y esperaría hasta cumplir los dieciocho años. Eso, a mi madre, le había parecido lo peor. Y seguía pareciéndome lo peor a mí. No tenía que responderle a Charley. Casi nunca lo hacía. Él sólo sabía lo de él. Pero yo sabía qué era lo peor para mí mismo, le sucediera lo que le sucediera a Arthur Remlinger. Y me sucediera lo que me sucediera a mí como punto de referencia; es decir, creí entender, que yo no sería sino parte de un capricho, algo que se desecha en cuanto éste queda atrás.

Charley no quería que yo le dijera más. No me escuchaba más que lo estrictamente necesario. Me bajé de la vieja camioneta y pisé la calle de Fort Royal llena de arenilla, ventosa, y cerré la portezuela.

—La mayoría de los perdedores son gente que se ha hecho a sí misma —dijo Charley mientras se cerraba—. No lo olvides.

No dije nada. La camioneta se alejó, dejándome allí ante mi futuro.