Por aquellos días le escribí una carta a mi hermana Berner. La escribí sentado en mi cama del cuartito, junto a la ventana que daba a la ciudad, con el papel azul fino que había comprado en el drugstore y un portaminas que había encontrado en una de las cajas de cartón de la casucha de Partreau. Quería que fuera algo normal que Berner y yo nos escribiéramos a través del vasto espacio que nos separaba, y que el hecho de que yo estuviera donde estaba no era nada extraordinario en el orden general de las cosas.
En mi carta le contaba que estaba en Canadá, y que aunque pudiera parecer que era un lugar alejado de todas partes, no era así. Había llegado a él después de un viaje de un día desde Great Falls. Le conté que estaba pensando en hacerme canadiense, pero que no iba a suponer un gran cambio. Pronto empezaría a ir al instituto en Winnipeg, donde tendría una vida nueva y grata. Le conté que había conocido a gente interesante. (Esta palabra me parecía muy extraña al verla escrita con mi letra). Me habían proporcionado un trabajo que consistía en tareas de verdad y tenía aspectos únicos, a los que me había adaptado bien y que me agradaban. Estaba aprendiendo cosas, y eso me gustaba. No mencioné a nuestros padres, como si no supiera nada de ellos, y como si nos pudiéramos escribir sin sacarlos a relucir nunca. Tampoco mencioné a Arthur Remlinger, ni a Florence La Blanc, porque no sabía cómo describirlos, a ellos o al lugar que ocupaban en mi vida. No le dije que no sabía dónde estaba Winnipeg. No le dije que Florence se había referido a mi vida actual como un «gran aprieto». Y no mencioné los sentimientos extraños que sentía. No era consciente de ellos más que en parte, y pensé que si se los intentaba explicar la preocuparía. Le dije que la quería, y que estaba muy contento de que fuera feliz, y que saludara a Rudy si lo veía en el parque. Yo iría a verla a San Francisco —y volvería a ser su hermano— en cuanto tuviera ocasión de hacerlo y pudiera coger un autobús en Winnipeg. Firmé la carta, la doblé y la metí en el sobre azul, y decidí llevarla a la oficina de correos para mandarla a la dirección que tenía de San Francisco. La dejé encima de la cómoda de madera, me puse de pie y miré por la ventana hacia los tejados de la ciudad y, más allá, hacia la tierra que se extendía como un océano hacia el horizonte. Pensé en lo lejos que estaba Berner, y en cómo no le había escrito nada de importancia, ni personal, ni sobre ella misma. Le costaría mucho hacerse una idea de cómo me iba por lo que le decía, porque mi situación no era una situación fácil de describir y podría preocupar a cualquiera que la oyera. No era como estar en casa y salir todos los días camino del colegio, o coger el tren a Seattle. Sería mejor, pensé, volverle a escribir desde Winnipeg cuando todo estuviera más asentado, y yo asistiera al Saint Paul y tuviera más que contarle, cosas que ella fuera capaz de entender y que pudieran interesarle.
Cogí la carta y la metí en la funda de almohada, que conservaba desde la mañana en que íbamos a viajar en tren a Seattle Berner, mi madre y yo. Pensé en que la leería más tarde, como los comentarios y observaciones que Remlinger me había sugerido que escribiera en mi pequeño cuaderno de hojas de rayas azules, para leerlos después de un tiempo y saber cómo había sido la vida cuando la había estado viviendo. Nunca escribí nada en aquel cuaderno, y cuando me fui de Fort Royal lo dejé en mi cuarto.